Carmesí

Entró al ascensor con reticencia. Las manos le sudaban y en sus ojos había un pequeño tic nervioso. No le gustaban los ascensores, los aborrecía. Su madre había muerto en un ascensor cuando ella era pequeña. Su madre trabajaba en un rascacielos con muchas oficinas, así que para poder llegar a su departamento tenía que subir treinta pisos. Cuando se subió al ascensor, veinte personas ya iban en él. Hizo varias paradas en diversos pisos y, cuando estaba a punto de llegar a su destino, un crujido, que heló la sangre de todos los pasajeros del ascensor, se escuchó. Nadie se movió, ni tan solo hablaron. Una mosca que se había colado dentro del ascensor cesó su zumbar y se pegó al techo de éste como si un imán la hubiera atraído brutalmente. Pero no fue solo la mosca, todos los pasajeros se fueron al techo entre gritos e incredulidad. Alguno que ya se había dado cuenta que pasaba, dijo alguna frase rápida orando a algún dios. Así se produjo una caída en picado de treinta pisos. Cuando los técnicos, bomberos y sanitarios abrieron el ascensor, lo único que encontraron fue una pulpa rojiza y una nueva pintura carmesí que pintaba las paredes del ascensor, dándole un aspecto macabro.

Los cables que sostenían el ascensor se habían desgastado y nadie había llevado un mantenimiento regular del ascensor, así pues, nadie se sorprendió cuando dijeron que el sistema de frenado de emergencia del ascensor no se había activado.

Se miró en el espejo. Se veía guapa, se había arreglado especialmente para esa ocasión. En ese preciso momento se dirigía a la planta de un edificio inmenso, donde podría, tal vez, conseguir un empleo si la entrevista que iba a hacer le salía bien. Sus labios brillaban sutilmente, con un aspecto caramelizado. Era atractiva, y lo sabía. Sacaría provecho de ello. Subieron varias personas más en el ascensor: una chica más bajita que ella (tal vez iba a solicitar el mismo puesto que ella, había que tenerlo en cuenta), bastante atractiva y con aspecto perspicaz, de una edad similar a ella; otra chica, un poco más alta que la anterior, sin nada especial que resaltar, con una gran carpeta bajo el brazo; y por último un hombre en sus carnes, un tanto sudoroso, de edad media, tirando a bajito. Los observó a todos y cada uno de ellos, de una forma tan disimulada que nadie se dio cuenta.

Las puertas se cerraron con un leve "clac". Sus manos empezaron a temblar. Las cerró en forma de puño. Pensó en muchos otros sitios: praderas, bosques mágicos, su sofá... Cualquier sitio valía con el fin de olvidarse que seguía en el ascensor. El hombre se movió ligeramente, se notaba que tampoco estaba demasiado cómodo. Tal vez era claustrofóbico. La mujer de la carpeta había sacado un papel y lo leía detenidamente; la otra mujer jugaba con su pelo de forma inocente, mientras hacía alguna que otra burbuja con un chicle que mascaba. Las luces tintinearon brevemente. ¿Tal vez una pequeña bajada de tensión? Empezó a arañarse la mano. Era una pequeña manía que tenía siempre que sus nervios aumentaban, y la hacía de forma inconsciente. Más de una vez se había sorprendido a sí misma con una pequeña herida en la mano. Tendría que aprender a controlarse tarde o temprano. Las luces intensificaron su parpadeo y, finalmente, mientras los ocupantes del ascensor aguantaban la respiración inconscientemente, se apagaron y el ascensor se sumió en la oscuridad más absoluta durante cinco segundos, hasta que la luz de emergencia se activó. Ahora una luz azul fantasmagórica bañaba los rostros de los ocupantes. El ascensor dio una pequeña sacudida y se detuvo. Una mueca de horror tomó posesión de su cara y se cayó de rodillas.

-¡Noooooooooooooooo! ¡Dejadme salir! ¡Por favor! ¡Esto no puede estar pasando!-gritó la mujer de los labios carmesís.

Su voz empezó a ser cada vez más estridente y hablaba a una velocidad alarmante. Pronto empezaría a hiperventilar si nadie hacia nada. El hombre se acercó hasta a ella y la cogió por los hombros.  Le hizo mirar directamente a los ojos y dijo:

-No pasa nada, solo se ha ido la luz  y el ascensor se ha detenido, pronto volverá a funcionar o nos sacarán de aquí. Hay que mantener la calma y ser pacientes, gritar, llorar o perder los nervios no nos ayudarán en nada.

Mientras lo miraba a los ojos pudo ver que era un buen hombre, una persona que se preocupaba por los demás, sabio...

La luz refulgió durante un segundo, cegando a todos los ocupantes por unos instantes. Una risa pareció escucharse, pero cualquiera la habría confundido con el chirriar del metal.

-¿¡Qué ha pasado!?-gritó la mujer bajita mientras se frotaba los ojos.

-Una subida de tensión momentánea, supongo.-dijo el hombre.

-¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!-gritó la mujer de la carpeta.

La mujer de la carpeta no estaba bien. Y decir que no estaba bien era ser muy amable. Había dejado caer la carpeta, haciendo que todas las hojas se desparramasen por el suelo. Pero lo peor estaba en su cara: la tenía desfigurada. La nariz había desaparecido de su rostro. No paraba de tocarse el rostro sin creerse que estaba pasando. Los demás ocupantes del ascensor tampoco se lo podían creer. De repente, la boca fue fundiéndose, dejando el mismo resultado que con la nariz, como si nunca hubiera estado allí. Su mirada era de desesperación. Se notaba que quería gritar y chillar de dolor y desconcierto y no podía. Unas lágrimas le empezaron a resbalar por las mejillas. Se cayó de rodillas, con las manos en la cara, arañándose dónde antes había tenido la boca. Pronto la sangre empezó a manar de la herida que se estaba haciendo. El hombre trató de detenerla pero no pudo. La mujer vio que no podría solo con las manos, así que se lanzó contra el espejo del ascensor, haciendo que saltase en mil pedazos. Recogió uno de los pedazos del suelo y, deteniéndose un segundo con el cristal en la mano, miró a las demás personas del ascensor, y se rajó la cara. Empezó prácticamente en la oreja izquierda y acabó en la oreja derecha. La sangre salpicó a todo el mundo. Empezaba a ser la peor pesadilla imaginada. La mujer acabó de abrirse la cara, creándose ella misma una boca. Su rostro parecía haber salido de la pesadilla de un demente. Sonrió. A todo el mundo le dio un escalofrío. Se levantó. Y entonces ocurrió: sus ojos se empezaron a cerrar, al igual que la boca. Volvió a sonreír. Esta vez, con tranquilidad, recogió un trozo mucho más grande de cristal del suelo y lo puso derecho aguantándolo con las manos. Acto seguido, como si saludara en una ceremonia oriental, se balanceó y clavó el cristal por su ojo derecho, atravesándose el cráneo. Cayó de lado sobre el suelo del ascensor encharcado de sangre.

No gritó nadie porque no hubo tiempo. La chica de los labios carmesís se había levantado y se estaba acercando a la chica bajita. Se pusieron en frente la una de la otra e hicieron lo único que el hombre no habría sospechado nunca: besarse. Es más, no sólo empezaron a besarse, sino que se desprendieron de la parte superior cada una. El hombre no podía creer lo que estaba viendo. Se acariciaban, cubiertas de sangre, y se besaban la una a la otra los pechos. Cada vez con más intensidad, hasta el punto de empezar a morderse. Trozos de carne volaron por el ascensor arrancados a mordiscos. La mujer de los labios carmesís mordió el cuello de la otra mujer y lo arrancó de cuajo. La otra mujer empezó a gorgotear. En ese momento creo que fue consciente de lo que estaba pasando. Acto seguido se desplomó al suelo. La mujer de los labios carmesís se giró hacia el hombre y sonrió. Su labios brillaban más que nunca, recubiertos de sangre. Presentaba heridas muy serias, y su cara había sido desfigurada parcialmente, dejando ver un trozo de la mandíbula a través del pómulo. El hombre retrocedió, dando de espaldas contra la pared. Se había orinado encima. ¿Quién no lo haría? La mujer dio un paso hacia él. Y él, retorciéndose de nerviosismo, recogió uno de los trozos de cristal del suelo. Lo agitó frenéticamente ante él, intentado detenerla, pero todo fue en vano. Ella cogió la mano que empuñaba el cristal y la apretó fuertemente contra su corazón, y siguió andando. Ahora el brazo del hombre atravesaba el cuerpo de la mujer. La mano dejó caer el trozo de cristal al suelo. El hombre tenía una mueca desencajada en su rostro. Parecía haber perdido la cordura. La mujer se acercó aún más, haciendo que sus frentes se tocaran, y lo besó sutilmente en los labios, exhalando su último aliento.

El ascensor se reactivó y subió hasta la planta número 30. Las puertas se abrieron gracias a la palanca de un bombero. Estaba oscuro, no se podía ver nada, y un hedor era exhalado de su interior. Un pie dio un paso hacia adelante. Luego dio medio paso. Era un hombre corpulento, cubierto totalmente de sangre, con los labios refulgiendo con un color carmesí. Presentaba una mueca de demente y no podía parar de sonreír. Empezó a reír. Los bomberos y todos los presentes en la sala dieron un paso atrás inconscientemente. El hombre tenía medio cuerpo dentro y medio fuera del ascensor. Iba a dar un paso para acabar de salir, pero un chirrido indicó que uno de los cables del sistema de seguridad del ascensor se había acabado rompiendo. Y el hombre fue seccionado por la mitad, aún sonriendo.

Una risa pareció escucharse, pero cualquiera la habría confundido con el chirriar del metal.

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¡Espero que os haya gustado! Durante esta semana iré redactando Sacrifice. ¡Sed pacientes! Dejad un comentario con vuestra opinión y valoradla si os ha gustado.

D.F.

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