Amor de maniquí

Miró al maniquí y le devolvió la sonrisa. La locura se reflejaba en su rostro. Los brazos, astillados, se abrían en un gesto amable, invitándola a acercarse.

Cruzó el umbral de la cordura y se lanzó. Corrió hacia él y lo abrazó, lo acarició, lo besó y le hizo el amor.

Entre sudor y gemidos notó el tacto palpitante de la madera, la robustez de los brazos... Era el mejor amante que había tenido.

No dejó que él hiciera nada, quiso complacerlo y demostrar su valía en las artes amatorias.

Sus ojos chispearon de lujuria. No podía parar de salivar. Repasó cada centímetro de su cuerpo cincelado con la lengua, dejando un rastro carmesí tras de sí.

El mundo se coloreó de fucsias, azules y verdes pastel. Del cielo cayeron margaritas y, puntualmente, algunas rosas tardías. Una ligera brisa agitaba la singularidad creada de la nada, removiendo pétalos y perlas de sudor por igual.

Una de las rosas cayó al lado de los amantes, su capullo se abrió y de él salió un lirio que creció y se transformó en un ideal.

La agitación del sexo creó un temblor que agitó la nada, y de la nada surgió nada.

Una de las margaritas dudó de su existencia y se preocupó; se preocupó tanto que dejó de lado su propia existencia y formó un punto de inflexión.

De la ridiculez del cielo cayó un oso de peluche que miró con ojos de botón a los dos amantes y, celoso por su impotencia, explotó.

El aire se llenó de espuma blanca que flotó ligeramente, dejándose llevar por la conmoción de una pérdida.

El viento volvió a soplar y arrastró el relleno hasta el origen, donde la nada ya no pudo ser lo que quería. Un manto oscuro arropó a los amantes en su lecho de flores y, entre murmullos, las estrellas les dijeron adiós.

Cerraron los ojos y dejaron que la tranquilidad de la locura los sumiese en un plácido sueño de muerte.

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