88. Choque de diosas

La batalla continuaba alrededor de las dos figuras femeninas, que se observaban con abierta hostilidad. Las criaturas y aliados convocados por Morrigan impedían que los caballeros de oro auxiliasen a Atenea, pero el conflicto entre ellas aún no había estallado.

Sin embargo, todos sabían que aquello podía cambiar en un instante y que su deber era estar disponibles para salvaguardar a sus diosas. Aquel pensamiento fue el que impulsó a Saga, que proseguía la lucha en su rincón, a lanzar el golpe definitivo con el que neutralizó al último sluagh. Su brillante cosmos inundó la burbuja en la que Morrigan le mantenía atrapado hasta que estalló con violencia, permitiéndole salir y acercarse a ellas.

—¡Mi señora! Hemos intentado disuadirla, pero no atiende a razones —explicó, hincando la rodilla en la hierba carbonizada.

—Lo sé, Saga. No te preocupes.

—Sí, Saga, no te preocupes y huye por tu vida o quizá no me queden ganas de indultarte —se burló Morrigan.

Atenea esbozó un mohín triste. Sus ojos recorrieron de nuevo la escena y se detuvieron en la habitualmente imponente presencia de Saga: el estratega capaz de suplantar al patriarca y conspirar para asesinar a su diosa estaba cubierto de heridas, su cara evidenciaba su agotamiento y la armadura presentaba varias resquebrajaduras entre las que destacaba el gran hueco en el peto, taponado a base de sangre coagulada y fragmentos de metal.

—Señora Atenea, ¿qué tiene Morrigan en tu contra? ¿Por qué te hostiga? —preguntó él, todavía postrado.

Ella desvió el rostro con incomodidad.

—Yo... no lo recordé hasta hace poco. Ocurrió hace siglos, en los tiempos antiguos, cuando aún no me encarnaba en un cuerpo mortal —titubeó, con un hilo de voz que se estrangulaba poco a poco.

—¡Cuéntaselo, Atenea! ¡Es una historia muy divertida! Habla o lo haré yo para sacar la verdad a la luz.

—Por favor, Saga: ayuda a tus compañeros, si aún te quedan fuerzas —solicitó la diosa, esquiva.

—Pero debo quedarme a vuestro lado para evitar que...

—¡No! ¡Saga, obedece mi orden y déjanos!

El caballero de Géminis no se lo hizo repetir. Se incorporó, bajó la cabeza en señal de respeto y se lanzó a la lucha, dispuesto a inclinar la balanza en favor del bando ateniense. Ambas le siguieron con la mirada mientras se unía al resto.

—Dices que amas a los santos como a tus hijos y que quieres protegerlos, pero la forma más fácil de no exponerles al peligro sería dejar de esconderte tras ellos. ¡Afróntame por ti misma!

Mientras pensaba su respuesta, Atenea advirtió que Shura no se había unido a los demás para repeler a los partidarios de Morrigan; severo y circunspecto, permanecía inmóvil con el brazo en posición defensiva, dos pasos por detrás de la irlandesa, sin mostrar ningún signo de dolor pese a las aparatosas heridas que lucía.

—Shura, ¿por qué no vas con Saga y los otros?

Él mantuvo la postura, como si no hubiese escuchado nada.

—Morrigan, ¿es que has hecho de él tu siervo? —preguntó Atenea, desconcertada.

Su adversaria mostró una arrogante sonrisa, divertida con la situación, y se giró hacia el español para acariciarle el mentón con dos dedos. Los ojos masculinos se entornaron imperceptiblemente en un gesto de gozo.

—¿Mi siervo? En absoluto. Shura es mi paladín y compañero hasta el fin de los tiempos. Nuestro vínculo es de amor, no de vasallaje.

—¿Un vínculo de amor...? Shura, ¿me has traicionado?

Él miró un instante a Morrigan, como pidiéndole permiso para hablar. Ella asintió.

—He puesto mi fe en la única diosa de la guerra, aquella que lidera a los suyos frente al enemigo —declaró, con su frialdad habitual.

—Y tu diosa te ama con todas sus fuerzas, mi guerrero —replicó ella, asegurándose de que la contraria lo oyese.

Las cejas de Atenea se arquearon en un gesto de incredulidad y pesar. Él, que presumía de ser el más leal de todos sus guerreros, había abandonado su credo para entregarse en cuerpo y alma a aquella diosa promiscua, contraviniendo los votos que había jurado mantener.

—Y, sin embargo, Capricornio te protege todavía...

—Mi armadura sabe que mi convicción es justa. He de servir a un bien universal y, mientras lo haga así, somos uno solo. La justicia y el amor inspiran mis actos.

Atenea negó con la cabeza.

—Morrigan no conoce el amor... se entrega según sus caprichos, sin más.

—¡Ah, sigues siendo una envidiosa y una puritana! —replicó la norteña, riendo— Tú eres la que no entiende qué es amar y tampoco mereces ser llamada "diosa de la guerra". Tus méritos son tan escasos que tu culto se ha desdibujado con el paso del tiempo.

—¿Acaso el tuyo no?

—¡Abre los ojos, ingenua! Tú y los tuyos os convertisteis en relleno para museos. Yo, en cambio, fui sincretizada; mi poder era inabarcable y los cristianos no lo comprendían... me temían de tal modo que tuvieron que inventar a santa Brígida para ocultarme bajo su imagen, junto con las demás diosas de Eire; mi isla sigue llena de lugares consagrados a mí, mis adoradores llevan con orgullo la etiqueta de "paganos"... Sí, fueron siglos de sufrimiento, pero gracias a Kyrene, mi alma recobró las fuerzas suficientes para viajar a conocer de primera mano tu vergonzoso santuario.

—Y, ya que estabas, aprovechaste para robarme a uno de mis caballeros... —le reprochó Atenea, con resentimiento.

—¡Exacto! Como tú, quería gozar de los placeres de este mundo antes de emprender mi venganza... Y debo decir que has sido una completa imbécil dejando ir a Shura —el aludido esbozó una mínima sonrisa de orgullo—: no solo es leal, sino que le adornan todas las virtudes propias de un guerrero... es un servidor concienzudo y perseverante; lo sabrías si tan solo te hubieses tomado la molestia de escuchar sus plegarias en vez de dedicarte a vivir como una niña rica y antojadiza. Y de sus magníficas cualidades como amante no pienso decirte nada salvo que me ha dado incontables horas de exquisito placer —remató, maliciosa, bajando un poco el tono.

—¡Ya está bien! ¡Libera a mis hombres! —exigió Atenea, fuera de sí, con su cosmos brillando en llamaradas ambarinas.

—¿Liberarlos? ¡Ja! Son mi única garantía de que no huirás gimoteando a pedir ayuda al resto... ¡Estás sola contra mí! ¡Divirtámonos!

—¡Mi señora, permitidme pelear junto a vos! —se oyó decir a Milo, que había logrado liberarse de su prisión de cosmos y exhibía una de las cabezas del inerte ellén trechend en el puño, agitándola con orgullo.

—No, Milo. Ve con ellos —le ordenó Atenea. Un suspiro surgió de sus labios antes de volver a dirigirse a Morrigan, en un intento de aminorar la tensión entre ellas por la vía del diálogo—. Ha sido duro recordar lo que te hice. Me avergüenzo de mí misma...

No mentía. Tras el primer mensaje de Morrigan, se había esforzado en explorar sus memorias de encarnaciones pasadas, sin éxito al principio; sin embargo, los hechos fueron aclarándose gradualmente en su cabeza hasta revivir la desazón que le había provocado el hallazgo de aquella otra diosa y su propia vileza al atacarla sin respeto al código de honor que regía los combates, pero no quiso compartir aquella información con Shion: ahora sabía que ella misma había impedido que su mezquindad quedase registrada en las crónicas y archivada en la biblioteca del santuario para no mancillar su imagen de diosa bondadosa y ecuánime.

—¿Y qué haré yo con tu vergüenza, Atenea? ¿De qué me sirve? —le espetó Morrigan— ¡Quiero que todos conozcan lo que pasó! ¿Crees que tus caballeros seguirán sirviéndote cuando sepan de qué eres capaz? Has necesitado ver a seis de ellos al borde de la desaparición para aceptar mi desafío. ¿Es eso digno, es valiente? ¿Cómo les explicarás ese amor que dices profesarles, si ni siquiera pensabas acudir en su ayuda? ¡Ellos, que han dejado todo por ti!

—¡Esto es entre nosotras! ¡No los mezcles a ellos!

—Si es entre nosotras, ¿por qué has consentido que media orden viniese para tratar de reducirme? ¡Eres una farsante! —se mofó la irlandesa— ¡Oídme todos, Trí Dée Dannan y siervos de Atenea! ¡Yo, An Morrigan, la reina fantasmagórica, soberana de la tierra que pisáis, os contaré por qué el fuego de la venganza alimenta mi corazón! Esa que veis ahí me emboscó cuando rescaté los dominios de nuestro pueblo para impedir que los fomorianos se adueñasen de sus recursos. Envidiaba mi prestigio y planeó a sangre fría un ataque por la espalda... ¿No es verdad, Atenea?

La interpelada tragó saliva, con los ojos fijos en los de su enemiga. Su puño rodeaba el báculo con tanta fuerza que la piel de sus nudillos dejaba traslucir el hueso, consciente de que los caballeros escuchaban con atención aquellas revelaciones al tiempo que seguían combatiendo contra los formidables contrincantes recién liberados.

—¡Vino a escondidas a mi territorio para apresar mi alma, en ausencia de hostilidades por mi parte! Sin embargo, solo logró arrebatarme un fragmento... Me abandonó allí, sin una sola explicación, tan debilitada que perdí mi poder de desplazarme entre los sídhe. Todas las criaturas mágicas languidecieron sin mi tutela y yo no pude avisaros, compañeros, ni volver a Tír na nÓg... —un súbito deje de melancolía se coló en la última frase, dirigida a Lugh, Dagda y Ogma, pero recuperó enseguida su aplomo— ¿Estás oyendo, estúpida? ¡Rompiste el equilibrio de fuerzas en Eire por tu capricho infantil!
>>¿Sabéis qué ocurrió después, caballeros? ¡Los milesianos invadieron la isla y vencieron a los Tuathá! ¡Los exiliaron y los condenaron a habitar el inframundo, una dimensión de la cual ellos jamás podrían salir por sí mismos, dejando sin protección a nuestros fieles! ¡Nada de eso habría sucedido de haber estado completo nuestro panteón, pero la metomentodo de Atenea decidió suprimir a la diosa de la guerra en el norte por sus absurdos celos!

—Atenea... tu intervención alteró toda la historia de los dioses de Irlanda... —musitó Afrodita en un tono que dejaba patente su decepción, mientras eludía un golpe de Lugh. Se movía con más lentitud de lo habitual a causa de las heridas y su armadura presentaba tales manchas de sangre a la altura del abdomen que parecía haber sido decorada con sus rosas.

—¡No pienses en eso ahora y lucha! —vociferó Aldebarán, cuyo ataque recordaba a una tormenta.

—Por eso Dagda construyó los palacios del inframundo, para albergar a sus compañeros... —prosiguió el sueco, meneando la cabeza.

—¡Basta! —gritó Atenea, iracunda— ¡Debí haberte matado cuando tuve ocasión!

Morrigan se echó a reír con sorna.

—¡Por supuesto! Lo intentaste, pero no pudiste... Porque incluso extenuada tras una batalla, soy más fuerte que tú... ¡Más fuerte de lo que tú jamás soñaste ser, por eso te agazapas tras ochenta y ocho guerreros!

—¡No voy a consentir que me insultes!

—¡Perfecto! ¡Atácame, entonces, y terminemos lo que empezaste hace siglos! ¡Estoy deseando derramar tu sangre divina, maldito engendro!

—No eres más que una impostora... Una bruja venida a más que cree que responder a conjuros ridículos y animar a la matanza es cuidar de su pueblo. ¡Esta vez tu alma entera será mi trofeo! —exclamó Atenea.

Su paciencia se había terminado. La humillación a la que Morrigan la estaba sometiendo delante de sus caballeros no quedaría sin castigo; ella era la única diosa que se molestaba en encarnarse para mantener a raya a Hades, ¿y esa irlandesa desconocida pretendía escupirle reproches? Con un ademán hizo presente su armadura, cuajada de detalles labrados por los más diestros artesanos de la antigüedad, y no aguardó a que Morrigan respondiese antes de apuntarle con su báculo, del cual salió despedido un rayo de energía directo a su pecho.

—¡Muere!

—¡Sigues siendo una criatura abyecta! —la provocó Morrigan, colocando el antebrazo a modo de escudo para parar el golpe— ¡Pero al menos tus esbirros ya saben a qué clase de ser han dedicado sus vidas!

Lejos de ellas, la lucha entre los Trí Dée Dannan y la orden dorada continuaba, más enconada que nunca; los dioses habían dispuesto de siglos para descansar y reponerse, mientras que las fuerzas de los caballeros eran drenadas por la dimensión abierta por Morrigan, en la cual el tiempo parecía acelerarse y ralentizarse sin obedecer a ningún criterio físico más allá del capricho de su reina.

—¡Ahora, Deathmask! —solicitó Saga, que pugnaba por inmovilizar a Dagda con su cosmos para que su compañero le asestase un golpe definitivo— ¿A qué estás esperando?

El italiano asintió sin moverse. Su mirada y su atención estaban puestas en el centro del claro, donde las diosas se enfrentaban. Tras rechazar el ataque de Atenea sin usar nada salvo su cuerpo, Morrigan se preparaba para devolvérselo, con su energía ardiendo a su alrededor como una hoguera fría y siniestra cuyas llamas se elevaban hacia el firmamento.

Deathmask tragó en seco. Por un momento, la diosa quedó oculta por su propio cosmos y, por fin, se manifestó en todo su esplendor: su armadura, de un tono más profundo que el de una noche sin luna, emergía de la bruma pieza por pieza hacia ella y se acoplaba a la perfección, transformándola en una visión aterradora e hipnótica a la vez; portaba un escudo en su brazo derecho, una magnífica espada en el izquierdo y, lo más fascinante de todo, dos colosales alas a su espalda, cuyas opulentas plumas azabache parecían llamear con una luz de origen desconocido que les arrancaba reflejos verdosos.

Atenea frunció el ceño mientras Morrigan avanzaba hacia ella, decidida y hosca. El báculo de la diosa griega se elevó con rapidez para lanzar el segundo golpe; sin embargo, la espada de la irlandesa lo interceptó, haciendo saltar una hilera de chispas al deslizarse por toda su longitud.

—¿Has traído lo que me robaste, Atenea? ¡Dámelo ahora y me ahorraré rebuscar entre tus trapos cuando estés muerta!

—¡Eres despreciable!

Morrigan se echó a reír con ganas, dejando al descubierto la garganta. Atenea trató de alcanzarla, pero el escudo de la deidad oscura se interpuso entre ambas y frustró su tentativa de nuevo al tiempo que, tras ellas, Dagda aprovechaba la momentánea distracción de Deathmask para golpearle el costado con su porra, proyectándolo varias decenas de metros a lo largo del claro. El caballero aterrizó de cabeza y se sobó la nariz, consciente de que lo que quedaba de ella era un amasijo de sangre y piel poco funcional. Ofuscado, intentó levantarse para regresar a la trifulca, pero se dio cuenta de que las piernas no le respondían: la izquierda presentaba un profundo desgarro desde la cadera a la corva y la rodilla derecha bailaba como una bisagra mal ajustada, dejando que tibia y peroné se agitasen en todas direcciones. Por un momento, su mente viajó hasta su infancia, cuando cayó por la ventana al morir su madre. Era un inútil, como entonces, un crío incapaz de defender lo que amaba.

Atenea lo vio desplomarse, pero no tenía tiempo de socorrerle; se hallaba inmersa en un combate cada vez más frenético en el cual se jugaba no solo su reputación, sino el respeto de sus fieles. Sus golpes se acercaban a la enemiga sin tocarla: Morrigan la esquivaba ágilmente, provocándola con sus carcajadas secundadas por los innumerables cuervos que presenciaban el espectáculo posados en el trono de la reina fantasmagórica y en las ramas de los árboles circundantes.

—¡Maldita! ¡Juro que acabaré contigo! —aulló Atenea, desquiciada.

—¿En serio? Tú, que te has desentendido de tu adorada humanidad desde los tiempos de Odiseo de Ítaca... ¡Solo te encarnas para cabalgar a tu pegasito dorado, y ya sabes a qué me refiero...!

La obscena alusión hizo enrojecer a Atenea, que recrudeció sus embates.

—¿Y eres tú quien me lo reprocha? ¡Fuiste incapaz de mantener tu alma en una sola pieza!

—Presumes mucho de tu hazaña, pero ¿a qué te has dedicado desde entonces, salvo a pasarlo bien y a lloriquear para que tus caballeros hagan tu trabajo?

Atenea no respondió. Necesitaba vencer y hacer a Morrigan pagar por menoscabarla frente a sus siervos. Su báculo y la espada de la enemiga chocaban entre sí y con los escudos, levantando centellas y nubes de polvo que difuminaban sus siluetas.

—¡Los conviertes en máquinas de guerra...! ¡Destrozas sus mentes para que te adoren y mueran por ti...! Y después les haces resucitar y les dices que su fuerza sobrehumana debe desperdiciarse en tareas absurdas como reparar presas y limpiar basura en la playa en vez de combatir el mal con todos sus recursos... ¡No eres más que una hipócrita y una inútil!

—¡Buscas un conflicto estéril! ¡Los seres humanos son libres para elegir su camino, lo cual significa que siempre habrá maldad y dolor!

—¡Por eso hace falta que los dioses les tutelemos! ¡Para eso sirve la guerra, Atenea!

—¡Si siembras la guerra, cosecharás la muerte!

El grito de Atenea hizo que todas las cabezas se volviesen para observarla. La diosa estaba acumulando en su brazo tal cantidad de cosmos que la materia se curvaba hacia ella, engullendo todo a su alrededor como un agujero negro. Sus ojos brillaban de rabia, con las espesas pestañas húmedas de lágrimas, y su báculo vibraba listo para proyectar un ataque letal.

—¡Es tu fin!

Morrigan se preparó para rechazar el embate de Atenea parapetada tras su escudo, pero el golpe nunca llegó. Cuando apartó, sorprendida, el disco de cuero y metal, descubrió un cuerpo tendido sobre un charco de sangre. Dos palabras surgieron de sus labios mientras se precipitaba hacia él, desesperada:

—¡Shura, no!

Querida lectora, querido lector: espero que hayas disfrutado de este capítulo. He puesto en él mucho esfuerzo y creo que se nota. Gracias por acompañarme hasta aquí y espero que no faltes mañana a la siguiente entrega: "Destinado a morir".

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