83. Solo tuyo

Un beso en el ombligo.

Otro, algo más abajo.

Un reguero cálido y húmedo en dirección a su pubis, anticipando con su cosquilleo el goce que vendría a continuación.

En su interior, Kyrene sonrió, todavía amodorrada y preguntándose cuánto habría dormido. Se sentía embotada, como si hubiese pasado por una larga enfermedad de la que aún convaleciese, cansada hasta dudar de si aquello era un sueño, pero no necesitaba abrir los ojos para disfrutar del exquisito placer de la lengua de Deathmask sobre su cuerpo como tantas mañanas al despertar; escuchó el primer leve suspiro escapando de sus propios labios y notó el cabello denso y revuelto de su amante enredado entre los dedos. Todo había terminado, por fin; los conflictos, las peleas y los desencuentros eran cosa del pasado y después de un largo tiempo de deseo y añoranza, el bravucón de sonrisa irresistible estaba de nuevo junto a ella.

Un par de manos encallecidas le separaron las rodillas; el calor del aliento masculino en su monte de venus le provocó un escalofrío desde la columna a la pelvis, que se elevó ligeramente en busca de más atenciones. Ah, no había persona en el mundo capaz de incitarla así con apenas un roce; nadie la conocía como él, se dijo, mientras su sexo era asediado por una salva de besos administrados con pericia que hacían arder sus labios y el interior de sus muslos.

—Mi diosa, solo tú importas... —musitó una voz ronca y viril antes de que su clítoris acogiese el primero de una serie de lengüetazos lentos y certeros.

¿Diosa...?

Kyrene volvió a estremecerse, pero esta vez de angustia.

No estaba con Deathmask.

Sus párpados se abrieron sin que ella diese la orden y su cuello se irguió para encontrarse cara a cara con el artífice de aquella magnífica plétora de sensaciones. ¡¿Shura?! ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Cómo había llegado allí... con él?

Quiso gritar, cerrar las piernas y cubrirse, pero su cuerpo no la obedecía; al contrario, su mano presionó la cabeza del hombre para intensificar su contacto y su piel se erizó en respuesta a los cada vez más apasionados toques. A su pesar, su cerebro recibía una descarga de éxtasis tras otra, mareándola e impidiéndole orientarse o formular pensamientos coherentes, pese a lo cual no cejó en su intento de averiguar qué sucedía. Se encontraban en una extraña estancia que no había visto jamás, excavada en la roca e iluminada por sendas antorchas que pintaban de rojo la silueta del hombre que tenía delante, las paredes desnudas e incluso el gran lecho de sábanas revueltas en el que yacían, que parecía haber sido tallado entre las raíces de un gigantesco espino cuya copa les servía de dosel.

Vuelve a dormir, querida Kyrene, deja que tu alma repose. Pronto no me serás necesaria y podrás descansar por toda la eternidad, tal como te prometí.

—¿Qué está haciendo él aquí? ¿Por qué me...?

¿No lo ves? Shura es el soldado perfecto, el aliado que nos acompañará en nuestro camino a la gloria...

No... ah, no quiero esto...

Admítelo, jamás has experimentado nada igual, ni siquiera con Deathmask... Déjate llevar...

Kyrene sabía que debería intentar zafarse del agarre del español, que continuaba dedicado a darle placer sin apercibirse del diálogo que tenía lugar en la mente de la joven, pero sus esfuerzos eran inútiles. Estaba débil, la situación era demasiado agradable y, desde luego, la sensibilidad de Morrigan no ayudaba a resistirse: su voluntad sucumbía con cada contacto; delicioso, arrebatador, subyugante...

Le deseabas, ¿no es así? Y ahora es nuestro... —la seductora voz de la diosa parecía capaz de derribar cualquier barrera.

Esto no está bien... yo quiero a Deathmask... él es su amigo... —trató de rebatir, sin fuerzas, asaltada por incontables oleadas y a las puertas del clímax.

¡Deja de ver todo en relación con ese patán! ¡Recuerda: él no te ama, no le importas! Solo se preocupa de sí mismo... pero Shura es diferente: leal, constante. Hará cualquier cosa por mí.

Un jadeo las distrajo por un segundo: el caballero se removía, inquieto, buscando el modo de acomodar su erección contra la cama para continuar el cunnilingus. Con una sonrisa, la diosa estiró el brazo y la asió:

—Ven, hazme gozar así... —pidió, con voz suave pero firme.

—Siempre a tu servicio, mi diosa.

Sosteniéndole las piernas por las corvas, se las elevó tanto como pudo y frotó su miembro enhiesto en aquella hendidura empapada para penetrarla enseguida de un brusco envite. El interior de la joven se amoldó enseguida a la gozosa invasión, dándole apenas unos segundos antes de que el orgasmo, poderoso y abrasador, le sacudiese las entrañas arrancándole gemidos y palabras entrecortadas:

—¡Ah, sí, Shura...! ¡No te det... detengas...!

Con los brazos en torno a su fuerte espalda se apretó contra él, temblando y gritando hasta serenarse un poco, pero Shura no tenía intención de darle tregua y seguía embistiendo, despacio y profundamente, mirándola a los ojos.

No se trataba apenas de sexo, se dijo Kyrene. Había pasión, sí, había lujuria. Sin embargo, algo más flotaba en el ambiente; una chispa conocida para ella, porque era lo mismo que sentía junto a...

—Mi guerrero... —se oyó musitar, besándole la boca y cruzándole las piernas en la cintura en cuanto él se las soltó.

—Sí, solo tuyo...

La diosa no dijo nada más, pero los signos fueron evidentes para Kyrene: las mejillas ardiendo, el corazón acelerado y la decidida convicción de protegerle del destino fatal que aguardaba a los que eran como él le mostraban la verdad sin necesidad de hacer preguntas. Suspendida en su vacío, acunada por el sentimiento arrollador y dulce que impregnaba todo lo que les rodeaba, supo sin lugar a duda que se trataba de amor. Un amor fatal y trágico, sin posibilidad alguna de triunfar, pero dispuesto a afrontar cualquier impedimento; un amor tan fuerte y obstinado como para echar abajo la fe y los tabúes de quien se atreviese a cuestionarlo.

Morrigan amaba a Shura, tal como ella amaba a Deathmask.

Eres más fuerte de lo que aparentas, Kyrene. Me sorprende que hayas logrado volver tras entregarte a mí en la gruta —admitió Morrigan.

Shura, agotado, acababa de dormirse entre sus brazos mientras ella le acariciaba distraídamente la nuca, empapada de sudor. Kyrene reconoció el aroma ácido, sin rastro de loción de afeitar esta vez.

No pensé que lo haría. Creí que estaba muriendo... como si naufragase en medio de una tempestad.

Lo harás pronto, querida. Pero no antes de verme triunfar; tu sacrificio será recompensado.

La joven recibió la confirmación de su inminente final con resignación; al fin y al cabo, había accedido a regalar su vida a aquella causa y quería, a toda costa, presenciar la victoria de la irlandesa antes de abandonar el reino de los vivos.

¿Qué es este lugar...? ¿Y por qué está Shura con nosotras?

Ya conoces la naturaleza del sentimiento que me une a él. Hemos venido al síd para reunir a mi ejército; sé de sobra que Atenea no se dignará luchar sin enviar antes a sus caballeros como avanzadilla y no quiero ensuciarme con la sangre de unos mortales. Mis criaturas les servirán como distracción para que las diosas podamos enfrentarnos en un combate a nuestra altura.

Tampoco yo deseo que sufran. Son solo hombres equivocados, engañados por un credo que les somete.

Kyrene, tu paso por este mundo será breve, pero significativo. Tu nombre perdurará en los poemas que cantarán esta gesta. Ahora, dejemos que mi caballero recupere sus fuerzas para acompañarnos en el combate.

La joven sintió cómo su cuerpo se aflojaba y una agradable somnolencia volvía a apoderarse de ella. Recuerdos y visiones se entremezclaron en su mente antes de perder la consciencia, retazos de una existencia que no identificaba como suya, pero en la que, sin duda, había estado presente: una larga vida en la cual Morrigan y Shura compartían su amor sin injerencias, llena de las más amplias sonrisas que jamás había visto esbozar al taciturno caballero de Capricornio.

No lo entiendes, Shion. Sonaba tan... hostil, tan firme...

El patriarca no dijo nada. Con las manos enlazadas en la espalda y la melena despeinada, se limitó a suspirar sin hacer demasiado ruido, a la espera del resto de la información. A lo largo de su dilatada carrera al frente del Santuario de Atenea, había tenido ocasión de ver más cosas de las que le habría gustado y de aprender que, con frecuencia, el silencio era el mejor bálsamo para un corazón inquieto.

Desde su reencuentro, Saori había sido, sin pretenderlo, una interlocutora difícil, criada fuera del entorno que le correspondía, mimada hasta el hartazgo por Mitsumasa Kido e ignorante de la trascendencia de su papel y del alcance de sus poderes. Había tenido que aprender sobre la marcha con el magnate japonés -un tutor bienintencionado, pero carente de la sabiduría ancestral que el patriarca había custodiado para transmitírsela a la diosa cuando se encarnase- y pese a todo, deseosa de ayudar, se había esforzado por estar a la altura conforme su esencia divina crecía y se manifestaba, desplegando su misericordia y amor por todos los seres humanos. Igual que un padre, Shion se enorgullecía de ella tanto como de sus caballeros, seleccionados en persona por él para esperar el regreso de Atenea, y tenía fe en que sus decisiones serían cada vez más acertadas y acordes a lo que era: la auténtica benefactora de la Tierra.

Sabía que no todos en el Santuario estaban de acuerdo con su gestión, pero la confianza de Atenea y la certeza de haber obrado siempre en pos del bien común tranquilizaban su conciencia. Por eso le desconcertaba hallar a la joven en aquel estado tan impropio de alguien que había asumido que su destino era entregarse en cuerpo y alma a la tarea de mantener la Tierra a salvo.

Saori caminaba con pasos cortos y apresurados por el amplio dormitorio, retorciéndose los nudillos hasta hacerlos crujir. Su cabello estaba recogido en un moño bajo del que habían escapado algunos mechones y su atuendo indicaba que el suceso la había sorprendido cuando se preparaba para irse a la cama: un pijama de franela estampado con conejitos y patos, un grueso cárdigan de color crudo y calcetines de rayas en tono pastel que amortiguaban el ruido de sus pies sobre el suelo de madera. Por su parte, Shion había recibido la extemporánea llamada de la diosa mientras practicaba tai chi junto a Dohko, razón por la cual solo llevaba un pantalón tailandés anudado a la cadera. El mayordomo de la casa Kido le había dirigido una mirada de genuino espanto, como temiendo que algo obsceno fuese a suceder, cuando, tras golpear la puerta con los nudillos para cerciorarse de que su ama estaba bien, la abrió y se deparó con la imagen del patriarca semidesnudo, descalzo y portando una sudadera en su mano derecha.

Señora, debéis calmaros... comenzó Shion, con voz suave.

Me ha amenazado... Me ha amenazado y desconozco la razón prosiguió ella, sumida en sus pensamientos, llevándose el pulgar a la boca con aire distraído y royéndolo sin dejar de caminar.

¡Señora! Aquí, en Tokio, son las dos de la madrugada. Comprenderéis que un aviso tan intempestivo es motivo de alarma para mí tanto como para vos. Por favor, contadme de una vez qué ha sucedido o tendré que volver a Rodorio para ocuparme de los asuntos de vuestro santuario insistió el ariano, endureciendo el tono.

Ella asintió, pero continuó paseando con las cejas arqueadas en un gesto de angustia hasta que Shion, preocupado, se aproximó y la detuvo sosteniéndola con suavidad por los hombros. Sus ojos se encontraron por fin y la oyó exhalar, sin distinguir si de alivio o de cansancio. Todavía le pesaba a veces el papel de protectora universal al que se había visto abocada sin conocimientos previos y ahora, en tiempos de paz, había preferido retomar su vida anterior y dejar en manos del patriarca la administración de su culto y del santuario, necesitada de un periodo de reflexión en previsión de conflictos futuros.

He estado atendiendo unos asuntos empresariales en China y acabo de regresar. No tenía sueño, así que me senté a tocar el piano dijo, señalando con la barbilla el instrumento, situado en un rincón de la lujosa estanciay entonces lo sentí. Fue como... como una onda sísmica, Shion, como una bofetada. Hacía mucho tiempo que no percibía el cosmos de otra deidad... mucho tiempo sin ser llamada "Atenea".

De acuerdo, mi señora. ¿Quién era y qué dijo exactamente? indagó él, con ternura.

Saori dudó un par de segundos antes de reproducir el mensaje palabra por palabra:

—"¡Atenea! No eres digna de ser considerada la diosa de la guerra ni la protectora de la humanidad. Tus crímenes contra estos seres vulnerables terminan hoy. Enfréntate conmigo o ríndete y asume tu derrota. De ahora en adelante, seré yo, An Morrigan, la Reina de los Espectros, quien imparta justicia en el mundo."

Un escalofrío recorrió la columna de Shion y sus dedos se crisparon sobre los hombros de la joven. Había intentado ocultarle ese asunto, pero no previó que aquella irlandesa maldita escogería la confrontación directa con la cabeza del panteón ateniense; en su lugar, había optado por enviar a Shura a derrotarla -infravalorando su poder-, pero ahora quedaba claro que, fuese lo que fuese lo que estaba pasando, Capricornio había fracasado en su misión del mismo modo que él en su objetivo de mantener a Atenea apartada de cualquier conflicto que perturbase su merecido descanso tras tantas guerras.

Le respondí que no tengo nada contra ella, que podía quedarse donde la veneran y que yo seguiría cuidando de los seres humanos como he hecho siempre, pero se echó a reír y se negó. Dijo: "Eres una cobarde; acepta mi desafío o te arrepentirás. No me detendré ante nada para arrebatarte cuanto tienes y exponer al mundo tu maldad. Tu ofensa no quedará impune".

¿"Tu ofensa no quedará impune"? ¿Tenéis idea de por qué se dirige a vos de ese modo tan hostil?

No, no consigo dar con nada que pueda haberla agraviado. Mi memoria de reencarnaciones anteriores aún es incompleta, Shion.

Todo está en orden, mi señora. No sufráis. Supimos de su presencia hace unos días; Shura de Capricornio ha ido a su encuentro y muy pronto nos traerá noticias declaró, obviando el hecho de que el español no daba señales de vida desde su marcha.

Hablaba muy en serio. Me exigió que no me esconda tras mis caballeros...

Claro que lo hizo. Los enemigos siempre buscan provocarnos para que reaccionemos de modo imprudente, pero vos sois la diosa de la estrategia y sabéis que una acción precipitada puede ser un error letal. Tengo preparado un contingente; lo enviaré mañana mismo y podréis estar tranquila.

Debo ser yo quien vaya, Shion respondió ella en un intento de impostar firmeza a pesar de las lágrimas que se asomaban a sus párpados—. No soy ninguna cobarde.

No lo sois. Y tampoco una insensata insistió él.

La diosa bajó la mirada antes de deshacerse en amargos sollozos. Conmovido, el patriarca la estrechó contra su pecho, acariciándole el cabello mientras le susurraba palabras reconfortantes, como un padre consolando a su hija tras un día especialmente duro.

Vuestros caballeros han sido entrenados para dar su vida por vos, señora. Permitidles dotar de sentido a su existencia luchando para protegeros.

Ella lloró durante quince minutos y después se fue calmando. Daba la impresión de haberse deshecho de un gran peso.

Vamos, vamos. No debéis preocuparos por nosotros. Morrigan no es importante; manteneos al margen y dejad que cumplamos con nuestro deber. Reservaos para cuestiones más graves.

Está bien, pero... por favor, no dejes que les pase nada. Prométeme que, si alguno está en peligro, me avisarás para que yo misma me enfrente a ella.

Sí, mi diosa. Vuestra voluntad es nuestra ley dijo él, apoyando el mentón en la coronilla de la chicapero os garantizo que no será necesario.

Todavía hubo de quedarse una hora más durante la cual se dedicó a serenar a la joven, que no cejaba en su empeño de averiguar todo lo posible sobre Morrigan, intrigada por el hecho de que una diosa de otro panteón con atribuciones similares a las suyas se hubiese tomado la molestia de ir hasta su santuario y retarla. ¿Acaso no era suficiente lidiar con los olímpicos? ¿Por qué aquella adversaria aparecía de repente para insultarla con tanta inquina?

Como pudo, Shion respondió a sus preguntas, omitiendo los detalles que consideró escabrosos, como que la portadora de Morrigan era la novia de un caballero dorado, que había dado sendas y brutales palizas en Rodorio a los custodios de Cáncer y Capricornio y que a ella la consideraba poco menos que una niña consentida incapaz de regir el destino del planeta. Del mismo modo que Atenea renacía en un cuerpo mortal para cuidar de la humanidad, él estaba allí para hacer lo propio con ella, ahorrándole tanto dolor y sufrimiento como le fuese posible, aunque para ello tuviese que dejarle creer que la enemiga era casi una broma. Esta encarnación, a pesar de todas las batallas libradas, era frágil todavía y necesitaba ser protegida y auspiciada para desplegar su potencial, como una flor rara. En cuanto a los caballeros y amazonas, morirían por ella si era preciso, uno a uno. Morrigan no podría con todos.

Bien, te aviso de algo: termina la tranquilidad, comienzan los golpes. Mañana, "Una entrada a lo grande".

¡Gracias por acompañarme! La historia va acercándose a su final y es todo un honor tenerte junto a mí capítulo tras capítulo. 

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