74. Tus oraciones se pierden en el vacío
El borracho que dormitaba entre hipidos con la espalda apoyada en la gastada pared de ladrillo rojizo se espabiló de repente cuando un fugaz destello iluminó el oscuro y cochambroso callejón de las afueras en el que se había refugiado para esperar a la hora de apertura de su taberna habitual. Nadie se adentraba allí salvo para hacer uso de los cubos de basura, orinar o cerrar algún trato poco legal, por lo cual se sobresaltó y buscó a tientas una botella con la que defenderse de un hipotético asaltante hasta que distinguió una hermosa figura femenina vestida de negro y con la melena peinada en complejas trenzas, iluminada a contraluz por el tenue sol del ocaso.
—Is sióg... is sióg thú... eres un hada...—farfulló, arrastrando las palabras en irlandés e inglés y apuntándole con un brazo tembloroso al tiempo que trataba de limpiarse un resto de baba que le caía mentón abajo, como si quisiera acicalarse.
Ella sonrió con lástima y se inclinó para susurrarle algo al oído.
—¿Qué... qué significa esa fecha? ¿Voy a ganar la lotería?
—Tienes todas las papeletas, en verdad; es una apuesta segura —fue la juguetona y enigmática respuesta.
—¡¿Es la de mi... muerte?! —preguntó él, con un deje de terror en la voz.
—Puede que sí, puede que no. Lo sabrás cuando llegue el día —dijo ella, divertida con su confusión, antes de dar media vuelta para alejarse sin prisa.
El hombre se persignó varias veces seguidas y musitó una oración en sordina, sin quitarle ojo.
—¿Ves? Esto sí es un transporte perfecto, querida. Ahora que somos una simbiosis total, no hay malestar. Puedo desplegar todo mi poder divino sin causarte inconvenientes —murmuró ella, alisándose el top de seda y colocándose un mechón de cabello tras la oreja mientras caminaba en dirección al centro de la ciudad.
No hubo respuesta por parte de Kyrene: anulada como sujeto independiente tras el ritual bajo las colinas y reducida su alma a la mínima expresión, en aquellos momentos no pensaba ni sentía. Se limitaba a viajar en aquel cuerpo que antaño le había pertenecido, ocupando un exiguo rincón de su propio ser sin conciencia de nada de lo que sucedía y pronta a extinguirse por completo.
Sus pasos resonaron por el empedrado de las calles de Tralee, la turística capital del condado de Kerry, y la llevaron a la bahía, donde esperó hasta divisar a un atlético joven de cabello oscuro que portaba a la espalda una caja decorada con detallados relieves. Atento y envarado, se abría paso entre el gentío con decisión, escrutando los rostros de las personas con quienes se cruzaba como si tratase de localizar a alguien en concreto.
Sin borrar la sonrisa, ella dejó que su cosmos se elevase para llamar la atención del hombre, que se giró en cuanto percibió aquella mínima alteración, listo para presentar batalla. La oscura entidad que tenía frente a sí continuaba utilizando el cuerpo de Kyrene para sus fines, pero sus ojos, antes de un luminoso verde, eran neblinosos y opacos como los cielos del país, igual que en su encuentro anterior.
—Buenas noches, Shura de Capricornio. ¿Has tenido un viaje agradable? ¿Buscas una cicerone para conocer mi isla? —saludó ella, al tiempo que se aproximaba para seguir con dos dedos la viril línea de su mentón.
—¡Morrigan! —masculló él, apartándole la mano con un gesto abrupto. Esa costumbre de intentar acariciarle como si fuesen amantes le sacaba de quicio, pero ella parecía encontrar apasionantes sus reacciones.
—Oh, ya conoces mi nombre... ¿Te lo reveló la bestia del sur? No eres lo bastante listo para deducirlo tú solito...
—¡He venido a saldar nuestra cuenta pendiente!
—¿Quieres luchar de nuevo, caballero? ¿O me adorarás? —inquirió ella, traviesa.
Una chispa de ira se encendió en el interior del décimo custodio al escuchar aquellas palabras, pero logró dominarse y contestar sin levantar el tono para no llamar la atención de los transeúntes que iban y venían:
—¿Adorar a una impostora? Has de saber que mi lealtad solo le pertenece a Atenea y derrotaré a cualquiera que se le oponga.
Ella volvió a sonreír, meneando la cabeza.
—¿Qué tal si vamos a un sitio más... íntimo? —propuso, tomándole de la mano con aire pícaro.
Consciente de que la conversación que estaban manteniendo se convertiría en un duelo en cualquier momento, él asintió y caminó junto a ella hasta un rincón apartado, manteniendo un férreo agarre sobre su muñeca. El día había llegado a su fin y las farolas que comenzaban a encenderse dotaban a la bahía de un aura romántica y misteriosa que le hizo sentir totalmente fuera de lugar.
—Me llamas impostora, pero te equivocas: yo soy la única y legítima diosa de la guerra. Atenea es la impostora y si estás aquí es porque albergas dudas en tu corazón.
—Estoy aquí para apresarte y llevarte ante el patriarca, Morrigan... —dijo él, soltándola.
—¿Solo por eso? Y yo que pensé que me añorabas...
—...y si te niegas, tendré que matarte.
—Me gusta tu seguridad, aunque no te servirá de mucho... Espera, aún no hemos llegado.
Shura iba a contestar, pero ella le rozó el hombro al tiempo que su cosmos se activaba y les envolvía en una llamarada verdosa que emborronó todo cuanto tenían alrededor. Mareado durante una décima de segundo, oteó el paisaje, sorprendido al advertir que ya no se hallaban en Tralee, sino en un espectacular y escarpado acantilado cubierto de tupida vegetación bajo el cual las olas batían con fuerza. Las nubes se arremolinaban en el cielo, plomizas y presagiando lluvia, y el ambiente estaba impregnado de humedad. Todos los datos del extenso informe que Afrodita había intentado resumirle en una disertación de horas -robadas al sueño gracias a dos jarras de café- se agolparon de repente en su cabeza haciéndole preguntarse cuáles retrataban la verdadera naturaleza de su enemiga y cuáles eran meras exageraciones perpetuadas a lo largo de los siglos.
—¿Conoces Moher, Shura de Capricornio? Nos encontramos en su punto más alto, a doscientos cuarenta metros sobre el mar. ¿Lo oyes rugir? —dijo ella, alejándose hasta el borde con la vista en el horizonte.
—Entrégate y no te haré daño.
—¿Por qué me harías daño? ¿Acaso no te hemos tratado siempre bien Kyrene y yo?
—No juegues conmigo, Morrigan. Puede que hayas confundido a Deathmask, dado que él ama a esa mujer cuyo cuerpo utilizas, pero a mí no puedes engañarme, ¡reina de las mentiras!
—Otro error: Kyrene no solo era mi anfitriona, sino mi aliada. Ella sabía que mi causa es justa —mencionó ella sin girarse, mientras un cuervo se posaba en su brazo extendido para recibir caricias.
El joven dudó, desconcertado. Aquella afirmación implicaba algo que no había previsto escuchar. Ella seguía dándole la espalda, como si no temiese ser atacada.
—¿"Era"? ¿Qué has hecho con ella, maldita?
—No debes preocuparte. Kyrene ha entregado su vida y su alma por un bien mayor. Cuando todo esto termine, descansará por siempre en el edén de los valientes, en recompensa por su sacrificio.
—¿Está... muerta?
—No exactamente; yacerá suspendida entre los dos mundos mientras me sea necesaria.
Él frunció los labios e intentó procesar la inesperada respuesta.
—Sea como sea, nuestra amistad no me impedirá ceñirme a mi deber: he de acabar contigo sin tardanza, aunque ella resulte destruida en el proceso. Atenea es el motivo de mi existencia, jamás permitiré que se dude de ello. ¡Y respecto a ti, solo me inspiras el desprecio más profundo!
La diosa se dio la vuelta y comenzó a andar hacia él, inmutable, con el ave en el hombro. A su paso, la hierba y las plantas crecían y se desarrollaban en un opulento caleidoscopio de brotes, yemas, botones azules y clavelinas de mar, floreciendo con una belleza casi ofensiva.
—No has entendido nada. Adorarme es celebrar el ciclo eterno que mantiene el mundo en movimiento. Quienes perecen por mí festejan por siempre en el paraíso, libres de cualquier dolor. ¿Ha jurado Atenea dejarte descansar en los Campos Elíseos tras alguna de tus muertes?
Shura apretó los dientes con tal rabia que su mandíbula se quejó con un crujido y, sin permitir que el hermoso despliegue le distrajese, depositó en el suelo la caja, presto a invocar su armadura. Grebas, hombreras, peto... impulsadas por su legendario poder, todas las piezas se acoplaron a su cuerpo a la perfección, tras lo cual se colocó en guardia con el brazo frente al pecho, deseoso de luchar.
—Has vivido entregándote a alguien a quien ni siquiera le importas. Eres menos que un insecto para esa Atenea. Tus oraciones se pierden en el vacío sin alcanzarla —prosiguió ella, dejando que la brisa agitase un mechón de cabello escapado de sus trenzas.
Esta vez, las palabras hendieron su ánimo como flechas envenenadas, pero él no era un hombre que respondiese a meras provocaciones. Comenzó a acumular su cosmos en la mano derecha, preparándose para lanzar un golpe; sin embargo, ella continuó su camino sin borrar de su rostro aquella sonrisa indescifrable, seductora e irritante.
—Sé testigo de mi poder, Shura de Capricornio, y decide por ti mismo si merezco el filo de tu espada.
La mirada del español se deslizó por la figura de la diosa en dirección a su palma, que se elevaba en aquel momento para formar un puño.
Un búho ululó lastimeramente y se desplomó desde la rama en que estaba posado en el mismo instante en que todas las plantas que les rodeaban se marchitaban, ennegreciéndose y feneciendo hasta convertir el paisaje en un círculo de desolación: la fertilidad y la abundancia acababan de ser aniquiladas con un mero ademán. Él contuvo el aliento ante aquella impactante manifestación que dejaba clara su capacidad de gobernar el destino de los seres que la rodeaban y mantuvo una expresión severa, reacio a mostrarse sorprendido.
—Como ves, yo rijo la vida y la muerte, Capricornio; pero también asisto a las batallas y tomo parte en ellas. Hago pródigas las cosechas y verdes los pastos... Siembro fuego en el corazón humano y avivo su sed de amor. Soy guerrera y soberana, inflamo los espíritus con palabras de aliento e infundo el terror que paraliza a mis enemigos —declamó, con el rostro a escasos treinta centímetros del suyo y una dulce entonación.
—He sido enviado para... —dijo él, tan absorto en la contemplación de sus peculiares iris, que centelleaban como fuegos fríos, que ni siquiera se apercibió de la lluvia que empezaba a caer sobre sus cabezas.
—Dime, caballero solitario... ¿acaso hay algo mejor que saberte amado por tu diosa?
—Atenea... Atenea me ama.
—Claro, tanto como a cualquier otro soldado... ¿Y qué pruebas te ofrece de ese amor?
—Ella no tiene por qué probar nada...
—Tienes mucha razón: nosotras nos gobernamos por nuestras propias reglas, no se nos exige demostrar nuestro afecto a quienes nos regalan sus vidas... Y, sin embargo, tu corazón anhela una certeza, ¿no es así? —él desvió los ojos, en busca de una respuesta que acallase sus tentadores argumentos— ¿Consigues acaso imaginar el goce de ser correspondido por tu diosa? Yo puedo hacer eso por ti: llenar tu alma de ardor para que te sientas el primero y el único de todo un ejército, de todo un mundo... Sírveme, Shura de Capricornio, y deja que mi abrazo conforte tu espíritu fatigado.
—Mi alma pertenece a...
Ella esbozó un mohín melancólico. Se diría que sufría al verbalizar esos pensamientos:
—Lo sé: tú eres el caballero más fiel a Atenea; aquel que se fustiga cada noche por la traición a su mentor, por haber caído en la ignominia. Pero yo te digo que ella no es digna de tu fervor —aseguró, posando las palmas sobre el metal de su armadura, contra la cual repiqueteaban las diminutas gotas de agua.
El rictus de Shura se endureció ante la alusión a Aioros. Ella continuaba mirándole con una encantadora expresión que le hacía recordar el modo en que Kyrene se había abandonado a él en una noche que, de repente, le parecía demasiado vívida.
—Tú, embustera... diosa de la putrefacción...
—¿Sabes qué hace Atenea con tu lealtad? ¡Se burla de ella! ¡Abre los ojos, Shura! Vives en una mentira constante, en un santuario construido sobre los cadáveres de los niños a los que robaron sus vidas para convertirlos en asesinos al servicio de una diosa cobarde...
—¡Cállate, Morrigan!
—¡Cobarde, sí! ¡Una diosa que se oculta tras ochenta y ocho guerreros para no dar la cara... o que ataca por la espalda a un enemigo exhausto! Tú no tenías por qué verte envuelto en sus guerras... ¿Te dieron opción, siquiera, cuando te exigieron luchar?
—Atenea en persona perdonó nuestro atrevimiento... Devolvió su cargo a Shion y él también entendió nuestro error y nos mantuvo en nuestros puestos...
—¡Qué absurdo, un perdón otorgado por los mismos que destrozaron tu cuerpo y tu mente, obligándote a matar y sufrir en vez de vivir y jugar como el niño que eras! ¿No deberían los adultos haber librado esa contienda para preservaros a vosotros, la generación futura?
—¡Son los estrategas y nosotros sus soldados! ¡Es nuestra obligación arriesgarnos por ellos!
—Las tácticas y estrategias son necesarias, desde luego; pero el valor se demuestra en el campo de batalla, como haremos tú y yo esta noche.
—Mi deber es proteger a la única diosa de la guerra...
—Una diosa de la guerra que rehúye el conflicto... —insistió Morrigan— ¿Tienes idea de lo ridículo que suenas?
—¡Silencio! ¡He venido a matarte y es lo que haré! —gritó el caballero, alzando su brazo cargado de energía para asestar un ataque letal.
—¿Y después, Shura? ¿Volverás a tu templo a lamentarte y esperar por otra oportunidad como la que yo te ofrezco? ¡Elige por ti mismo de una vez! ¡Decide quién merece tu devoción!
—¡No hay nada que decidir!
La paciencia del décimo custodio se había terminado: su mano, afilada y resuelta, describió un arco en dirección a la yugular de su adversaria, dejando una estela luminosa a su paso contra la cual resplandecía la fina pero incansable lluvia.
—¿De verdad eres capaz de levantar tu espada contra un oponente desarmado, Shura? —se dejó oír la voz de la joven a su espalda, en un evocador susurro.
Él enarcó una ceja al constatar que, tal como suponía, había conseguido sortear el golpe moviéndose a una velocidad comparable a la suya.
—Y tú, ¿de verdad estás desarmada, Morrigan? —replicó.
—Tan desarmada e indefensa como si estuviese desnuda... —sonrió ella, propinándole una patada en las corvas que le hizo trastabillar.
—¡Maldita! ¡Entregar tu cabeza al patriarca va a ser un gran placer...!
—¿No sientes compasión por Deathmask? ¡Quieres matar a su amada! —se burló en tono teatral.
—¡No siento compasión por nadie que se interponga entre mi objetivo y yo! —gritó él, girándose y lanzando otro ataque que la diosa volvió a evitar.
—¡Entonces, derrótame!
—¡Ten por seguro que lo haré!
Esta vez, el filo de su espada rozó el torso de la enemiga y consiguió que un hilo de sangre lo surcase para sumar una más a la plétora de cicatrices que ya presentaba. Ella recogió una gota con el índice y la lamió en un gesto lascivo antes de que la herida se cerrase dejando tan solo una línea casi imperceptible a través de la seda desgarrada. El caballero frunció el ceño y se preparó de nuevo: esa capacidad de regeneración desequilibraría la balanza en favor de la diosa, pero ni aun así se arredraría.
—¡Ha sido tan aburrido masacrar delincuentes comunes mientras aprendía a manejar el cuerpo de tu amiguita y vencía sus reticencias...! Y el imbécil italiano tampoco me dio demasiado juego. Me alegra que tú intentes ser un oponente algo más entretenido.
—¿Entretenido...? ¡Eres detestable! ¡No tengo otro deseo que darte muerte!
—Oh, no; vas a servirme, Shura, y querrás matar por mí —auguró, haciendo surgir en su palma una oscura esfera de cosmos al tiempo que se elevaba del suelo.
—¡Prefiero morir que servirte, monstruo!
—¡Sea, si esa es tu voluntad! ¡Yo misma te escoltaré al otro lado!
La bola de energía salió despedida de la mano de la diosa contra el pecho de Shura, que la evitó desviándose a un lado. Ella repitió el asalto y él su maniobra evasiva dos veces más, en una danza silenciosa.
—¡No vas a conseguir nada con esto, Morrigan! ¡Ríndete!
—¿Eso crees?
El cuarto intento impactó en el hombro del caballero y le lanzó una decena de metros hacia atrás. Gruñó impresionado en tanto recuperaba el resuello, secándose la lluvia del rostro con el brazal e izando las comisuras en una sonrisa. Si había algo que él disfrutaba era un buen combate y, por lo que parecía, aquel iba a serlo: Morrigan había utilizado los primeros lanzamientos como pruebas con intención de evaluar el modo en que los esquivaba y había podido predecir cuánto y hacia dónde se desplazaría, modificando la trayectoria de su ataque para tocarle.
—Vamos, caballero, no te rindas todavía... Me estás resultando tan divertido...
—No pienso rendirme, Morrigan. ¡Hoy dejarás de habitar ese cuerpo, es mi última palabra! —proclamó él, abalanzándose sobre ella con el brazo listo y la armadura embarrada.
—¡Inténtalo!
Él le asestó una estocada directa al corazón que, según sus cálculos, debería ser definitiva, pero ella se echó a reír, se apartó apenas un paso y le sujetó la muñeca con las dos manos, apresándola con tal fuerza que ambos pudieron percibir el vehemente latido de la sangre agolpándose en las venas masculinas.
—No esperaba que detuvieses mi golpe... —admitió él, con honestidad.
—He tardado un tiempo en alcanzar todo mi potencial tras siglos sin manifestarme, pero no me subestimes, Shura: estás ante una diosa que goza en la batalla —replicó ella.
Su aura tenebrosa creció y envolvió al español hasta el antebrazo. Él sintió como si millones de agujas traspasasen el metal de su brazal y se le clavasen en la piel, horadando sus nervios y provocándole un dolor inconmensurable.
—Parecen... plumas de hielo... ¿En esto consiste tu poder? —preguntó, a la vez que se debatía para liberarse del tenaz agarre de aquellos dedos de apariencia frágil, con el rostro crispado por la desagradable sensación.
—En efecto: mi cosmos puede atravesar cualquier protección. Si continúo, la extremidad se te necrosará y la perderás. Pero estoy dispuesta a perdonarte la vida, siempre que te sometas y me jures lealtad.
Shura arrugó el entrecejo, pasmado. ¡No sabía con quién estaba hablando! ¿Someterse, él? ¿Jurarle lealtad? Desde luego, por mucho que fuese una deidad, también era bastante ingenua. Sin embargo, el suplicio se intensificaba con rapidez, debilitándole y dando visos de realidad a la amenaza que ella había proferido. Debía zafarse a toda costa.
—¡Jamás! —gritó, elevando la pierna para asestarle una patada en el costado.
No logró nada salvo dibujarle un rictus de ira, pero eso no le haría resignarse; decidido a vencer, se inclinó, tensando el brazo hasta que creyó que se le rompería, para hundirle la rodilla en el estómago con fiereza. Ella retrocedió y le soltó, jadeando y doblándose sobre sí misma.
—Vas en serio, caballero; eso me gusta...
Él no contestó; estaba harto de su aire de suficiencia y de su sarcasmo y se lo dejó claro precipitándose contra ella al tiempo que lanzaba una andanada de golpes, tratando de encontrar un punto débil que le permitiese volver a herirla.
Morrigan ya no reía. Su expresión rivalizaba en determinación con la de su oponente mientras se defendía a una velocidad vertiginosa, aprovechando para encajarle un puñetazo tras otro con especial atención a las articulaciones y a toda porción de piel que la armadura no cubría.
—Shura, eres tan valiente como estúpido... No querría tener que aniquilarte...
—¡Pues yo ardo en deseos de verte morir!
—Mientes, caballero... Amas luchar conmigo. Te hago sentir más vivo de lo que jamás soñaste en ese lugar de horror...
Era cierto: a pesar del agudo sufrimiento que le provocaban los incesantes envites, él se obstinaba en intentar repelerlos, congratulándose internamente cada vez que lo conseguía. No dejaría de enfrentarla jamás, pero conocía sus límites y sabía que, aunque diese lo mejor de sí mismo y llevase su preciada armadura, ella era superior a él. No había más que echar un vistazo a su preocupante estado: un puntapié le había destrozado la rodilla derecha dificultándole el movimiento y el brazo del mismo lado se había convertido en un apéndice inútil tras el gélido contacto con las manos de Morrigan.
Aun así, ninguno de los dos cejaba en el empeño de derrotar al otro, con sus cosmos compitiendo en una feroz exhibición que desembocó en una última arremetida con la cual Morrigan logró enviar al caballero al borde mismo del acantilado. Extenuado, escupiendo sangre tras verificar con la lengua que aún conservaba todas sus piezas dentales y con un bufido de dolor, se las arregló para incorporarse tambaleándose y volvió a elevar su energía para dañarla aunque fuese un poco más antes de recibir el disparo decisivo, con el tembloroso brazo izquierdo en posición de ataque.
—No quiero matarte, Shura... —insistió ella. La aflicción en su voz era innegable, casi conmovedora.
Él cayó sobre las rodillas al tiempo que la contemplaba: destructiva y formidable, cautivadora y siniestra, se acercaba sin prisa amparada por una sombra verdosa, con los pantalones de cuero cubiertos de barro y las trenzas ondeando a su espalda.
—Hazlo, o... o te mataré yo... a ti... —se obcecó, apoyado sobre el brazo inerte para intentar lanzar su espada otra vez, sin conseguirlo.
Ella le posó las palmas en el peto dorado y su sombrío cosmos los rodeó hasta que quedaron suspendidos sobre las olas batientes. Una gota de sangre resbaló de la comisura del caballero y se perdió en la oscuridad nocturna para recorrer los más de doscientos metros que les separaban del mar, mientras su energía se desvanecía sin que él pudiese hacer nada por remediarlo. Concentrado como estaba en mantenerse consciente con las exiguas fuerzas que aún conservaba, no opuso resistencia cuando ella le rozó el oído con los labios en un susurro:
—Adórame y vivirás, Shura de Capricornio...
Un rayo de luna incidió en el rostro del joven, cuyos ojos apenas lograban seguir abiertos. Ella le acomodó el brazo lesionado sobre el torso y le sostuvo por las axilas y la cara interna de las rodillas como si evocase la pose de la Pietà*, dirigiéndole una mirada cargada de misericordia.
—No... jamás...
—Deja que sane las heridas de tu cuerpo y de tu espíritu...
—Moriré... antes que traicionar mi... mi fe...
—Tan valiente como estúpido —reiteró ella, pesarosa—. Pero tu rumbo está fijado, pobre humano: si no me sirves a mí, no sirves para nada.
Con un suspiro, soltó el cuerpo del custodio, siguiéndolo con los ojos igual que si se desprendiese de algo tremendamente valioso.
—¡Morr... Morrigan!
Shura sintió la corriente de aire deslizándose bajo su espalda y agitándole el cabello y, por un momento, el dolor dejó de morderle. Pero el alivio duró poco: la imagen de la deidad se encogía y se diluía en el cielo tormentoso, haciéndole más y más consciente de que iba a estrellarse contra las rocas. Apenas unos segundos después, sus vértebras crujieron -¿o quizá estallaron?- con un horripilante sonido pese a la protección de la armadura y su cabeza impactó en algo tan duro que, por un momento, habría jurado que su masa encefálica se derramaba como un volcán vertiendo lava al mar.
Fue entonces, tendido sobre las piedras puntiagudas del fondo del acantilado, cuando Shura supo a qué realidad se había referido Morrigan en su primer encuentro y tuvo la certeza de que, en efecto, había apostado su vida por el bando equivocado.
*La Pietà o Piedad es el tema artístico que representa a la virgen María sosteniendo en su regazo el cuerpo muerto de Jesucristo.
A ti, que me acompañas cada día y me lees sin saltarte una entrega, gracias. Sin tu apoyo, tus votos y comentarios esta historia no tendría vida. No te pierdas el capítulo de mañana: "La lealtad de Deathmask". ¡Te espero!
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