63. Masacre

—Desdémona, reúnete con tus compañeros. Los señores tenemos asuntos que tratar —dijo Kyrene lo bastante alto como para que todos la oyesen, dando a la niña una coartada para abandonar la estancia.

El mayordomo, que estaba rellenando los vasos de algunos invitados, lanzó a la dama una mirada cargada de resentimiento, pero ella se limitó a reír mientras se ajustaba los guantes con meticulosidad y caminaba por la sala, haciendo repiquetear sus tacones sobre el suelo de madera antigua, cuyas tablas formaban un exquisito mosaico bicolor.

—¿Necesita algo, señora Oikonomou? —preguntó uno de los hombres, intrigado.

De espaldas a la reunión, ella parecía admirar las obras de arte que pendían de las paredes: cuadros antiguos, suntuosos tapices, ánforas resquebrajadas. Movió la cabeza a ambos lados, negando, y se giró lo justo para que pudiesen percibir la mínima sonrisa que adornaba su rostro: una mueca siniestra, inhumana, que erizaría la piel del más aguerrido.

Afuera se oyó el graznido macabro de un cuervo en el mismo instante en el cual, a un gesto de la joven, las amplias ventanas se cerraban bruscamente con un estruendo metálico. Los vidrios se agitaron en sus bastidores con tal violencia que un par de ellos se rompieron, regando el parqué de pequeños trozos afilados, y el acceso a la sala quedó sellado con un portazo que retumbó en los oídos de todos.

—¡¿Qué coño...?! —exclamó Ciro, el treintañero menudo, levantándose de repente.

—¡Tú, gilipollas! ¡Te dije que estuvieses callado!

Como una exhalación, se abalanzó hacia él, desenfundando el cuchillo de su pierna izquierda para hundírselo en la garganta de lado a lado con un tajo certero que le seccionó las cuerdas vocales. El hombre se llevó las manos a la herida desesperado, en un vano intento de detener la copiosa hemorragia y los demás se volvieron locos en un frenesí de pasos agitados, gritos e imprecaciones, aporreando la puerta en busca de una salida o procurando refugio tras el mobiliario, demasiado alcoholizados para tomar decisiones racionales.

Los cuatro guardaespaldas sacaron sus pistolas y comenzaron a disparar contra ella hasta vaciar los cargadores, pero el cosmos de Morrigan se elevó para envolverla en una tenebrosa burbuja contra la cual rebotaron todas y cada una de las balas. Al comprobar que sus armas eran inútiles, retrocedieron atónitos, escrutándose unos a otros en busca de una explicación. El que parecía ostentar el liderazgo se aproximó raudo para derribarla, cometiendo un error que le costó muy caro: apenas rozó la sombra que la rodeaba, la piel de su mano comenzó a humear y cubrirse de llagas igual que si la hubiese sumergido en ácido.

—¿Qué está pasando? ¿Qué es todo esto? —acertó a preguntar Zabat, usando un butacón como barricada improvisada y tratando de hacerse oír entre los horribles alaridos del vigilante, que corría de un lado a otro sin obtener alivio.

Ella no respondió. Su mirada vidriosa y su sonrisa denotaban un placer difícil de expresar con palabras mientras contemplaba cómo Ciro se desangraba y caía inerte al suelo junto al guardaespaldas, que aullaba asiéndose el brazo por el cual la sobrenatural quemadura continuaba progresando en dirección al codo. Ah, el goce de tenerlos a todos para ella no admitía comparación. No había situación más apasionante que estar en aquella sala repleta de malnacidos que pugnaban por encontrar las vías de escape cerradas a cal y canto por el cosmos de la diosa y saber que los destrozaría uno por uno, sin misericordia.

Avanzó despacio entre los sillones, con soberbia. Su energía, una oscura niebla verdosa, palpitaba a su alrededor como un ser vivo, protegiéndola de cualquier ataque, aunque a aquellas alturas ninguno de los presentes osaba acercársele.

—¿Quién quiere ser el primero en afrontar su final? ¿Nadie aquí tiene cojones...?

Ni un suspiro quebró el silencio.

—Está bien, yo misma escogeré.

Dio una vuelta en derredor con el índice extendido como si lo echase a suertes y se detuvo frente a otro de los vigilantes, un joven de unos veinticinco años, alto y fornido, cuya fachada de dureza e impasibilidad quedaba desmontada por completo por las gruesas gotas de sudor que le recorrían el rostro y por la tiritera que sacudía sus manos. Estaba intentando forzar la puerta para escabullirse sin que los demás lo advirtiesen, ignorando que luchaba contra un poder mayor que su propia existencia.

—Escúchame. Tu destino depende de tu respuesta —dijo, tomándole por el mentón—; puedes enfrentarte a mí y ganarte la entrada en el paraíso, o huir y sufrir por siempre. ¿Qué harás?

Tan solo las respiraciones agitadas de los demás manchaban el opresivo ambiente de la sala. Ella entreabrió los labios, apremiando al chico, que le sostuvo la mirada como idiotizado, perdido en aquellos magnéticos iris verdes que parecían albergar todas las tormentas posibles y en aquel rostro -bello y, sin embargo, lúgubre-, hasta que escuchó el grito.

Agudo, helador, imposible.

El espeluznante bramido proferido por la dama hendió la noche con tanta intensidad que quienes aún seguían enteros hubieron de cubrirse los oídos con las palmas en un intento de paliar el agudo dolor. Sin embargo, la peor parte se la llevó el guardaespaldas, pues sus tímpanos reventaron, sus conductos auditivos comenzaron a sangrar y cayó postrado, llorando de angustia y encajando con un lamento la despectiva patada con la que ella terminó de derribarle. Ese era otro de los poderes que la diosa había compartido con ella: su llamada de guerra, capaz de embravecer a sus aliados y exponer a los cobardes, de imbuir a los guerreros una valentía temeraria y mostrar a los enemigos el infierno que se abriría bajo sus pies si osaban hacerle frente.

Pero aquella era la historia de Kyrene y quería actuar por sí misma; se había vuelto lo bastante fuerte para no precisar de intervenciones ajenas y su sed de venganza crecía a cada segundo que pasaba rodeada de ese hatajo de bastardos que ansiaba masacrar con sus propias manos.

Morrigan, mantén las salidas bloqueadas y déjame hacer esto sola —solicitó mientras pisoteaba al guardaespaldas con metódica precisión, machacándole las articulaciones en primer lugar para prolongar su sufrimiento, hasta que quedó moribundo y deshecho en un mar de sollozos.

Claro, querida. Eres una digna portadora. Danos un buen espectáculo —respondió la diosa, disolviendo su coraza de cosmos.

—Mi... mi corazón...

Kyrene se volvió con curiosidad hacia la fuente del lastimero gimoteo: el más viejo, demasiado débil para soportar la situación, se había llevado la mano al pecho luchando por introducir algo de aire en sus pulmones y trataba de arrastrarse hacia la puerta; se acercó, risueña, y posó el pie en su coronilla para forzarle a pegar la cara al suelo.

—Parece que no podremos casarnos, después de todo...

—Señora... necesito un médico...

—Ningún médico puede ayudarte. Te estás muriendo, pobre guiñapo. Tu alma es tan vil que nuestro grito la ha quebrado, pero yo pondré fin a tu sufrimiento —explicó ella, con la bota firmemente apoyada en la cabeza del anciano.

—No... ¿qué va a hacer...?

—¡Ved todos lo que os espera, panda de cabrones inmundos!

—¡Señora Oikonomou...! ¿Qué pretende? ¡Deténgase! —suplicó Euclides.

Ella le dedicó una horripilante sonrisa y presionó con decisión la suela contra el hueso parietal.

—¡Por dios...! ¡Pare, por favor...! —chilló el viejo, manoteando.

—¿Cuántas veces oíste eso mismo y no hiciste caso, desgraciado?

—¡Es una psicópata!

La joven asintió y continuó apretando, sin detenerse hasta que un chasquido viscoso le indicó que el cráneo había reventado como un huevo. Con el pie hundido en lo que había sido la cabeza del anciano, chasqueó la lengua al ver su zapato embarrado de la puntera al tobillo con la repulsiva mezcla de sesos, sangre y astillas óseas y por fin se giró para echar una ojeada a la escena que la rodeaba, la cual le arrancó una carcajada: Ciro, derrengado con la garganta abierta y una estúpida expresión, yacía muerto sobre el mosaico; el primer guardaespaldas agonizaba con el pecho devorado por la quemadura, tan amplia ya que le impedía hablar o gemir; el otro apuraba sus últimos estertores, irreconocible incluso para sus propios padres tras la inclemente paliza, y el octogenario había perdido la cabeza por ella, literalmente.

—¡Por dios! ¡Es usted un monstruo! —masculló un hombre que no dejaba de manipular la ventana sin éxito.

—¿Un monstruo, yo? ¿Lo decís vosotros, que compráis y violáis inocentes? ¡Ja! Debes de ser muy idiota para atreverte a insultarme sabiendo que tu vida depende de mis caprichos...

—¡Joder, Argos! ¿Para qué os pago? ¡Acabad con esa mujer... o lo que sea! —urgió Zabat, histérico, a los dos centinelas que aún quedaban sanos y que trataban de ocultarse, al igual que el resto de los proxenetas.

—¡Vamos, Argos, sí! ¿Ni siquiera vosotros tendréis coraje? ¡Venid y matad a esta simple mujer! —los desafió ella.

Sus palabras surtieron efecto: tocados en su orgullo, o quizá en su profesionalidad, ambos salieron de sus escondites y se lanzaron a atacarla, aferrándola e iniciando un forcejeo en el cual se oyó de nuevo su risa límpida y escalofriante.

Sin mediar palabra, sujetó a un hombre en cada puño, estirando los brazos para alejarlos de su cuerpo y arrojándolos a un extremo de la sala. Armada con sus cuchillos y la fuerza superior otorgada por la diosa, dejó que el rencor y la ira la llevasen a un estado tan fuera de sí que los dos matones no consiguieron bloquearla el tiempo suficiente para dañarla. Los traficantes, presa del pánico, intuían apenas los golpes con los que, rápida y precisa, hería a sus contrincantes con saña, derribándolos en medio de sendos charcos rojos.

El primero todavía intentó incorporarse, pero la encontró junto a él, lista para asirle por el cuello y rajarle el vientre de abajo arriba, comenzando por la entrepierna y terminando en la nuez.

Empapada hasta los codos en la sangre enemiga, se volvió en busca del último guardaespaldas, que había retrocedido y boqueaba en un rincón, sin parpadear.

—No tengas miedo, pequeño —dijo, con dulzura—. Solo quiero mostrarte lo que te espera por haber protegido a estos despojos asquerosos.

Acuclillada junto a él, le abrazó, sosteniéndole la cabeza contra su pecho. De haber podido, él habría relatado las imágenes de desolación eterna que se adueñaron de su espíritu, pero era tarde para las palabras: ignorando sus bramidos de agonía y usando de nuevo el cuchillo, se lo enterró profundamente en el hombro, efectuó un movimiento de sierra con el que le seccionó el brazo derecho e hizo lo mismo enseguida con el izquierdo con tanta facilidad como si el hueso no existiese, en una exhibición de vigor increíble para una persona de su complexión, tras lo cual volvió a levantarse, desatando una enésima oleada de terror por toda la estancia.

—¡Zabat! ¡Ven aquí, pedazo de escoria! —ordenó al anfitrión, altiva.

Reacio, el interpelado se encogió, pero ella se acercó y le aferró por el pelo, tirando sin medida para conducirle al centro de la habitación, donde todos pudieran verles.

—Ahora vais a sentaros en los butacones frente a la pasarela para no perderos nada. Euclides, tú también —exigió, acomodándose en el sillón que quedaba en el inicio de una de las filas.

Hizo restallar los dedos para llamar la atención del mayordomo y le indicó con un gesto que se colocase a cuatro patas:

—Límpiame las botas, inútil. Y esmérate o morirás con más dolor del que puedes imaginar.

Extendió la pierna para dejarla al alcance de la lengua del sirviente, que se afanó en la tarea, buscando agradarla y lamiendo con dedicación su bota derecha mientras ella le utilizaba como reposapiés para su pie izquierdo y sonreía una vez más al advertir cómo la sangre y las vísceras que cubrían su calzado iban estampando el mentón y el antaño impoluto uniforme del individuo.

—Escuchadme y no me interrumpáis —dijo cuando todos estuvieron sentados, ignorando los temblores que agitaban sus manos y sus papadas—: mi nombre es Kyrene Angelopoulou y fui una de las huérfanas del "verano en llamas", subastada hace nueve años y comprada por Keelan. ¿Recordáis a la asesina de su hijo? "La puta del cuchillo", aquella cuya cabeza fue tasada... Soy yo y he venido a daros muerte a todos esta noche. Sin excepciones.

Deteniendo la mirada en cada sujeto y complacida al comprobar que su petición de quietud era acatada, volvió a centrarse en Zabat, que permanecía en pie ante ella.

—¿Cuánto hace que participas en esta mierda?

—¿En las... subastas, señora?

—Ahá.

—Unos... doce años.

—Habrás perdido la cuenta de los niños a los que has jodido la vida, ¿verdad?

Zabat bajó la cabeza; entendía que cualquier respuesta podría agravar su sentencia.

—¡Ah, vamos! ¿No sabes dar una cifra aproximada? Está bien, hombre, está bien. Ahora quiero ver con qué los torturaste. Bájate los pantalones.

—¿Que haga qué...?

—¡Joder! ¿Es que eres sordo o no hablo bien el griego? ¡Que te la saques!

El delincuente se sonrojó, inmóvil. Ella puso los ojos en blanco y bufó.

—¡Por la diosa! ¡Qué inútil eres! Tú, bájaselos —dijo, apuntando a un canoso de mediana edad con uno de sus cuchillos.

El aludido dudó en levantarse, pero otro le propinó un empujón que lo sacó de su asiento y no le quedó más opción que aproximarse temblando para desabrochar la ropa de Zabat y exponerle tirando de sus calzoncillos, tras lo cual se quedó a su lado, rígido como un militar. Ella se echó a reír al ver al petulante anfitrión de tan patética guisa sin que nadie tuviese agallas para ayudarle y se acercó con chulería, blandiendo el arma en la mano izquierda. Sus cabezas quedaban a la misma altura gracias a los ocho centímetros de tacón de sus botas.

—No pienso tocar ese pingajo maloliente y arrugado. Agárrasela tú, mierdecilla —ordenó al "voluntario", que obedeció con una mueca de asco y miedo—. ¿Tantas maletas para este viaje, Zabat? ¡Me decepcionas! Pero tampoco es que vayas a necesitarla más, ¿sabes? Pon las manos a la espalda —prosiguió, desdeñosa.

—Señora Oikon... Angelopoulou, por favor...

—Si supieras cuántas veces quise tener así a alguno de vosotros... Quizá tú mismo estuviste en mi subasta. Quizá pujaste por mí y fantaseaste con usar esta porquería para violarme, ¿verdad?

—No, yo no...

—No te preocupes, será solo un momento. Mírame a la cara. ¡Y mantén las manos a la espalda!

—¡Dios, no! ¡Se lo suplico...! —estalló el proxeneta, incapaz de contener las lágrimas.

El cuchillo silbó y de un arco descendente cercenó el pene de Zabat, liberando un aparatoso torrente de sangre que hizo que el que lo sujetaba empezase a gritar y lo dejase caer, entre las risas de la joven, el llanto histérico del herido y los gritos de quienes presenciaban la rocambolesca ejecución.

— No hemos terminado aún. Recógela —ordenó al ayudante, que lo asió de nuevo por el extremo con evidente repugnancia— y métesela en la boca.

Zabat no oyó nada. Seguía lloriqueando, encogido, mareado y tratando de parar la hemorragia con las manos, a punto de desmayarse de dolor y sin entender la causa de aquella crueldad precisamente para con él.

—Vamos, ¿a qué esperas, cretino? ¿Temes que no le entre? Está bien, os lo pondré fácil —dijo ella—. Venga, cerdo, disfruta de tu momento.

Con entereza, le sostuvo por el cabello y volvió a empuñar el cuchillo para rajarle con dos certeros tajos las comisuras, tras lo cual dirigió al otro una mirada tan fría que no dudó en hacer lo que se le había ordenado, embutiendo el sanguinolento colgajo en la boca destrozada de su antiguo compañero de crímenes.

—Así, muy bien —dijo, dando golpecitos en la cabeza de un compungido Zabat y haciéndole arrodillarse como un bufón a la izquierda de su asiento, convertido en un trono improvisado—. Y ahora, mastica y traga. Si te veo escupir, te haré comerte tus propios intestinos, y no creo que quieras eso.

Queridos lectores, poquitos pero fieles y atesorados en mi corazón: Kyrene ha descendido a los infiernos. ¿Logrará redimirse? ¿Lo intentará siquiera? ¿Llegará Shura a tiempo de impedir una matanza total? 

Mañana, si me da tiempo, intentaré subir dos capítulos. Gracias a todos por la paciencia siguiendo esta historia cocidita a fuego lento, por vuestros votos, por los comentarios y por los mensajes de apoyo y opinión. Sois más bonitos que encontrarse un billete en el abrigo del año pasado cuando llega el invierno.

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