43. Ni honor, ni valentía

Advertencia: violencia explícita. Dejo la lectura a tu criterio.

Todas las conversaciones que se mezclaban en el estruendoso ambiente del tugurio, cuya mala fama ahuyentaba a cualquiera con dos dedos de frente, quedaron ahogadas en el mismo instante en que aquella mujer hizo acto de presencia, vestida de satén y ceñido cuero negro de los pies a la cabeza. Con la seguridad de una reina, miró a su alrededor y se detuvo durante unos segundos antes de bajar los tres peldaños que unían la puerta con la sala, permitiendo que todos los presentes admirasen su altiva figura. Caminó lentamente hacia la barra y ocupó con una sonrisa glacial el taburete que uno de los clientes se apresuraba a ofrecerle, al tiempo que el tabernero le servía enseguida una jarra llena hasta el borde de cerveza que ella rehusó, soberbia:

—¿Qué porquería es esta? ¡Tráeme una sidra, inútil!

No transcurrió mucho tiempo sin que los primeros incautos se acercasen con intención de entablar conversación con la misteriosa dama; sin embargo, ella parecía tener muy claro qué buscaba, pues los despachó uno a uno regalándoles comentarios hirientes acerca de sus apariencias y actitudes, hasta que llegó alguien que hizo aparecer una sonrisa de depredador en sus labios: un individuo alto y pelirrojo cuya barba estaba decorada con coloridas cuentas esmaltadas. Tal como ella esperaba, sus miradas se cruzaron, pero él no se atrevió a saludarla, dudando quizá de la identidad de la mujer que tenía frente a sí.

—Vaya, Helios, te recordaba más... valiente —comentó ella con sarcasmo cuando él se ubicó en un hueco libre a varios taburetes de distancia.

El hombre la oteó de nuevo, inseguro, pero finalmente se aproximó tratando de impostar un aire fanfarrón.

—Entonces, ¿eres tú, navajera? —preguntó acodándose en la barra, sin sentarse por el momento— No esperaba encontrarte fuera de Rodorio... y, menos aún, sola. ¿Qué has hecho con tu novio?

Ella sonrió y ladeó la cabeza sin dejar traslucir sus pensamientos, igual que si aquel encuentro fuese la situación más agradable del mundo.

—Como alguien me dijo una vez, estará tirado en algún callejón... ¿qué más da? Esta noche he venido a divertirme por mi cuenta...

—¿En serio?

—A veces una chica necesita novedades, emociones diferentes...

—Vaya, me gusta tu nueva actitud...

—Estoy segura de que sí.

—Aunque no creas que me fío ni un pelo de ti. ¿Vas a intentar rajarme otra vez? Estamos en mi terreno, por si no lo has notado. Aquí todos me conocen y me aprecian, así que no te la juegues.

—Insisto en que antes me parecías más valiente. No sabía que un simple cortecito pudiese despojarte de toda tu hombría...

—Comprenderás que no me sienta demasiado cómodo contigo, después de lo que ocurrió la última vez. Me has costado mucho dinero y el brazo todavía tardará en estar perfecto.

—Oh, no hagas tanto drama... Seguro que ganas lo suficiente sin sablear a los rodorienses.

—Bueno, no me quejo —admitió él, todavía un tanto envarado—. Comienza la temporada de pieles y la gente se va animando.

—¿Y tú? ¿También estás animado? —inquirió ella en voz baja mientras su índice toqueteaba con suavidad los adornos de la barba masculina, haciéndolos chocar entre sí como diminutas campanas.

Él entreabrió los labios al sentir su toque y sus pupilas se dilataron. Ella tiró de una de las coletas y se acercó a su rostro con una ligerísima sonrisa, a la espera de una respuesta.

—Eso depende de la compañía, preciosa... —replicó él al fin, sentándose como si aquel breve contacto tuviese la capacidad de hacerle bajar la guardia.

La joven le dirigió una sugestiva mirada y retomó la conversación, consciente de cada pequeña muestra de interés que él dejaba entrever sin advertirlo. En su interior, Morrigan observaba, silenciosa pero expectante. Era difícil decir dónde terminaba una y empezaba la otra; Kyrene tenía la impresión de que aquella noche estaban unidas en una conjunción perfecta: el ansia de venganza de la griega placía hondamente a la diosa, que a su vez la imbuía de un coraje rayano en la temeridad.

Nunca había experimentado aquella sensación, pero resultaba deliciosa y avasalladora: ella era el depredador, acechando y acortando distancias, y la presa estaba a punto de caer en la trampa; solo necesitaba esperar con paciencia hasta que el embrujo surtiese efecto y después... después no habría marcha atrás. No había nada de que preocuparse. Por supuesto que aquel individuo le inspiraba asco y desprecio, pero por intensos que fuesen, quedaban eclipsados por el deleite de la anticipación y por la gélida templanza que nacía de lo más profundo de su ser para guiarla en cada paso de su danza mortal.

No necesitó más de veinte minutos para que el hombre se rindiese a su encanto: un poco de charla y unas cuantas insinuaciones fueron suficientes para dejarle creer que llevaba la iniciativa cuando salieron juntos del antro, caminando en silencio hasta una calle apartada. Las cadenas del cinturón que le rodeaba las caderas tintinearon cuando él la acorraló contra la pared con rudeza, deseoso de reclamar el premio al que se consideraba acreedor.

—Ven aquí, pequeña, lo estás deseando... —masculló, recorriendo su cuello con los labios al tiempo que le manoseaba los muslos, envueltos en cuero.

—¿No vas muy deprisa? —ella esquivó su beso con una sonrisa torcida— No sé si te has ganado el placer de mi compañía...

—¿Ganármelo? Estás loca de ganas desde que me has visto entrar, no lo niegues; lo vi en tus ojos... ¡Deja de hacerte la difícil! Nadie se tragaría ese rollo de chica pudorosa...

La risa femenina sonó como una docena de copas rotas en el silencio de la noche, cantarina y peligrosa a la vez, secundada por el repentino graznido de un cuervo en la lejanía.

—¡Es verdad! Se me ha disparado el corazón, no podía esperar a quedarme a solas contigo...

—¡Lo sabía! Voy a darte una noche que no olvidarás en la vida, zorrita...

—Ah, claro que lo harás ...

Su sed de revancha se incrementaba con cada roce del cuerpo de Helios. El momento estaba a punto de llegar; ya casi podía paladear el miedo de su víctima y su propio goce al castigarle.

—Vamos a mi furgoneta, anda... —murmuró él, con la pelvis pegada a la de ella. Su erección se dejaba notar a través de la ropa, pero ella no sentía ni un mínimo atisbo de deseo.

—¿A tu furgoneta? No parece algo a la altura de una diosa...

El hombre soltó una carcajada y trató de besarla de nuevo, sin éxito.

—¿Diosa? ¡Menudo ego! ¡Veo que tienes un gran concepto de ti misma...!

—Sí, y voy a demostrártelo... —dijo ella, zafándose de su abrazo y girándose para recostarle sobre los húmedos ladrillos.

—Déjate de tonterías y bésame...

—Enseguida, pero antes quiero que veas una cosa. ¡Te he traído un regalo!

Con exquisita lentitud levantó el brazo izquierdo, de cuyo puño pendía algo que Helios no consiguió identificar en la penumbra que les arropaba. Sin embargo, el ritmo fúnebre con el que se balanceaba el objeto fue suficiente para apagar el destello de lujuria que iluminaba sus ojos.

—¿Sabes qué es, Helios? Míralo con atención —siseó en su oído, malévola.

Él trató de escudriñar la oscuridad hasta que las nubes que opacaban la luna terminaron de apartarse, permitiendo que los rayos plateados incidiesen en la voluminosa forma que ella sujetaba.

—No... No puede ser... ¿Qué broma es esta? ¿De dónde has...? —tartamudeó.

Los labios de la mujer confirmaron sus palabras formando una sonrisa tan tétrica que la incredulidad dio paso al terror en el rostro del pelirrojo. No cabía duda: se trataba de una cabeza humana separada del cuerpo y todavía goteante, con la boca abierta en un postrer rictus de angustia.

—¿Y bien, Helios? ¿La reconoces? —insistió ella, en un tono que dejaba claro cuánto le divertía la situación.

—Oye... No sé qué está pasando, pero ya es suficiente... Tengo que irme... —vaciló, intentando alejarse de ella. Ahora sí, el pánico se hacía patente en su voz entrecortada. Ya no sonaba como el macho seguro de sí mismo que hacía lo que le venía en gana en cada momento, el cabrón sin humanidad que había emboscado con premeditación a una chica indefensa.

—Oh, vaya, ¿quieres dejarme solita...? ¿Y si me pasa algo? No, guapo, verás: solo uno de los dos se irá de aquí —ella le retuvo estampando la palma en la pared y acercó la macabra cabeza hasta que la sangre que perdía manchó la ropa de ambos—. Te he hecho una pregunta: ¿la reconoces?

Él volvió a mirarla con la frente cubierta de sudor frío. Su cerebro le decía que era imposible, pero no había duda: aquella cara desencajada era...

—Es... es mi cabeza... ¡Soy yo...! ¿Qué coño está pasando? ¿Me has drogado...?

Otra lúgubre carcajada hizo que el comerciante deseara no haberle dirigido jamás la palabra. Ella se volvió hacia la faz inerte y la besó en los labios burlonamente antes de responder:

—Siempre se ha sabido que verte a ti mismo decapitado en manos de Morrigan presagia tu propia muerte. Hoy vas a encontrarte con tu destino, Helios.

—¿Morr...? ¿Qué dices...?

La mano de la mujer le rodeó el cuello, manteniéndolo prisionero. Era evidente que disfrutaba intimidándole.

—¿Pensabas que eras digno de yacer conmigo, imbécil? ¡Yo soy una diosa soberana, yo corono reyes! Pero no hay en ti honor ni valentía. No mereces transitar el camino a la gloria. Morirás como un gusano y no volverás a dañar a nadie.

—Espera... yo no he...

—Silencio, idiota.

La cabeza desapareció de súbito, como disuelta en el frío aire de la madrugada, y la joven se llevó la mano a la cadera para extraer de su escondite habitual un cuchillo que acercó al abdomen masculino. Él asió su muñeca en un intento de aflojar el potente agarre sobre su cuello, pero la fuerza de ella le superaba con creces a pesar de su diferencia de complexión.

—¿Sorprendido, piltrafa? Ahora quiero que te mees encima. Venga, bazofia, tiembla para mí...

—No me mates... por favor... —sollozó él.

—Ah, adoro oírte suplicar... hazlo otra vez —ordenó, con la voz ronca de excitación.

—Por... por favor...

—Está bien, te daré una oportunidad: golpéame y, si consigues que grite, te perdonaré la vida —concedió, alejándose un par de pasos y separando los brazos para dejar expuesto el vientre.

El pelirrojo la miró con los ojos llorosos, como si intentase dilucidar dónde estaba la trampa, y lanzó un puñetazo que ella interceptó con el arma. El crujido de sus nudillos al impactar contra el filo resonó en el callejón, seguido por un alarido de agonía.

—Mal, Helios. Siempre picas en esta —sonrió, aludiendo a su enfrentamiento en la taberna—. Venga, prueba otra vez si es que te quedan fuerzas.

El segundo ataque, torpe y precipitado, fue bloqueado con la mano desnuda.

—Eres un ser inferior; no te ganarías mi piedad ni aunque me construyeses un templo.

—¡Kyrene, por favor...!

Ahora, Kyrene. Cóbrate tu revancha, por Eugenia y por todas las mujeres a las que ha herido.

Quiero hacerlo, pero Shion dijo que no me tomase la justicia por mi mano.

—¡¿Shion?! ¿Qué sabe Shion de este dolor, Kyrene? ¿Acaso es él quien llora escondido bajo una manta? ¡No temas desplegar tu poder! Hazlo ya y dale a este cobarde lo que se ha buscado.

Sí, se lo ha ganado...

¡Mátalo!

Un cuervo surgió de entre las sombras y se posó sobre una farola cercana. Silencioso y quieto, daba la impresión de estar buscando una mejor perspectiva de la escena que se desarrollaba en aquel lugar desangelado.

La mujer aproximó los labios al oído de Helios, murmurando con voz suave e hipnótica en un idioma antiguo y desconocido para él; sin embargo, no era necesario comprender el contenido para percibir la inconmensurable amenaza implícita en el tono. Él la aferró por la cintura para apartarla sin conseguirlo, en un patético forcejeo que se extinguió poco a poco bajo el influjo del extraño conjuro. Ya no podía moverse, constató, aterrorizado ante la mirada desbordante de ira que ella le dirigía: con los ojos muy abiertos y el pánico recorriendo sus nervios, permaneció completamente quieto, sometido por el embriagador susurro mientras Kyrene le apuñalaba una y otra vez, ensañándose con aquel cuerpo al que la vida abandonaba hasta que sus vísceras se derramaron en el suelo con un repugnante sonido viscoso.

—Esta es la prerrogativa de una diosa: elegir quién vive y quién muere, separar a los bravos de los cobardes.

Con un ademán desdeñoso, soltó el despojo en que había convertido al antaño soberbio Helios, arrojándolo al pavimento como si fuese un mero pedazo de carne sin valor, y dio media vuelta para sumergirse en las tinieblas con el cuchillo girando entre sus dedos. Salió del callejón con paso tranquilo y el brazo levantado en un gesto que dio permiso al cuervo para precipitarse sobre las entrañas destrozadas del comerciante, las cuales picoteó y desgarró hasta colmar su apetito al tiempo que ella se alejaba.

Eugenia había sido vengada.

Sabíamos que Kyrene no le iba a pasar ni una a Helios, pero lo que le hizo a Eugenia es imperdonable para alguien con el trasfondo de la tesalonicense. Ya era hábil con los cuchillos y no le temblaba el pulso a la hora de utilizarlos contra sus enemigos, aunque siempre la habíamos visto ser clemente, incluso con sus atacantes. ¿Será diferente a partir de ahora?

Mañana, en "Un alma en llamas", sabremos cómo se siente después de haber matado a Helios. ¿Se arrepentirá? ¿Se lo contará a Deathmask? ¿De qué modo influirá este crimen en su relación con Morrigan y en su vida en Rodorio?

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