42. No me llames princesa

Aviso: en esta capítulo se tratan temas escabrosos. Dejo a tu criterio la lectura.

—¡Eh, gatita! ¿Hay alguien en casa?

La joven ignoró la llamada, que parecía llegar desde un lugar muy lejano, y continuó echada en la cama, con los ojos cerrados y una sonrisa en el rostro, para sumergirse de nuevo en el recuerdo de su padre enseñándole a tallar pedazos de madera con un punzón.

—¡Gatita! ¡Sé que estás ahí!

Ella chasqueó la lengua, intentando no desconcentrarse. La imagen se había diluido un tanto, pero aún podía recuperarla.

—¡Kyrene! ¡Baja de una vez!

—¡Mierda!

Abrió los ojos de súbito y apretó los puños en torno a la sábana, desorientada y molesta por la interrupción. El hecho de volver a su pasado una y otra vez la extenuaba de tal modo que al terminar le costaba reincorporarse a su rutina, invadida por una sensación de vulnerabilidad que solo Morrigan podía mitigar, pero valía la pena. Poco a poco, la diosa había dejado de ser un incordio para convertirse en un bálsamo contra la soledad y la angustia, hasta el punto de que algunas noches, Kyrene se sorprendía a sí misma agradeciéndole a la vida aquel encuentro fortuito en la gruta que le había permitido recuperar retazos de su infancia.

—¡Raya... punto... raya! ¡Ven rápido o comenzaré a enviar el mensaje con silbidos! —la amenaza fue cumplida unos segundos después, haciendo que un vecino se asomase para increpar al visitante.

—¿Pero tú tienes idea de qué hora es, sinvergüenza? ¡Aún no ha amanecido!

—¡Cierra la ventana, anda, no sea que los mosquitos te piquen el trasero! —contratacó el joven, con el puño en alto.

—¡Señor Deathmask! ¡Perdone, no sabía que era usted! ¡Que tenga una buena mañana! —se excusó el otro, regresando a su casa al darse cuenta de con quién se las veía.

Kyrene se levantó con paso vacilante, llegó hasta el balcón tanteando la pared para no tropezar y saludó con la mano al caballero, que agitó el brazo alegremente. A continuación, regresó al interior de la vivienda y bajó para abrirle la puerta.

—¿Qué te ocurre, princesa? Tienes mala cara... ¿Te he despertado? —preguntó él cuando entró en el local.
—No me llames princesa, Death —pidió ella, encendiendo la cafetera y cargándola.

Nunca le había gustado demasiado aquel apodo, que consideraba excesivo e inmerecido, pero desde que sabía que su padre había sido el primero en llamarla así, odiaba oírlo en boca de nadie más.

—Bueno, deja que te cuente algo. ¡Tengo un notición! ¿Estás preparada? ¡Siéntate, porque te vas a desmayar! ¿Sabes quién ha conseguido entradas para ese festival al que queríamos ir? ¡Yo, princesa! ¡Aún faltan meses, pero va a ser increíble! Le he cobrado un par de favores a un impresentable de Atenas a cambio de su conexión a internet y me he pasado la noche refrescando la pantalla para...

—¡Death, joder! ¡Que no me llames princesa! —repitió, de mal humor, mientras llenaba dos tazas.

Deathmask se echó a reír y se apartó de la frente el flequillo con un soplido. Ella colocó los recipientes entre ellos y se acodó frente a él, bostezando.

—Sabes que haré lo que me dé la gana... princesa —insistió, remarcando el apelativo para molestarla al tiempo que dejaba sobre la barra los dos resguardos, impresos por la cara posterior de algo que parecía una factura antigua, y se apoyaba en un taburete.

—¡Dioses! ¡Eres inaguantable!

La mano de la joven se precipitó contra el rostro del italiano a tal velocidad que él, pendiente del café que tenía delante, no tuvo ocasión de interceptarla. El golpe resonó en el vacío del local como el restallido de un látigo, dejando a ambos paralizados.

—¿Pero a qué cojones ha venido eso, pedazo de chalada? —le reprochó él, frotándose la palma sobre la zona golpeada, en la cual comenzaban a aparecer cinco franjas rojizas como si de una fotografía instantánea se tratase.

Kyrene, boquiabierta, miró la marca en el pómulo de Deathmask y su propio brazo, congelado en alto.

—Yo... no sé qué me ha pasado, Death... Lo... lo siento... —musitó, horrorizada por aquel movimiento instintivo.

—¡Estás de lo más rara, se te va la cabeza! Vale, ya sé que no te gusta que te llame así, pero no es necesario que te pongas violenta... —insistió él, guardándose las entradas en el bolsillo trasero del pantalón y respirando hondo en un evidente esfuerzo para no iniciar otro conflicto.

—Perdóname... de verdad, no quería hacerlo... ¡Ha sido un impulso! —suplicó ella.

—¿Un impulso? ¡Acabas de abofetearme! ¿Estás loca?

—Me ha salido sin más, Death, te lo juro...

Contrita, rodeó la barra y se aproximó para abrazarle, pero él la detuvo con una mirada iracunda y se levantó.

—Se ha terminado el juego. O me explicas por qué estás así, o me marcho ahora mismo.

Kyrene tragó saliva, angustiada. Sabía que Morrigan no le permitiría contarle la verdad todavía, pero debía decirle algo convincente o todo terminaría de desmoronarse entre ellos.

—Estoy esperando. ¿Vas a hablar o prefieres que nos mandemos a la mierda? Porque no voy a aguantar otra salida de tono como esta.

—Así... así me llamaba mi padre, Death. He empezado a recordar.

—¿A recordar qué? ¿A qué te refieres? Que yo sepa, tú ya recordabas a tu padre... —dijo él, extrañado.

—Todo... Incluso cosas de cuando era un bebé.

—¿Tienes idea de lo raro que suena esto que me estás contando, Kyrene?

— He visto a mi madre... tenía el cabello oscuro, se llamaba Olympia.

—¿A tu madre...? ¿Cómo es posible? ¿Estás haciendo hipnosis o algo parecido?

Ella bajó los ojos, compungida pero aliviada por tener una explicación, por burda que fuese.

—Eh... algo parecido, sí. Es... como una terapia —dijo, atreviéndose a dirigirle una mirada implorante.

—¿En serio?

—Justo estaba en medio de un ejercicio cuando llegaste. Me revuelve mucho, aún no consigo asumirlo, y al oírte llamarme así me he descontrolado...

La tensión que reflejaba el rostro de Deathmask desapareció en un parpadeo: instruido por Afrodita, había decidido que confiaría en las respuestas de Kyrene y dejaría de lado las sospechas por el bien de su relación. Al fin y al cabo, él guardaba en la memoria el rostro de su madre, sus caricias y su voz, pero ella no conservaba siquiera una foto... Era normal que estuviese afectada si de repente averiguaba cosas sobre su pasado veinte años después, se dijo, palpando en su bolsillo el anillo que llevaba encima desde que lo comprase en Galway y que no había tenido ocasión de entregarle en medio de tanta discusión.

—Vaya, pues me alegro —reconoció, estrechándola y abandonando su tono suspicaz—. Está claro que es algo importante para ti. ¿Puedo ayudarte de alguna manera?

—Bastará con que tengas un poco de paciencia conmigo...

—Bueno, haré lo que pueda, siempre y cuando no vuelvas a calzarme una hostia sin avisar. Que aún me pica la cara, ¿eh?

—Entonces, ¿tú tampoco sabes nada de ella, Nikos?

—Qué va, jefa; lo mismo que tú...

Kyrene apoyó la frente en la palma de la mano, tratando de encontrar un motivo para la repentina e inexplicada ausencia de Eugenia durante los últimos tres días. La joven, pese a llevar poco tiempo trabajando en la taberna, había demostrado de sobra su compromiso, así que, fuese lo que fuese lo que ocurría, debía de tratarse de algo más importante que un simple catarro. Con un gesto mecánico, se apartó el flequillo de la cara, entró en el almacén para rebuscar en la nevera hasta dar con el recipiente que contenía la ración sobrante de la última comida preparada por Deathmask y volvió al salón.

—Quédate al cargo, Nikos. Voy a verla —dijo, poniéndose el cárdigan.

La humilde vivienda que Eugenia compartía con dos antiguas compañeras del orfanato se encontraba casi al final del pueblo, en un entramado de estrechas callejuelas que se cruzaban entre sí desorientando a los visitantes fortuitos. Kyrene tuvo que preguntar a un par de ancianos que aprovechaban la última luz de la tarde jugando al plakoto sentados en un rellano, pero finalmente dio con el lugar: una casita de dos plantas, pintada de azul celeste y flanqueada por otras similares. Con cuidado, tocó la puerta varias veces para hacerse notar, llamando a sus habitantes:

—¡Eugenia! ¡Sofía, Aglaya! ¡Soy yo, Kyrene!

Esperó durante casi un minuto sin obtener respuesta y volvió a intentarlo.

—¡Eugenia! ¡Ábreme, por favor! ¡No vengo a regañarte, solo estoy preocupada!

Todavía tuvo que aguardar hasta que Sofía, una chica regordeta y pecosa, se asomó con suspicacia, sin permitirle entrar.

—Eugenia no quiere ver a nadie.

—¿Está bien? Hace días que no aparece por el trabajo... —preguntó Kyrene sin disimular su inquietud.

—Ella... Sí, está bien. Ahora, márchate —respondió Sofía, hosca.

Kyrene bloqueó la puerta con el pie, conteniendo un gemido de dolor cuando la otra intentó cerrar rudamente.

—No voy a irme sin hablar con ella, Sofía. Por favor. Déjame pasar o volveré con un soldado del Santuario.

La amenaza surtió efecto en el ánimo de la chica, que, tras unos segundos de duda, se apartó de mala gana para franquearle la entrada. Kyrene le entregó la bolsa de comida y oteó alrededor en busca de su empleada.

—Está arriba, en su dormitorio. La segunda puerta a la derecha. Pero si haces algo que la moleste, te las verás conmigo... —la amenazó, en un tono tan contundente que Kyrene no pudo evitar sentir ternura.

El ambiente de la planta superior resultaba siniestro y enfermizo, con las luces apagadas y el aire cargado por falta de ventilación. Kyrene siguió las indicaciones de Sofía, orientándose casi a tientas en la penumbra hasta palpar la puerta, que estaba cerrada. La golpeó con los nudillos, pero, una vez más, nadie contestó, así que, decidida a averiguar qué pasaba, abrió sin volver a llamar.

Sin embargo, la imagen que se reveló ante ella no tranquilizó su ánimo en absoluto: Eugenia yacía en la cama cubierta por un edredón mugriento, con la dorada cabellera revuelta y enredada. En el suelo, junto a la cabecera, una bandeja repleta de comida mostraba que se había saltado, como mínimo, el almuerzo. Kyrene encendió la luz y se aproximó tratando de escrutar el rostro que se escondía entre las sábanas.

—Eugenia, ¿qué te ocurre? Nikos y yo estamos preocupados por ti...

La chica tiró de la colcha y se tapó por completo, sin hablar.

—Te he traído algo de comer, pero veo que Aglaya y Sofía están pendientes de eso... Dime qué pasa, por favor... —insistió, sentándose a su lado y posándole la mano en el hombro.

Por toda respuesta, la chica rompió a llorar de un modo tan angustioso que heló el alma de Kyrene.

—Mierda, Eugenia, dime qué es... —suplicó, retirando un poco el cobertor y asiéndola por las axilas para verle la cara.

—No puedo hablar de ello, Kyrene... no quiero recordarlo... —dijo por fin la chica, elevando los ojos hacia ella.

La camarera palideció al contemplar con claridad las profundas ojeras que enmarcaban la antaño cristalina mirada de Eugenia, pero lo que más le impresionó fueron las marcas de golpes que deformaban su rostro. ¿Una pelea, quizá? No cuadraba con su temperamento alegre y despreocupado, pero sin duda, algo horrible le había sucedido.

—Quiero ayudarte, Eugenia, pero tienes que contármelo. Necesito saber qué te ha ocurrido.

—¡Tu amigo, eso le ha ocurrido!

Aglaya, apoyada en la pared junto a la puerta, escupió cada palabra con dureza, dedicándole una mueca de desprecio.

—¿Qué amigo? ¿De qué estáis hablando? —inquirió, volviéndose hacia ella sin soltar a Eugenia, que continuaba sollozando.

—¿Que de qué estoy hablando? ¡Míralo tú misma!

La joven se acercó a la cama y apartó bruscamente el edredón, mostrando el cuerpo de Eugenia, lleno de cardenales y arañazos: brazos, torso, muslos... Las lesiones formaban un apretado mosaico sobre cada porción de piel que la sucia camiseta no cubría. Un jadeo escapó de la boca de Kyrene al comprender la verdad que Aglaya estaba insinuando, sin querer creerla todavía.

—¿Qué amigo, Aglaya? ¡Sé más clara!

—¡El pelirrojo, Kyrene! ¡Ese con el que te peleaste!

—¿Helios...?

—Se encaprichó de Eugenia. Debió de esperar hasta encontrarla sola el pasado domingo en el mercado de la aldea de al lado y entonces la atacó.

Kyrene estrechó a Eugenia contra su pecho, tragando saliva. No podía ser. Consiguió formar dos palabras, pero sus labios se resistían a completar la frase:

—La ha...

La joven rubia volvió a mirarla. Parecía como si fuese a rompérsele entre los brazos de un momento a otro. Aglaya tomó asiento y acarició tiernamente las piernas de su compañera, con los ojos húmedos.

—Sí, Kyrene, la ha violado. La machacó a puñetazos hasta obtener de ella lo que quería y la dejó tirada a las afueras del pueblo. Eugenia volvió por su propio pie a fuerza de orgullo y se encerró aquí para que nadie se enterase.

—¡Ese pedazo de cabrón...!

—Deberías haberle matado... —le reprochó Aglaya, con amargura— Mi amiga estaría bien de no ser por ti.

—Aglaya, no digas eso... —balbuceó Eugenia— Kyrene me defendió...

Con un nudo en la garganta, Kyrene asintió:

—Aglaya tiene razón. No hice lo suficiente. Te pido perdón, Eugenia.

—No quiere hablar con el patriarca, ni siquiera con la directora del orfanato —explicó Sofía, que acababa de entrar para ofrecer una taza de té a Eugenia—. Pero yo creo que deberían saberlo, para que ese desgraciado pague por esto.

—¡Ya os he dicho que no! ¡Lo revivo cada vez que lo mencionáis, mierda! —gritó Eugenia, con la voz desgarrada— ¡Solo quiero olvidarlo para siempre!

—¡Tienes que denunciarle! —insistía Sofía— ¡No puede quedar impune después de lo que te ha hecho! ¡Déjame ir a ver a la directora!

—¡No!

Las lágrimas comenzaron a surcar también las mejillas de Kyrene al recordar su propia experiencia unos años antes: el asco, la impotencia, la culpabilidad, la negación, el daño del cuerpo y el alma, la herida sangrante que parecía crecer con cada recuerdo de la agresión, todo volvía a su mente con la misma intensidad que entonces. Nada de lo que ellas dijesen haría que Eugenia se sintiese mejor; nada, salvo quizá el tiempo, podría suavizar aquella vivencia horrible. Respiró hondo, con el pulso tembloroso, acompañando en su dolor a la joven y llorando con ella en una solidaridad que pronto contagió a las otras dos: abrazadas entre sí, rodearon a Eugenia y dejaron salir su tristeza durante un tiempo indeterminado, llenando el dormitorio de lamentos e imprecaciones.

—Necesito ducharme... —musitó Eugenia por fin, tratando de incorporarse— Estoy sucia...

—Está bien. Yo debo irme ahora —Kyrene depositó un beso en su pelo—. Estás en buenas manos, con tus amigas.

—No sé cuándo podré ir a trabajar, Kyrene... No le cuentes esto a nadie...

—No te preocupes por eso. Avísame si necesitas cualquier cosa. Vendré a visitarte mañana, mi niña. Sofía, Aglaya: sabéis dónde encontrarme.

Aglaya la tomó de la mano, sin rastro de la aspereza con que le había hablado hacía apenas unos minutos:

—Gracias, Kyrene, y perdona por lo de antes. No pretendía culparte...

—Olvídalo. Solo estabas protegiendo a Eugenia. Es afortunada de teneros a vosotras.

La camarera salió de la casa y caminó a paso ligero hasta la taberna, donde Nikos la esperaba con semblante preocupado.

—¿Qué tiene Eugenia, jefa?

Acallando el grito de rabia que le nacía en las entrañas, ella improvisó una sonrisa, con la mano apoyada en el hombro del joven:

—Nada importante, solo una gripe. Volverá cuando se encuentre mejor. Vamos a trabajar.

¡Helios regresó! No iba a conformarse con la humillación a la que le sometió Kyrene y se vengó sobre la persona más débil, la joven Eugenia. ¿Qué hará Kyrene ahora? ¿Acudirá a Shion, que ya la avisó de que no se tomase la justicia por su mano? ¿Pedirá ayuda a Deathmask?

Me muero de ganas de haceros un spoiler, pero creo que conseguiré esperar hasta subir mañana el siguiente capítulo: "Ni honor, ni valentía".

¡Gracias a todos por leer esta historia! ¡Sois los mejores!

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