106. Un hombre de honor
La primavera solía dejar en Rodorio temperaturas suaves, flores brotando por doquier y algunas lluvias, recordó el joven de ojos verdes al término de su caminata por el bosque, mirando las suelas embarradas de sus botas. Llegaba ligero de equipaje, portando tan solo una maleta y una mochila, cansado pero sereno y listo para presentarse ante Shion sin titubear.
A sus pies se extendía, por fin, el sendero que se dirigía a la aldea, flanqueado por margaritas y violetas silvestres; un camino que creyó que jamás volvería a recorrer.
Habían transcurrido casi cinco meses desde la visita de Deathmask y Kyrene, tiempo más que suficiente para que la idea de regresar al santuario tomase forma en su mente, instigada por la petición de Morrigan. Al principio, se había negado en redondo: sabía que su traición a Atenea era indefendible y, además, no se arrepentía en absoluto, así que pedir perdón o humillarse no entraba en sus planes. Y, sin embargo, vivir oculto era un destino indigno para alguien que había arriesgado todo por defender sus convicciones, logrando humanizar una institución cuyo cruel funcionamiento había dejado miles de cadáveres en el camino de la devoción a la diosa.
Le llevó semanas enteras de debate interno, pero una mañana, mientras preparaba la tierra de un nuevo bancal para el huerto, supo con certeza que debía asumir el papel para el que Morrigan le había designado; cualquier otra acción supondría un desprecio hacia ella, hacia el amor que los unía y hacia sí mismo. Y, sin más dilación, Shura, antiguo caballero de Capricornio, reunió su ropa y un par de recuerdos de Navarra y partió hacia Grecia dispuesto a ejercer como supervisor del acuerdo de paz.
Caminaba a paso tranquilo, disfrutando del atardecer impregnado con los aromas de la lluvia reciente que le traían imágenes de Morrigan, pero ya no pensaba en ella con rencor y rabia, sino con esperanza, seguro de que cumpliría su promesa de reencontrarse con él. Poco después, Rodorio lo recibió con el bullicio propio del final de un día de mercado: vecinos que volvían a sus casas tras reunir provisiones para la semana, tenderos recogiendo la mercancía sobrante y coloridos puestos a ambos lados de la calle principal, marcando el itinerario hacia el corazón de la aldea.
No le preocupaba ser reconocido. Avanzaba erguido y orgulloso: un hombre libre sin miedo a alzar la voz ante quienes le habían vulnerado en el pasado, ignorando las llamadas de los vendedores que pretendían atraerle con promesas de carne tierna y verduras frescas y sumido en sus reflexiones hasta que una voz le hizo detenerse inesperadamente.
—¿Señor Shura...?
Recordó enseguida a los camareros que ayudaban a Kyrene en la taberna: dos huérfanos que habían crecido en el orfanato local tras perder a sus padres en quién sabía qué circunstancias.
—Hola, Nikos. Hola, Eugenia.
Los jóvenes sonrieron con genuina alegría y ella se le colgó del brazo en un movimiento espontáneo que le sorprendió.
—¡Es fantástico tenerle de vuelta!
—¿Cuándo ha llegado? —inquirió Nikos.
—¿Sabe algo de Kyrene? —dijo Eugenia.
—¿Por qué no viene con nosotros a la taberna? Vamos a preparar todo para abrir dentro de un rato...
—Debo ir al santuario y hablar con el patriarca.
—Solo será un momento... por favor.
—Acabo de deciros que voy escaso de tiempo.
—En serio, señor. Tenemos muchas preguntas y quizá pueda respondernos alguna; además, ella dejó algo para usted.
Shura los miró con rostro serio. Aunque no tenía relación ni trato con ninguno de ellos, una petición tan directa implicaba verdadera preocupación, así que accedió a acompañarles al local, acodándose frente a la barra y agradeciendo con un gesto el vaso de agua helada que Nikos plantó ante él mientras Eugenia encendía la cafetera.
—¿Dónde está Kyrene? ¿Se encuentra bien, señor Shura?
—No dispongo de información, Eugenia, lo siento.
Los chicos se miraron entre sí; no hacía falta ser su amigo íntimo para darse cuenta de que se interesaban por ella en serio.
—Nunca creímos que la jefa se marcharía; un día, simplemente, no abrió. Estuvimos esperando un rato y cuando nos dimos cuenta de que la puerta había sido forzada decidimos entrar, pensando que quizá le hubiese ocurrido algo —dijo la joven, llenando el depósito de café—. Llevaba una temporada un poco... rara.
—¿Por qué me contáis esto a mí, chicos?
Nikos apoyó las palmas sobre la encimera, exhibiendo una determinación propia de un caballero.
—El pueblo es pequeño y se rumorean cosas. Aunque nadie sabe nada con certeza, la critican: la llaman traidora, dicen que era una espía enviada por los enemigos de nuestra señora Atenea, arrastran su nombre y reniegan de ella, pero Eugenia y yo estamos seguros de que nada de eso es cierto.
—Siempre fue buena con nosotros y no se merece ese trato, pero nadie quiere escucharnos... por eso queremos hablar con usted, que puede entendernos.
Shura se masajeó las sienes durante un par de segundos. No le apetecía confraternizar, pero era evidente que aquellos dos necesitaban desahogarse y quizá le aportasen algún dato nuevo.
—Yo tenía un juego de llaves —continuó Nikos, cortando rodajas de limón—; me las dio cuando se fue de viaje con el señor Deathmask y a su regreso me dijo que me las quedase, por si acaso, pero nunca las usé hasta esa tarde.
Eugenia sirvió tres cafés y se sentó en el taburete que Kyrene utilizaba durante las noches de trabajo. Parecía realmente afectada por la ausencia de su jefa cuando comenzó a explicar su versión de la historia:
—Al entrar, había sillas y mesas volcadas por el suelo; pensamos que se trataba de una pelea, pero no había sangre, ni muebles rotos, ni rastro de ella. De repente, aparecieron dos soldados del santuario que empezaron a gritarnos y a zarandearnos preguntando por Kyrene. Nosotros insistimos en que no teníamos ni idea de nada. Dijeron que les había engañado y que tenían que dar con ella o les castigarían.
—Nos pusimos a limpiar y recoger, porque ya pasaba de la hora, y ellos seguían pululando y molestándonos como si les ocultásemos algo... y al abrir la caja registradora para comprobar el efectivo, me encontré dos cartas. Una era para nosotros y la otra... para usted —dijo Nikos, al tiempo que le tendía un sobre cerrado con su nombre escrito en la letra redondeada y un tanto adolescente de Kyrene.
Shura aceptó el documento y lo guardó en el bolsillo trasero de su pantalón. Los músculos de su cara continuaron inmóviles. Nikos se colmó de azúcar el café y lo movió, haciendo tintinear la cuchara con una cadencia que el español encontró irritante sin saber por qué.
—Kyrene no nos dijo dónde iba ni qué había sucedido, pero nos ayudó. Puede verlo usted mismo —explicó el jovencito, desdoblando una hoja y entregándosela.
En un principio, Shura apartó la vista; leer un mensaje destinado a otra persona le parecía una intromisión en la vida de Kyrene y de los camareros, pero ante su insistencia terminó por claudicar.
Queridos Eugenia y Nikos:
Os dejo esta carta como prueba de mi voluntad, a efectos personales y administrativos; cuando la leáis yo estaré lejos de Rodorio y no puedo explicaros la razón, pero quiero que sigáis mis instrucciones.
La taberna ahora es vuestra. Sois los mejores compañeros de trabajo que habría podido tener y os estoy muy agradecida; os merecéis ser vuestros propios jefes. El título de propiedad está escondido bajo el cuarto peldaño de la escalera que sube a la casa; hay que desatornillarlo, no es difícil. Como veréis, es un documento privado por el cual Giorgos me cedió el edificio y el negocio cuando le gané al póker, una transferencia de propiedad sin validez fuera de Rodorio, pero es lo mejor que consigo hacer por vosotros ahora mismo y al patriarca le servirá.
Lo único que os pido es que el diez por ciento del beneficio de cada mes -si es que hay beneficios, ya sé que no ganamos mucho- lo destinéis al orfanato. También os dejo los documentos bancarios para que podáis trabajar tranquilos y pagar a los proveedores mientras creáis vuestras propias cuentas.
Os agradezco la paciencia que habéis tenido conmigo estos últimos meses; sé que no ha debido de ser fácil para vosotros. Espero que seáis muy felices y os mando un fuerte abrazo,
Kyrene A.
—O sea, que ahora sois los propietarios... —comentó Shura, por decir algo, antes de apurar su café de un trago.
La puerta se abrió en aquel momento con un chirrido dando paso a los primeros clientes del día. Nikos se levantó y se apresuró a tomarles nota.
—Lo somos, a partes iguales. Y no lo hacemos nada mal. Incluso dimos con una manera de devolver a Kyrene su ayuda, ¿sabe? —sonrió Eugenia.
—¿A qué te refieres?
—Como dejó su número de cuenta, cada mes le ingresamos el veinte por ciento de los beneficios de la empresa. Descontamos el diez por ciento del orfanato, ahorramos otro diez por si acaso y luego Nikos y yo nos repartimos el sesenta restante.
—Eso es muy generoso.
—Es lo mínimo que podíamos hacer por ella, ¿no cree? Nos gusta echarle una mano, aunque sea en la distancia y seguro que el dinero le hace falta.
—Me alegro por vosotros. Desconozco su paradero actual, pero la vi después de que se marchase de aquí y estaba bien. Espero que eso os sirva.
—¡Claro que sí! Cualquier noticia es bienvenida, ¿tiene más datos?
—No, lo siento. Ahora debo irme; gracias por el café —se despidió Shura, dejando sobre la barra una moneda de dos euros y dando media vuelta en dirección a la salida.
Ya había anochecido y el ajetreo se trasladaba de las calles a la taberna mientras el español se aproximaba, envuelto en la oscuridad, al santuario al que había entregado sus tres décadas de vida.
—Abrid —dijo a los dos soldados que custodiaban el acceso en cuanto se halló frente a ellos.
—¿Quién lo pide?
—Espera, ¿eres... Shura?
—Así me llamaban. Ahora, avisad al patriarca de que estoy aquí. Seguro que querrá verme.
—¡De ninguna manera! ¡Las órdenes con respecto a ti son matarte sin preguntar!
El español esbozó una sonrisa milimétrica y dejó caer la mochila y la maleta a sus pies, al tiempo que su cosmos se elevaba como una amenaza silenciosa.
—Moriréis antes siquiera de levantarme la mano, pero adelante, intentadlo si queréis.
—¡Shura! ¿Se puede saber qué haces?
Envuelto en una sencilla túnica de lino azul, Shion acababa de materializarse entre ellos, abortando cualquier conato de pelea.
—Buenas noches, Shion. He venido a reclamar lo que me corresponde —declaró Shura, impertérrito.
—No sé de qué estás hablando, pero los traidores no son bienvenidos aquí.
—Las nuevas normas exigen que se permita dejar el santuario a quienes no desean seguir sirviendo a Atenea. Lo sabes tan bien como yo. Por tanto, la pena de muerte y los castigos no aplican en este caso.
Al patriarca no le pasó inadvertido el hecho de que su antiguo subordinado ahora le tuteaba como si estuvieran en igualdad de condiciones; irritado, chasqueó la lengua y le dirigió una mirada que habría podido flambear un iceberg.
—Traicionaste a la diosa antes de que todo aquello entrase en vigor, Shura. Sujeta tu lengua.
Con el entrecejo fruncido en un gesto de ira, hizo una seña a los vigilantes para que se ocupasen del equipaje de Shura, le tomó del brazo y lo transportó a su cámara privada. Debía de estar realmente molesto por su llegada para saltarse la barrera -creada por él mismo- que impedía el uso de tales poderes telequinéticos en el santuario, pensó el recién llegado, sin dejarse impresionar.
—Debes de haberte vuelto totalmente loco para presentarte de este modo —comenzó Shion en cuanto sus pies tocaron el suelo, encolerizado—. Todo funciona bien sin ti, así que expón lo que tengas que decir y márchate enseguida.
—No voy a marcharme, Shion —dijo Shura, con frialdad, mirándole a los ojos. No quedaba rastro en él del caballero entregado a su deber, del soldado perfecto que ejecutaba órdenes sin cuestionarlas jamás—. Morrigan me pidió que supervisara el cumplimiento del acuerdo de paz y eso es exactamente lo que haré a partir de mañana.
—No necesitamos que nadie ejerza esa función, Shura —insistió Shion.
—No es cuestión de necesitarlo o no. Esta decisión excede tus atribuciones, porque forma parte de la negociación entre nuestras respectivas diosas; tu deber, como el mío, es proteger la paz entre los dos panteones respetando las voluntades de Morrigan y de Atenea.
El patriarca tomó asiento en el escabel en el que solía acomodarse para compartir largas partidas de "go" con Dohko. De repente, parecía viejo y fatigado.
—Jamás pensé que tú, de entre todos los caballeros dorados, traicionarías a tu diosa...
—¿Traicionar a mi diosa? No lo he hecho: sigo siendo fiel a Morrigan —replicó Shura, orgulloso—. Ahora, haz lo que te ordenaron, Shion: alójame, retira mi condena y permite que cumpla mi tarea con honor.
Un sirviente entró portando una tetera de cerámica y dos vasos en una bandeja, pero Shion le indicó que saliese negando con la cabeza.
—Tampoco imaginé que llegaría el momento en que tendrías el coraje de mirarme a la cara tras faltar a todos tus votos...
Por primera vez desde el reencuentro, Shura depuso su actitud hierática y se sentó frente a su antiguo líder, suavizando el tono de sus palabras. Había sido una referencia para él, un espejo en el que mirarse aunque ahora se situase en el mismo plano jerárquico, y se daba cuenta de que no debía de serle fácil afrontar la pérdida de dos de sus amados caballeros en una época en la que, en teoría, los conflictos internos habían sido resueltos y todos luchaban por Atenea bajo un mando único.
—Shion, he conocido el amor... —afirmó en voz baja, como si le confesara su mayor secreto.
—No hay más amor que el que ofrendamos a Atenea, Rodrigo.
—Sí que lo hay... El amor con el que una diosa valerosa y presente retribuye la devoción de su mayor adorador. He sido feliz con ella, tan feliz como puede serlo un hombre, en un éxtasis permanente que no podría describirte... Hemos vivido varias décadas en unos pocos días, perdidos en nuestro propio mundo... —el patriarca le dirigió una ojeada llena de tristeza— ¿No te alegras por mí? ¿No es entregar la vida por su diosa el máximo honor al que puede aspirar un caballero? Yo quería dar la mía por Atenea y siempre se me condenaba a volver con los vivos para seguir sufriendo. Pero Morrigan estaba dispuesta a poner fin a ese ciclo. Ella me miró a los ojos y leyó en mi alma, me liberó de mis cadenas y me prometió la dicha eterna a su lado.
—Demasiadas palabras para envolver tu iniquidad. No eres más que un traidor sin escrúpulos.
—¿De verdad lo crees, Shion? Entonces, siento lástima por ti. Pero es verdad que no soy el mismo que hace un año: soy mejor y más fuerte gracias a ella. Ojalá tú y todos los tuyos pudierais poneros en mi piel, aunque fuese un instante. Vives de espaldas al amor real; ese es tu error.
—¿Mi error, Rodrigo? ¡¿Te atreves a hablarme de errores, precisamente tú?! ¡Debería arrojarte a un calabozo y no dejarte ver la luz del sol nunca más!
—¿No te das cuenta de la ironía? Este lugar debería ser un remanso de amor al servicio de la diosa, pero es todo lo contrario. Nos reclutáis de niños en función de un potencial hipotético, nos robáis la infancia sin preguntarnos si nosotros deseamos esta vida. Nuestros maestros nos enseñan a golpes, presionados por la necesidad de presentar candidatos a las armaduras. Nos obligáis a firmar unos votos que nos aíslan del resto del mundo y nos privan del derecho de amar a otras personas, condenándonos a la soledad y la locura... Y encarnación tras encarnación, Atenea ha consentido y auspiciado estas condiciones que nos forjaban a su imagen y semejanza: castos, virtuosos, dispuestos a castigar con severidad e intransigencia cualquier falta o desviación de la norma...
—Los votos hacen que nos centremos en el servicio a la diosa. Es a ella a quien debemos entregar toda la fuerza y pasión de nuestros corazones.
—Sabes tan bien como yo que esos votos se vulneran dentro de estas mismas murallas... porque todos necesitamos sentirnos completos, y si la diosa está ausente, la devoción no basta para llenar ese vacío interior. Morrigan colmó mi corazón, ¿quién puede dudar de la pureza de ese vínculo? Tú estás atrapado en esta vida y te compadezco, pero no he venido para mostrarte tu equivocación, sino para hacer mi trabajo y dar una oportunidad a las generaciones venideras.
—¿Acaso crees que no me importa el futuro de esos chicos? ¡Pero no se trata de ellos, sino de toda la humanidad! ¡No se os pide que os sacrifiquéis por un propósito egoísta, sino por la continuidad del mundo tal como lo conocemos!
—Quizá el mundo tal como lo conocemos no merezca ser protegido...
—¿No puedes ver ya la realidad? ¿Acaso estás cegado del todo por el falso amor de una diosa que te manipula?
Shura negó con la cabeza, pesaroso. Tratar de hacerse entender era imposible, teniendo en cuenta que su interlocutor llevaba dos siglos y medio sirviendo a Atenea bajo el mismo viejo paradigma.
—Veo la realidad, pero no es una que a ti vaya a gustarte: mi diosa se preocupa más por todos nosotros que la tuya. Otra ironía: Morrigan, diosa de la muerte, ama más a los seres humanos que la justa y sabia Atenea, hasta el punto de acompañarles a la batalla y de guiarles con sus vaticinios, todo ello mientras nuestra supuesta benefactora se da la gran vida de una rica heredera, así que deja que haga mi trabajo y ayúdanos a arreglar lo que falla, empezando por este lugar de horror.
El patriarca resopló; era como si en los últimos tiempos la orden dorada al completo se confabulase para sacarle de sus casillas sistemáticamente, pero en este caso Shura decía la verdad: él era el legítimo garante del armisticio, nombrado por Morrigan y aceptado por Atenea, y debía recibir el trato acorde a su nueva dignidad. Quizá Dohko tuviese razón y los cambios que Morrigan había exigido trajesen una mejoría a las vidas de los próximos reclutas y al santuario en general, por muy doloroso que le resultase admitirlo.
—No estoy de acuerdo contigo y no creo que lo esté jamás, pero ya que insistes, por el momento puedes quedarte en el templo de Capricornio. Avisaré a Leónidas para que lo preparen y mañana anunciaremos tu llegada de manera oficial.
—Gracias, Shion. A pesar de escoger caminos separados, los dos tenemos algo en común: damos la vida por aquello que creemos correcto, siempre.
—Sí, Shura. Siempre —dijo el patriarca, despidiéndole con un gesto de cansancio.
Shura hizo una leve inclinación en señal de respeto y le dio la espalda para salir de la estancia, pero una última pregunta de Shion le hizo detenerse:
—Por cierto, ¿qué tal están Deathmask y Kyrene?
—¿Por qué habría de saberlo yo? —inquirió el joven, sin volverse.
—Porque eres su mejor amigo.
—Vivos. Están vivos y lejos de aquí. Se aman. Son felices.
—No esperaba menos de ellos —musitó Shion, con una sonrisa.
El antiguo caballero cerró la puerta tras de sí e inició la bajada hacia el que había sido su templo. Sus peticiones de permiso en Piscis y Acuario no recibieron más respuesta que unas leves oscilaciones de los cosmos de sus inquilinos que dejaron claro que el patriarca ya les había puesto al corriente de la nueva situación, y su armadura resonó en cuanto puso un pie en la décima casa, como si se alegrase de su vuelta.
Ni siquiera había podido despedirse de Morrigan tras la batalla; cuando recuperó el conocimiento se encontraba en el hospital, vestido con un incómodo pijama y lleno de heridas recién suturadas y tuvo que dejar pasar los días perdido en aquel limbo de dolor y calmantes, nutriéndose de su creciente rencor hacia ella y su desprecio por Atenea hasta que reunió fuerzas para escapar. Le habría gustado llevarse la armadura consigo en su huida, pero no era posible y jamás volvería a sentir su tacto rígido y poderoso sobre la piel; no ahora, que había desertado para convertirse en el representante de otra diosa. Y, sin embargo, ella emitía una frecuencia dulce y le llamaba para recordarle que solo él era su legítimo usuario.
—Sabes que no debo tocarte... pero nunca olvidaré todo lo que hemos vivido juntos, querida compañera.
Dejó atrás la cámara que albergaba la armadura y se dirigió hacia la vivienda propiamente dicha, que le recibió con un agradable aroma a yerbabuena cuando franqueó el umbral; parecía que, en su ausencia, la habían cuidado y limpiado como si Shion le esperase, al igual que un padre mantiene la esperanza de recuperar a un hijo díscolo que le desafía, pero sin el cual no puede vivir. Su equipaje le aguardaba en la puerta del dormitorio y algún sirviente había debido de bajar a toda prisa para encender las luces del salón y dejar sobre la mesa un detalle de bienvenida, consistente en una jarra de café recién hecho, bollos y fruta, con una nota manuscrita del patriarca que rezaba "bienvenido a casa".
De repente, todo el cansancio del viaje se abatió sobre él; se dejó caer en su viejo sofá y se descalzó con desgana, arrojando los zapatos a un rincón. A lo lejos, creyó escuchar el graznido de un cuervo, pero descartó aquella idea sin considerarla dos veces. Morrigan ya no estaba con él.
Bienvenido a casa.
—No, Shion, esta jamás será mi casa. Mi hogar está donde esté ella... —murmuró, con los ojos cerrados.
Recordó entonces la carta que aún llevaba en el bolsillo; ¿qué le diría Kyrene? La sacó y abrió el sobre para desdoblar el pedazo de papel, intrigado. Los trazos de bolígrafo azul llenaban ambas caras como si se tratase de una redacción escolar sobre las vacaciones estivales, incluidos los borrones de tinta propios de una zurda escribiendo a toda prisa.
Querido Shura:
Si estás leyendo esta nota, es porque has regresado a Rodorio y yo no. No sé si volveremos a coincidir, pero espero que encuentres, por fin, tu camino. Yo voy en busca del mío.
La vida nos unió en circunstancias extrañas, como marionetas manejadas por el capricho de las diosas, y no me arrepiento. Aunque sé que la protegías a ella y no a mí, agradezco tu esfuerzo y tu valor; si estoy viva es gracias a que tú paraste con tu cuerpo el ataque de Atenea y no lo olvidaré.
Quizá nunca tenga ocasión de decirte esto a la cara, pero quiero que tengas la certeza de que Morrigan te amaba y era sincera contigo. Yo lo sentía cada vez que respirábamos, porque nuestros sentimientos fluían de una a la otra.
Respecto a mí, no sé dónde terminaré, pero voy a ser feliz, Shura, y deseo de corazón que tú lo seas también. Hemos luchado para mejorar las vidas de muchísimas personas y lo merecemos; el santuario será un lugar más piadoso gracias a nosotros y el sufrimiento que os infligieron cuando erais niños no volverá a tener lugar.
Ahora debo despedirme; me queda poco tiempo antes de que los guardianes descubran mi ausencia, así que, como oí decir en Dublín, "que el viento sople siempre a tu favor, que el sol te caliente el rostro, que la lluvia caiga con suavidad sobre tus campos y, hasta que volvamos a vernos, que la diosa te lleve en la palma de su mano."
Slán agat,
tu amiga Kyrene A.
Leyó hasta el final y recomenzó, dejándose llevar por las ideas que evocaban aquellas líneas: un tiempo en el que fue feliz junto a la deidad de la que se había enamorado, sin más pretensión que seguirla en su empeño de desmantelar el santuario, tanto por venganza como por justicia. Un objetivo ambicioso que le había costado todo: el amor, el honor, su armadura... Y, aun así, si volviese a encontrar a Morrigan desnuda en el río Unshin, se entregaría a ella una vez más a cambio de una sonrisa y una promesa.
Por un momento, envidió a Deathmask, que ahora -supuso- despertaba cada mañana con Kyrene tras dejar su mundo atrás para convertirse en un par de fugitivos sin nada que hacer salvo disfrutar uno del otro. Aquel placer les había estado vedado como caballeros de Atenea y, no obstante, Deathmask y él se habían lanzado a ello sin remordimientos. Del canceriano no le extrañaba demasiado: había hecho de la rebeldía su bandera, lejos de la ciega sumisión con la que había seguido a Saga, y no habría sorprendido a nadie si algún día protagonizase su propio motín; sin embargo, él... él había dedicado años a perfeccionar el noble arte de cercenar de raíz cualquier atisbo de debilidad, esmerándose en convertirse en el siervo perfecto y negando su necesidad de ser correspondido.
Les había envidiado durante mucho tiempo, sí. Deathmask y Kyrene, enamorados, terminando las frases del otro, haciéndose bromas obscenas... recordándole, en definitiva, su propia soledad, su fracaso personal. Después de la noche que pasaron en Atenas había sido más consciente que nunca de todo aquello, optando por evitarles para no enfrentarse al agujero que crecía en su alma, pero ya no sufría al pensar en ellos, porque se daba cuenta de que la realidad era otra: él no era un verso suelto, sino parte de algo mucho mayor.
Él era el amado de su diosa y esa certeza le había dotado de fuerza para sublevarse contra el santuario y contra la mismísima atenea.
Él era el paladín de Morrigan y no necesitaba nada más, pues ella había jurado esperarle y reunirse con él.
Se levantó para acodarse en el alféizar de la ventana, desde la cual dominaba el pueblo a lo lejos, los templos de sus compañeros y las distantes montañas. Al día siguiente comenzaría su nueva tarea, supervisando todos los cambios en el santuario para asegurarse de que se respetaba el tratado de paz; él, entrenado para el conflicto y la guerra, adiestrado para ejecutar las decisiones de su líder sin dudar, debía ejercer la labor diplomática que garantizaría el imprescindible equilibrio entre ambos panteones tras siglos de hostilidad, conforme a los deseos de Morrigan.
Morrigan, la irlandesa de cabello rojizo y ojos imposibles que le había dado una perspectiva diferente. Persuasiva, inteligente, hermosa, dispuesta a desafiar a los demás dioses sin dar un paso atrás. Lo bastante valiente como para atacarle, lo bastante apasionada como para amarle. Un escalofrío recorrió su espalda al recordar su primer beso, el tacto de su piel, el aroma a lluvia y a tierra mojada... las noches en la tierra de las hadas, los paisajes desconocidos, los minutos convertidos en años, la vida compartida que retomarían a su muerte.
Sí, porque Rodrigo sabía que esta vez podía confiar en la palabra divina y eso hacía que el regreso al santuario valiese la pena. Bajo la luna de junio, su boca dibujó en silencio las palabras que renovaban su alianza con ella:
—Si es esta tu voluntad, mi diosa, juro que seré el hombre perfecto para cumplirla. Dame coraje y tesón cada día hasta que llegue nuestro reencuentro.
Un siniestro crascitar profanó el silencio propio de aquellas horas e hizo crecer la esperanza en su corazón: por más que intentase negarlo, era un cuervo, sin lugar a duda; la señal de que Morrigan le escuchaba y acompañaba, la señal de que él era el elegido de la diosa para proteger su legado.
Y con aquella certeza, Rodrigo, el hombre que había matado a Shura de Capricornio por amor, dio media vuelta y se adentró en su dormitorio esbozando una sonrisa tan amplia como si estuviese en el síd con Morrigan entre sus brazos... porque su fe era inquebrantable y el amor que les unía trascendía las leyes del tiempo y el espacio. La muerte sería solo el principio de su historia eterna.
FIN
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