105. Lo que pasa en Las Vegas
La vida era sencilla si las expectativas se mantenían dentro de unos límites; tanto ella como él habían aprendido esa lección a una edad demasiado temprana y el tiempo se la había confirmado una y otra vez, pensó Kyrene al echarse en la cama aquella noche de mayo, satisfecha de estar por fin en el motel y de contar con un alivio para sus piernas doloridas tras la interminable y apasionante caminata por el Gran Cañón.
Acuclillado frente a ella, Deathmask la despojaba de las zapatillas deportivas y los calcetines, arrugando la nariz en una burlona mueca de asco fingido que la hizo reír.
—¡No me huelen los pies, cazzo! —le reprendió, haciendo gala de su cada vez más amplio repertorio de disparates en italiano.
—Ovviamente no, micetta mia, ed io non russo* —se mofó él al tiempo que le quitaba los leggings—. ¿Te ha gustado la excursión de hoy?
—¡Ha sido increíble! No imaginaba que conoceríamos tantos lugares en tan poco tiempo...
—Es una de las ventajas de ir de fugitivos —concordó él. Su viaje se había prolongado sin un final a la vista y ellos se limitaban a gozar de cada día con la mezcla de avidez y serenidad propia de quienes nunca habían tenido mucho que perder—. ¿Eres feliz?
—Claro que lo soy. Pero me duele todo, incluso el cuello de tanto estirarlo para ver las montañas.
El antiguo caballero la acarició desde el muslo hasta el tobillo y sopesó uno de aquellos pies menudos antes de asestarle un mordisco en el talón, deslizando los dientes por la planta hacia los dedos y succionándolos de uno en uno como si fuesen golosinas.
—Normal, micetta... pero no podíamos hacernos la Ruta 66 y no parar en el Gran Cañón, ¿verdad? No pensé que caminar sobre una pasarela de cristal me impresionaría, después de haber aprendido a levitar... —comentó, sin detener su juego.
—Ah... ¿qué haces? —preguntó ella, retorciéndose de placer involuntariamente— ¿No decías que huelo mal?
—Formaggio, hueles a formaggio —la corrigió él, guasón.
—¡Idiota!
—Shhh, no me desconcentres... tengo que volverte loca en menos de dos minutos o me dormiré sin follarte y no quiero romper la racha que llevamos desde el polvo de reconciliación en Palermo...
Ella sonrió ante aquella declaración: él tenía razón, no habían fallado casi ni un día, entregados al sexo con una perseverancia que les sorprendía incluso a ellos.
—Si estás cansado, podemos hacerlo mañana... —sugirió, sin mucho convencimiento, pues la boca del italiano había conquistado su pierna hasta la rodilla y seguía ascendiendo en busca de la ingle, que recibió un beso y un lametón de lo más persuasivos.
—No. Y no me uses como excusa; si no quieres hacerlo, admítelo.
—Pero yo sí quiero... —murmuró ella, mimosa, escabulléndose para quedar sobre él y deshaciéndose de las camisetas de ambos— Mejor te callas y me dejas hacer a mí, anda.
—Sono tuo, micetta...
Habían seguido hacia el oeste tras despedirse de Shura a mediados de enero; una semana de convivencia fue suficiente para olvidar sus rencillas y restaurar la amistad que habían compartido. Habían hablado mucho -con amargura al principio, con esperanza después- caminado por el bosque, visitado las cuevas de Ikaburu -habitadas por lamias, según la leyenda- y cocinado juntos como en otros tiempos, en busca de algún nuevo tipo de efímera normalidad y sabedores de que se separarían para siempre poco después, con un abrazo y la promesa de no revelar nada sobre sus respectivos paraderos.
Lejos de Rodorio, Deathmask y Kyrene ya no eran un guerrero y una camarera haciendo equilibrios sobre el limbo legal de las relaciones consentidas por el santuario, sino una pareja normal de turistas risueños que se apuntaban a cualquier plan, ya fuese probar extrañas delicias de la gastronomía local o descender un río haciendo rafting si el clima era propicio. Al menos, hasta que llegaba el momento de "trabajar" para costearse la siguiente etapa del viaje.
Desde el norte de España hasta Lisboa, habían continuado con la estrategia urdida en Montecarlo: paraban en las localidades turísticas de las costas cantábrica y atlántica y acudían a las salas de juego más famosas para obtener información acerca de las partidas clandestinas, donde podían lucir sus habilidades y alzarse vencedores sin dificultad.
Nueva York les recibió a finales del invierno. Consciente de que Kyrene lo pasaría mal en un vuelo transatlántico y deseoso de mantenerse lejos de Europa hasta que el tiempo diluyese el ansia vengativa de Shion, Deathmask insistió en ahorrarle las ocho horas de avión, repitiéndole como un mantra que estaban lo bastante apartados del santuario como para teletransportarse sin que el patriarca averiguase a dónde se dirigían aunque llegase a percibir una chispa de su cosmos ardiendo en la capital portuguesa. La idea era trasladarse a Chicago para recorrer la mítica "Ruta 66", uno de los destinos que habían barajado el verano anterior, cuando la suerte decidió enviarles a Irlanda.
Se turnaban para conducir su coche de alquiler, consumiendo sin prisa los cuatro mil kilómetros de la legendaria carretera y ganando dinero con juegos de cartas en alguno de los bares en los que paraban para comer. Más relajados que nunca, se permitieron incluso utilizar el poder de Deathmask para sablear a los peores bravucones, demostrándoles que ni en el póker ni en los dados había rivales a su altura hasta llegar al Gran Cañón, parada largamente anhelada por los dos.
—Si yo me pongo encima, tú conduces mañana —murmuró Kyrene, besándole el pecho mientras su mano se deslizaba bajo el bóxer para acariciarle.
—Si sigues tocándome así, no podré frenar el coche hasta que nos precipitemos al Océano Pacífico... —jadeó él, con una sonrisa.
—¿Y perdernos Las Vegas, con las ganas que tenemos de saber si es tan hortera como en las películas?
El italiano se volteó, la aprisionó bajo su cuerpo y le quitó el sujetador, exhalando sobre sus pezones, que enseguida se irguieron.
—No, no nos perderemos nada. Verás, tengo un plan maestro: voy a comerte el coño hasta que te corras, después te follaré para que tengas un segundo orgasmo sin esforzarte y, a cambio, mañana me llevarás como un marqués todo el camino mientras yo duermo en el asiento del copiloto... —anunció, mordisqueándole un costado en su descenso hacia la cintura.
—Querrás decir que roncarás en el asiento del copiloto...
—Quiero decir justo lo que he dicho, ahora abre las piernas y grita para mí.
En efecto, la vida era hermosa cuando la compañía era la adecuada, se decía Kyrene asomando la cabeza por el lateral del descapotable con el flequillo al viento, fascinada por las gargantas, montañas y paisajes casi lunares que les acompañaban en su camino. Dado que Deathmask había cumplido su palabra de ser la parte activa la noche anterior, ella condujo durante cinco horas para llegar a tiempo de almorzar en aquel "paraíso de horteras e imitadores de la belleza clásica europea", como lo denominaba él entre expresivos gestos que ella no conseguía presenciar sin troncharse de risa.
Tras semanas durmiendo en sencillos moteles de carretera, decidieron que era hora de dejarse llevar por el ostentoso lujo de Las Vegas y se alojaron en un hotel cuya recepción, calcularon, estaba adornada con tanto pan de oro como dos museos franceses juntos.
—Admitámoslo: este sitio haría llorar a Brunelleschi**; de verdad es lo más hortera del mundo.
—¡Y de toda la galaxia! Creo que voy a sufrir un ataque epiléptico si sigo mirando las luces...
Después de comer en un restaurante cuya decoración pretendía evocar el antiguo Egipto -en su versión dorada y brillante, por supuesto- y de una buena siesta, salieron al anochecer, listos para probar suerte en uno de los deslumbrantes casinos que daban fama a la ciudad. Apostaron en varios juegos por diversión, aplaudieron cada vez que ganaban y salieron del edificio entre carcajadas, con treinta mil dólares extra en los bolsillos y sin que el personal de seguridad percibiese trampa alguna en el elevado número de ocasiones en que la bola se detenía sobre la casilla de la ruleta que la joven de cabello corto y acento cerrado escogía con el entusiasmo de una primeriza.
—Oye, has hecho como con Brainlow en el hipódromo, ¿a que sí? —preguntó ella, trotando sobre sus altísimos tacones y tironeando de la falda para mantenerla en su sitio.
—Se llamaba Brainbow Dash y no, no he hecho nada... —negó él al tiempo que la tomaba de la cintura y miraba a su alrededor para orientarse.
—A mí no me engañas. No se puede tener tantísima suerte...
—Shhhh, recuerda que ahora solo soy un hombre corriente; oficialmente no poseo ningún tipo de poder...
—Oficialmente nunca lo has tenido, mi amor —respondió ella, aludiendo al secretismo que rodeaba todo lo relacionado con el santuario.
—¡Claro que no! —le guiñó un ojo, pícaro— Buena chica, ¿tienes hambre?
—Pues un poco sí... ¿probamos los puestos de comida callejera?
—¿Por qué no? Hace tiempo que le perdí el respeto a mi sistema digestivo...
Caminaron entre la multitud que llenaba las calles hasta dar con un tenderete que prometía la mejor pizza de langosta de la ciudad, un reclamo que hizo a Kyrene dar saltos de júbilo.
—¡Pizza! ¡Qué bien! ¡El cartel dice que es de auténtica langosta y preparada al estilo italiano!
—¿Por qué justo pizza? ¿Para darme un disgusto? ¿Es que me odias, micetta? ¡Pero si la noche iba perfecta! —rezongó él, con su habitual aire dramático.
La griega sacó el monedero de su minúsculo bolso y se las arregló para pedir dos raciones en un inglés trufado de fonemas imposibles mientras el vendedor memorizaba cada detalle de su cuerpo, envuelto en el vestido de cadenas que ya había lucido en Montecarlo. Impaciente como una niña que recibe un regalo, tomó ambas porciones y entregó una a Deathmask -cuya desconfianza hacia aquellos chorreantes pedazos de cartón que brillaban a causa de la grasa era patente-, urgiéndole con una gran sonrisa a degustarla allí mismo.
—Joder, Kyrene, ¿qué mierda...? —exclamó él al dar el primer bocado, escupiéndolo con una mueca de asco.
—¿Por qué te pones así? ¡Está riquísimo!
—¿Pero qué dices? ¡Esto es un sacrilegio...! ¡Una aberración abominable capaz de abrasar el colon del mismísimo Belcebú! —insistió él, en inglés para que el tendero tuviese clara su opinión.
—Eres muy sibarita —dijo ella, chupándose los dedos—. Está de maravilla.
El autor del comistrajo sonrió al constatar que el crítico estaba en minoría y obsequió a Kyrene un trozo más en agradecimiento por su apoyo, aprovechando para dirigirle una expresiva mirada a sus piernas y recordarle que los americanos eran los verdaderos responsables de perfeccionar la pizza, lo cual disparó una airada reacción por parte de Deathmask:
—¿Qué cojones...? ¡Unos plagiadores es lo que sois! ¡Todo esto se lo habéis robado al resto del mundo! —gritó, con un gesto que abarcaba cuanto les rodeaba.
—¡No te enfades! ¿Cómo era eso...? ¡Lo que se come en Las Vegas, se queda en Las Vegas...! —se burló Kyrene al tiempo que le robaba la cámara fotográfica, rescatada del desastre de Sicilia, para inmortalizar su expresión.
—¡Claro que se quedará en Las Vegas, porque no pienso mantenerlo dentro de mí! ¡Vomitaré o me agacharé entre dos coches en cualquier momento, pero ni una sola partícula de esa mierda pasará a formar parte de mi cuerpo!
—¿Eres uno de esos italianos macarras que se creen que porque saben vestir y tienen una cara bonita pueden ir de perdonavidas por el mundo? —se le encaró el vendedor.
—¡Sí, eso soy! ¡Mírame, derrocho estilo, al revés que tu porquería de comida!
—¡Repite eso y te rompo los dientes!
—¡Dudo que lo consigas, pero incluso sin dientes seguiría siendo más guapo que tú!
—¡Ya está bien! ¿Podemos parar con el festival de la testosterona? ¡He venido a divertirme! —se interpuso Kyrene, apoyando las palmas en el pecho de su pareja— Haz el favor de contenerte, mi amor. O te comportas o le compro seis raciones más para desayunar mañana.
—¿Qué? ¡Eso es tortura!
—¡Pues vámonos!
Superada la crisis alimentaria sin que Deathmask asesinase al vendedor, reanudaron su paseo por las llamativas edificaciones sin un rumbo concreto mientras él tomaba una fotografía tras otra a Kyrene, fascinado por la contagiosa alegría con que le señalaba letreros, lugares, personas e incluso las nubes. Estaba claro que, liberada de todas las ataduras del pasado, ahora podía dejarse llevar sin preocuparse de sus viejos enemigos, del santuario o de los conflictos divinos... y, por primera vez, él también.
—¡Mira, Angelo...! ¿Quieres hacer una auténtica locura? —preguntó, agarrándole de la mano y tirando con fuerza.
—Si es algo relacionado aunque sea de lejos con la comida de mi país, no, no quiero. Mi corazón no podría soportar otro dolor de ese calibre.
—¡Nada de eso! ¡Ven, ya verás qué risa!
Seducido de nuevo por aquella vitalidad, la siguió hasta una capilla de bodas exprés en cuya puerta estaba apoyada la propietaria, una dama de no menos de setenta años caracterizada como Dolly Parton que fumaba un grueso puro.
—¡Señora, quiero que me case ahora mismo con este hombre! —exclamó Kyrene en cuanto llegó al pórtico, haciendo reír tanto al italiano como a la señora.
—¡¿Qué dices, pedazo de loca?!
—¡Pero si todo el mundo lo hace! ¿Por qué si no hay tantas de estas capillas? Espera, ¿es que no quieres?
—Eh... no, no es eso, es que... ¿así, de repente, sin más? ¿Has bebido cuando yo no miraba?
—¡Claro que no! ¡Esta es una de esas cosas que solo pasan una vez en la vida!
—Pero la gente se suele planificar...
—¡Anda, no seas aguafiestas! ¿O es que soñabas con un bodorrio romántico y ñoño? —le picó ella.
Deathmask arqueó una ceja. Había barajado la idea de pedírselo el año anterior, al volver de Irlanda, pero la situación se había retorcido de tal manera que llegó a descartarlo por completo... y ahora se hallaban en la ciudad más desquiciada del mundo, hablando de casarse sin más frente a una imitadora de Dolly Parton con el moño y el sujetador tan rellenos de fibra sintética que parecía imposible que se encendiese los cigarros sin entrar en combustión espontánea.
—Pero, micetta, no hemos incoado un expediente de matrimonio, sabes que esto no tendría ninguna validez legal... —dudó.
—¿Y para qué queremos un papel oficial? ¡Es divertido! ¡Lo que pasa es que no te atreves porque eres un rajado!
—¿Qué me has llamado?
—¡Cobardica, gallina!
—¡Se acabó! ¡Nos casamos ahora mismo!
—¡Ese es mi hombre! ¡Así se habla! ¡Eh, señora! ¡Haga su magia nupcial, o lo que sea, y...!
"Dolly", que había asistido en silencio a la conversación sin dejar de fumar con calma, negó con el índice:
—Lo siento, niña, pero tengo otra boda en cinco minutos. Tendréis que esperar al jueves —dijo, soltando una bocanada de humo.
—¿Qué...? ¡El jueves ya no estaremos aquí! ¡Tiene que ser ahora!
—Pues no es posible.
—¡Sí lo es! ¡Como me llamo Kyrene Angelopoulou que usted nos casa y punto...! —exclamó la griega, sacando de su bolso un fajo de billetes.
—¿Estás sobornando a Dolly Parton? —preguntó Deathmask, con una carcajada.
—¿Yo? No, solo le estoy pagando por adelantado... cállate, no me exhibas.
—Oh, bueno, si de verdad tenéis tanta prisa, supongo que podría hacer un hueco... —concedió la propietaria mientras observaba por el rabillo del ojo la pequeña comitiva de novios que se acercaba para reclamar su turno— ¡Venga, pasad ya!
—¡Sí! ¡Vamos a casarnos!
—Micetta, estás loca... —rio él, meneando la cabeza.
—Pero me adoras —dijo ella, al tiempo que le besaba y tiraba de sus manos para conducirle al interior.
Apenas diez minutos después, los flamantes señores de Angelopoulou-Giacometti salieron de la capilla llevando en una carpeta el breve dossier fotográfico que les habían obsequiado, riendo tan escandalosamente que nadie habría apostado una sola moneda por su sobriedad y adornados todavía con los estrafalarios accesorios que habían elegido para la ocasión: un enorme sombrero vaquero para ella y un tocado de coloridas plumas y pipa para él.
—De no haber estado a tu lado todo el día, habría pensado que ibas borracho cuando has dicho que sí... —especuló Kyrene.
—Bueno, no es una boda auténtica; tendremos que repetir la ceremonia en el futuro si de verdad quieres llevar mi apellido...
—¿Tu apellido...? ¡Jamás! ¡Solo me casaría donde pudiera conservar el mío!
—¡Pero si ni siquiera es el verdadero apellido de tu familia!
—¡Ni Giacometti es el de la tuya, stronzo!
—Tengo la sensación de que solo estás aprendiendo palabrotas y voy a tener que regañarte, micetta... tal vez unos azotitos...
—No puedes. Dolly ha dicho que debes honrarme y respetarme.
—Tienes razón; ni siquiera consigo enfadarme contigo —admitió él—. ¿Qué te apetece hacer ahora?
—¡Vamos a la Big Apple Coaster! ¡Vi en un folleto que es una montaña rusa que funciona también por la noche y que entra y sale de un hotel!
Deathmask hizo el ademán de seguirla, pero tras un segundo de duda la detuvo para besarla, subiéndole con el pulgar el ala del sombrero.
—Espera. Se me acaba de ocurrir otra cosa —dijo cuando sus labios se separaron.
—¿Qué es? ¡Venga, dímelo!
—Pues, mira, yo no tengo alianza... y por muy ficticio que sea este matrimonio, deberíamos cuidar un poco ciertos detalles, ¿no crees?
—¿Qué tienes en mente, mi amor?
—¿Recuerdas el dibujo que me hiciste en Campofelice di Fitalia? Pues algo parecido, pero que al lavarme las manos no parezca que un calamar me ha cagado en el dedo...
—Lo que tú quieras. Pero ten cuidado, luego no podrás hacer gestos obscenos durante un par de días...
—¿Y qué? Te quiero tanto que aguantaré sin mímica grosera por ti, Kyrene Giacometti.
—Yo también te quiero, Angelo Angelopoulou.
—Ya te dije que nuestra historia acababa así, juntos y sonriendo. ¿Ves cómo siempre tengo razón?
—La tienes, mi amor.
*Obviamente no, gatita mía, y yo no ronco.
**Filippo Brunelleschi fue un arquitecto, escultor y orfebre renacentista italiano conocido, sobre todo, por la cúpula de la Catedral de Florencia Il Duomo.
Penúltimo capítulo. Mañana cerramos la historia con "Un hombre de honor"... y después de eso, iré lloriqueando por los rincones durante unas semanas. ¡Qué bonito ha sido compartir contigo estas semanas! ¡Gracias!
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