quince

Se sobresaltó cuando escuchó los gritos tras la puerta. El Omega se encogió sobre su cama y volvió a cubrir su cuerpo húmedo. Las gotas húmedas de su cabello gotearon sobre su hombro y el escalofrío llegó hasta su columna vertebral. Estaba desnudo y aún su cuerpo mantenía los espasmos de una tina caliente y estrecha. Su madre le había lavado el cuerpo con desesperación, rápido, con la esponja frotando con fuerza contra su piel. Ulises miró su pecho rojizo, tenía marquitas de sangre en algunas partes donde su madre frotó con fuerza. Decía que el olor a Alfa no se iba de su cuerpo y no lo entendía. El Omega cubrió su cuerpo con la frazada que utilizaba para abrigarse por las noches y se encogió cuando volvió a escuchar el grito de su padre. El terror le entró por los huesos y sacudió a su Omega con miedo.

Las mejillas de Ulises se tornaron más rojizas de lo que estaban cuando su padre entró a su pequeña habitación. No había mucho lugar para tantas personas, eso lo notó cuando el hombre se paró frente a él y se tuvo que agachar para que su cabeza no tocara el techo de paja. Ulises había dormido por mucho tiempo con su hermano en el cuarto al lado de sus padres, era una habitación mucho más grande que esa, pero cuando Uriel se presentó como Alfa tuvieron que separarlos y su papá le hizo un cuartito al lado de su habitación, pequeño y con todo lo necesario para la privacidad de un cachorro Omega.

Ulises se encogió y cubrió su hombro desnudo y sus piernas con rapidez. Papá jamás lo había visto desnudo, no desde que era un infante e iban los tres juntos a bañarse al río. El Omega tembló y bajó la mirada cuando el Alfa lo miró.

—¿Quién fue? —preguntó y su voz profunda hizo eco en la cabeza de su hijo. El frágil cachorro rompió en un llanto silencioso y el hombre apretó los puños, lleno de ira porque un malnacido le había quitado el honor a su cachorro más pequeño. El Alfa se llenó de impaciencia y dolor, incapaz de soportar el llanto que su niño Omega presentaba frente a él. Sus piernas se doblaron y sus ojos intensos y destellantes en rojizos miraron los tiernos orbes cristalizados. Ulises apretó las manitos en la frazada sobre su cuerpo y la mano de su padre presionó su hombro. El Omega se encogió y se dejó caer contra la cama cuando el otro llevó las manos a sus caderas y las apretó con fuerza. Estaban más anchas, el Alfa levantó un poco la frazada y los muslos blancos del cachorro estaban decorados por fuertes marcas rojizas, manos. Manos grandes que dibujaban la ardiente piel de su cachorro. No se atrevió a hurgar más porque sintió el aroma incluso desde lejos. El padre de Ulises soltó su cuerpo y el Omega se cubrió con vergüenza. Todo él destilaba un aroma horroroso, feromonas puras y picantes. Se sentía en su cuerpo, en su interior.

El Alfa tragó saliva, y volvió la mirada a su Omega y a su otro hijo, que veían la escena desde la puerta de madera. Sus ojos destellaron un bello rojizo que dirigió a su mujer.

—Era tu deber enseñarle sobre el cuidado que debía tener —murmuró para no gritar y alterar al cachorro. Ulises los miró con los ojitos llenos de lágrimas—. Te dije que no lo dejaras solo. No son tiempos para que un Omega de su edad camine solo por el bosque. ¡¿Acaso no piensas?! ¡Debías cuidarlo y enseñarle, no mandarlo solo al bosque!

—Pero él... es un niño, Alfa, no creí que fuera tiempo de... No... No creí que alguien... lo dañaría —susurró la Omega y el Alfa llevó una mano a su boca. Le temblaba el cuerpo y las venas se marcaban en su frente con notoriedad. Sus ojos rojos viajaron al pequeño Omega.

—No conservarás al cachorro si quedas preñado —habló—. En cuanto vea que te crezcan más las caderas o sienta que tu olor cambió iremos al curandero del pueblo y te arrancaremos la alimaña del vientre. No me importa si estabas o no de acuerdo con el Alfa que te hizo esto, te faltaron el respeto e insultaron tu honor. Puedo sentir todo su olor en ti, es nefasto y asqueroso, impropio.

—Es el aroma del Jefe de la manada contra los cambiaformas —comentó su hermano avanzando. El omega bajó la mirada—. Lo he visto mirando a Ulises desde el primer momento que llegó a nuestras tierras, hace meses. De hecho... todos miraron a Ulises, pero su olor es imposible de diferenciar, padre. Lo sentí alrededor de casa muchas veces, ha estado aquí desde antes pero no quería decírtelo para no preocuparte, es época de guerra y no creí que ese hombre se atrevería a insultar a nuestra familia de esta manera.

El Alfa se inclinó nuevamente y tomó de la nuca al Omega. Chocaron sus frentes y su gran mano envolvió la pequeña de su cachorro en afecto y confianza. Se había retirado unas semanas para vender la cosecha y comprar suministros para el invierno. Jamás iba a pensar que en su estadía a casa su mujer lo llamaría a gritos porque abusaron de su hijo. Trató de contener el enojo, no era propio. Los Alfas de la gran ciudad eran tan problemáticos, tan insultantes a las creencias que tenían en los pueblos que ya de por sí le hervían la sangre.

—¿Fue Diomedes, Ulises? ¿Fue el Jefe contra los cambiaformas? —preguntó y el Omega lo miró con grandes ojos. No dijo nada, pero su temblor y sus mejillas sonrojadas le confirmaron a su padre el hecho de que aquel hombre se había sobrepasado con su hijo. Ulises sofocó los jadeos cubriendo su boca y lloró sus penas en silencio cuando papá se levantó—. Lo mataré. Lo mataré yo si los cambiaformas no lo destrozan.

—¡Por favor, no, te dañarán! ¡Es un guerrero! —lloró la Omega.

—¡Solo es un hombre! ¡Insultó a nuestro Dios y a nosotros! —gritó apartando a la mujer de su camino. El hermano de Ulises rápidamente se hizo a un lado—. Recuperaré el honor de mi hijo aún si mancho mis manos con sangre.

El Omega observó a su padre desaparecer de su habitación, su madre lo siguió angustiada, cubierta de un llanto desgraciado que significaba la realidad de una muerte. Papá era fuerte, era hombre de campo  y lo suficientemente creyente para aborrecer cualquier cosa que hicieran los Alfas de la gran ciudad. En su pueblo era un hombre respetado, pero su madre sabía que no era el tipo de Alfa que ganaría frente a un guerrero tan capacitado como lo era Diomedes. Ah... gran guerrero, orgullo del enorme reino. Acampaban a unos kilómetros de su hogar después que su padre le brindó hospedaje en sus tierras. Si bien era un hombre justo con sus principios, también era un buen Alfa que jamás dejaría que un extraño muriera de hambre. Ulises jamás pensó en lo insultado que papá se sentiría. Desde el primer momento Diomedes lo había mirado con otros ojos y era el primer Alfa que Ulises conocía con diferentes intenciones. El Omega se cayó la boca y tuvo miedo de mencionar que a pesar de todo había dejado, numerosas veces, que el Alfa lo tocara. Pero jamás... habían llegado a tal punto y eso lo había asustado.

Diomedes era un hombre adulto y su olor hacía que las piernas del Omega temblaran y que su humedad se intensificara. No entendía por qué pasaba eso. El cachorro lloró con fuerza, porque jamás volvería a verlo. Sus manitos dejaron caer la frazada y sus delgados hombros se iluminaron por la luz de las velas. Sus deditos cayeron sobre su vientre plano. “Te arrancaremos la alimaña del vientre”. Él no quería que mataran a su cachorro si es que tenía uno. Ah... Un niño de Diomedes, tal vez el Alfa se pondría feliz de su cuerpo fértil y que toda su acción finalmente diera frutos en una pequeña florcita.

—Yo también protegeré tu honor, Ulises —murmuró su hermano inclinándose ante él. El joven Alfa buscó su mano y dejó un tierno beso en ella—. Odiaré por toda la eternidad al hombre que te hizo daño. No llores por la cosa que crecerá en tu vientre, no es un cachorro y no es tuyo. No te compadezcas de algo que vino de malas acciones. Por favor, cuídate y ponte ropa. No hagas que nuestros padres sufran mucho.

Su hermano se puso de pie y salió junto a su padre. El Omega se secó las lágrimas cuando escuchó la puerta de su hogar cerrarse con fuerza, la luna iluminaba parte de su habitación y la única vela que tenía en su habitación terminó por apagarse. Ulises no volvió a escuchar a su madre y eso lo devastó por completo. Lágrimas calientes resbalaron por sus mejillas hasta que lo mujer se acercó con una nueva vela y la mirada angustiada.

—Ponte ropa, cariño —murmuró y dejó la vela sobre el estante de madera. Ulises miró a su madre con ojos tristes y procedió a quitarse la frazada que cubría su desnudez. El pequeño tapó su cuerpo y las marcas en sus caderas con las manos. No quería que su madre lo viera así, no cuando ya se había entregado a otro hombre. Ella buscó un camisón blanco para dormir y lo colocó con cuidado en su cachorro. Ulises no quiso mirarla más—. No es tu culpa, cachorro. A veces esto... pasa.

—No quería avergonzar a la familia —sollozó—. Él... él dijo que es mi Alfa, y yo lo siento aquí. Lo siento aquí en mi pecho pero... pero no entiendo porqué...

—Ya... —habló—. No te tortures, cachorro. Te han lastimado.

Su madre lo miró con pena y bajó la mirada. Ambos se parecían, poca cosa había sacado Ulises de su padre y de su hermano. Ella no pudo evitar bajar la mirada al vientre de su niño, perturbada, porque jamás creía que la descendencia de su cachorro se vería afectada por tal calamidad. Diomedes era un guerrero sin piedad, no poseía creencia hacia nada más que a sí mismo y no temía agarrar lo que llamaba su atención. Muchos Omegas había dejado en la ciudad, pero jamás había escuchado de alguno preñado y a su hijo... él no tuvo el cuidado ni la decencia de limpiarle correctamente.

—Iré a mi habitación... —susurró ella desapareciendo del pequeño cuarto. El cabello de Ulises finalmente se secó y sintió los ojos ardientes. No podía parar de llorar, si su padre mataba a Diomedes perdería a su Alfa. Más allá de lo que había pasado y lo asustado que pudo haber estado no importaba. Mamá soportaba los malos tratos de papá y supuso que él en su posición de Omega debía respetar a su Alfa. Ulises temió decir que él quiso que lo tocaran, no era tema para hablar con su padre y mucho menos con su hermano en frente. El cachorro se limpió las lágrimas, todo había sido un malentendido. Se había asustado porque era chico, pero quería. A pesar de que Diomedes fuera más grande y dominante, Ulises jamás se había sentido así.

Debía advertirle. El Omega se levantó de su cama y salió de su habitación con cuidado. Su madre agonizaba en silencio desde su cuarto por la partida de su padre que siquiera escuchó que su hijo menor salió de la casa. El Omega levantó el camisón blanco y corrió entre el pasto húmedo y las luciérnagas de la noche. No temió del bosque porque numerosas veces Diomedes lo buscó por aquellas horas, siempre ocultó entre los grandes árboles. Ulises conocía un atajo rápido hacia el campamento de los guerreros y no le costó ir entre corridas y suspiros. Trató de no llorar, de no estar triste frente a él. La luz de la luna se reflejaba contra los árboles y la tierra oscura, la gran montaña parecía un espectro oscuro, cuna de bestias salvajes.

Los Alfas del campamento llamaron la atención de Diomedes cuando sintieron el aroma dulzón del cachorro que cortejaba. El hombre de cabello negro se volvió, con los dos ojos negros dilatados al sentir el aroma de aquel jovencito y rechoncho Omega. Cuando Ulises se acercó a los extremos del campamento notó el mínimo fuego que rodeaba a los Alfas guerreros, algunas miradas se detuvieron en la poca piel que mostraba una pequeña parte de su camisón y el chiquillo retrocedió apenas. Su corazón acelerado le dió un golpe mucho más fuerte cuando el hombre alto apareció de la nada.

—¿Qué haces aquí solito, cachorro? —murmuró volviendo la mirada. Una sonrisa se le escapó cuando sus hombres empezaron a silbar y a bromear. Diomedes tomó del brazo al Omega—. Ven, vamos a otro lado.

—Yo... —susurró agitado, sentía la boca seca. Ulises llevó una mano a su cabello y después presionó su cuello. El Alfa notó su pecho acelerado y suavemente caminaron hasta llegar cerca del río. El Omega se sintió pequeño al lado del Alfa y se sintió tan frágil en su estado que temió que su padre lo encontrara ahí—. Hubo un malentendido en mi casa, Alfa...

—Ya... Ven, bebe un poco de agua —Diomedes se inclinó hacia el río y con sus manos juntó un poco de agua. Ulises lo miró con grandes ojos y luego inclinó la cabeza hacia las manos del Alfa. Apenas tomó un sorbo y eso le bastó para relajar su garganta seca. El minino bebió un poco más y mojó sus mejillas rojas por haber corrido. La luz de la luna iluminó el rostro de Diomedes y las luciérnagas le brindaban apenas los caminos del bosque. Su padre no tardaría en llegar al campamento—. ¿Corriste hasta aquí?

—Yo... Tengo algo muy importante que decirte —murmuró y sintió la mano de Diomedes en su cintura—. Aquél día en el bosque...

—¿No traes ropa interior? —preguntó el Alfa apretando los muslos del chico. Ulises enrojeció y apretó las muñecas de Diomedes cuando esté le levantó el camisón. Una sonrisa se marcó en los labios ajenos y la mano áspera del hombre asomó su tacto hacia los glúteos marcados. El menor se quedó sin palabras cuando el Alfa acercó el rostro a su cuello, aspirando su aroma—. Te ves muy hermoso hoy. Aún hueles a mí... por todo tu cuerpo. Me gusta.

—¿Eh...? —susurró y todo su cuerpo se estremeció cuando el otro lamió su cuello. Ulises se sintió debilitado al notar que el Alfa se atrevía a acariciar peligrosamente cerca de sus partes íntimas. El aroma de Diomedes era fuerte y puro, su piel transpirada, su aroma corporal y sus feromonas le dieron un vuelco de mareos al pobre Omega. Ulises negó—. No... Tengo algo que decirte. Mi mamá me encontró en el bosque esta mañana, ella creyó otra cosa... Ella... No toques ahí, por favor, estoy intentando decirte algo.

—Mmnh, sí, te estoy escuchando —murmuró, Ulises lo miró, los ojos negros de Diomedes no dejaron ver lo dilatados que estaban. Pero supo por su aroma que buscaba otras intenciones. El Omega intentó separarse, quería charlar—. ¿Tu mamá qué...?

—No me estás escuchando —habló y posó las manos en el pecho del Alfa. Diomedes era alto, grande y mucho más mayor que él. Ulises no sabía con exactitud cuántos años tenía. Pero estaba seguro que más de veinte años se interponían entre ambos cuerpos. Las manos de Diomedes rodearon su rostro y sintió sus labios contra los suyos, el Alfa adentró su lengua y suavemente lo empujó, con la intención de que el Omega se dejara caer contra el suelo—. No, por favor. ¡No me estás escuchando!

Gritó y esta vez el Alfa se detuvo. Sus ojos se encontraron y el rostro de Ulises se puso tan rojo bajo las manos del Alfa que este pudo sentir la vergüenza del atrevimiento. Diomedes no dijo nada porque le gritara, solo se alejó y llevó una mano incómoda a su cabeza.

—Creí que venías a despedirte —habló y el chiquito se puso pálido de repente.

—¿Despedirme? ¿Por qué?

—Los cambiaformas están avanzando, llevaré a mis soldados un poco más allá, del otro lado de la montaña. Aún no terminamos de estudiar el área y su nido. Una familia me dijo que hay ruinas de un pueblo abandonado a unos kilómetros de ahí —habló bajando la mirada a los puños apretados del chico. Ulises lo miró con grandes ojos—. Marcharemos en la madrugada.

—¿Me dejarás? —preguntó con temor y las lágrimas se asomaron por sus ojos.

—Volveré cuando termine —respondió acercándose. Ulises se olvidó de la advertencia de golpe, su pecho se llenó de dolor y suaves lágrimas resbalaron por sus mejillas. De nada servía avisarle si se iba a ir. Papá no lo encontraría en el campamento en ese momento porque estaba ahí, con él. Tampoco lo encontraría mañana, ni nunca. El Omega temió ser olvidado y rápidamente se abrazó al cuello ajeno—. Volveré... te buscaré y te llevaré conmigo a la gran ciudad. Te vestiré de suaves telas, de bellas joyas, digno del Omega de un Guerrero... tendrás en tu vientre a nuestros cachorros.

Ulises abrazó con fuerza al Alfa y este prendió las manos en su cintura. Cuando el minino se separó su rostro bonito estaba cubierto de lágrimas, rojo y caliente bajo el tacto ajeno. El Alfa sonrió besando sus mejillas.

—Por favor... —murmuró desviando la mirada del bosque—. Trátame con amor.

—¿Puedo? —preguntó el más grande asomando la mano una vez más a los muslos desnudos del chiquito. Ulises levantó la mirada, mareando por completo su cuerpo ante el aroma ajeno. Diomedes se acercó a él.

—Llévame del otro lado del río —susurró el Omega tomando con fuerza la ropa del Alfa. Diomedes levantó la mirada, las luciérnagas iluminaban las cuevas de piedra oscura. La luz de la luna hacía su trabajo al brindarle una belleza magnífica al ambiente. El guerrero no negó el deseo del Omega, pues estaba seguro que sería la última vez que lo iba a ver. El Alfa se agachó y esperó que el pequeño se subiera a su espalda para cruzar el río. No temió pisar las grandes rocas húmedas, la pesca le había entregado pies ágiles entre el agua y Ulises era un Omega tan delgado que todas sus armas juntas pesaban más.

El sonido del agua y el suave viento cálido fue lo único que encontraron del otro lado. Diomedes bajó a Ulises y ambos miraron la cueva con grandes ojos. Un fondo oscuro, la entrada iluminada por la luna y las luciérnagas vagando por el aire como linternas de aceite. Los ojos negros del Alfa bajaron al Omega y este se encogió tímidamente.

—¿No crees que es un lugar muy romántico? —murmuró y el Alfa sonrió de lado.

—Yo no creo en esas cosas, cachorro —susurró, Ulises tomó sus manitos y apretó su camisón cuando Diomedes acercó una mano a su cintura—. Eres lo único que me interesa en este momento.

—¿Lo soy? —preguntó cuando el otro se inclinó y quedaron de la misma altura. Las feromonas del Alfa envolvieron celosamente al Omega. El aroma puro entró por los pulmones de Ulises y llenaron su vientre de un cosquilleo conocido, el pequeño apretó los dedos de sus pies y se estremeció cuando su humedad se presentó.

El Alfa sonrió.

—Ven aquí.










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