dos
Habían pasado alrededor de tres meses desde que lo marcaron con hierro ardiente. Su cuello había cicatrizado lo suficiente para dejar de tener un pedazo de tela sobre la piel. Pero la marca seguía ahí, fuerte, notoria, el relieve monstruoso que sentía cuando lo toqueteaba con sus dedos revolvía su estómago con fuerza.
Algunos omegas murieron durante el trayecto. La vida en el bosque no era tan difícil, pero tampoco tan fácil. Por las mañanas se encargaban de asearse, de acompañar a los cambiaformas a cazar, luego, tomaban a los animales y les arrancaban la piel con cuidado, lo limpiaban bien y se quedaban con la gran mayoría para cenar por la noche. Los animales más aptos iban a la gran casa.
A decir verdad la importancia de tener un Omega fértil en la manada había limitado toda mala acción que pudiera haber pensado de los cambiaformas. A pesar de que eran grandes bestias con fuertes aromas, su respeto y paciencia por las criaturas como él era alta y preocupante. La mayoría de las veces algún que otro hombre se acercaba y confiaba las mismas palabras de siempre.
"Acepta cargar a mis hijos, por favor, criatura."
Se lo habían dicho por lo menos unas diez veces, tanto cambiaformas leones, tigres, diferentes tipos de bestias majestuosas que lo hacían vibrar cada vez que se ponían alerta y cazaban en manada. La desesperación que tenían por integrar a los omegas en la manada causó diferentes opiniones por todo el lugar. Alguno que otro se unía a un cambiaformas a propia voluntad, y otros, como él, solo esperaban llegar a la gran casa.
Porque cada tres meses los cambiaformas iban a vagar por el mundo en busca de más omegas. Los que fueron fecundados en la gran casa se aislaban del lado este del gran establecimiento, donde apuntaba más a las montañas. La primera vez que había oído eso comprendió fácilmente el porqué.
Los cachorros iban con un tal dios que vivía en las montañas, que los criaba y les enseñaba el mundo a los ojos salvajes. El poco tiempo que llevaba criando su mente en manada comprendió que cada Cambiaformas tenía un lapso de vida de más de cien años, la escasez y la rareza que era tener un Omega en el seno de la manada los había limitado a una natalidad pobre y diminuta. Sin embargo, su piel se erizaba cada vez que pensaba en sus intenciones.
Porque su captura y su estadía en aquél bonito bosque no iba más allá de fecundar un cambiaformas. De traer al mundo a la siguiente generación después de un siglo de espera, las entrañas se le retorcían, llenas de miedo y terror al pensar en un cambiaformas en período de celo.
Pensar en tener a una gran bestia enorme de más de dos metros lo ponía alterado, pensar en soportar su fuerza, su energía. Eran diferentes especies, y realmente se sorprendía al oír que la época de apareamiento había acabado en la gran casa, y que algunos habían logrado cargar un cachorro salvaje.
Y se veía mientras aseaba su cuerpo al borde del río y admiraba el peso que había ganado durante las últimas semanas. Su piel seguía igual de pálida, pero notaba un cambio en él y en todos los omegas que habían sobrevivido al mundo que los cambiaformas mostraban. Pocas veces le recordaba a las viejas historias, aquellas donde contaba la travesía del primer alfa que tocó el mundo, y el primer Omega que se unió en carne y alma al ajeno, a los primeros cachorros. Los primeros seres. Toqueteó su vientre y limpió con un trapo mojado la costra de tierra que había ganado aquella madrugada cazando. Lo apretó en el puño y se hundió con rapidez en las aguas del río. Se removió, gustoso, y volvió a emerger cuando sus pulmones rogaron por un poco de aire. Notó que ya todos empezaban a salir y se quedó un ratito nadando, mirando las montañas y las nubes, sintiendo la suave brisa que se colaba entre las hebras de su cabello mojado, olía a tierra mojada, a río.
—Te lastimarás —escuchó y se volvió lentamente, notó la mirada oscura del cambiaformas que siempre le traía la ropa seca sobre el hombro. Le dedicó una mirada suave, sin entender—. Tu vientre. Lo frotas mucho.
—Estoy bien —murmuró y fue directo hacia él. Notaba a lo lejos la fila de Omegas que se cambiaban, listos y apurados para ir a comer. Su mirada viajó de los curvilíneos cuerpos, al bosque, y luego a las orbes oscuras de aquel felino. Lo había visto aquella mañana, era grande, como un gato negro. Veloz, extraño, había sentido el instinto de caza en su sangre y en su ambiente. Habían cazado juntos un venado. Sus manos tomaron la prenda seca cuando solo sus pies se mantuvieron en el agua, el cambiaformas lo veía a los ojos, a los hombros, las clavículas.
Había pasado el tiempo en aquel bosque caminando, siguiendo el destino mientras sus pisadas eran sustituidas por las garras de un felino.
—¿Me secarás? —preguntó y el cambiaformas se inclinó, le llevaba tres cabezas de alto, sin embargo, cuando se arrodillaba frente suyo podía gozar su mirada frente a frente. Podía notar sus colmillos, sus ojos, su aroma. Su cuerpo tembló cuando sus gruesos dedos acariciaron su pecho. Su desnudez frente a él había perdido el miedo, la timidez y la vergüenza. Ahora sólo el silencio y sus manos cicatrizadas se encargaban de complacer otro día nuevamente.
—Eres una criatura muy hermosa —murmuró, frotando la piel de sus manos, sus dedos fueron acariciando el antebrazo, el pecho, hasta acabar en el vientre rojizo e irritado—. No trates mal tu cuerpo, Omega.
—Tenía... mucha sangre y tierra.
—Te ves bonito así de todas formas —murmuró y bajó la mirada, sus manos sostuvieron las más chicas y pudo notar lo pálido que era a comparación suya. Sus dedos, su palma, era pequeño, delicado. La piel del cambiaformas estaba rasguñada. Lentamente lo fue soltando, y se quedó ahí, frente a un gigante salvaje, desnudo—. ¿Te ayudo...?
—Hazlo —habló y levantó los brazos, aquél se puso de pie y volvieron a poseer estaturas diferentes. La musculatura de aquel hombre era igual que los otros, las marcas, las mordidas. Le colocó una especie de camisón de lino que tenía apenas dos botones en el cuello y un atado en la cintura. Notó, sin embargo, los ligeros detalles nuevos que tenía en el pecho, eran hilos dorados, suaves, le recordó un poco al antiguo mundo—. ¿Cambiaron...?
—Hoy fue... La última vez que corrí contigo en el bosque —murmuró el hombre, abrochando los botones con lentitud. El Omega lo miró con grandes ojos—. Hoy fue... El último día para todos.
No contestó, no porque no supiera, sino que no estaba sorprendido con la noticia. Estaba bien, había ganado peso y todos los omegas poseían una salud estable y un cuerpo listo para soportar las horas de celo de un cambiaformas. Sus orbes se desviaron al río, al bosque verde y enorme que le gritaba que la vida entre la naturaleza era salvaje y prometedora, que las noches estrelladas, explotadas en un sinfín de fogatas espaciales que bastaba para iluminar el terror que algunos tenían a la oscuridad. Kirjath bajó la mirada al lago, al agua pura y fresca que lo acompañaba todas las mañanas. Pronto toda eso cambiaría por una habitación cerrada, por ropajes lindos, comida buena y un cambiaformas que buscaría preñarlo a toda costa.
—No tengo tanta hambre —mintió y lo miró a los ojos, claro que estaba necesitado de comida. De carne, sin embargo, relamió sus labios y sonrió apenas—. ¿Me permites... Recorrer el bosque una última vez?
—Debo escoltarte, por tu seguridad —comentó el cambiaformas apartando la mirada, el Omega se acomodó un poco el camisón y se volvió. Los omegas habían partido—. Una sola vez.
—Ven conmigo —habló y salpicó el agua cuando caminó despacio. El hombre se quedó de pie, quieto, mientras lo veía con sus intensos ojos y su respiración serena. Recorrió el final del río y pisó el abundante pasto verde, la maleza, las hierbas que utilizaban a veces para curar las heridas. El aroma limpio del bosque lo inundó, lo envolvió con furia y sus pulmones crecieron gustoso. Una sonrisa se marcó en sus facciones y se volvió, excitado, para tirar una vaga risa y salir corriendo como una liebre diminuta. Brincó entre las piedras, entre las ramas y se permitió esconder tras los inmensos árboles a costa del felino que le seguía las pisadas. Su mirada se clavó tras un árbol, en el salvaje hombre que miraba por todas partes. Sus ojos negros se alzaban y los rayos de luz que se filtraban por las ramas dejaron notar el matiz felino que tenía. Le llegó su aroma picante, ardiente y se removió, cambiando de ángulo.
Bajó la mirada y enterró los pies mojados en la tierra húmeda, sonrió y cubrió su boca al sentir la agradable sensación. Tomó dos bellotas y se volvió con toda la furia de sus energías para atacar. Sus ojos recorrieron el verde del bosque, el ruido de los animales, los pájaros, pero no lo encontró.
Levantó el mentón y caminó con sigilo entre las hojas, a puntitas de pie. De repente, sintió su aroma picante, intenso, y se volvió con rapidez cuando el gran puma negro se alzó sobre él y lo dejó en el suelo. Fue solamente segundo en que cerró los ojos y se enfrentó al cielo cubierto de ramas, de hojas, de los ojos curiosos de los animales que colgaban y del hombre sobre él. Sus ojos negros lo miraban, dilatados, sintió sus manos sobre su ropa, sobre su cintura y hombros. Sobre sus dos muñecas.
—Cariño —murmuró bajito.
El Omega sintió que sus mejillas se sonrojaban.
—Pesas mucho —habló y el cambiaformas se removió de su cuerpo. Ambos quedaron ahí en el suelo con la vista baja—. ¿Me llevarán a la Gran casa?
—Sí.
Se quedó callado unos segundos, toqueteó el camisón, sucio en tierra justo cuando volvió a susurrar.
—¿Me preñará un cambiaformas? —preguntó, aquél aún no lo miraba.
—Sí —susurró bajito y lo miró, el silencio inundó la atmósfera y ambos conectaron las miradas. Lo notaba alterado, intenso, mucho más que otras veces—. Te tomarán rápido, porque eres un Omega bonito, una... Criatura preciosa. Darás a luz a los cachorros más hermosos... Omega. Incluso más hermoso que el de mi padre. Más lindo, más real.
—Yo no quiero cachorros —confesó y toqueteó una ramita. El cambiaformas levantó la mirada, sorprendido, sus dedos golpearon apenas su mano para llamarlo y comprendió la expresión en su rostro—. Soy muy joven aún.
—Hueles fértil.
—Soy muy joven, puedo ser fértil, pero mi cuerpo aún no está lo bastante desarrollado. Traeré un cachorro débil si es que soporto el embarazo.
—¿Cuánto tienes, Omega?
—Creo que acabo de cumplir dieciséis —habló y el cambiaformas frunció el ceño, como si no comprendiera algo. Sus manos también pararon sobre una pobre ramita que estaba siendo destruida—. En mi tierra es así, sé que sus omegas desarrollaban rápido el cuerpo, pero aquí no. Aquí es más... Lento.
—¿Lento? —murmuró—. Yo tengo cien años. Soy la última generación, al menos, hasta que las criaturas maravillosas den a luz a nuestros cachorros.
—¿Cien es poco?
—Padre —murmuró el cambiaformas apuntando más allá de las montañas. El Omega se volvió, y sus ojos vislumbraron el pico rocoso y verde, intenso, la nieve que se alzaba en la punta dejaba caer numerosos canales de agua—. Padre tiene muchos, muchos años, como nosotros. Es padre de esto —murmuró, tocando la tierra, las hojas, apuntando los árboles—. Es padre de todo, y todos.
—Debe ser... Muy aburrido vivir tanto tiempo.
—No lo es, conoces mucho, aprendes mucho —habló y tomó su mano, la llevó a su rostro, la besó suavemente y la dejó en su mejilla, acariciando los dedos—. Yo aprendí... Que hay que esperar.
—¿Esperar?
—Yo te esperaré —habló, y sonrió apenas, el Omega se encogió un poco, acostumbrado a su rostro serio—. Te esperaré si tú me dejas reclamarte hoy, allá, en la gran casa. Si me dejas tenerte, te esperaré el tiempo que quieras si me prometes que cargarás a mis cachorros, si me dejas... Fecundarte, Omega. Si tienes mis cachorros, conocerás a mi padre, a su Omega, a mi hermanito que nacerá pronto. Correrás conmigo, cazarás, saldrás cuando quieras si me das el permiso de presumirte como mío.
Se quedó quieto y en silencio, la respiración del cambiaformas empezó a acelerarse y lo notó cuando lo miró directamente a los ojos. Escuchó a lo lejos el llamado de todos, la comida había acabado, se tenían que preparar.
—Yo... Me siento feliz... De que tengas consideración por mis necesidades—murmuró y apartó la mirada, observó sus manos, sus uñas llenas de tierra—. Pero yo siempre sueño... Siempre sueño lo mismo, aquí, cada noche. No sé si lo olvidé, si olvidé completamente lo que había pasado conmigo antes de la guerra. Tenía un golpe en mi cabeza... Pero siempre veo un alfa. Un alfa que agoniza por mí, al que le lloro. Y yo... Creo que es mío. Que aún hay alguien ahí afuera, que se lamenta por mí de la misma manera que yo pienso en él. Ten en cuenta, que si te elijo... Y resulta que después aparece frente a mí... Yo elegiré a mi alfa.
—Un alfa... —murmuró el cambiaformas, su mirada se llenó de una extraña cólera y se sintió enfermo cuando aquél bajó la mirada. El silencio se hizo, y ahogó apenas un jadeo cuando se puso de pie y el cambiaformas lo atrajo hacía su cuerpo. Sintió que su rostro se pegaba a su estómago, a su vientre. Sus brazos gruesos y fuertes rodearon su cintura mientras el grito del llamado resonaba en sus oídos—. Por favor... Piensa bien, piensa bien.
—Tengo que irme.
Murmuró y acarició su rostro. El hombre aspiró con fuerza y su rostro se frunció, su mirada negra acabó en el suelo, y las manos del Omega viajaron a sus hombros para apartarlo.
—No puedes vivir de viejos sueños... —habló el hombre, él lo miró desde arriba—. Ven conmigo, por favor, te sientes fértil, desde cualquier lado, tu aroma es fuerte. Te tomarán.
—Déjame... —murmuró y apretó los dedos sobre los hombros ajenos, cerró sus ojos, recordando el sueño, recordando aquella voz lejana.
Era su alfa. Su familia.
"Ya no, Cachorro"
Los abrió y sintió la humedad en sus párpados, su Omega se retorció y su mirada bajó para encontrarse con un par de orbes oscuras. Un cambiaformas dispuesto a esperarlo.
—Yo... No puedo prometerte mucho.
La mirada del cambiaformas demostró un brillo extraño y sus manos se apretaron en su cintura. El Omega frunció apenas el ceño cuando aquél abrió la boca.
—¿Puedo... Dejar una suave marca? ¿Por favor? —preguntó bajito, y el Omega asintió apenas. El cambiaformas lo tomó y el más chico se dejó caer al suelo nuevamente, sintió los labios ajenas en su mejilla, en su cuello, era suave. Suave y tierno, pensó, mientras oía el llamado de lo salvaje. Escuchaba los animales, el río, sentía los latidos ajenos sobre su pecho. Los labios del cambiaformas bajaron a su clavícula, y sus manos levantaron el camisón y dejaron que su desnudez brillara ante los rayos del sol. Las manos del más chico fueron a parar en su cabello negro, sedoso, justo cuando empezó a besar su vientre, a dejar marcas rojitas. Por un momento, sintió que el ambiente se volvía más pesado, y el hombre se detuvo justo cuando el Omega se levantó, y se acomodó la ropa. La mirada negra lo veía con grandes ojos, callado.
—Tengo que irme —murmuró y besó tímidamente la mejilla del hombre. El Omega salió corriendo por el bosque. Mientras la mirada ajena aún sentía la sensación de los latidos en aquél estómago, en aquél vientre. Y lo sintió, lo sintió por segunda vez en su olfato, en su pecho.
Y lo supo con certeza, después de varios meses, que aquél Omega ya cargaba en su vientre el cachorro de alguien más.
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