dieciocho
Kirjath se removió con fuerza, el Alfa apretó los brazos en él y sintió que le privaba los pulmones de aire. El Omega lloró desconsoladamente y pataleó al aire, no podía soltarse. No cuando la persona que lo retenía era mucho más grande y fuerte que él. El pequeño rasguñó los brazos y escuchó un gruñido grueso contra su oído, las feromonas de aquel eran calientes contra su piel, tan ardientes que la transpiración y el corazón acelerado del chiquito impidieron que sus energías le ayudaran a liberarse.
Las lágrimas limpiaron sus mejillas, enjuagaron la mano del Alfa que se apretaba contra su boca, impidiendo su llanto, sus gritos. Aquellos suaves gemidos lastimeros que un Omega soltaba para llamar a su pareja. El cielo blanco iluminó entre el humo y el fuego, el ambiente caliente lo mareaba y presionaba con fuerza su vientre. Su cachorro se removía inquieto, asustado, le golpeaba la carne y no podía quejarse. Ningún Alfa le haría daño, pero el suyo sí, y eso era algo que no había previsto. Los ojitos claros del minino se entrecerraron, y sus jugosas lágrimas cayeron tristes. Miró al Alfa que lo arrastraba sin problema, al hombre que le había engendrado un cachorro y que con toda su dominación y ligera presencia lo hacía débil y sumiso. El Omega de Kirjath lloraba, se retorcía en su interior porque lo que el cuerpo del chiquillo deseaba no era lo que su cabeza y corazón querían.
Porque por mucho que aquel le debilitara las piernas no bastaba para que se quedara. Porque Kirjath le podía mostrar el cuello y aún así sentir puros temblores llenos de miedo. Le podía entregar su cuerpo, su útero y todos los cachorros que quisiera, pero no pertenecía ahí. No pertenecía ahí porque a veces el destino le entregaba el legado equivocado. Porque el cuerpo de Kirjath encajaba perfectamente con ese Alfa, se derretía y se ponía todo caliente y sumiso para él. Pero siempre, en todo momento, su cabeza y corazón estaría en otro lado.
La lluvia se volvió intensa en cierto punto. Tanto que las gruesas gotas dolieron al chocar contra su piel y la erizaron por completo. El aroma a sangre, a humo y fuego ardía por todo el ambiente. Cuando el Alfa lo arrastró hasta el río lo único que pudo pensar fue en el fin que aquel camino le prometía. El Omega gimió bajito y se encogió de cuerpo entero, quería llamar a Hvitsärk, quería sentir su protección y cuidado, en cambio, lo que sentía eran unas manos frías y un aroma fuerte que le desvanecía el alma.
—No puedo llevarte hasta allá —murmuró el Alfa refiriéndose a las tierras bajas. Recostó al cachorro contra un árbol, del otro lado del bosque. Kirjath pudo ver el gran desastre que había ocasionado, el humo parecía tragarse todo lo verde, los árboles aullaban en crujidos enormes y caían desplomados al suelo. La fortaleza de los cambiaformas estaba siendo erradicada a sus ojos y no pudo sentirse tan culpable. Los ojitos claros del pequeño Omega se elevaron a los negros, al rostro sucio y cubierto de una dominación enorme—. Mis hombres están quemando el bosque. Nos dimos cuenta que eso debilita al Dios y ni bien todo su reino esté hecho cenizas no quedará nada de aquella bestia. ¿No puedes oírlo? ¿Cómo trata de luchar aunque su piel queme por dentro? Allá, lejos en la gran ciudad, podía tener toda la fuerza que quería. Aquí no, aquí lo consumiremos de la misma manera que hizo con nosotros.
—No sabes a quién te enfrentas, por favor, detente —murmuró, el hombre se agachó frente a él.
—Pequeño Ulises, dulce cachorro —susurró, acercó los labios a la frente de este y dejó un suave beso. El Omega no se movió, su aroma se volvió fuerte, descompuesto, tan pesado que Kirjath no quiso mover un dedo. El único ojo sano del Alfa clavó su mirada en él, un destello rojizo floreció y el ligero tono de su gruesa voz se volvió monstruosa. Su dominación se marcó en el cuerpo de Kirjath más fuerte que el hierro ardiente en su cuello—. Te quedarás aquí y solo te moverás si el fuego avanza. ¿Oíste, Omega?
Kirjath no contestó, sus ojos cubiertos de lágrimas se elevaron a la gran montaña, a la enorme cueva negra donde Hvitsärk había desaparecido. El frío caló sus huesos y tembló desconsoladamente. Diomedes miró al Omega y acarició sus muslos, tomó un trozo de la tela de su camisón y retrocedió para mojarlo en el agua del río. La represa que habían hecho por la madrugada tenía algunas fallas, pudo notarlo porque en algunas zonas el agua avanzaba. Mojó la tela en los charcos de agua y buscó al chiquillo más tarde.
Diomedes miró a Kirjath, su rostro mugriento y transpirado era una escena diferente a las innumerables veces que se habían encontrado en el pasado. Suspiró y tomó su mentón, limpió su rostro apresuradamente y el Omega lo tomó del brazo. El Alfa quitó el hollín de su cuello, el barro de sus brazos y apenas pudo limpiar sus piernas. Se levantó, dejando de lado el trapo sucio y mirando firmemente a la madre de su hijo.
—Lo lamento, Cachorro —susurró—. Pero las cosas tienen que ser así.
Kirjath siquiera volvió el rostro, sus ojos se pegaban a la cueva, al fatídico día que encontró las tripas de un cachorro en el río. Maldijo con fuerza aquel momento, a ese Alfa. El Omega dejo caer gruesas lágrimas que se confundieron con la lluvia. ¿De qué otra manera se iba a encontrar con ese Alfa? ¿Qué hubiera sido de él si jamás cruzaba el río? ¿Iba a terminar quemado en la gran casa? ¿Iban a arrancarle el cachorro del vientre si sentían el aroma de Hvitsärk? No supo cuál de las dos opciones era la peor, después de todo, en ambas solo había algo que no cambiaba. Que la mirada rojiza de aquel Alfa prometía la destrucción de todo, incluso de los Omegas. Kirjath se sintió vacío, se sintió sin fuerzas y siquiera quiso levantarse y huir por su cachorro.
¿De qué serviría correr? ¿De qué serviría ocultarse? Si en algún momento tendría que salir, tendría que enfrentarse a bestias que buscaban su vientre y Alfas desastrosos.
El cielo gris golpeó el bosque con un rayo, los gritos, los rugidos volvieron a renacer cuando un ruido extraño emergió de la tierra. Todo a su alrededor empezó a temblar, los árboles se retorcieron, danzando en un gran golpe de quebraduras. Kirjath levantó la mirada a la gran montaña al igual que el Alfa. De ella se escapó un rugido tan fuerte y majestuoso que el Omega tuvo que taparse el oído al instante, la voz aturdió sus sentidos y le tapó los oídos. El ligero ruido que martilló su cabeza hizo que se encogiera, que se abrazara con fuerza al árbol. Kirjath sintió la calidez dentro de sus tímpanos, resbalando por su oído y encaminándose por su cuello. La sangre reventó en los oídos del Alfa al igual que en los suyos y ambos elevaron la mirada de vuelta a la gran montaña. Los árboles empezaron a embestirse con brutalidad, como si miles y millones de bestias bajaran con suma rapidez de la gran naturaleza. El cielo se volvió oscuro, y cuando la luz de los rayos iluminó todas sus narices como un gran manto algo pareció explotar. El ambiente del bosque se volvió sombrío, todo se regeneró y la oscuridad navegó entre ellos como oxígeno. La lluvia golpeó contra su piel y la única luz que veían sus ojos era el fuego que aún no podían apagar del bosque.
El corazón de Kirjath se aceleró, todo empezó a reventar en sonidos extraños, no eran animales, no eran personas, se sintió mareado al escucharlo, parecía una lengua antigua. Parecía la primera y el augurio de una muerte. Diomedes se puso frente al Omega y sus ojos grandes observaron todo a su alrededor. La poca luz del sol parecía haberse ocultado, no había luna, no había nada más que rayos y fuego para iluminar su camino. Las feromonas de Diomedes se pusieron agrias y más picantes, tan ardientes que descompuso al Omega que intentaba proteger, el Alfa sacó su espada y una vieja cadena gruesa y oxidada que colgaba de su cintura. Las voces parecían murmurar, los gritos, los llantos, todo reventó fuertemente.
—No digas nada —susurró el Alfa para el Omega, que empezaba a sollozar. Kirjath cubrió su boca temblando y cuando la tormenta crujió arriba el cielo se ilumino nuevamente en rayos y truenos. La luz volvió por un segundo y ante ellos encontraron bestias negras y altas, no parecían nada de lo que hubieran visto, no eran animales, no era algo que perteneciera a la naturaleza que el hombre conocía. El primer corte del guerrero fue hacia la nada misma, las bestias negras avanzaron y Diomedes retrocedió. Rápidamente cargó a Kirjath y corrió lo más rápido que pudo hacia el interior del bosque.
Los susurros avanzaron, y los ojitos llorosos de Kirjath observaron sobre el hombro de Diomedes. La luz volvió a iluminar los árboles y esta vez parecieron multiplicarse. No sabía qué eran, el aroma a pino y suelo húmedo abundó en la nariz del pequeño cuando el alfa lo dejó en el suelo. Kirjath pudo reconocer las ruinas del lugar donde había estado semanas enteras. El Alfa empezó a revolver algo y el pequeño volvió la mirada.
—Se acercan —murmuró y se encogió de hombros. Apretó su vientre con temor cuando los rayos golpearon el suelo, los gritos lejanos parecían un infierno, el fuego, la luz, las bestias enormes y oscuras. Los ojitos de Kirjath de volvieron cuando notó la luz del fuego, Diomedes se volvió, tenía algo en las manos que arrojó contra el bosque y reventó en un estallido anaranjado. El fuego prendió el árbol como una antorcha enorme y las bestias negras se iluminaron. No parecían humo, no parecían demonios. Eran grandes monstruos deformes de pelaje negro, con grandes colmillos, sin ojos que pudieran ver, las garras filosas de sus patas sobresalían como cuchillos y no hizo nada más que dejar atónito al Alfa y al Omega.
Diomedes tomó otra botella y prendió fuego la tela que colgaba de ella, su espada brilló en sangre y avanzó. La primera bestia que se acercó rugió con tanta fuerza que el escarlata bajó por los oídos del Omega. Apenas pudo oír cuando el Alfa reventó la botella en el rostro del animal, el fuego prendió su pelaje negro y su cabeza terminó en el suelo cuando el guerrero apuró el filo de su espada.
La luz iluminó la destreza del Alfa, a pesar de ser pequeño al lado de las bestias. Su destreza y velocidad le permitió eliminar a unos cuantos, que caían en el suelo y parecían desvanecerse en la tierra como barro negro. Kirjath se percató del hecho pero Diomedes no pareció notarlo, el fuego prendió los otros árboles con rapidez y el calor hizo que su piel mugrienta brillara en sudor. El Omega se arrastró, las bestias iban directo al Alfa como luciérnagas e insectos al fuego. Empezó a sentir dolor en su pecho cuando las garras desgarraron la piel del brazo del Alfa.
Kirjath apenas escuchó su grito, su oído había perdido por completo los sonidos que lo rodeaban, sonaban como golpes secos, como estar debajo del agua del río y escuchar voces fuera de este. El minino se levantó y se pegó contra la pared con las piernas temblorosas, su piel mugrienta soltaba un hedor insoportable a sangre y barro, podía sentirlo en su nariz, el aroma al humo, al barro negro que dejaba esas bestias parecía tóxico, totalmente monstruoso. Su pecho empezó a agitarse, sus pulmones ardientes y su corazón estaba latiendo como loco, chocando contra su pecho como gruesos tambores de cuero de vaca. Sus extremidades temblaron cuando sintió las presencias de aquellas bestias, a lo lejos podía ver el fuego consumiéndose, ahí, frente suyo, apenas revivía. Las ruinas que alguna vez lo apresaron se llenaron de un aura lúgubre por la noche, tan abandonado, tan desastroso que siquiera quiso moverse. Temía caer en un pozo, ahogarse en barro o en fuego. El vientre de Kirjath estaba tan pesado para él que se tuvo que sostener de las ruinas de un hogar para caminar, le temblaban las piernas. Su Alfa le había ordenado que se quedara quieto y su Omega lo obligaba a no moverse.
Pero avanzó, Kirjath se sostuvo con fuerza de ellas viejas paredes y quiso alejarse de aquellas bestias. Sus ojos vidriosos se volvieron cuando una bestia rugió y se puso en dos patas, elevando las garras y arrebatando la espada de Diomedes de un santiamén. El filo del arma cortó el aire y chocó contra los pies del Omega, cortándole la piel de un dedo. El pequeño chilló y se inclinó apretando la herida con fuerza, pudo oír los gritos del Alfa como un lejano eco contra su oído.
Su rostro cubierto de rabia, de enojo, sus manos tomando la cadena oxidada y luchando contra una bestia enorme. Sus feromonas eran picantes y poderosas, era tan fuerte, tan vil que con aquel simple artefacto que ejecutaba sus manos acabó con una bestia. Pero decenas y decenas caían sobre él, parecían salir de la oscuridad, de los árboles. El Omega levantó la mirada una vez más y la luz de los rayos volvió a iluminar el cielo. Las bestias esperaban colgadas en las copas más altas, cayendo de vez en cuando cada que el Alfa asesinaba una de las suyas. Eran enormes, temerarias. Kirjath bajó la mirada y observó al Alfa mirarlo, sus labios se movían, sus colmillos filosos. Algo le gritaba, pero no podía oír. El Omega se quedó quieto.
—¡¡La espada, Ulises, pásame la maldita espada!! —rugió el Alfa y el Omega retrocedió. La primer bestia enterró los dientes en la pierna del Alfa y le arrancó la piel como se quita la corteza de los árboles. La sangre reventó ante el fuego y el Omega cayó al suelo, su cuerpo tembloroso observó las numerosas mordidas que desgarraron el cuerpo del hombre. Kirjath lo miró a los ojos, Diomedes no dejaba de luchar, no dejaba de reventar rostros con la cadena en manos a pesar de que el hueso de las piernas se le viera. Sus ojos rojos arrebataban vida cada vez que le mordían el cuerpo. La sangre, el fuego, las feromonas, Kirjath retrocedió con rapidez, escuchando que el alfa gritaba su nombre como un eco entre las montañas. No quiso verlo en sus últimos momentos, no cuando todas las bestias cayeron de los árboles y consumieron al hombre entre mordidas desastrosas y fuego ardiente. El Omega corrió entre la oscuridad, con lágrimas en los ojos.
Kirjath sintió su corazón tan acelerado que creyó que se le iba a salir del pecho. Tuvo que detenerse, tuvo que hacerlo porque el dolor que atravesó su pecho hizo que cayera al suelo. El Omega rasgó la piel de su cuerpo con fuerza y gritó, gritó tan fuerte que el alma pareció salirse de su cuerpo. La tristeza llenó toda su aura y el llanto creció en sus suaves y tiernos ojos. Había muerto. Finalmente lo sintió muerto dentro suyo. El padre de su cachorro había perdido la vida frente a sus ojos y no quiso hacer nada, Kirjath sintió asquerosidad por su propia maldad, sintió tanto desprecio a pesar de todo, porque su Cachorro nacería sin padre. Porque lo había dejado morir, el Omega de Kirjath desgarró su cabeza a martillazos, llorando, lamentándose. Porque entre todo el dolor no pudo sentir tanta liberación, porque su cuerpo ardía en llamas internamente y gimió, su Omega gimió dolorosamente.
—¡¡Hvitsärk!! —gritó desgarrando su garganta. Kirjath enterró las uñas en la tierra y apretó con fuerza, no podía aguantarlo. Era tan doloroso que le ardía la piel, le dolían los huesos, la cabeza. ¿Qué hubiera pasado si tenía una marca? ¿Qué hubiera sido de él? Dolía tanto, dolía muchísimo, el lazo que alguna vez pudo haber tenido con aquel hombre le era arrancado del cuerpo. El Alfa destinado que su Omega tanto anhelaba había muerto y le estaban desgarrando el alma. El pequeño se arrastró por la tierra, gritando el nombre de Hvitsärk entre llanto y sollozos, le dolía el vientre, le dolía tanto. Kirjath se dejó estar en el suelo, sentía el pitido en sus oídos, los gritos lejanos, el fuerte ruido de tormenta que cada vez iluminaba el cielo.
Kirjath dejó que las lágrimas bañaran su rostro, apretó su pecho, su vientre con tristeza. No comprendía lo que sentía, era un hombre malo, era aterrador y había hecho cosas devastadoras. ¿Pero por qué dolía tanto? A Kirjath siquiera le importó que una bestia negra saltara de los árboles hacia él. El hedor negro cayó sobre su cuerpo y su piel se levantó ardiente. Lloró con fuerza cuando la bestia olisqueó su cuerpo, no quiso tocarla. No quiso que sintiera el aroma de su cachorro, pero la boca de la bestia levantó su camisón. Kirjath cerró las piernas y el monstruo aspiró con fuerza, levantando su cuerpo. El pitido en el oído del Omega seguía intacto, sus lágrimas, todo, y su garganta se desgarró cuando el gigante negro levantó la mano y destrozó la piel de su vientre con las garras.
Kirjath abrió la boca y la sangre reventó de sus labios. La bestia saltó lejos de él y el suelo volvió a reventar en brillo, su camisón blanco empezó a empaparse de sangre, el dolor, no quiso levantar la tela ni tampoco quiso ver lo que hizo con su vientre. Rápidamente presionó con fuerza y gritó, gritó tanto como pudo hasta que las lágrimas se vaciaron de su cuerpo, hasta que el llanto de su Omega se convirtió en aullidos fuertes que retumbaron en su nariz. La sangre jugosa enjuagó sus manos, la tierra debajo de él, todo. Kirjath elevó la mirada al cielo cuando el dolor atravesó todo su cuerpo.
Siquiera podía oír su propia voz gritando, el Omega dejó de luchar después cuando la lluvia empezó suave. Cuando ya siquiera quiso moverse. Sus manos temblorosas apretaban su piel cortaba y la sangre se escapaba de él como llanto. Y sin embargo, a lo lejos, pudo oír que alguien lo llamaba. Ulises, Ulises. ¿Era la voz de su madre? Siquiera podía recordarla, pero lo sentía, lo sentía n su corazón y el llanto creció con nostalgia en él. Cuánto la extrañaba, cuánto quería tenerla en brazos y decirle que la amaba demasiado. Que la necesitaba, que lo sanara y lo perdonara.
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