catorce
—Esta flor tiene los pétalos tan suaves como tu piel —murmuró y levantó la mirada al Omega. El chico se sonrojó y volvió las orbes al tranquilo río de aguas frías. El pasto húmedo se hundía en el ropaje, las canastas de ropa y sábanas yacían a un lado de ellos, esperando pacientemente a que las lavaran.
—¿Es así? —preguntó el Omega, sus ojos claritos se elevaron a los ajenos, el Alfa sonrió. Se acercó suavemente y besó sus labios. Ulises se encogió de hombros y se dejó tocar cuando el hombre enterró los dedos en su cintura. Era sumamente desconocido y nuevo para él que no podía detener la intriga, las mejillas del Omega se volvieron de un rojo carmesí—. Me... ¿me harás lo que hiciste la otra vez?
—Mmm, ¿te gustó, Ulises? —preguntó el Alfa ladeando la cabeza. El Omega asintió y sus pupilas se dilataron cuando las manos del Alfa bajaron a los botones de sus pantalones. Su respiración y su aliento a hojas de menta y tabaco puro chocaron con la piel ardiente del más chico—. ¿Te gustó que te tocara aquí?
—Sí... —susurró un poco asustado de sus propias palabras. El chiquillo había visto numerosas veces a sus dos padres dándose besitos, era cosa de grandes y de alguna manera le hacía sentir extraño estar con aquel hombre. Ulises llevó los tiernos dedos a la mejilla del Alfa y sintió la piel áspera y la sombra de la barba. Era más grande que él, pero más joven que su padre. El Omega se sonrojó y besó suavemente los labios del Alfa cuando este metió la mano dentro de su ropa interior con curiosidad. El calor decoró su rostro y su cuello, pero se dejó tocar.
Se recostó sobre el pasto con el Alfa encima y dejó que lo tocara a su gusto. Ulises era demasiado joven e ingenuo como para entender varias cosas, era un chico de campo y se le había negado la educación por ser Omega. A sus cortos años se había dedicado al hogar, al aseo y a todo lo que su madre pudiera enseñarse en su condición. Ulises sabía hacer de todo, pero en lo que respecta a su propio cuerpo y todo lo sexual se sentía igual que un bote sin brújula, sin remos en aguas turbulentas.
El día que su celo llegó supo lo que era. Su hermano lo había sufrido solo que su olor había sido distinto. Incluso papá le había hecho un banquete para celebrar, Ulises también quiso eso y esperó a que la bendita naturaleza le brindara los dones que su hermano tenía. Pero lo único que ganó fue una charla de mamá diciéndole que ya podía quedar en cinta, que todos los meses su cuerpo se llenaría de humedad y que sus caderas y piernas se volverían más gruesas para parir cachorros. Su padre le dijo que tuviera cuidado con los Alfas y que más tarde le conseguiría una pareja adecuada. Ulises se dedicó al tejido, al hogar y a servir a su padre y a su hermano como mamá le enseñó ya de pequeño. No se quejó mucho, en parte porque no podía, porque papá le compró lindas ropas y dejaba los trabajos forzosos a su hermano.
Ulises creía que era un buen Omega, que ya sabía todo de todo, pero sus mejillas se prendían con fuerza cuando el Alfa lo tocaba. Solo se quedaba quieto y se dejaba sentir todo lo nuevo. Sus padres le habían dicho muchas veces que los Omegas tenían una educación distinta, tenían sus propias cosas para aprender y eran diferentes a lo que enseñaban los Alfas a otros Alfas. Papá se lo dijo, debes ser un Omega dedicado, que conozca lo suficiente su hogar, su familia y todo para cuidarlos. Pero jamás le hablaron sobre lo que debía hacer en la intimidad, ese era el deber de su madre pero nunca se lo había dicho. Los ojitos del Omega bajaron a la mano que se perdía en sus pantalones, a los dedos traviesos que acariciaban la humedad de su cuerpo.
Ulises llevó una mano a la muñeca de aquel brazo y apretó suavemente, retorciéndose cuando sintió que se hundía en él. Apartó la mirada de pura vergüenza y su respiración se agitó un poco. El Alfa lo tomó del rostro y Ulises volvió a sentir el gusto a menta y a tabaco de su lengua. Aquel acarició el interior de sus piernas y las abrió más, adentrándose entre ellas y dejando, poco a poco, que el Omega sintiera su virilidad a través de la ropa. Ulises se estremeció entre el beso, sentía la fricción contra su piel y sus mejillas se prendían al notarlo. El Omega suspiró y sus ojos se llenaron de una fina capa cristalina cuando el hombre le quitó los pantalones con rapidez, sus piernas regordetas, el vello púbico de sus partes íntimas y toda su humedad quedó a la vista de toda intemperie. El rizado se llenó de vergüenza y quiso cubrirse, no se sentía cómodo al ser observado ni mucho menos cuando comprendió la situación. Ulises podía ser ignorante en muchas cosas, pero sabía lo que era el apareamiento. Sintió otra intromisión en su cuerpo y se sacudió, no quería hacer muecas, no quería que sintiera su incomodidad pero tampoco sabía qué hacer.
Su corazón chocaba contra su pecho con fuerza y juraba poder oír sus latidos contra el oído, contra el suelo, contra todo. El hombre frente a él tocaba su piel con una mano y con la otra se encargaba de arrancarle la castidad con lentitud. Los ojos de Ulises viajaron a aquella mano húmeda, mojada hasta la muñeca y a los dedos que se hundían y salían de él en un vaivén rápido y profundo.
Gimió con los ojos cerrados y guió sus manos a los hombros ajenos, no tenía las fuerzas para apretar aquellos brazos. Su cuerpo temblaba y su respiración entrecortada parecía no satisfacer sus pulmones. El calor fue tan insoportable que el sudor cubrió sus rizos y su cuello, sus orbes claras viajaron a los ojos del Alfa, ese lo miraba de una manera extraña. Peligrosa, distinta, Ulises no quiso decir palabra alguna porque temía cometer un error, era una experiencia nueva y era su deber aprender de ello para satisfacerlo. Cuando el otro detuvo su mano pudo observar cómo iba a la hebilla de su pantalón y dejaba a la vista su miembro. Ulises se quedó quieto en el suelo, con el pecho agitado, las piernas abiertas y la entrada húmeda en lubricante. Era igual al suyo, solo que mucho más grande y venoso. Creyó que la diferencia iba porque él era un Omega y el otro un Alfa. Su cuerpo era más musculoso, de huesos grandes igual que su padre y su hermano. El hombre no sé quitó el pantalón, solo se inclinó sobre su cuerpo y besó nuevamente los labios de Ulises. La saliva se mezcló y lentamente bajó por su cuello, mientras el Omega sentía que la virilidad ajena buscaba enterrarse en su humedad.
El Omega apretó todo su estómago y sus piernas presionaron la cintura del Alfa cuando este lo penetró apenas unos centímetros. Besó al Omega para callar sus quejidos y siguió con lo suyo, restándole importancia a las manos delgadas que enterraban las uñas en sus brazos y al temblor de las piernas que rodeaban su cuerpo.
Ulises apartó la cara y cerró los ojos, sin poder controlar los gemidos y suspiros que liberaba su boca al ver cómo aquel miembro salía de su interior todo húmedo y rojizo. Sus ojos se agrandaron y su fuerza se redujo de tal forma que pareció perder el control de su cuerpo. Las feromonas del Alfa presionaron su existencia y se sintió mareado, dejado.
Ulises cerró los ojos y apoyó las manos en los brazos ajenos cuando este lo tomó de la cintura y empezó a penetrarlo con más rapidez. Los árboles a su alrededor movieron sus ramas, dejando caer las hojas que el viento caliente se llevó. El sudor húmedo en su cuerpo se combinó con el ajeno y el ruido de sus pieles mojadas le disgustó mucho. Pero no podía pensar en otra cosa, su cabeza se volvió un manto blanco, se volvió sensaciones. Ulises llevó una mano a su vientre y presionó apenas, sintiendo la dura penetración que se llevaba consigo su castidad, su pureza y el honor que tanto su padre le había rogado a los dioses que el niño protegiera.
—¡Ulises! ¡Ulises! —oyó a lo lejos que su madre lo llamaba. El Omega levantó la mirada y las lágrimas resbalaron por sus mejillas. El sol estaba en lo alto del cielo, caliente y tan brillante como siempre. Los gemidos de su boca se volvieron incontrolables cuando el Alfa lo embistió más rápido. Eran las doce, debía llevar la canasta de ropa con su madre y preparar la comida, pero su cabeza volaba en sensaciones. No podía detener la necesidad de abrirse de piernas y dejar que aquel le penetrara por completo. El Omega lloriqueó y entre gemidos y jadeos le pidió que lo dejara, que detuviera todas aquellas cosas que hacían que su cuerpo se sintiera extraño y bien.
—Mi m-mamá me llama... —susurró inclinándose, le dolió mucho y las lágrimas cayeron sobre su vientre cuando observó cómo el miembro salía y entraba por su cuerpo. El Omega observó la humedad del lubricante sobre el pene y un líquido espeso y blanquecino que le manchaba el interior de los muslos cada vez que entraba en él. El menor gimió y lo miró entre el llanto, el Alfa lo tomó del rostro y unió sus labios. El pequeño se apartó, alejando sus manos y buscando separarse. Mamá lo llamaba, mamá sabía dónde lavaba la ropa y se preocuparía si no llegaba a tiempo. No quería que lo viera así, no con un Alfa encima, desnudo y sensible.
El Omega volvió el rostro y escuchó a su madre una vez más. Apoyó la mano sobre el pecho del Alfa, que no paraba, que no detenía los movimientos ni mucho menos las feromonas pesadas sobre el ambiente. El calor chocó contra el cuerpo del Omega y el llanto en todo su ser se intensificó cuando el otro volvió a colocarlo contra el suelo. Ulises respiró con fuerza y observó la mirada rojiza del Alfa, toda su piel se erizó y se llenó de terror porque era era la misma mirada escarlata que su padre ponía cuando se enojaba. Pero aquel lo miraba distinto, no con odio, no con enojo, parecía perdido y cegado.
Cuando Ulises sintió que dejaba su cuerpo soltó un quejido y sus ojos viajaron al miembro que se alzó contra el vientre bajo del Alfa. Estaba húmedo a más no poder, más grande que la primera vez. Ulises notó al Alfa agitado igual que él y se encogió, levantando sus pantalones con cuidado sin apartar los ojitos llorosos de aquella mirada intensa y escarlata.
El Omega se volvió, con las piernas temblorosas y la humedad chocando con sus muslos. Su madre lo llamó a lo lejos, esta vez más fuerte y con tono enojado. El pequeño quiso gritarle que ya iba, pero volvió a sentir una mano sobre su cuello. Dedos gruesos apretaron su nuca y rápidamente se quedó quieto, las feromonas bañaron sus pulmones con más rapidez y se quedó quieto, estático. El calor llenó su vientre cuando sintió los labios del Alfa sobre su oído.
—¿Puedo terminar, Omega? —murmuró, Ulises sintió electricidad por todo su cuerpo, un choque profundo que lo obligó a bajar la cabeza contra el pasto y alzar el trasero contra la pelvis ajena. Ulises sintió las lágrimas en sus ojos porque no supo qué tipo de comportamiento era ese, su pecho se agitó más y lo pensó en un segundo. ¿Le estaba preguntando? No quería estar ahí, pero su cuerpo había caído como un montón de ramas secas contra el suelo. El Omega tembló y la humedad de su lubricante bañó sus piernas cuando sintió las manos del Alfa en su cintura. Quería estar en casa, con mamá. ¿Era aceptable decirle que no a un Alfa? No lo sabía. Mamá decía que debían obedecerlos, que si preguntaban era sí, sí y sí. Pero Ulises quería estar en casa porque no entendía lo que pasaba con su cuerpo, porque no entendía el vacío y la necesidad que lo llenaba y que, de alguna manera, aquello que había hecho lo hacía sentirse bien y culpable. Porque el Omega no dijo nada, pero asintió bajito.
La mano sobre su nuca viajó a las hebras de su cabello y presionó su cabeza contra el suelo. El Omega gimió cuando volvió a sentirlo en su cuerpo, esta vez mas rápido y profundo. Su humedad dejó caer hilos e hilos sobre sus piernas y las penetraciones hacían que su vientre se sintiera extraño. La sensibilidad lo ponía frágil y los gemidos liberaban la carga que se ponía sobre su cuerpo. Ulises sentía sus partes íntimas tan calientes y húmedas que no pudo controlar el llanto. Llevó una mano a su vientre y sintió las estocadas, las embestidas profundas que curioseaban por su cuerpo y se enterraban con más fuerza en su humedad. Los ojos de Ulises se cerraron cuando las penetraciones se volvieron rápidas y completamente profundas. Su cuerpo se volvió sensible, se quedó sin aire hasta que el Alfa se detuvo, aún dentro de él, aún apretando su vientre con su virilidad.
Los jadeos ahogaron la garganta de Ulises cuando removió la cabeza y sus ojos se pegaron a su estómago, a las uñas que se clavaban en su piel y su miembro pequeño, húmedo y rosado contra su vientre. Empezó a sentir que el Alfa apretaba más sus entrañas, tal vez se volvía más grande y el llanto que quiso liberar se apagó por la mano que cubrió su boca. El rostro cubierto de tierra del Omega se llenó de lágrimas y mejillas rojas. El nudo creció en su interior y el semen del Alfa bañó las paredes de su útero por completo. Ulises se agitó al sentir la calidez en su estómago, no supo qué pasaba pero le ardía la entrada, le ardía la piel y dolía mucho.
El sol chocó contra su piel sudorosa y dejó de oír a su madre a lo lejos. Los ojos del menor se pusieron blancos, y su ceño se frunció cuando el Alfa de movió, enterrando más su pene en su cuerpo. Las sombras de los árboles cambiaron y Ulises supo que estuvieron mucho tiempo en aquella posición. Sus rodillas dolían y sus manos también. Pero no pudo decir nada de la sensibilidad y el temblor que ganó su cuerpo cuando el alfa salió de él finalmente. Ulises escuchó el ruido de la humedad y cayó al suelo por completo, observó el líquido blanquecino que corrió por sus muslos y pensó que era su lubricante. Esta vez el miembro del Alfa cayó flácido, lleno de una humedad blanquecina que se limpió con un pañuelo y cubrió con su ropa interior.
Ulises gimió bajito cuando aquél pasó el mismo trapito por sus piernas, no le dijo nada ni tampoco el Omega habló. El Alfa terminó de limpiarle las piernas, le subió el pantalón y se retiró en silencio. El rizado se quedó en el suelo, agitado y con las piernas temblando a más no poder. Le dolían mucho, al igual que su entrada y sus caderas, no supo cómo hizo para levantarse, pero no pudo evitar el llanto.
El Omega se arrastró, gateando, hasta el río y hundió las manos en el agua. No había lavado las sábanas y ahora su cuerpo apestaba a Alfa. Se sentía extraño, sentía que había perdido algo muy importante y eso lo llenó de una nostalgia extraña, de un dolor que le atravesó el pecho por completo. Ulises no pudo comprender porqué quería llorar tanto, pero no se negó el momento. Solo se lavó la cara y mojó las sábanas en agua para remover las manchas tan rápido como pudo. Siquiera esperó a que se secaran un poco, las metió todas húmedas a las canastas e intentó ponerse de pie.
El Omega sintió que algo salió de su cuerpo, de su entrada y se quedó quieto. Bajó la mirada a sus pantalones y al final, en sus pies desnudos, pudo observar el líquido blanquecino y espeso que se unió a las aguas del río. Era su lubricante, se dijo, no podía ser otra cosa. Otras veces le había pasado que se le escapaba su propia humedad, pero la recordaba pegajosa y sin color. ¿Por qué esta vez había cambiado?
—¡Ulises! —escuchó la voz de su madre detrás suyo y volvió la mirada. Ella lucía cansada, con el rodete despeinado y el sudor bañando su frente. Se lo limpió con el delantal blanco y suspiró—. Cariño, ¿Por qué no haces caso cuando te llamo?
El Omega no respondió. Los ojos claros de Ulises observaron a su madre y esta lo miró extrañada. Ella, con más experiencia, notó su cabello despeinado y las mejillas tiernas con manchas de barro, al igual que su overol arrugado. La Omega abrió los ojos con fuerza cuando observó el cuello con marquitas rojas y se acercó con lentitud, mientras el semen se escapaba de la entrada de Ulises y se perdía entre sus piernas y el agua del río.
El Omega no pudo evitarlo y ella tampoco. Los ojitos del más chiquito se cubrieron de lágrimas y la mujer lo buscó para acurrucarlo entre sus brazos. Lo único que pudo escuchar Ulises fueron los latidos fuertes en el pecho de su madre y su dulce voz cambiando, gritando el nombre de su padre con desesperación.
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