Indolente.
No tengo principios, no me guío por la marea, tampoco soy capaz de explayar mis ideas. Entiendo lo justo y lo injusto, pero mi apatía me frena de ponerme a gritar por las penas, por los apedreados, por la gente con la que debería luchar lado a lado.
Estoy muy ocupado con mi autocompasión. No precisamente carezco de elección, pero soy tan indolente que aquí estoy.
No suben las aguas, estoy en la orilla del puente y me sostengo apenas, pero mi ligereza es suficiente para que el viento me arrastre de vuelta a mi lecho, donde estaré llorando otra vez, quieto y maltrecho.
Después de todo, tengo un techo. Mi pereza me evita tener vicios. Mi desdén por el ruido, por los reclamos, por el llanto, es por lo que dejé caer el cigarrillo, para aminorarte el espanto.
Te admiro tanto. Tanto como las estrellas admiran al Sol, tanto como los ríos admiran al océano.
Lo cual no significa nada, pues ni los astros ni el agua son seres vivos y pensantes. Ni siquiera estoy seguro de mis desvaríos. Estoy delirando con la cordura intacta. Estoy viajando sin moverme de este sitio.
No tengo nada.
Todo se trata sobre mí, por eso el mundo está hecho trizas. Mi templo está lleno de moretones, raspones y otras heridas. Los ríos de sangre se están estancando por el tráfico y mi cerebro duele como mi corazón palpita.
Estoy mintiendo. El cerebro no tiene receptores para el dolor. No hay nada que justifique mi aversión.
Soy un niño malcriado, caprichoso e irascible, todo lo que odio y lo que no me hiciste. Tu perfección es absoluta, porque la crees inconcebible. Me amas, los amas a ellos y a todos aunque contigo se desquiten.
Tal vez me molestas con tu bondad infinita, solo soy una mala persona, pero señalarme como tal es atribuirte una derrota. No quiero ser tu decepción, especialmente porque sé que nunca te sentirías como tal, que siempre me esperarás con amor, mientras yo solo te hago mal.
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