xcv. and you're but one part in it

xcv. y tu solo eres una parte en ella

La oscuridad la tomó y aquella tienda de guerra fue tragada por el negro, que la llevó a una torre. La Torre del Dragón en Camelot. La más alta de todas las torres del Castillo de Lyonesse y el hogar del maestre. Alyssane, su hermana, había nacido ahí, también Aerys, y Alyssane I, así como Aerys, habían fallecido.

Lo que vió ahí la dejó atónita. Había conocido a Alyssane I, por aquellas visitas que le hacía de vez en cuando, pero Margaery siempre había visto a una mujer esbelta, rubia y de piel impoluta. Pero ahora se encontraba prácticamente desnuda; no llevaba sino jirones y harapos que le colgaban de piernas y brazos. Tenía el cabello alborotado y apelmazado, y los miembros, más flacos que palos. 

La reina estaba ardiendo. Tenía la piel roja e inflamada, y cuando le ponía la mano en la frente para ver cuán caliente estaba, era como meterla en una olla de aceite hirviente. Apenas le quedaba un adarme de carne sobre los huesos, estaba demacrada y consumida; pero, además, Margaery pudo observar ciertos abultamientos en su interior, como si la piel se inflase y luego volviera a hundirse, como si..., no como si, ya que tal era la verdad: había cosas en su interior, cosas vivas que se movían y se retorcían, tal vez en busca de una salida y, que le causaban tan grandes dolores que rogaba por su muerte.

El modo más sencillo de explicarlo es que la pobre mujer se cocía por dentro. La carne se oscurecía más y más y luego comenzaba a resquebrajarse, hasta que la piel ya no se asemejaba más que a cortezas de cerdo. Finos hilillos de humo le surgían de la boca y la nariz. Solo susurraba "haz que pare", mirando a Margaery fijamente, "termínalo. Sácanos" pero los seres de su interior continuaban moviéndose. Los mismísimos ojos se le cocieron en el cráneo y acabaron por abrirse como dos huevos abandonados durante demasiado tiempo en agua hirviendo.

A Margaery le pareció la cosa más horrible que jamás hubiera visto, pero pronto se desengañó, ya que un horror aún peor la aguardaba. Llegó cuando una mujer introdujo a la reina en una bañera y la cubrieron con hielo. La impresión provocada por la inmersión le detuvo el corazón inmediatamente. De ser así, fue una clemencia, ya que entonces salieron los seres de su interior...

Los seres eran gusanos con rostro, sierpes con manos, que se contorsionaban; viscosos y atroces seres que parecían retorcerse, palpitar y ensortijarse al erupcionar de sus carnes. Algunos no eran mayores que su meñique, pero uno, al menos, era tan largo como su brazo. Los ruidos que emitían eran los peores chillidos que Margaery hubiera escuchado en su vida.

Margaery dió un paso hacia atrás y chocó contra el aire mismo, que le impidió continuar alejándose del cuerpo moribundo de aquella mujer. De la reina que debía haber sido y cuyo trono había sido robado. De la hijita de Arthur.

Pero otra mujer chillaba y sollozaba pero, por más desesperados y heridos que sonaban, a Margaery le costó alejar la vista del lugar en donde había estado el cuerpo de Alyssane aunque ahora estuviese repuesto por otro cuerpo, de una niña no mucho mayor a Margaery.

—¡La mataste! —chilló la mujer—. ¡Mataste a mi hermana! ¡A quién crié!

Era Aemma. Su madre. Su adorada madre, a cuyos brazos rogaba por volver. Estaba discutiendo con Aemmond. Nunca la había visto tan encolerizada: tenía los ojos rojos y la cara roja de la rabia. Aemmond nunca había estado tan débil a su parecer, parecía arrepentido y a Margaery le dio la impresión que sentía lo mismo que ella, que se le comprimía el corazón.

—Aemma... Yo no quise...

Pero algo más pasaba porque la cara de dolor de su madre no era por puro lamento de la muerte de su hermana, sino algo más. Margaery vió a sus piernas y logró vislumbrar un pequeño trazo de sangre corriendo por sus piernas. Margaery no había notado su vientre abultado y supuso que no debía de tener menos de siete meses.

Cuando terminó el alumbramiento, Margaery escuchó el llanto de un niño y de una mujer. Margaery vió a Aemma alzar a Alyssane en brazos, tirada en el suelo y llena de sangre y  sudor por todos lados. Margaery también alcanzó a ver un bulto sangriento, frente a ambas que estaba tirado en el suelo.

Era como un monstruo: un niño que nació muerto, contrahecho y deforme, con una oquedad en el pecho en el lugar que debería ocupar el corazón y una corta y gruesa cola escamosa. Parecía un dragón recién nacido. Y esa cosa debía ser su hermano... Aerys.

Cuando salió afuera, vio a James y a Aemmond. El único que pareció percatarse de su presencia fue Aemmond que le susurró lo mismo que había susurrado Alyssane, "haz que pare, termínalo." Con la respiración agitada, corrió hacia afuera del palacio para buscar algo de aire pero descubrió otra cosa más: parecía haber visto la vida entera de Aemmond en cuanto sus ojos se encontraron.

Nadie la veía cuando corrió hacia los que serían sus apartamentos pero sí vió la misma oscuridad que la había estado consumiendo desde que se sumergió en el lago congelado. Parecía tener todo el peso del mundo en los hombros y solo se le soltó cuando vio a Aemmond, de unos años, y a ella de niña. 

—Es todo una historia —susurró Margaery—. Y solo somos una parte en ella.

Y cayó de nuevo. 

—Hermana —gritó una voz desde un balcón.

Incapaz de caminar, e incluso de ponerse en pie, a Aemon Pendragon habían transportado en una silla. La cadera destrozada lo había dejado deforme y contrahecho; sus facciones otrora agraciadas se habían ablandado por los tranquilizantes, y las quemaduras le cubrían la mitad del cuerpo. Sin embargo, Arya Pendragon lo reconoció enseguida y dijo:

—Querido hermano, esperaba que estuvieras ya muerto.

—Tú primero —contestó—. Eres la mayor.

—Me complace saber que lo recuerdas —respondió Arya.

Pero aquella insolencia aparentemente le valió ser entregada a las escamas de un dragón rojo escarlata pero no pareció interesarse en demasía por la ofrenda, hasta que alguien hizo un corte con el puñal en el pecho de la reina. El aroma de la sangre revivió al dragón, que olisqueó a su alteza y luego la bañó en una descarga de llamaradas tan repentina, que a Margaery se le cegaron los ojos sin poder ver nada más que a la reina Arya decir: "haz que pare, termínalo." 

Margaery se dio la vuelta para no ver como el dragón comía a la reina pero no pudo correr lejos pues el negro interminable la volvió a tragar.

Ahora parecía estar en Ille y Vilaine. En lo que parecían ser las habitaciones de Andrew. Quería que él la viera, que se fijara en ella de nuevo. Lo odiaba pero quería verlo. Quería ver sus ojos y que le pidiera perdón, ver la adoración que solía dirigirle.

Cuando vio a Andrew, arrodillado a un lado de las velas que mantenía en el alfeizar de su ventana, suspiró. Suponía que era ahí donde él la había matado. Escuchó un suspiro de él y se levantó, seguro le rezaba a Morgana como hacía siempre. Cuando el chico se dio la vuelta pudo ver claramente como se le cortaba la respiración al verla.

No podía negar que había extrañado sus ojos. Azules oscuros como aquella interminable sección de agua en la que Margaery seguro había muerto. Había perdido la vida ante el mismo azul dos veces.

—¿V-Val...?

El apodo le generó algo en el estómago. No supo si era culpa, odio, nervios o tristeza. Lo miró con algo de indiferencia y decepción, una mezcla que, aplicada en ella, sería mortal. Pero debajo de esa máscara de odio, también había algo de anhelo.

—No estoy contigo —susurró Margaery—. Pero entiendo lo que haces.

Andrew abrió la boca para decirle algo pero solo salió un sollozo ahogado y una súplica de su nombre.

—Sigue intentando —murmuró Margaery—. Quizás no te sientas tan culpable si sigues haciéndolo sin importar las consecuencias.

—Perdón —dijo Andrew, con voz ahogada y desesperada—. Te amo, por favor... Vuelve conmigo...

—Eso queda a tu facultad, Andrew —repuso Margaery—. Buscame y no me encontrarás. Pero quizás... puedas rogar mi perdón.

—Te amo —repitió el chico pero ya era muy tarde porque Margaery estaba en la estancia enorme del castillo de Ille y Vilaine pero solo escuchó unas palabras antes de que todo se desvaneciera también. "Con la Voz del Otro Mundo como testigo, yo soy la Luz del Camino."

La próxima visión duró lo mismo que la anterior, aproximadamente unos tres minutos. Durante los tres últimos segundos, algunos peces, dragones y cosas parecidas empezaron a correr de un lado para otro. Uno de los dragones se tragó una piedra, pero enseguida la escupió. En el último momento, apenas un parpadeo, un espacio de tiempo mucho más insignificante que el último milímetro marcado en una regla de dos metros, apareció toda la cantidad de momentos que Margaery hubiese podido vivir hasta entonces.

Su cabeza, aún así, los procesó a todos. Tomó conocimiento de cada pequeña cosa que había pasado, en el pasado, en el presente y en el futuro. Su mente quiso proferirlo a gritos, que ya lo sabía, que ya lo entendía. Pero nada salió de su boca.

Ni siquiera cuando vio a Alexander, a Alessia, a Leia, a Luke, a Helios, a Modred, a Arya y a tantos quienes habían significado algo para ella. Supo que la amenaza para su mundo, lord Voldemort, ya no existía y que Harry seguía vivo. Vio muerte, vio vida y vio el tiempo entre ellas.

No le quedaba lugar para el aire en su cuerpo, demasiado abatido por tanto, que olvidó el hecho de que aún flotaba. Comenzó a tomar conciencia, su cuerpo comenzaba a responderle pero aún así no podía ver el cielo sobre ella.

—Nunca pensé, Margaery ferch Arthur, que sobrevivirías al dolor de cientos de años y generaciones sobre tus hombros pero... Aquí estás —dijo una voz, a un lado de ella.

—El miedo mata la mente —repuso Margaery. La brillante infinidad de aquel lugar en donde estaba parecía estar matandola verdaderamente pero no quería aceptarlo. Se enderezó y trató de mantener el temple, incluso si su mente temblaba ante el solo hecho de afrontar lo que estaba pasando: no había vuelta atrás, ahora sí había muerto—. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Sólo estaré yo.

 —Has sido valiente —admitió el hombre. Cuando le extendió la mano, Margaery comprendió de qué se trataba de Merlín—. Muy valiente para lo que espera el resto. Morgana te ha subestimado, yo te he subestimado y hemos, una vez más, ignorado las advertencias de Arthur.

—¿Cuáles advertencias?

—De que tu eres Y Mab Darogan, por quien hemos esperado por siglos —dijo Merlín, mirándola fijamente.

Margaery negó con la cabeza.

—Pronto, miles de espadas y cuchillos se levantarán a alabar al hijo con el nombre que alguna vez otorgaron a la madre —masculló Margaery, usando uno de esos recuerdos, ese conocimiento, que había adquirido como escudo—. ¿Estoy muerta?

Merlín asintió pero la miró con arrepentimiento.

—Ve —le insistió el mago—. Nadie merece tu sufrimiento, Margaery ferch Arthur.

—¿Ya no soy de Lyndor? —inquirió la princesa, con un toque de debilidad.

Merlín sonrió.

—Alguno tiene que hacerle honor al legado de Arthur —dijo Merlín—. Y tu mereces algo mejor que mantenerte a las sombras de la muerte por toda tu vida.

—Pensé que ya había muerto —musitó Margaery.

—La hija de Arthur y nuestra portadora no morirá mientras yo esté atrapado en ese árbol condenado —repuso Merlín.

Margaery lo miró con lástima. Merlín había estado atrapado por los últimos siglos en un árbol, con su alma vagando por los confines del universo, y las almas que habían estado conectadas a Margaery, estaban ligadas a ella... 

—Si yo soy tu elegida... Entonces te libero —decretó—. Yo... los libero.

En una sucesión de figuras, Margaery vió aparecer a Arthur, Modred, Alyssane I, Arya y Aemon. Todos ellos habían estado anclados a permanecer como espíritus en tierra, sin poder cruzar el Velum porque debían ayudarla a cumplir su misión.

Margaery Potter terminaba con el Ciclo Artúrico pero debía hacerlo ella sola. Mucha ayuda por diecisiete años.

—Ve, Margaery —susurró Merlín, con una pequeña sonrisa.

Miró a cada uno de los Pendragon que se posaban frente a ella con orgullo pero tuvo que retener las lágrimas cuando vio a Arthur. Su mentor estaría con ella, fuera cual fuera la situación aunque no lo vería a su lado.

Inhaló una bocanada de aire cuando sintió a alguien sacarla del lago. Su cuerpo ya no estaba congelado y ya no tenía tanta luz cerca de ella.

—Mary, preciosa... ¿Estás bien? —preguntó una voz a un lado de ella. Alexander, descubrió con alivio—. Estás viva... Merlín bendito.

Y el pelirrojo la abrazó con toda las fuerzas que le quedaban.

—¿Qué pasó?

—Eres una especie de persona non grata entre los druidas porque sobreviviste a esa misión suicida —explicó Alexander, corriendole el cabello de la cara—. Y nos echaron. 

—¿Dónde estamos? —preguntó en un susurro.

—Quimper —respondió Alexander.

—¿Cómo...?

—No preguntes —dijo Alexander.

Margaery lo besó y los labios cálidos del pelirrojo fueron un alivio contra los frío de ella. Pudo ver que estaban bajo techo y que el único rayo de sol que entraba caía en sus ojos. Parpadeó varias veces, tratando de recordar todo lo que había visto anteriormente.

Parecía saber todo o al menos entender más de lo que podía entender antes. Cuando trató de hablarle a Alexander nada salió de sus labios. Las palabras parecían atascadas en su garganta y no parecían poder ser libres.

La realización de que así serían el resto de sus días, si es que vivía, le golpeó el estómago e hizo que se le contorsionara. Adondequiera que fuera, se daría cuenta de que ya había estado allí antes y que ya sabía lo que seguiría pero no podría decírselo a nadie. Tendría que ver a los ojos a las personas y tendría que ver su final, su relación con ella, pero no podría decirlo. Tendría que verlo ella misma.

Aún así, veía hasta un punto y no más... Eso la asustaba. ¿Quizás esa sería su muerte? Si había liberado a Merlín y a los Pendragon de su sufrimiento eterno, ya no tenía más protectores. Veía la mayoría de muertes, de todos a quienes amaba pero, por alguna razón, su cerebro no era capaz de describirlo.

Sería una muchacha sin nombre vestida con el verde más fresco del verano. Una santa, un ángel.

Alexander le tomó el rostro con una mano y apoyó su frente en la de ella. Margaery lo miró, con los ojos azules llenos de lágrimas.

—Mar... ¿Estás bien? —preguntó Alexander, en un susurro.

Margaery quiso gritar pero, de nuevo, nada salió de su garganta. Su cerebro parecía estar limitado a pensamientos que le parecerían incoherentes a cualquiera y que, si ella no los ordenaba, la terminarían matando.

—No se detienen —susurró Margaery—. Haz que paren, por favor...

Alexander frunció el ceño y le besó la mejilla. Parecía asustado pero no tanto como Margaery. Ella estaba asustada de solo verlo, de solo saber que el hombre que tenía enfrente no iba a durar mucho en ese infierno terrenal que algunos llamaban vida.

Alexander la besó de nuevo y ella se dejó besar hasta que no existió en ese momento otra cosa más que Alexander y su toque, que actuaba como un calmante en cada nervio del cuerpo de Margaery.

No existía otra cosa más que Alexander Pendragon y Margaery supo que era la única cosa que le importaba.

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