xcix. Lancelot du Lac
xcix. Lanzarote del Lago
Habían pasado muchas cosas para solo haber pasado doce horas desde que había salido el sol.
Había visto como moría su compañero de viaje de esos últimos días, intentado asesinar a su tío y su ex-novio, sacado a Excalibur de la piedra, levantado la maldición del Valle sin Retorno, conocido al hada Vivianne e incendiado el árbol de Merlín. ¿Había mencionado que había atentado contra la vida de sus familiares? Pues eso también.
Ah, y ahora estaba caminando por el Bosque de Brocéliande, sola con la compañía de nadie más que Helios, cuyo nombre verdadero Margaery no conocía y había viajado en el tiempo para, aparentemente, solo ayudarla a ella, y a Lancelot, el mismo caballero que había tenido un romance con la mujer del rey Arthur y que, en teoría, debería estar muerto.
Margaery tenía hambre y estaba un poco mareada, una sensación ya conocida que le resultaba profundamente incómoda. Había pasado toda la mañana tratando de mantener la compostura, pero el persistente vacío en su estómago no hacía más que recordarle su vulnerabilidad. Había probado un poco de la sopa de Vivianne, una mezcla caliente que se suponía iba a reconfortarla, pero el sabor terroso y la textura grumosa sólo consiguieron revolverle el vientre. El nerviosismo que la invadía desde temprano, esa constante punzada de inquietud en su estómago, tampoco ayudaba. Cada pequeño ruido, cada movimiento a su alrededor, parecía amplificar las náuseas que sentía, como si su cuerpo estuviera conspirando contra ella. Cerró los ojos e inhaló profundamente, tratando de calmarse.
Siguieron caminando. Y caminaron. Y caminaron. Y caminaron. Y caminaron. Y caminaron. Y caminaron. El tiempo era inconsistente, como una monotonía de pasos interminables, cada uno más pesado que el anterior. Los zapatitos lilas de Margaery, que alguna vez habían sido impecables y bonitos, ahora eran un desastre marrón cubierto de polvo y mugre. Probablemente ya tenían agujeros en las suelas, porque podía sentir cómo la tierra y las piedrecillas se colaban dentro, raspándole la planta de los pies con cada paso. Sus pies ardían, un fuego doloroso que le subía por las piernas y le hacía temblar las rodillas. Sabía que tenía ampollas; podía imaginárselas claramente, lo que ayudaba a aumentar sus náuseas. Y, como si eso no fuera suficiente, nuevas estaban surgiendo, incrementando el martirio con una punzada distinta en cada punto de apoyo.
Sus zapatitos le hacían acordar a los zapatos rubíes de Dorothy en el Mago de Oz, aunque ahora, después de tanto, poco quedaba de su encanto original. Pero, a diferencia de los rubíes relucientes que podían transportarla a casa con un chasquido de talones, sus zapatos no eran más que un par de trapos gastados, ahora irreconocibles bajo la capa de tierra.
Se preguntó qué habría pensado Dorothy si los suyos se hubieran transformado de esa manera, si el camino de baldosas amarillas se hubiera vuelto interminable, lleno de espinas y piedras filosas que rasgaban la tela y la piel. Quizás Dorothy también habría acabado con ampollas, con los pies heridos y la esperanza cada vez más desgastada. Pero Margaery no tenía un hechizo que la llevase de regreso a casa ni una buena bruja que la guiase; solo tenía sus recuerdos y aquellos zapatitos lilas, que ahora, en su deslucido estado, le recordaban más a la cruel realidad que a un cuento de hadas. Aun así, no podía evitar mirar hacia abajo y, por un momento, imaginar que con un par de golpes podría dejar todo atrás y despertar en un lugar mejor.
El dolor no se quedaba ahí. Su espalda sufría con cada paso, parecía el mundo entero le hubiese caído encima y, de alguna forma, lo había hecho. Cada movimiento empeoraba su postura, y la tensión acumulada en sus hombros y la parte baja de la espalda parecía expandirse como un nudo imposible de desatar. Margaery no podía recordar la última vez que había sentido algo más que dolor, o hambre, o frío, o calor, solo aquel tormento punzante que marcaba el ritmo de su caminar. La esperanza de un descanso era lo único que mantenía sus pies avanzando, aunque cada vez con menos fuerza. No había horizonte, no había fin, solo la repetición infinita de un paso tras otro.
Sin darse cuenta, se hincaba los dedos en los brazos, clavándolos con tanta fuerza que las marcas se quedaban grabadas en su piel. Era un acto inconsciente, una manera torpe de lidiar con el vacío que sentía por dentro, como si al infligirse ese dolor pudiera distraerse del abismo emocional que sentía. Se sentía desnuda, vulnerable, como si la hubieran despojado de algo más que su varita.
Ya no recordaba cuántas veces había derramado su sangre. Pero siempre, incluso en los momentos más oscuros, había tenido su varita a su lado, ese delgado pedazo de madera que le ofrecía algo más que magia. Ahora, ese mismo artefacto mágico que la había protegido de tanto residía en manos de quienes habían intentado matarla, y el pensamiento la consumía.
Sin su varita no era más que una simple mortal, sin defensa, sin refugio. Y aunque sus manos temblaban y su mente luchaba por encontrar una salida, la certeza de que había perdido algo más que un objeto físico la atormentaba más que cualquier herida que pudiera infligirse.
Sumado a eso, su confusión mental no la ayudaba. ¿Cómo era posible que Helios conociera a Lancelot? Esa conexión no tenía sentido alguno. Helios, tenía una tendencia a saber siempre más de lo que revelaba y parecía estar relacionado con todo lo que escapaba a la comprensión de Margaery. Pero esta vez la cuestión iba más allá. Era Lancelot, un caballero que había caído hace siglos.
Y, sin embargo, allí estaba. ¿Cómo era que Lancelot estaba vivo? Las historias hablaban de su trágico final, de un hombre atormentado por la culpa y el deber. ¿Era realmente el mismo Lancelot, el caballero de la mesa redonda, el amigo traicionero y el amante imposible? ¿O era alguna especie de ilusión, creada para confundirla aún más?
Margaery sentía como si su mente estuviera atrapada en un torbellino de incertidumbre. No podía fiarse ni siquiera de lo que veía, y eso era lo que más la aterrorizaba. Helios no le había dado explicaciones, como era habitual en él y cada vez que intentaba armar el rompecabezas, una pieza nueva aparecía, desmoronando cualquier teoría que lograra construir. Sentía que se estaba perdiendo algo crucial, un detalle que uniera los cabos sueltos, pero su mente, agotada y aturdida, no lograba encontrarlo.
—No habla mucho, ¿no? —le murmuró Lancelot a Helios.
—Sí habla. Habla mucho —respondió Helios. Margaery lo miró mal—. Pero es encantadora.
Lancelot miró a Helios y luego a Margaery. La princesa ya no sabía como llevar a Excalibur, si arrastrandola o en sus brazos. Su brillo parecía opaco, su hoja era más una reliquia que una representación de poder. Cada vez que intentaba alzarla, sus brazos temblaban, agotados por el esfuerzo físico y emocional. Arrastrarla por el suelo parecía una blasfemia, una falta de respeto, pero abrazarla contra su pecho tampoco le daba consuelo.
Sentía como si Excalibur estuviera juzgándola, como si la espada, casi consciente, cuestionara su derecho a portarla. Era un peso físico, pero también simbólico: llevarla era asumir un linaje que ella no estaba segura de poder honrar.
—Entonces... ¿Margaery de Lyndor? —habló Lancelot.
—Margaery Potter —respondió la susodicha.
—¿Ni siquiera Pendragon? —inquirió el caballero.
—En realidad es Pendragon pero a ella no le gusta —se entrometió Helios.
Margaery volvió a dirigirle una mala mirada.
—¿Puedes explicarme que es lo que pasa? ¿Por qué está él aquí? —preguntó Margaery, mirando a Helios—. Sin ofender, eh, les agradezco por sacarme de ahí pero llevo... Llevo meses, ni siquiera sé si un año, sin contacto del mundo y... he pasado por mucho en las últimas horas y... —sin que lo supiera, se le había quebrado la voz y tenía los ojos llorosos—... Yo solo quiero que esto pase e irme a casa.
Helios la miró con un poco de lástima y luego señaló a Lancelot.
—Descubrimos que Morgana tiene atrapada a Guinevere en esa cosa —explicó el joven, señalando una piedra preciosa, que brillaba con un fuerte color lila bajo el sol—. Y que tu, portando a Excalibur puedes sacarla.
Margaery lo miró, incrédula. Acababa de incendiar el árbol de Merlín, matando por consiguiente al mago más poderoso de todos los tiempos, ¿y le pedía que hiciera eso?
—Pues discúlpate con él —repuso Margaery—. Porque yo no puedo hacer eso.
—Pero...
¿Quién creían que era ella? ¿Una salvadora? ¿Una heroína? No. No lo era. No era un simple juguete para solucionar los problemas de los demás. Si podía solucionarlo entonces con gusto lo haría pero no se exigiría de mas. Tenía que sobrevivir con las pocas fuerzas que le quedaban, huir de las personas que la querían ver muerta, no ser la salvadora de gente que debería estar muerta.
—¡No puedo! —siseó Margaery—. Y tampoco lo haría. Yo soy fiel a mi rey, no ayudo a traidores.
Lancelot apretó los labios, su expresión endureciéndose por un instante, pero no había reproche en sus ojos, solo un cansancio que parecía tan antiguo como él mismo.
—Eso ya no es mi batalla, no lo ha sido en siglos. Solo quiero recuperar a Gwen, es todo lo que quiero —hizo una pausa, mirando hacía abajo—. Guinevere... ella es lo único que me queda. No puedo dejarla en las manos de Morgana, por más tiempo. Han sido siglos...
Margaery lo miró, incrédula y furiosa a partes iguales. Su pecho subía y bajaba rápidamente, una mezcla de agotamiento y emociones que la sobrepasaban.
—¿Entonces solo se trata de ti? —replicó, con una dureza que la sorprendió incluso a ella misma—. De lo que tú necesitas, de tu culpa y tus errores. Yo no puedo hacer nada, Lancelot. Nada. Pueden buscar a otra heroína. Otra persona que porte a Excalibur. Si quieres... Si quieres, puedes clavarme la espada en el estómago, no me importaría.
—Mary —llamó una voz que Margaery reconoció desde el primer momento.
Arthur.
Margaery se dió vuelta para poder ver al rey. Hacía tiempo que no lo veía, inclusive antes de que Margaery conociera a Aithusa. Recordó esa extraña visión, o recuerdo, que había tenido y le había permitido viajar por todos los tiempos. Ella había estado igual de presente en su vida como Arthur lo había estado en la de Margaery.
Quizás eso pasaba con Helios y Selene, quizás ellos estuvieran en la consciencia de todos desde hace siglos solo que nadie había sido capaz de verlos. Quizás eso había sido.
—Margaery, el poder que portas no es solo una carga —dijo Arthur, con una pequeña sonrisa—. No lo hagas por él. Ni siquiera por mí. Hazlo por ti. Y, quizás también por los que vendrán después de ti.
Margaery dio un paso atrás, su mente luchando por procesar lo escuchaba. Quería correr y abrazar a Arthur pero sus piernas no le respondian.
—¿Por qué yo? —preguntó, su voz apenas un susurro—. ¿Por qué siempre soy yo?
Arthur dio un paso adelante, colocándose frente a ella con una calma inquebrantable.
—No te estoy pidiendo que seas una salvadora, Margaery —dijo, con una suavidad inesperada—. Solo te estoy pidiendo que seas fuerte una vez más. Porque si no lo haces tú... no quedará nadie más que pueda hacerlo.
Margaery tragó saliva, sintiendo un peso invisible sobre sus hombros. Inhaló profundamente y miró a Arthur. Había algo en su tono, en su presencia, que le daba una seguridad extraña, aunque no supiera si era la decisión correcta o no.
—¿Y eso es todo? —preguntó, levantando ligeramente la ceja, intentando sonar escéptica, aunque su voz traicionaba un atisbo de esperanza.
Arthur asintió, su expresión tan imperturbable como siempre. Lancelot, sin embargo, parecía menos convencido.
—¿Por qué haces esto? —preguntó, casi en un susurro—. Después de todo lo que pasó... Después de todo lo que te hice...
Arthur lo miró, con una sonrisa. El amorío entre Guinevere y Lancelot había destruido a Arthur, pero ahí estaba, indulgente y amable como solo el único rey digno de Camelot podía.
—Porque he aprendido a perdonar —respondió Arthur, con una tranquilidad que no permitía ser cuestionada—. Y porque sé lo que es cargar con una culpa que nunca se disipa. Tú ya has sufrido, Lancelot. No tiene sentido prolongar el castigo.
Margaery observó la escena, sintiéndose como una intrusa. Pero cuando la mirada de Arthur regresó a ella, supo que no tenía opción.
—Cuando partas la piedra, corre hacia el lago colina abajo pero nunca confíes en Nimue —explicó Arthur—. Yo confío en ti.
Con un último suspiro, Margaery avanzó hacia la piedra preciosa que Lancelot había señalado antes. Se detuvo frente a la piedra, ajustó su agarre en el mango de Excalibur y miró de reojo a Arthur y Lancelot. El primero le dio un leve asentimiento, el segundo apenas podía sostenerle la mirada, como si temiera que aquello no fuera más que una ilusión que se desmoronaría en cualquier momento.
—¿Margaery? —la llamó Arthur una vez más—. Gracias.
Margaery, con ojos llorosos, se dio vuelta y abrazó al rubio, que la estrechó entre sus brazos como si de su hermana se tratara. Y quizás así lo era. No podía agradecerle suficiente como para no considerarla su hermana. Alguien que tendría que proteger incluso si ya no pudiera estar físicamente con ella.
Arthur Pendragon siempre estaría para Margaery Pendragon. Siempre.
Sin pensarlo más, Margaery alzó la espada y la clavó con todas sus fuerzas en la piedra.
El impacto resonó como un trueno, y por un instante, todo pareció congelarse. Las ondas que Margaery había sentido en el Vals sans Retour y en el Hotié de Vivianne comenzaron a expandirse, amenazando con tirarla al suelo y no dejarla levantarse jamás. Margaery cerró los ojos, sintiendo un calor abrumador que la obligaba a retroceder.
Cuando finalmente abrió los ojos, vio a Lancelot de rodillas frente a la figura que emergía de la luz: Guinevere. Su rostro era radiante, lleno de una paz que parecía casi irreal. Lancelot avanzó hacia la luz, y los dos se encontraron en el centro del resplandor, sus manos entrelazándose, y juntos comenzaban a evaporarse en la luz. "Así era como se debería sentir el amor," pensó Margaery, con amargura.
Margaery sintió un tirón en su pecho que la sacó de su ensimismamiento. Recordó las palabras de Arthur y sin pensarlo dos veces, giró sobre sus talones y empezó a correr colina abajo.
Excalibur seguía en su mano, lo que sorprendió a Margaery porque ella casi no tenía fuerza y las ondas casi la habían derribado. Se dió cuenta de que el lago que Arthur había dicho no quedaba necesariamente cercano a donde estaba y tuvo que correr por un largo trecho hasta llegar a las orillas del lago.
Sus piernas no soportaron más el peso de su cuerpo exhausto y cayó de rodillas sobre las piedras que formaban la playa. Sintió el frío húmedo de las rocas contra su piel, pero no le importó. Levantó la vista y allí estaba: el lago. El agua tenía un brillo casi sobrenatural, reflejando el cielo gris y cargado de nubes que seguían amenazando con llover. Al fondo, sobre una colina verde y solitaria, se alzaba una torre oscura que se escondía en la niebla.
Margaery supo en ese instante que había llegado. No había duda alguna: aquel era Avalón, el lago mítico. El lago emanaba una calma inquietante; la torre, con su forma solemne y austera, la inquietaba. El paisaje era frío y desolado y Margaery sintió un leve escalofrío.
El corazón de Margaery latía con fuerza pero aún así se incorporó. Sostuvo Excalibur en sus dedos. Este podría ser el último paso, el punto final de su camino. Podía entrar al lago y solo... flotar. Las hadas la recibirían y Margaery se libraría de su tormento. Decían que Arthur estaba en Avalón, quizás podría ir con él.
Margaery avanzó apenas un paso más antes de tropezar y caer de bruces contra algo duro. El impacto le arrancó el aire de los pulmones, y un dolor punzante se extendió por sus costillas. Se incorporó lentamente, las manos arañando el suelo pedregoso en busca de apoyo, mientras intentaba calmarse. Miró hacia abajo, buscando la causa de su caída, y sus ojos se posaron en lo que parecía ser un tronco caído, pero al acercarse más, notó que no era un árbol, sino algo mucho más elaborado. Bajo la luz gris que daban las nubes de lluvia, distinguió el contorno de un ataúd enorme, tallado en un roble oscuro.
El aire a su alrededor se tornó más frío cuando su mirada se detuvo en una inscripción grabada con precisión en la madera. Las palabras en latín parecían brillar, casi como si tuvieran vida propia: Hic iacet sepultus iclitus rex Arthurus in insula Avalonia.
Aquí yace sepultado el Rey Arthur, en la isla de Ávalon.
Se quedó inmóvil, sintiendo cómo su mente intentaba procesar lo que tenía frente a ella. Era imposible, ¿verdad? Estaba frente el lago de Avalón y debía haber sido aquí donde Merlín había traído a un moribundo Arthur Pendragon, luego de la batalla de Camlann y luego de ser atacados por Morgana unas metros más arriba, en el Sendero de Lyndor. Antes de que pudiera decidir si tocar el ataúd o alejarse, una voz surgió detrás de ella.
—La tierra de la eterna juventud. Los mortales sólo pueden vislumbrarla un momento antes de morir.
El corazón de Margaery se detuvo un instante antes de reanudar su frenético tamborileo. Giró sobre sí misma tan rápido que casi perdió el equilibrio. Sus ojos se encontraron con una figura alta, cubierta con una túnica bordó. La capucha ocultaba gran parte de su rostro, pero desde la penumbra brillaban dos ojos intensos.
Margaery se quedó inmóvil, observando a la figura encapuchada frente a ella. Había algo inquietante en esa voz serena, en la manera en que cada palabra parecía acariciar y, al mismo tiempo, herir. La figura dio un paso hacia adelante y Margaery pudo ver su rostro con claridad. La mujer tenía una belleza etérea, casi irreal, con ojos que parecían contener un océano y una sonrisa que prometía consuelo, aunque algo en ella no encajaba.
—¿Quién eres? —preguntó Margaery.
La mujer inclinó la cabeza con gracia, como si considerara su respuesta.
—Soy Nimue, la Dama del Lago —respondió la mujer en tono suave—. Custodia de este lugar sagrado y de su espada más preciada.
Margaery sintió un nudo en el estómago. Sabía quién era Nimue, o al menos, quién se suponía que era. Las historias la describían como una aliada de Arthur, quien le había dado Excalibur a Merlín al principio del reinado de Arthur pero también había oído rumores de su traición a Merlín y de cómo había estado aliada con Morgana en los momentos finales del rey.
—Has llegado hasta aquí con Excalibur —continuó Nimue, acercándose más—. La espada me pertenece, y es hora de que regrese a su lugar.
Margaery retrocedió instintivamente, abrazando la empuñadura de la espada con fuerza. Las palabras de Arthur resonaron en su mente: "Nunca confíes en Nimue."
—No puedo entregársela —dijo Margaery, tratando de sonar firme.
Nimue levantó una ceja, y aunque su rostro seguía siendo amable, algo oscuro brilló en sus ojos.
—No entiendes lo que dices, niña —respondió, dando un paso más cerca—. Esa espada no es un juguete, ni un trofeo. Es un arma, y debe permanecer aquí, en Ávalon, donde puede cumplir su propósito. Tú no sabes lo que llevas.
—Sé suficiente —replicó Margaery, apretando aún más la espada—. Sé que no se la daré.
Por un momento, el rostro de Nimue se endureció, pero su expresión cambió tan rápido que Margaery se preguntó si lo había imaginado. La Dama del Lago dejó escapar un suspiro melodramático y extendió una mano hacia ella.
—No quiero pelear contigo, querida. Solo quiero ayudarte —dijo con dulzura—. Debes estar cansada, confundida... y esa espada es una carga demasiado pesada para ti. Ven conmigo. Entraremos juntas al lago. Allí encontrarás la paz que buscas, y yo me aseguraré de que la espada vuelva a descansar donde pertenece.
Margaery dudó. Había algo tentador en esas palabras, en la promesa de liberación que ofrecían, pero también había algo profundamente inquietante en la manera en que Nimue las pronunciaba. La joven observó a la Dama del Lago con atención, buscando una grieta en su fachada. Y entonces lo entendió: Nimue no podía entrar al lago.
De repente, fragmentos de lo que había vivido cobraron sentido. Las leyendas decían que Nimue había traicionado a Merlín, que su ambición la había condenado. Las hadas, en castigo, la habían atado a la orilla del lago, incapaz de sumergirse en sus aguas sagradas a menos que alguien más la acompañara. Ese alguien, comprendió Margaery, estaba destinado a ser ella.
Pero no lo sería.
—Está bien —dijo Margaery al fin, fingiendo rendirse—. Entraremos juntas.
Nimue sonrió, y aunque su expresión era amable, Margaery pudo percibir un destello de triunfo en sus ojos. La Dama del Lago extendió una mano, y Margaery, aunque su corazón latía con fuerza, la tomó. Juntas comenzaron a caminar hacia el lago.
El agua estaba inquietantemente quieta, era un espejo que reflejaba el cielo grisáceo. Nimue avanzó con pasos firmes, deteniéndose justo en el borde.
—Ven, niña —dijo, su voz cargada de una extraña mezcla de urgencia y dulzura—. Te librarás de Morgana y de todos, da el primer paso conmigo. Dame la espada.
Margaery fingió dudar, aferrándose a Excalibur como si la espada fuera su salvavidas. Dio un paso más, acercándose a Nimue. La Dama del Lago extendió ambas manos hacia ella, y en ese momento, Margaery actuó.
En cuestión de segundos, usó el peso de Excalibur para empujar a Nimue hacia adelante. La Dama del Lago perdió el equilibrio, y su grito de sorpresa resonó en el aire cuando cayó al agua.
El lago reaccionó de inmediato. Las aguas que habían sido tranquilas se agitaron violentamente, como si el propio lago rechazara la presencia de Nimue. La figura de la Dama del Lago se hundió rápidamente, arrastrada por una fuerza invisible, mientras Margaery retrocedía.
Y luego, silencio. Hasta los propios animales del bosque parecían haberse silenciado. Margaery respiró hondo. No estaba segura de lo que acababa de hacer, pero sabía que, al menos por ahora, había ganado.
No notó la característica onda de choque que había sentido cuando se había encontrado con otros personajes de la leyenda artúrica. Ahora solo había silencio. La torre emitió un brillo tenue, casi como un parpadeo de reconocimiento, y Margaery comprendió que también tendría que despedirse de su aliada de metal.
Acarició el filo de Excalibur y el rubí que tenía en el mango, tantas vidas que habían sido tomadas y salvadas por aquella espada. Respiró profundamente, levantando la espada con ambas manos mientras tomaba impulso. La lanzó con todas sus fuerzas hacia la mitad del lago, su mirada fija en el reflejo del cielo sobre la superficie del agua. Excalibur giró en el aire antes de comenzar a sumergirse.
Por un instante, no ocurrió nada. Pero entonces, el lago respondió. Desde las profundidades, una mano surgió lentamente, aparentemente humana, envuelta en una luz que oscilaba entre el oro y el blanco. Los dedos delgados y gráciles se cerraron alrededor del mango de Excalibur, sosteniéndola.
Margaery contuvo el aliento mientras observaba la escena. La mano permaneció ahí por unos segundos eternos, como si reconociera y aceptara el sacrificio que acababa de hacerse. Luego, con igual lentitud, desapareció bajo las aguas, llevándose la espada consigo.
En ese instante, la torre brilló de nuevo, esta vez con una intensidad que obligó a Margaery a cerrar los ojos. Sintió otra onda de choque recorrer el aire, un impulso que la sacudió hasta los huesos. No era como las otras veces, era diferente pero no sabía decir bien porque.
Cuando abrió los ojos, el lago había recuperado su calma. La torre había vuelto a su estado anterior, sin emitir más señales. Margaery exhaló lentamente, sintiendo cómo el peso que había llevado hasta ese momento comenzaba a disiparse.
—Ma —habló Helios desde atrás. No sabía cuándo era que el chico se había desaparecido o aparecido nuevamente, pero Margaery le sonrió—. Lo hiciste. Terminaste con todo.
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