xci. la luz del sol
La luz del sol entraba por algún agujero y se depositaba directamente en los ojos cerrados de Margaery. Sus párpados revolotearon y se cegaron ante la iluminación. Su cabeza le dolía como si hubiese pasado horas bajo una gran presión. Inspiró con dificultad; parpadeó y comprendió que la luz del sol estaba filtrándose a través de un toldo de hojas. De inmediato, echó una ojeada alrededor y comprobó que estaba tumbada en un bosque, aparentemente sola.
Tuvo un deja vu, de cuando Alessia y ella escaparon de Lyonesse, y sus sentidos entraron en algo parecido al pánico. Volvió a pensar en el Bosque Prohibido y le volvió a dar un vuelco el corazón al pensar que desde allí, caminando entre los árboles, podría llegar a la cabaña de Hagrid pero tal como había hecho antes reconoció que los árboles crecían más separados, y el suelo estaba más limpio. Se incorporó, recordando de a poco lo que había pasado el día anterior, y sintió una punzada de tristeza y otra de pánico.
—No te levantes muy rápido. Te puedes lastimar —dijo la voz de Alexander detrás de ella.
Margaery se giró y miró al pelirrojo. No parecía querer hacerle daño pero Margaery aún así estaba alerta. La chica respiró hondo, al borde de las lágrimas. Se sentía como si hubiese dejado una parte suya detrás.
—¿Qu-qué pasó? —susurró Margaery.
—¿Qué recuerdas? —preguntó Alexander, acercándosele.
—N-no mucho. Me duele la cabeza —respondió Margaery—. Recuerdo a Lessie... Y luego a esos hombres y que comenzamos a correr y luego...
—Nos aparecimos aquí pero sufriste una despartición —le informó el chico. Margaery palideció. Siempre había pensado en la despartición como algo cómico, pero la idea de que le pasara a ella... era terrorífica—. Tranquila. Solo fue tu cabello. Aunque te ha quedado un tanto... Mejor velo tu misma.
Margaery, horrorizada, miró a Alexander, que la observaba divertido. El chico dibujó un espejo en el aire con su varita y Margaery se vio reflejada ahí. Tenía el cabello cortado por encima de los hombros, como si se lo hubieran cortado limpiamente con un cuchillo, y seguía igual de rubio, incluso un poco más. Lo que la entristeció fueron sus ondas que se habían cortado totalmente.
—Mis rulos... —musitó la princesa, tocándose el cabello con las manos temblorosas.
—Podría hacerlos crecer pero, por tu integridad, no lo recomiendo —le dijo Alexander—. Y se cortó una pequeña parte de tu vestido y casi tu hombro. Pero solo fue un corte.
Margaery se vió los hombros. Era verdad no tenía ninguna de las dos mangas y tenía un pequeño corte que ahora tenía el aspecto de una herida de varios días, y una fina capa de piel nueva cubría lo que momentos antes debería haber sido carne viva.
—¿Te duele mucho? —preguntó el pelirrojo—. Hice lo mejor que pude. Hay hechizos que te curarían del todo, pero tengo miedo de intentarlo por si los hago mal y te causo más daño. Has perdido mucha sangre, ¿sabes?
Margaery negó. Las lágrimas que le anegaban los ojos despedían destellos.
—No, no me duele —murmuró Margaery, mirando a su primo—. Gracias.
Alexander le sonrió un poco.
—Espero que seas un poco más compasiva conmigo —bromeó él.
Margaery sonrió.
—Me lo pensaré —le respondió.
—Que lástima —replicó Alexander, en un murmullo que Margaery no tendría que haber oído.
—Que respuesta tan alentadora —ironizó Margaery, apoyando su peso en su brazo—. ¿Dónde estamos?
—Dinan. Ladera de los Nidos —respondió el pelirrojo.
Margaery lo miró y luego miró a su alrededor. Un castillo se alzaba en el horizonte, en un grupo de riscos elevados de piedra rojiza rodeados por tres lados por las aguas de la Bahía de Todos los Mares. Ah, y también había dragones. Muchos dragones. Era algo que los habitantes de la provincia montañosa se habían acostumbrado pero que resultaba perturbador para los nuevos habitantes.
Las leyendas decían que Arthur Pendragon había conseguido los dragones para su dinastía en ese lugar. Merlín, el último señor de los dragones por línea hereditaria, le había transferido sus dones a Arthur. El rey soñó con un huevo de dragón que se abría, despertando al embrión maduro del huevo al darle un nombre en sueños. Belthor lo había llamado Arthur, Ragnarrök lo llamaban los escandinavos, Draconta los británicos y Kilgha los druidas. No importaba el nombre, todos estaban de acuerdo con que fue el dragón más grande del mundo. Sus dientes eran del tamaño de espadas y su mandíbula lo suficientemente grande como para tragarse a un pueblo entero de un solo bocado.
Belthor creció cinco veces más rápido que los dragones en la época de Margaery y rápidamente su envergadura fue tal que pueblos enteros se oscurecieron cuando pasaba volando. Cuando Arthur tomó Camelot de nuevo habían pasado cinco años desde que el dragón salió del huevo y Morgana huyó a Saint-Malo, donde encontró a Aithusa, la dragona que había nacido del mismo sueño de Arthur, pero él nunca lo había sabido. Morgana volvió atacar Lyonesse, en la Segunda Caída Bretona, y Arthur huyó sin Belthor, que se quedó en el santuario con Aithusa.
Luego, sucedía la historia que todos conocían. Morgana era traicionada por Modred, lo que permitía que Arthur con el pequeño ejército de Tristán e Isolda volvieran a tomar la capital, Arthur se casaba con Guinevere pero ella le era infiel con Lancelot aunque él ya tiene una enamorada. La pasión de esa joven por Lancelot se volvió cada día más intensa hasta que le confesó su amor, pero él respondió que ama a otra y ella anunció que morirá en consecuencia. Y así sucedió, tiempo después, una nave con el cuerpo de la muchacha y una carta, en la que ella anuncia quién es y por qué ha muerto, llegó a Camelot lo que cerró las ilusiones de Arthur acerca de la inocencia de Lancelot y Guinevere, restauró la concordia entre los esposos y abrió la puerta a la crisis que desencadenó la Tercera Caída Bretona.
Así, Arthur fallecía en la Batalla de Camlann a manos de su hijo, Modred. La batalla se desarrolló a lo largo de un día entero de lucha, tras la cual, el mermado y muy inferior en número ejército de Arthur derrotó a las hordas de sajones de Morgana. Ambos líderes cayeron al final del día, en el Sendero de Lyndor, pero Arthur, según cuenta la leyenda, fue trasladado aún vivo a Ávalon, donde probablemente aún aguarda el momento de regresar al mundo de los vivos para presentar batalla por, quizá, última vez.
Margaery deseaba preguntarle a Arthur donde había conseguido a Belthor para poder ir. Quería comprobar si era verdad lo que decían de Dinan aunque no lo necesitaba porque, en cuanto Margaery y Alexander se pusieron en marcha, escucharon rugidos, gruñidos y aleteos. Y tampoco podía preguntarle a Arthur porque el rey no se aparecía hace unas semanas.
—¿No te asustan? —preguntó Alexander, mirándola atentamente.
Margaery rió y negó con la cabeza.
—He crecido mi vida entera con dragones —respondió—. Los respeto, pero no los temo. Tengo la sangre del dragón en mis venas y sé hablar drílico a la perfección. Además, ahora soy un tanto artúrica.
—Por si no te habías fijado, corazón, a la hora de la verdad tener la sangre del dragón y hablar drílico no ha salvado a muchos —comentó Alexander.
—Verdad. Pero con Arthur como guía hay pocas cosas que se nos puedan interponer —recitó Margaery.
—¿Y desde cuándo eres tan religiosa? —inquirió Alexander—. Te pareces a mi madre.
—Gracias por el insulto —farfulló Margaery—. Y te agradecería aún más si te abstuvieras de compararme a Yvette.
—Tus deseos son mis órdenes, hermosa —dijo Alexander, con sorna. El pelirrojo se detuvo, mirándola—. Por cierto, ¿dónde planea Su Gracia llevarme?
Margaery titubeó. De hecho, ella lo había estado siguiendo a él, no esperaba que fuera al revés. También lo miró, y luego decretó.
—Tintagel.
—¿Y sabes por dónde estás yendo? —Margaery abrió la boca para contestarle pero la cerró al razonar que la respuesta era negativa—. Ya veo... Entonces, técnicamente, tú podrías ser mi prisionera. Deberías.
—¿Y dónde planeas tu llevarme? —espetó Margaery.
—No es mucho por recorrer. La Casa Boores de Dinan es leal a mí —replicó Alexander.
—Era. Si no recuerdas a la Casa Boores la reemplazó la Casa Gaunes —informó Margaery—. Así que son leales a mí hermana. Y, por consiguiente a mi como su heredera.
Alexander la miró, con una sonrisita divertida.
—Sigue caminando, hermosa. Tintagel es hacia el este —dijo Alexander.
—¿Y cómo sé si me estás diciendo la verdad? —espetó Margaery.
—Te enterarás al bajar al pueblo —respondió Alexander. Margaery lo miró, pero el pelirrojo siguió caminando y Margaery tuvo que trotar para alcanzarlo.
—Alexander —llamó Margaery—. ¿Dónde vamos?
—Fontaine —replicó Alexander—. ¿Si sabes dónde queda Fontaine o vas a preguntar más cosas?
Las mejillas de la rubia se volvieron coloradas ante la burla.
—Sí sé que es Fontaine —se defendió.
—Sé que sabes que es. Serías demasiado inculta si no lo supieras.
—¿Disculpa?
—Disculpada —repuso Alexander—. Y por si te preguntabas, es la capital de Dinan.
—Sé que es la capital de Dinan, Alexander —dijo Margaery, en tono enojado—. ¿Para qué vamos?
—Otra pregunta —farfulló Alexander—. A alimentarnos a no ser que prefieras morir de hambre. Y para que veas un mapa.
—¿Que se supone que significa eso?
—¿Puedes dejar de hacer tantas preguntas?
—Es de mala educación contestar a una pregunta con otra —respondió Margaery.
—Ya me habías dicho eso antes —dijo Alexander—. Y ya te dije que no lo lamentaba.
Fontaine era parecida a Saint-Malo en cuanto estructura. Tenía muchísima influencia druida pero lo que más le sorprendió fue la cantidad de gente amotinada en las calles. Pero no era porque así eran las calles normalmente porque Dinan era la provincia más pequeña de Camelot y la gente solía tener sus trabajos a las afueras de Fontaine, la capital. Parecían disturbios aunque Margaery no sabría distinguirlos muy bien porque nunca había estado en los barrios pobres en ningún lugar. Alexander le tomó la mano, así que Margaery supuso que estaba confirmando sus sospechas.
—¿Qué pasa? —le gritó Margaery por encima del ruido de quejas.
—No lo sé —respondió él—. Parece una ejecución.
Y era correcto: la gente se amotinaba frente a una especie de estrado donde habían varios caballeros, que escoltaban un hombre con la cabeza en una piedra. Margaery vió un verdugo y le costó un poco más distinguir a quien iba a ser ejecutado: lord Boores, quien alguna vez había pedido la mano de Margaery en matrimonio (cuando ella tenía 12 y él 42).
Cuando las campanas dejaron de sonar, en la plaza se hizo el silencio, y lord Boores alzó la cabeza y empezó a hablar con voz tan débil que apenas se le oía. «¿Qué?» y « ¡Más alto!» , empezaron a gritar. Un guardia avanzó hacia el hombre y le dio un empujón brusco.
—Soy Edmund Boores, duque de Dinan —dijo el lord, empezando de nuevo en voz más alta, de manera que sus palabras se oyeron en toda la plaza—. Y me han condenado a morir... por apoyar al legítimo rey.
Margaery miró a Alexander pero el chico no le devolvió la mirada pues la tenía muy clavada en el lord. El guardia lo empujó una vez más y fue él mismo el que comenzó a recitar los cargos entre abucheos.
—Traición a la legítima reina al apoyar al usurpador —más abucheos—. Captura de Su Gracia, la Princesa de Lyndor —"¿qué carajos?", se preguntó Margaery—. Esconder del gobierno de Su Majestad la muerte de Alessia Pendragon más incontables crímenes de guerra.
La multitud se quedó en silencio hasta que la muerte de Alessia comenzó a retumbar en el pueblo. Alguien, entre la multitud, lanzó una piedra, que acertó a un guardia. Llovieron más piedras. Una golpeó a otro guardia; otra chocó contra la coraza de un caballero. Señores y caballeros se hicieron a un lado para dejar paso al hombre alto y descarnado, el verdugo. Y en menos de un segundo, la cabeza del señor rodó por el estrado.
Margaery gritó, junto al resto de la multitud, y se escondió en el pecho de Alexander, que la apretó contra él, protectoramente. El resto pasó muy rápido para que Margaery lo pudiera recordar luego. Desde ese lugar, los amotinados se extendieron por toda la ciudad. Se volcaron carros y carretas; se saquearon tiendas; se desvalijaron e incendiaron viviendas. Los guardias que intentaron poner coto a los disturbios fueron rodeados y linchados con saña. No se libró nadie, ni de alta ni de baja cuna. Lanzaban desperdicios a los señores y desmontaban a los caballeros.
Los marinos, incapaces de regresar a sus navíos, atacaron las puertas de la ciudad y libraron una enconada batalla contra la Guardia de la Ciudad de Dinan y se necesitaron cuatrocientas lanzas para dispersarlos. Para entonces, la puerta de la cuidad estaba casi hecha pedazos, y un centenar de hombres, guardias en una cuarta parte, habían muerto o agonizaban. La batalla convertida en motín se convirtió en matanza. Rodeados por todas partes, los guardias se vieron asediados y barridos, sin espacio para maniobrar con las armas.
Margaery veía sangre por todos lados, hombres, mujeres y niños muertos por igual, madres que gritaban, niños que lloraban y hombres que empujaban a quien se encontrara en su camino. Alexander se procuró que Margaery no soltara su mano en todo el trayecto. La rubia sintió como su vestido se enganchaba con cada paso que daba pero no emitía ni un solo ruido hasta que una señora la agarró del hombro. Alexander la tironeó pero la mujer, aparentemente una vidente por su aspecto estrafalario, mantenía su agarre en ella.
—Fuego y sangre, sangre y fuego. Eso corre por sus venas. Si quieres purificarte de tus pecados, primero debes bañarte con sangre y llamas de dragón —la mujer rió y luego alzó su voz, que se impuso en la revuelta como si fuese una premonición. Luego elevó el brazo derecho y señaló con el dedo de la mano la montaña en que Alexander y Margaery habían estado hace unos minutos—. ¿¡Han escuchado!? Allí está la causa de nuestra perdición. Esta ciudad siempre ha sido suya. ¡Del dragón y sus hijos! Si quieren tomarla, primero tienen que destruirlos. Tienen que bañarse con sangre de dragón.
De diez millares de gargantas surgió un grito: «¡Matadlos! ¡Matadlos!» y Margaery comprendió, cuando un dragón rugió, a lo que se refería la anciana. Alexander la tironeó una vez más y Margaery logró escaparse de su agarre para seguir corriendo. Los hombres y las mujeres empezaron a avanzar empujándose, sacudiendo las antorchas, blandiendo espadas, puñales y otras armas más toscas, caminando y corriendo por calles y callejones hacia la Montaña de Arthur. Algunos se lo pensaron mejor y se refugiaron en su casa, pero por cada hombre y mujer que se quedaba, aparecían tres más para unirse a los matadragones.
—¡Alexander!
—¡Sigue caminando, Marg! —gritó el pelirrojo.
—¡Pero van a matar a los dragones! —exclamó, angustiada.
—O los dragones los matarán a ellos —respondió Alexander sin conmoverse—. Que ardan. El reino no los echará de menos.
Pero cuando llegaron a la montaña, su cifra se había duplicado. El pueblo iba armado con lanzas, hachas largas, porras con púas y medio centenar de armas de todo tipo, entre ellas, arcos largos y ballestas. Cuando entraron en la inmensa guarida que habían construido los dragones, Margaery y Alexander veían todo desde la colina más próxima. La noche era negra y nublada y las antorchas eran tan numerosas que era como si las estrellas se hubieran desplomado del cielo.
Atrapados en la guarida, rodeados de muros y piedra, los dragones no podían salir volando ni usar las alas para repeler los ataques o acometer a sus enemigos, por lo que lucharon con cuernos, garras y colmillos. Margaery distinguió cuatro colores de fuego diferente: oro pálido con vetas rojas, blancas opacas con lila, naranja con volutas amarillas y doradas. A solo uno se lo vio despegar... Era enorme, tan grande que Margaery pensó que no iba a entrar en su campo de visión; las escamas blancas relucían bajo la luna y no se imaginaba como deberían hacerlo bajo el sol; el fuego era opaco, así que se trataba de un dragón antiguo.
—¿Aithusa? —dijo la voz de Arthur a su lado.
—¡Aithusa! —exclamó Morgana.
Margaery no lo pensó dos veces y salió corriendo hasta donde la dragona había descansado.
—¡Margaery! —escuchó que Alexander la llamaba pero no le interesaba. También oyó las voces de Arthur, Selene, Helios y Modred pero no le importó.
Sus piernas solo obedecían el comando de seguir corriendo. Sintió que alguien más la seguía, probablemente Alexander aunque también podía ser Helios y Selene. Cuando un cálido viento rozó las mejillas de Margaery, y por encima de los latidos de su corazón, escuchó el sonido de las alas supo que había llegado a su premio.
Por encima de ella, la dragona se volvió brillante contra la luna. Sus escamas eran blancas, los ojos y los cuernos y las placas de la columna vertebral lila. Sus alas se extendían unos cien metros de punta a punta, blancas como las nubes. Las batió una vez que barriéndolas por encima de la tierra, y el sonido era como un trueno. Un jabalí levantó la cabeza, resoplando... Y las llamas lo envolvieron, fuego blanco opaco inyectado con lila. Margaery sintió la ola de calor a varios metros de distancia. El grito agonizante del animal sonaba casi humano. La dragona aterrizó en cuerpo y se hundió sus garras en la carne humeante.
Margaery se acercó. Paso por paso, centímetro por centímetro. Había visto cómo su prima Arya reclamaba a Valkiria y como su tío Benedict lo hacía con Desirous. También había escuchado como su tío Aemmond le contaba historias sobre su propio dragón y como era montarlo. Pero nunca. Jamás. En. Su. Vida. Había imaginado que sería ella la que estaba parada a solo unos metros del segundo dragón más grande de la historia.
La cabeza de la dragona se giró. El humo se elevaba entre los dientes. Su sangre también humeaba,donde goteaba en el suelo. Batió sus alas otra vez, enviándola una asfixiante tormenta de tierra. Margaery tropezó en la caliente nube marrón, tosiendo. Los dientes de blanco se cerraron a centímetros de su cara. Margaery tenía los ojos llenos de tierra, tropezó con la tierra y cayó de espaldas. La dragona rugió, el sonido llenó la montaña y un viento ardiente la envolvió. Cuando abrió la boca, Margaery pudo ver trozos de huesos rotos y carne quemada carne entre sus dientes blancos. Sus ojos se fundieron. "Estoy mirando al infierno", pensó, "pero no me atrevo a mirar más allá." Ella nunca había estado tan segura de nada. Si huía, la quemaría y la devoraría.
En los lilas pozos humeantes de los ojos de Aithusa, Margaery vio su propio reflejo. Lo pequeña que parecía, lo débil y frágil y asustada. "No puedo dejar que vea mi miedo", pensó Margaery e inhaló con todas sus fuerzas para conseguir aire frío. Detrás de una cerca de dientes blancos y afilados, pudo vislumbrar el resplandor de un horno, el resplandor de un fuego dormido un centenar de veces más brillante que cualquier antorcha.
—Āngrose! —gritó Margaery. La bola de fuego formándose en la garganta de la dragona se evaporó—. Mērch ddā... An ē Aithusa an t-āinm a th' ort? —"Buena chica" repitió Margaery en inglés en su cabeza, "¿Te llamas Aithusa?". No sabía si los dragones respondían pero valía la pena intentar. La dragona la miró, con algo parecido a la curiosidad—. Margaery ȳdw i.
Yo soy Margaery. Nunca se había puesto a pensar en la peculiaridad de su nombre pero ahora, que estaba casi segura de que iba a ser comida viva, razonó en que pocas personas se llamaban Margaery. "Es el nombre de la tragedia", se le había burlado Harry una vez y, cuando le preguntó a su tío Aemmond él le había dicho que era verdad, que la mayoría de mujeres que se llamaban Margaery no habían tenido vidas muy agradables. Pero él le había asegurado que no era su caso, que Margaery Potter era una pequeña estrella y que iba a brillar, tarde o temprano.
¿Qué diría Aemmond sobre la estupidez que estaba haciendo su sobrina favorita? "Única sobrina", pensó su mente con pesimismo. Claramente no la aplaudiría... Y tampoco lo haría su madre, ni su hermana o su su hermano... Y sintió una punzada de pánico.
"Tranquila", se recordó. "Utiliza su nombre, comándala, habla con ella con calma pero con firmeza. Domínalos, como Alyssane dominó a Draemon y luego a Draemyra en el santuario." Era solo una niña, por aquel entonces, había estado sola, vestida con de jirones de seda, pero sin miedo. "No debo tener miedo. Ella lo hizo, por lo que yo también puedo Lo principal es no mostrar ningún temor. Los animales pueden oler el miedo, y los dragones..." ¿Qué sabía ella de los dragones? "¿Qué es lo que cualquiera sabe de dragones? Solo los Pendragon son dignos."
Dos ojos se levantaron ante ella. Lilas, eran, más brillantes que escudos pulidos, brillando por su propio calor, quemándose detrás de un velo de humo que salía de las narices de la dragona. La cabeza era más grande que la de un caballo, y el cuello se estiraba cada vez más, desenrollándose igual que las grandes serpientes verdes, hasta que finalmente bajó su cuello.
El dragón se estaba reverenciando ante Margaery.
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