lxxi. the unburnt and the undying

lxxi. la inquemable y la inmortal

Cuando Margaery despertó al día siguiente tuvo, la no incorrecta, sensación de no haber despertado de nuevo.

—¿Sabes el favor que nos harías si dejaras de morirte, Mary? —preguntó la voz de, indudablemente, Arthur Pendragon.

Margaery, yaciendo boca abajo, sacó las mismas conclusiones que había hecho cuando había muerto por primera vez. No era solo un pensamiento incorpóreo dado que estaba tendida sobre alguna superficie. Lo que hacía que tuviera sentido del tacto y que, contra lo que estaba tendida, también existiera. Abriéndolos, descubrió que mantenía sus ojos. Había escuchado a su antepasado, por lo que tenía oídos, y por el ruido que hizo al levantarse, también tenía boca y cuerdas vocales.

—Ay, no, ¿otra vez? —yacía en la misma brillante neblina de la última vez y, definitivamente, en Brocéliande.

—Sí, otra vez —gruñó una voz desconocida para ella. Era la de una mujer, pero era áspera y gruesa—. Ustedes los Pendragon siempre han mandado a muchos para el Otro Lado pero nunca pensé tener que lidiar con alguien como tu.

—Perdón, señora... —Margaery escaneó a la mujer canosa, que estaba envuelta en una rugosa y oscura capa, tratando de recordar su nombre—, pero le juro que yo no busco morir.

Otra persona aplaudió con delicadeza.

—¡Pero qué mona! —exclamó otra mujer, con dulzura. Cuando Margaery la miró, observó a una mujer, hermosísima, de cabellos caramelo y de ojos azules que tenía un simple vestido marrón claro cubriendola—. Soy Brighid, pero mis amigos me llaman Gigid.

—Yo soy Margaery, pero mis amigos me dicen Marg o Mary —respondió Margaery.

—Brighid, tu no tienes amigos —suspiró la otra mujer. Cuando hablaba, su voz parecía venir de las profundidades de la tierra, y sus ojos estaban muy tristes, llenos de dolor.

—¡Como tu hermana, Arthur! —exclamó Brighid—. Y no te preocupes si no tienes amigos... Espera un segundo, ¡yo sí tengo amigos!

—¿Es esa Brighid? —le preguntó Margaery, a quien la situación le divertía más de lo que debería, a Arthur, que estaba a su lado—. ¿La Enviadora de Vida, la Guardiana de los Veranos?

—Sí —respondió Arthur, con un asentimiento.

Margaery se fijó en otra persona en el lugar. Merlín Emrys la miraba muy fijamente y, para inconformidad de Margaery, no sonreía ni siquiera burlonamente. Al ver al mago, Margaery se enderezó y borró su sonrisa, entretenida.

—Perdón, no quiero interrumpir o parecer inoportuna, pero —dijo Margaery, cortando la discusión entre la Anciana y la Joven—, ¿alguno me podría explicar que hago aquí, de nuevo?

—¿Y qué más, niña? —espetó Merlín—. Pues haz muerto.

—No, ¿en serio? —ironizó Margaery.

La Anciana soltó una risa sarcástica y Margaery pudo ver que Arthur bajaba su cabeza para ocultar la sonrisa que se formaba en sus labios.

—Cuidado —advirtió el mago.

—¿O que? —espetó Margaery. No sabía qué pero una parte de su alma despreciaba por completo a ese hombre.

—De que tiene actitud, la tiene —dijo la Anciana, mirando a Margaery. La Princesa sintió un escalofrío recorriendo su espalda debido a la inquietud que le causaban sus ojos de obsidiana.

Margaery comprendió que estaba parada enfrente de la Guardiana del Mundo de los Espíritus. La Cailleach.

—¿Quién me...? ¿Quién fue...? —preguntó Margaery, súbitamente recordando que la tenía allí. Había muerto o había estado a punto de hacerlo

—¿Recuerdas algo de la última noche?

No, hubiera sido la respuesta pero, cuando trató de recordar, su mente comenzó a reproducir los pequeños fragmentos del día anterior. Su nombramiento, el complot para sacar a Alessia de Lyonesse y la última persona a la que había visto.

Andrew.

El corazón se le hundió. No había forma. No era posible. Él la amaba. Ella lo amaba. Él era la luna en sus noches oscuras. Su luna. Suyo. Suyo. Suyo. Margaery se desesperaba cuando Andrew no estaba con ella, él también. Su cerebro, normalmente consumido con pensamientos de todo tipo que amenazaban con tirarla abajo como si de una hoja al principio del otoño fuera, se calmaba totalmente cuando él estaba cerca. 

La forma en que la abrazaba, tan tierna, tan gentil, tan cuidadosa. Como si estuviera acunando una delicada figura de porcelana. Como si la más mínima presión pudiera hacerla añicos. Como si ella fuera una flor en sus dedos, lista para marchitarse al más mínimo toque.

El no podría haber sido. 

No, no, no, no.

—El Sol sale, la Luna cae —habló la Joven en voz baja, con los ojos pegados al vestido con el que jugaba entre sus manos—. La Casa sobrevive, pero el Amor perece.

—No creo que eso sea una respuesta —dijo Margaery, con un dejo de molestia—. ¿Quién fue? —repitió, con dureza—. No puede haber sido Andrew, ¿verdad? —silencio—. ¿Verdad?

—No —respondió Arthur, al final—. Fue Morgana.

—¿Morgana? —preguntó Margaery, sin aire.

La confesión pareció hundirla. No se esperaría una traición así pero, de alguna forma, no la sorprendía del todo. Estúpida. Estúpida. Estúpida. Esas palabras no eran para la mujer sino para ella misma. Había sido demasiado estúpida.

—Entonces, ¿por qué estoy aquí? —dijo Margaery, mirando a las tres deidades frente a ella—. Me dijeron... me dijo —se corrigió, mirando a Merlín—, que no debía crear más problemas.

—Yo no soy el que tiene el poder sobre si matarte o no —respondió el viejo mago, indiferente—. Aunque si fuese por mi...

Margaery rodó los ojos, con molestia, y se dirigió a la Cailleach, en busca de respuestas.

—Tu tiempo en el mundo de los vivos no ha terminado aún —respondió la Anciana.

—Pero estuvo a punto de hacerlo —espetó Margaery—. Dos veces. Tres, si contamos la vez en la que toqué el Velo de la Muerte. ¿Por qué?

—No le voy a revelar los secretos de la Eternidad a una simple mortal —escupió la Anciana.

—Pero no soy una simple mortal, ¿o sí? —dijo Margaery.

La Cailleach se levantó de su asiento, tan negro y podrido como su túnica, y enfrentó a la joven princesa.

—Tiene actitud, ¿verdad? —comentó Merlín, con sorna.

—¿Por qué no me deja pasar? —preguntó Margaery.

Porque no la dejaba cruzar el velo. Porque no la dejaba morirse de una vez. 

—Tu tiempo en el mundo de los vivos no ha terminado aún —repitió.

—¿Por qué? —repitió Margaery.

Quería saber, no, necesitaba saber.

—Tu Destino ya está escrito —habló la Cailleach—. Nada se puede hacer para cambiarlo.

—Y de ellos vendrán los Salvadores —murmuró Brighid, en el mismo tono que usó antes—. Tan diferentes como el Sol y la Luna, se alejarán, y, cuando Albion lo necesite más, regresarán para tirar abajo todo lo que se ha construido.

—Entonces soy la Hija Profetizada —dijo Margaery, encarando a la Cailleach e ignorando a Brighid—. Soy la Y Mab Darogan —intentó decirlo como una pregunta, pero salió como una afirmación.

—¿Sabes lo que es la humildad? —preguntó Merlín, con ironía.

—¿Sabe lo que es quedarse callado cuando otras personas están hablando? —inquirió Margaery en el mismo tono. Arthur soltó una risita.

—Los jóvenes están convencidos de que tienen razón sobre todas las cosas —dijo Merlín, con odio—. ¿No se te ha ocurrido pensar, miserable engreída, que hay una muy buena razón por la que las profecías se tardan tantos siglos en completarse? ¿Qué harás cuando el peso te lleve por encima?

—Tratar de no convertirme en una amargada pesimista como usted —respondió Margaery, sin inmutarse.

—Suficiente —intercedió la Cailleach—. Tienes más poder del que crees tener.

—Entonces sí soy la Elegida —dijo Margaery.

—Eso lo veremos.



















































































Cuando volvió a despertarse, Margaery estaba segura de que sí se había despertado.

Lo supo porque sentía el dorso de una mano acariciándole el rostro. Estaba cómoda, por lo que estaba cálida, lo que hacía que estuviera tapada con alguna manta y, a juzgar por la superficie blanda y suave, estaba acostada en una cama.

Cuando abrió los ojos, comprobó que estaba acostada en una cama y que tenía a alguien enfrente. Andrew.

—Hola —susurró Margaery.

El chico pareció dubitativo antes de responder, pero le besó la frente y le susurró lo mismo.

—¿Dormiste bien? —preguntó el chico, en voz baja.

—Mhm... —asintió Margaery y recordó lo que había pasado en la noche. ¿Había pasado o había sido solo un mal sueño?—. Amor... —murmuró Margaery, enderezándose.

—¿Si? —preguntó Andrew, como si alguna corriente eléctrica lo hubiera alcanzado de repente.

—¿Por alguna casualidad, ya sabes cosas que pasan... —comenzó Margaery, mirándolo fijamente— pasó algo anoche?

—¿Algo como qué? —Andrew se enderezó y Margaery notó un deje de desesperación.

—Algo como... yo relacionada con dejar de respirar —terminó la princesa—. Suele pasarme, ¿sabes? —bromeó, para aliviar la tensión que se había formado en las facciones del cuerpo ajeno.

—Mary... Yo —Andrew se enderezó y Margaery notó que el chico se había puesto nervioso.

—Seguro debe haber sido un sueño —dijo ella—. No te preocupes, es... Fue raro —rió, nerviosamente—. Había muchas... personas —comentó, dubitativa— y... Arthur dijo que fue Morgana la que...

—¿Morgana? Morgana —Margaery no hubiera escuchado ni una palabra que salió de la boca de Andrew, si no hubiera estado tan cerca—. Claro, claro, siempre Morgana...

Cuando Margaery se giró, se dió cuenta que Andrew tenía los ojos empañados de lágrimas.

—Debe haber sido un sueño —susurró Margaery, creyendo que las lágrimas se debían a ella—. Seguro que sí... —lo decía como si estuviera tratando de convencerse a si misma, pero mucho no estaba funcionando.

—Sí... —asintió él, besándole la sien—. Pero si no lo fue...

"No puede haber sido Andrew, ¿verdad? ¿Verdad?"

"No. Fue Morgana"

—Espero que lo haya sido porque no puedo decir que fui muy amable —murmuró Margaery, haciendo una mueca.

—¿En serio? —cuestionó Andrew y por sus labios se formó el atisbo de una sonrisa.

—Puede que le haya dicho amargado pesimista a Merlín —comentó Margaery, con falsa inocencia—. Y puede que me haya excedido en ironía...

—¿Amargado pesimista? —dijo Andrew con diversión.

—Se lo merecía —se defendió Margaery—. Aunque creo que sí me pasé un poquito...

—¿Un poquito? —Andrew rió.

Margaery siempre se había preguntado que era el amor dado que nunca había logrado experimentar uno cien por ciento duradero. En su familia los sentimientos eran un tanto difíciles de mostrarse. Alyssane no los demostraba con palabras pero con abrazos, Arya no parecía sentir nada más que desdén y algo de furia, su tía Margaery los había criado mientras ella misma crecía, su tío Aemmond se había dispuesto totalmente al derrame de sangre y a la locura después de la supuesta muerte de Aemma y Margaery y Harry siempre habían sido muy orgullosos, o simplemente no sabían como hacerlo, como para admitir su amor fraternal el uno por el otro.

Pero con Andrew no hacían falta palabras. No hacía falta un sermón con palabras cuando cada toque, acto y mirada decía más de lo que pudieran comenzar a imaginar.

—Totalmente merecido —acordó Arthur, a su lado.

Margaery giró la cabeza hacia donde estaba su antepasado y, en vez de formarse la típica sonrisa cada vez que lo veía, su rostro se transformó en una mueca.

Había pasado entonces. Sí había estado a punto de cruzar el Velum. Otra vez. ¿Y Morgana la había matado? ¿La misma que la había salvado en primer lugar? Parecía inverosímil.

—Oye, mírale el lado bueno —dijo Arthur al ver la mueca de Margaery—. Ahora compartimos más que solo sangre diluida, pero asesina también.

Margaery se rió nasalmente hasta que recordó que no estaba sola y que, muy probablemente, Andrew la estaría mirando y creyendo que se había vuelto loca. Pero, para su sorpresa, el chico solo preguntó:

—¿Con quién hablas?

—Eso suena a esquizofrenia —bromeó Margaery, sacándole a Andrew una risa—. Pero con Arthur.

—¿O sea que es él quien está alejando tu atención de mi? —preguntó Andrew, con el mismo tono que Margaery había usado antes.

—Podrías decirlo así —Margaery levantó los hombros, pero la broma se difuminó casi completamente—. Lo hice de nuevo.

—¿A qué? —preguntó el chico, ladeando la cabeza.

—Ya sabes qué —respondió casi automáticamente.

Andrew la abrazó, uniendo sus brazos por la espalda de Margaery, y apoyó su mentón en la coronilla de la chica.

—¿Y quién fue...? —inquirió con un suspiro tembloroso.

—Morgana.

—¿Segura?

—Es lo más lógico —contestó Margaery—. Digo, si ya ha asesinado a miles, ¿que la detiene de matarme a mí?

—No creo que haya sido ella —dijo Andrew.

—Pues es la única persona que podría haberlo hecho —explicó Margaery y luego sonrió—. A no ser que hayas sido tú.

Silencio.

—¿Yo? —Andrew elevó una ceja, sonriendo—. ¿Cómo podría yo haberte matado a ti?

—Sí... no creo que tengas el coraje —bromeó Margaery y, aunque Andrew rió, lo pudo sentir apretando su agarre en ella.

—¿Y no pudo haber sido otra persona? Además de Morgana —inquirió Andrew—. Arthur, por ejemplo.

Margaery se separó de él y lo miró, frunciendo el ceño.

—¿Arthur? —preguntó, atónita y con una risa amenazando salir de sus labios—. Tu eres más capaz de matarme que él, Andrew.

Margaery no supo entender bien la expresión de Andrew dado que, por más que estaba pálido como la nieve, se mostraba dudando entre el desdén y la sorpresa.

—Si tu lo dices...

—Sí, lo digo —afirmó Margaery.

—¿Quizás Merlín? —volvió a cuestionar Andrew.

—No —negó Margaery—. Me dijo que él no tenía el poder para decidir si matarme o no pero que si fuera por él... —dejó la frase al aire, como si no necesitara más palabras.

—¿Y estás completamente segura de que...?

—Sí —dijo, inmediatamente—. Arthur lo dijo. Yo confío en él.

—¿Y estás segura de que puedes confiar en él? —preguntó Andrew.

Margaery se giró para mirarlo, con incredulidad.

—¿Que si estoy segura? —murmuró Margaery—. Pues claro que estoy segura. Le confiaría mi vida.

—¡Ya lo hiciste! —le gritó Arthur desde la otra punta de la habitación—. Te confiaría la mía pero bueno... pasaron cosas.

—¿Tu vida? —dijo Andrew, como si estuviera tratando de convencerse

—Mi vida.

—¿Y... —suspiró el chico— me confiarías tu vida a mi?

Margaery lo miró y sonrió, enternecida.

—Sin dudarlo.

































































































































A Margaery aún le costaba eso de ser heredera.

Había pasado el resto de la semana encerrada en una alcoba, sola y teniendo que firmar miles de documentos. Margaery agradecía tener a Arthur a su lado, pues el rey le ayudaba con cualquier duda que la menor tuviera y ella confiaba en su juicio plenamente.

Ninguno había tocado el tema de la (segunda) muerte de Margaery y ella lo agradecía infinitamente. Le molestaba de sobremanera tener que escuchar los susurros que la tildaban como "hija de la muerte" o "la niña que regresó de entre los muertos". De alguna manera estaba aliviada de que solo ella y Andrew lo supieran pues no se imaginaba que dirían si se enteraran de que lo había hecho de nuevo.

La gente todavía gritaba, susurraba su nombre como si fuera una oración. Como si ella fuera una especie de Dios.

Margaery no era ningún Dios. Era solo un alma perdida atrapada dentro de un cuerpo que pertenecía a una chica sencilla.

Lo que sí había comenzado a notar era que se cansaba con más rapidez, sus ojos se desenfocaban cuando leía algo por mucho tiempo y si mantenía una conversación que se extendía demasiado su cerebro parecía desconectarse. Lo detestaba pero Margaery trataba de convencerse de que no eran efectos secundarios de haber muerto, si es que eso existía, sino del simple cansancio que le provocaba todo.

No había vuelto a ver a Morgana y era mejor así. No quería verla y tampoco le había preguntado a Andrew nada sobre ella. No necesitaba saber. Pero su relación con Arthur sí que había mejorado increíblemente. Él no solo la ayudaba con política sino que se había ofrecido a enseñarle a pelear con espadas y, si bien Margaery no era un total desastre, el joven rey la vencía cada vez que tenía oportunidad.

—¿Cuáles fueron los tres errores más graves que cometiste la última vez? —preguntó Arthur, con la espada en alto y desplazándose lentamente en círculos.

—Dejé que me pillaras desprevenida —respondió Margaery.

—¿Qué más?

—No me defendí antes de atacar —dijo Margaery.

—Muy bien. ¿Y el último? ¿El más importante? —continuó Arthur.

Margaery desvía la mirada y piensa, haciendo que Arthur embistiera con su espada, pilándola desprevenida. Margaery cayó en el sillón, con un suspiro de derrota.

—No aprender de los dos primeros —terminó el rey, tendiendole una mano a la joven princesa para ayudarla a pararse—. Haz mejorado.

—No se nota —comentó Margaery, con ironía.

—Motte y torreón —dijo Arthur con solemnidad.

Margaery rió, la última vez que había escuchado a alguien decir aquella expresión fue a su tío Aemmond y por más que nunca la había entendido del todo, comprendía que se usaba para alguien que había usado las ventajas naturales para hacerse con una mejor posición.

—Es la cosa más vieja que he escuchado en los últimos seis años —rió Margaery.

—Oye, algunos de nosotros tenemos novecientos años —bromeó Arthur.

—¿Cuando es tu cumpleaños? —preguntó Margaery.

Ella amaba su cumpleaños, mayormente porque significaba la principal unión que tenían ella y Harry. Porque significaba que nunca, jamás, estaría sola. Se preguntó si Arthur, alguien que había sufrido tanto a lo largo de casi un milenio, había experimentado la dicha de los cumpleaños.

—Cuando yo vivía se llamaban Día del Nombre —contó Arthur—. Creo que llegué a los veintisiete con vida y luego... perdí la cuenta.

—"Arthur Pendragon, el Padre de la Dinastía Pendragon, abandonó este valle de lágrimas el vigesimosegundo día de la décima luna del año tercero después de su propio nombramiento. Contaba veintisiete días del nombre" —recitó Margaery, en voz baja

—No me hacen mucha justicia —comentó Arthur, con media sonrisa.

—La verdad que no —concordó Margaery—. No respondiste mi pregunta.

—El quinto día de la tercera luna del año 130 después del Cierre de Albión —dijo Arthur—. No sé como sería en el actual calendario, nunca tuve interés en averiguarlo.

Margaery se levantó del sillón y agarró un libro, donde estaban las comparaciones entre los tres calendarios: el Antiguo, el Bretoniano y el gregoriano.

—Veamos... Tercer día del tercer mes, Pax, por supuesto, del año 21 antes del Nombramiento de Arthur—canturreó Margaery, escaneando la página—. O el cinco de marzo de... vaya a saber quien —luego, levantó la vista, radiante de felicidad—. ¡Ya te puedo celebrar el cumpleaños!

—Creo que tienes cosas más importantes que hacer antes de celebrarme el cumpleaños —dijo Arthur.

—Para nada.

—Cómo recordar qué le dijiste a tu hermana que la ibas a acompañar a revisar el ejército —terminó Arthur.

—¡Cierto! —exclamó Margaery y se puso de pie de un salto.

Tenía ropa adecuada (un vestido de cuero negro) según Arthur y eso a ella le bastaba, por lo que salió de su habitación a toda velocidad, arreglándose el rebelde cabello rubio mientras corría. Unos cinco minutos después llegó a la puerta de los jardines, donde su hermana la esperaba

—Tarde —dijo Alyssane, comenzando a caminar.

—Lo sé —respondió Margaery—. Lo siento.

Caminaron en silencio por unos minutos. El campamento no estaba muy lejos del Bastión por lo que no hacía falta ningún carruaje o movilidad para llevarlas. Margaery, que no era muy amiga de caminar o de cualquier deporte, maldijo en su mente. Pasados unos momentos, Alyssane le hizo una pregunta que Margaery se veía venir:

—¿Desde cuando eres rubia?

—Ah, ¿qué? —Margaery la miró—. No lo sé... —respondió con sinceridad.

—¿No lo sabes? —preguntó su hermana confundida.

—Puede sonar... ridículo, tonto y un tanto de otros adjetivos —dijo Margaery—, pero fue repentino. Un día me desperté y pum —aunque eso era una mentira, no estaba tan alejado de la realidad.

Alyssane pareció pensativa ante esto y, por más que Margaery pensó que iba a decir algo más acorde a ella, solo asintió.

—No creo que sea tonto —terminó diciendo—. Al contrario, y que me perdonen los Dioses, pero creo que pueden haber llegado a cometer un error contigo.

"Ya, yo también creo eso", pensó Margaery, "seríamos mejores amigos en otras circunstancias"

—Eso o te odian.

—Probablemente lo segundo —murmuró Margaery. La menor miró a la mayor, y dudó un poco antes de preguntar lo siguiente—. Escuché que... estaban planeando invadir la capital.

Alyssane sonrió, victoriosamente.

—No específicamente pero eso significa que mi plan ha funcionado —dijo Alyssane.

—¿Plan? —se extrañó Margaery—. ¿Qué plan?

—Bueno lamentablemente no todos podemos revivir de la muerte dos veces —comentó Alyssane, con una gota de malicia.

¿Dos? ¿Dos? ¿Cómo sabía que...?

—Los rumores corren rápido, ¿no? —dijo Alyssane, mirándola sobre el hombro—. Ah, mira, ya casi llegamos.

A Margaery se le pasó por alto que seguían caminando, también el grito de Arya que anunciaba a Alyssane, e incluso el hecho de que ya estaba hasta sentada en una carpa con un vaso de alguna bebida en frente. Estaba sola, sumida en sus pensamientos y al borde del llanto, cuando unos gritos de afuera la distrajeron.

—¡Arrogantes henchidos de orgullo, que dependen únicamente de los logros de sus padres! ¿Qué es lo que han hecho? ¡Nada!

Margaery asomó la cabeza, curiosa. Lo último que necesitaba era otra tragedia. Era una escena de lo más curiosa: Celestria, uno de los dragones de Alyssane, estaba siendo sujeta con una cadena por un hombre, Alyssane estaba muy cerca de aquel hombre, Arya tenía la espada desenvainada y una multitud los rodeaba. 

—No sea necio —dijo Alyssane, con la cabeza alta—. Déjela ir o será la última cosa que hará en su vida.

—¡La ret...!

Los siguientes acontecimientos fueron difíciles de describir o recordar. Las llamas naranjas de la dragona azul envolvieron al hombre, que profirió un grito de agonía, y a su jinete, que ni siquiera se inmutó. "Que esté muerta, que esté muerta", pensó una parte muy retorcida de la mente de Margaery. Pero cuando, entre los gritos de la multitud, las llamas y el humo se dispersaron lo único que quedó era el cadáver calcinado de aquel hombre y la figura altanera de la peliplateada, que no había recibido ni un rasguño.

—La inquemable y la inmortal —escuchó Margaery susurrar a una de las damas de por ahí.

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