lxii. department of mysteries
lxii. departamento de misterios
—¿Cómo quieres que los montemos? —dijo Electra con voz queda—. Si nosotros no podemos ver a esos bichos...
—Tu no vas —saltó Margaery.
—¡Claro que voy! —refutó Electra.
—Dejen de discutir... Pueden arreglar su matrimonio luego —comentó Luna; se bajó solícitamente de su thestral y fue hacia donde estaban los demás—. Venid aquí...
Los guió hacia donde se hallaban los otros thestrals y, uno a uno, los fue ayudando a montar. Los diez parecían muy nerviosos mientras Luna les enredaba una mano en la crin del animal y les decía que se sujetaran con fuerza; luego Luna volvió a montar en su corcel.
—Esto es una locura —murmuró Ron palpando con la mano que tenía libre el cuello de su caballo—. Es una locura... Si al menos pudiera verlo...
—Yo en tu lugar no me quejaría de que siga siendo invisible —dijo Harry siniestramente—. ¿Estáis preparados? —Todos asintieron—. A ver... —Miró la parte de atrás de la reluciente y negra cabeza de su thestral y tragó saliva—. Bueno, pues... Ministerio de Magia, entrada para visitas, Londres —indicó, vacilante—. No sé si... sabrás...
Margaery no recordaba haber volado jamás a tanta velocidad; el animal pasó como una centella por encima del castillo, batiendo apenas las grandes alas; el fresco viento azotaba el rostro de la chica que, con los ojos entrecerrados, miró hacia atrás y vio a sus compañeros volando. Todos iban pegados cuanto podían al cuello de sus monturas para protegerse de la estela que dejaba el thestral de Harry.
Dejaron atrás los terrenos de Hogwarts y sobrevolaron Hogsmeade; Margaery veía montañas y valles a través del caballo. Como estaba oscureciendo, distinguió también pequeños grupos de luces de otros pueblos, y luego una sinuosa carretera que discurría entre colinas y por la que circulaba un solo coche...
Se puso el sol, y el cielo, salpicado de diminutas estrellas plateadas, se tiñó de color morado; al poco rato las luces de las ciudades de muggles eran lo único que les daba una idea de lo lejos que estaban del suelo y de lo rápido que se desplazaban. Margaery rodeaba fuertemente el cuello de su thestral con ambos brazos.
Margaery notó una sacudida en el estómago; de pronto la cabeza del thestral apuntó hacia abajo y Margaery resbaló unos centímetros hacia delante por el cuello del animal. Al fin habían empezado a descender. Entonces le pareció oír un chillido a sus espaldas y se arriesgó a girar la cabeza, pero no vio caer a nadie.
En esos momentos, unas brillantes luces de color naranja se hacían cada vez más grandes y más redondas por todas partes; veían los tejados de los edificios, las hileras de faros que parecían ojos de insectos luminosos, y los rectángulos de luz amarilla que proyectaban las ventanas. De repente Margaery tuvo la impresión de que se precipitaban hacia el suelo; se agarró como pudo al thestral con todas sus fuerzas y se preparó para recibir un fuerte impacto, pero el caballo se posó en el suelo suavemente, como una sombra, pero ella cayó inmediatamente de su thestral.
—Nunca más —murmuró poniéndose en pie. Luego echó a andar con la intención de apartarse de su caballo, pero como no podía verlo chocó contra sus cuartos traseros y estuvo a punto de caer otra vez al suelo—. Nunca más... Ha sido...
En ese instante, Electra, Catherine y Victoria aterrizaron a ambos lados de Margaery: bajaron de sus monturas con algo más de gracia que ella, aunque con expresiones de alivio similares por tocar al fin suelo firme; Neville y Ron bajaron de un salto temblando de pies a cabeza, Luna y Hermione desmontaron suavemente; Colette casi se cae encima de Margaery y Angelica casi se cae encima de las dos.
—¡Vaya, estamos en The Mall! —exclamó Catherine, mirando la calle, extrañamente vacía a la que habían llegado, y luego añadió:—. ¡Oh, no!
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó Harry alarmado.
—¡Hoy es el cumpleaños de la abuela! —exclamó.
—Mira, Catherine, cuando llegues la saludas pero ahora...
—¡No, tonto! —y señaló hacia el otro lado de la calle.
Más de 1.400 soldados vestidos con el uniforme de gala, 200 caballos y 400 músicos partían desde el Victoria Memorial, inmediatamente ubicado delante de las puertas del palacio de Buckingham, y marchaban hacia el Arco del Almirantazgo.
—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntó Luna a Harry con interés, como si todo aquello fuera una divertida excursión.
—Por aquí —indicó él. Agradecido, acarició un poco a su thestral, y después guió rápidamente a sus compañeros hasta una calle que tenía una desvencijada cabina telefónica y abrió la puerta—. ¡Vamos! —los apremió al ver que los demás vacilaban.
Se apretujaron en la cabina que casi no les daba espacio para respirar.
—¡El que esté más cerca del teléfono, que marque seis, dos, cuatro, cuatro, dos! —ordenó.
La que estaba más cerca era Victoria, así que levantó un brazo y lo inclinó con un gesto forzado para llegar hasta el disco del teléfono. Cuando el disco recuperó la posición inicial, una fría voz femenina resonó dentro de la cabina.
—Bienvenidos al Ministerio de Magia. Por favor, diga su nombre y el motivo de su visita.
—Harry y Margaery Potter, Ron Weasley, Hermione Granger —dijo Harry muy deprisa hasta que Victoria lo cortó.
—Soy la reina, Victoria —dijo ella, exasperada— High Park Garden, 109. Hemos venido a rescatar a una persona, si es que ustedes no han hecho su trabajo correctamente.
—Visitantes del Ministerio, tendrán que someterse a un cacheo y entregar sus varitas mágicas para que queden registradas en el mostrador de seguridad, que está situado al fondo del Atrio.
—¡Santo Merlín! —respondió Victoria en voz alta—. ¡Entraremos y ya! ¡Es una orden!
El suelo de la cabina telefónica se estremeció y la acera empezó a ascender detrás de las ventanas de cristal; los thestrals, que estaban hurgando en el contenedor, se perdieron de vista; la cabina quedó completamente a oscuras y, con un chirrido sordo, empezó a hundirse en las profundidades del Ministerio de Magia.
Una franja de débil luz dorada les iluminó los pies y, tras ensancharse, fue subiendo por sus cuerpos.
—El Ministerio de Magia les desea buenas noches —dijo la voz de mujer.
La puerta de la cabina telefónica se abrió y Harry salió a trompicones de ella, seguido de Margaery, Neville y Luna. Lo único que se oía en el Atrio era el constante susurro del agua de la fuente dorada, donde los chorros que salían de las varitas del mago y de la bruja, del extremo de la flecha del centauro, de la punta del sombrero del duende y de las orejas del elfo doméstico seguían cayendo en el estanque que rodeaba las estatuas.
—¡Vamos! —indicó Harry en voz baja, y los diez echaron a correr por el vestíbulo guiados por él; pasaron junto a la fuente.
Harry pulsó un botón y un ascensor apareció tintineando ante ellos casi de inmediato. La reja dorada se abrió produciendo un fuerte ruido metálico, y los chicos entraron precipitadamente en el ascensor. Victoria pulsó el botón con el número nueve; la reja volvió a cerrarse con estrépito y el ascensor empezó a descender, traqueteando y tintineando de nuevo. Los ascensores eran los más ruidosos de los que Margaery se había subido en su vida; estaba convencida de que el ruido alertaría a todos los encargados de seguridad del edificio, pero cuando el ascensor se paró, la voz de mujer anunció: «Departamento de Misterios», y la reja se abrió. Los chicos salieron al pasillo, donde sólo vieron moverse las antorchas más cercanas, cuyas llamas vacilaban agitadas por la corriente de aire provocada por el ascensor.
—¡Vamos! —volvió a susurrar, y guió a sus compañeros por el pasillo; Luna iba pegada a él y miraba alrededor con la boca entreabierta—. Bueno, escuchad —dijo Harry, y se detuvo otra vez a dos metros de la puerta—. Quizá... quizá dos de nosotros deberían quedarse aquí para... para vigilar y...
—¿Y cómo vamos a avisarte si viene alguien? —le preguntó Ginny alzando las cejas—. Podrías estar a kilómetros de aquí.
—Nosotros vamos contigo, Harry —declaró Neville.
—Sí, Harry, vamos —dijo Ron con firmeza.
Harry no quería llevárselos a todos, pero le pareció que no tenía alternativa. Se volvió hacia la puerta y echó a andar...
Se encontraron en una gran sala circular. Todo era de color negro, incluidos el suelo y el techo; alrededor de la negra y curva pared había una serie de puertas negras idénticas, sin picaporte y sin distintivo alguno, situadas a intervalos regulares, e, intercalados entre ellas, unos candelabros con velas de llama azul. La fría y brillante luz de las velas se reflejaba en el reluciente suelo de mármol causando la impresión de que tenían agua negra bajo los pies.
—Que alguien cierre la puerta —pidió Harry en voz baja.
En cuanto Neville obedeció su orden, Harry lamentó haberla dado.
Sin el largo haz de luz que llegaba del pasillo iluminado con antorchas que habían dejado atrás, la sala quedó tan oscura que al principio sólo vieron las temblorosas llamas azules de las velas y sus fantasmagóricos reflejos en el suelo. En ese instante, se oyó un fuerte estruendo y las velas empezaron a desplazarse hacia un lado. La pared circular estaba rotando.
Electra se aferró al brazo de Margaery como si temiera que el suelo también fuera a moverse, pero no lo hizo. Durante unos segundos, mientras la pared giraba, las llamas azules que los rodeaban se desdibujaron y trazaron una única línea luminosa que parecía de neón; entonces, tan repentinamente como había empezado, el estruendo cesó y todo volvió a quedarse quieto
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Ron con temor.
—Creo que ha sido para que no sepamos por qué puerta hemos entrado —dijo Ginny en voz baja.
Margaery admitió enseguida que Ginny tenía razón: identificar la puerta de salida habría sido tan difícil como localizar una hormiga en aquel suelo negro como el azabache; además, la puerta por la que tenían que continuar podía ser cualquiera de las que los rodeaban.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Neville con inquietud.
—Eso ahora no importa —contestó Harry, enérgico—; ya pensaremos cómo salir de aquí cuando hayamos encontrado a Sirius.
—¡Ahora no se te ocurra llamarlo! —se apresuró a decir Hermione.
—Entonces, ¿por dónde vamos, Harry? —preguntó Ron.
—No lo... —empezó a decir él. Luego tragó saliva—. En los sueños entraba por la puerta que hay al final del pasillo, viniendo desde los ascensores, y pasaba a una habitación oscura, o sea, esta habitación; luego entraba por otra puerta que daba a un cuarto lleno de una especie de... destellos. Tendremos que probar algunas puertas —decidió—. Cuando vea lo que hay detrás sabré cuál es la correcta. ¡Vamos!
Se dirigió hacia la puerta que tenía enfrente y los demás lo siguieron de cerca; puso la mano izquierda sobre su fría y brillante superficie, levantó la varita, preparado para atacar en el momento en que se abriera, y empujó. La puerta se abrió con facilidad.
En contraste con la oscuridad de la primera habitación, aquella sala, larga y rectangular, parecía mucho más luminosa; del techo colgaban unas lámparas suspendidas de cadenas doradas, aunque Margaery no vio las luces destellantes que había visto en sus sueños. La sala estaba casi vacía: sólo había unas cuantas mesas y, en medio de la habitación, un enorme tanque de cristal, lo bastante grande para que todos nadaran en él, lleno de un líquido verde oscuro en el que se movían perezosamente a la deriva unos cuantos objetos de un blanco nacarado.
—¿Qué son esas cosas? —murmuró Ron.
—No lo sé —contestó Harry.
—¿Son peces? —aventuró Angelica.
—¡Gusanos aquavirius! —exclamó Luna, emocionada—. Mi padre me dijo que el Ministerio estaba criando...
—No —la atajó Electra con un tono de voz extraño, acercándose al tanque para mirar a través del cristal—. Son cerebros.
—¿Cerebros?
—Sí... ¿Qué estarán haciendo con ellos?
Margaery se acercó también al tanque. Y, en efecto, ahora que los veía de cerca no tenía ninguna duda. Brillaban con una luz tenue, se sumergían en el líquido verde y volvían a emerger; parecían coliflores pegajosas.
—¡Vámonos! —dijo Harry—. Aquí no es, tendremos que probar otra puerta.
—Aquí también hay puertas —observó Ron señalando las paredes.
—En mi sueño yo cruzaba esa habitación oscura y entraba en otra —explicó Harry—. Creo que deberíamos retroceder e intentarlo desde allí.
Así que volvieron apresuradamente a la sala oscura y circular; en ese momento, las espeluznantes formas de los cerebros nadaban ante los ojos de Harry en lugar de las llamas azules de las velas.
—¡Esperad! —exclamó Margaery cuando Luna se disponía a cerrar la puerta de la habitación de los cerebros—. ¡Flagrate!
Hizo un dibujo en el aire con la varita mágica y una X roja, luminosa como el fuego, apareció en la puerta. Tan pronto como ésta volvió a cerrarse tras ellos, oyeron otra vez un fuerte estruendo, y la pared empezó a girar muy deprisa, pero ahora veían una línea roja y borrosa además de la línea azul; cuando todo volvió a quedarse quieto, la equis seguía encendida marcando la puerta que ya habían abierto.
—Buena idea —comentó Harry—. Bien, vamos a probar ésta...
Una vez más, Harry caminó con decisión hacia la puerta que tenía delante y la empujó, con la varita en ristre, mientras sus compañeros lo seguían de cerca.
Entraron en otra habitación, más grande que la anterior, rectangular y débilmente iluminada, cuyo centro estaba hundido y formaba un enorme foso de piedra de unos seis metros de profundidad. Los chicos estaban de pie en el banco más alto de lo que parecían unas gradas de piedra que discurrían alrededor de la sala y descendían como en un anfiteatro. En el centro del foso, sin embargo, en lugar de la silla con cadenas había una tarima de piedra sobre la que se alzaba un arco, asimismo de piedra, que parecía tan antiguo, resquebrajado y a punto de desmoronarse que a Margaery le sorprendió que se tuviera en pie. El arco, que no se apoyaba en nada, tenía colgada una andrajosa cortina; era una especie de velo negro que, pese a la quietud del ambiente, ondeaba un poco, como si acabaran de tocarlo.
—¿Quién hay ahí? —preguntó Harry, y bajó de un salto al siguiente banco de las gradas. Nadie le contestó, pero el velo siguió ondeando.
—¡Cuidado! —susurró Hermione.
Margaery bajó los bancos uno a uno hasta que llegó al suelo de piedra del foso. Sus pasos resonaban con fuerza mientras caminaba detrás de Harry hacia la tarima. El arco, acabado en punta, parecía mucho más alto desde donde estaba en ese momento que cuando lo contemplaba desde arriba. El velo seguía agitándose suavemente, como si alguien acabara de pasar a su lado.
—¿Sirius? —se atrevió a decir Harry, pero en voz más baja, ya que estaba muy cerca.
Margaery tenía la extraña sensación de que había alguien de pie detrás del velo, al otro lado del arco. Agarró con fuerza su varita y fue rodeando lentamente la tarima, pero detrás no había nadie; lo único que se veía era la otra cara del raído velo negro.
—No hay nada —declaró Margaery.
—¡Vámonos! —exclamó Hermione, que había descendido unos cuantos bancos—. No es esta habitación, vámonos.
—Margaery —advirtió Morgana que había aparecido en la mitad del velo—. No te acerces. Vete.
Sin embargo, Margaery pensó que el arco encerraba una extraña belleza, pese a lo viejo que era. Además, el velo que ondeaba suavemente lo intrigaba; estaba tentado de subir a la tarima y rozarlo.
—Vámonos, chicos, ¿vale? —insistió Hermione.
—Vale —cedió él, pero ninguno se movió. Margaery acababa de percibir algo. Se oían débiles susurros, murmullos que provenían del otro lado del velo—. ¿Qué dices, Mary? —preguntó Harry en voz alta, y sus palabras resonaron por las gradas de piedra.
—¡Nadie ha dicho nada, Harry! —exclamó Hermione, que había bajado hasta donde estaba él.
—He oído susurrar a alguien detrás del velo —aseguró, apartándose de ella y examinando el velo con el entrecejo fruncido—. ¿Eres tú, Mary?
—No, Harry —contestó Margaery, que también había escuchado las voces—. Pensé que tu me estabas llamando. ¿No lo oís? —preguntó Margaery, pues los susurros y los murmullos cada vez eran más intensos; sin proponérselo, puso un pie sobre la tarima.
—Yo lo oigo —dijo Victoria con un hilo de voz; también había bajado y contemplaba el velo—. ¡Ahí dentro hay gente!
—¿Qué significa «ahí dentro»? —inquirió Hermione, que bajó de un salto desde el último banco de las gradas—. No puede haber nadie «ahí dentro», eso sólo es un arco, no hay sitio para que haya nadie. ¡Basta, Harry, vámonos! —Lo agarró por el brazo y tiró de él, pero Harry se resistió—. ¡Hemos venido a buscar a Sirius, Harry! —le recordó con voz chillona, cargada de tensión.
—Sirius —repitió Harry sin dejar de contemplar, hipnotizado, el sinuoso velo negro—. Sí... —Retrocedió alejándose de la tarima y apartó los ojos del velo—. ¡Vámonos! —dijo.
—Margaery —llamó Morgana—. Vete
—Pero es que... —y tocó el velo con las puntas de los dedos, sintiendo como algo le recorría el cuerpo.
—¡Margaery! —gritó la bruja y de pronto el cerebro volvió a funcionarle con normalidad. Rodeó la tarima, ignorando la tentación de cruzar el velo directamente, y siguió al grupo.
Al llegar al otro lado, vio que Catherine y Neville también contemplaban el velo, aparentemente alucinados. Sin decir nada, Hermione asió a Catherine por el brazo, y Ron agarró a Neville; los arrastraron hacia el primer banco de piedra y subieron hasta lo alto de las gradas.
—¿Qué crees que puede ser ese arco? —le preguntó Harry a Margaery cuando llegaron todos a la oscura sala circular.
—No lo sé, pero, sea lo que sea, es peligroso —contestó Margaery aun hipnotizada, y volvió a trazar una equis luminosa sobre la puerta.
Una vez más, la pared giró y volvió a quedarse quieta. Harry se acercó a otra puerta al azar y empujó. La puerta no se abrió.
—¿Qué pasa? —inquirió Hermione.
—Está... cerrada... —contestó Harry, y apoyó todo su peso sobre la puerta, pero ésta no cedió ni un milímetro.
—Entonces debe de ser ésta, ¿no? —concluyó Ron, emocionado, e intentó ayudar a Harry a abrirla—. ¡Tiene que serlo!
—¡Apartaos! —les ordenó Harry. Apuntó con la varita hacia donde habría estado la cerradura de haber sido aquélla una puerta normal y dijo—: ¡Alohomora! —Pero no sucedió nada—. ¡La navaja de Sirius! —exclamó después, y la sacó del interior de su túnica y la deslizó por el resquicio que había entre la puerta y la pared.
Los otros observaban expectantes mientras Harry deslizaba la navaja desde arriba hasta abajo, la retiraba y luego volvía a empujar la puerta con el hombro. Pero ésta seguía firmemente cerrada. Es más, cuando Harry miró la navaja, vio que la hoja se había fundido.
—Bueno, esta habitación la dejamos —afirmó Hermione muy decidida.
—Pero ¿y si es la que buscamos? —aventuró Victoria contemplando la puerta con una mezcla de aprensión y curiosidad.
—No puede serlo; en sus sueños Harry podía entrar por todas las puertas —argumentó Margaery, y trazó otra equis de fuego mientras Harry se guardaba el mango de la navaja de Sirius, ya inservible, en el bolsillo.
—¿Tenéis idea de qué puede haber ahí dentro? —preguntó Luna, intrigada, al tiempo que la pared empezaba a girar otra vez.
—Blibbers maravillosos, sin duda —contestó Hermione en voz baja, y Neville soltó una risita nerviosa.
La pared se detuvo y Harry, cada vez más desesperado, abrió de un empujón la siguiente puerta.
—¡Es ésta!
Cuando sus ojos se adaptaron al resplandor, vio unos relojes que brillaban sobre todas las superficies; eran grandes y pequeños, de pie y de sobremesa, y estaban colgados en los espacios que había entre las librerías o reposaban sobre las mesas; era por eso por lo que un intenso e incesante tintineo llenaba aquella habitación, como si por ella desfilaran miles de minúsculos pies. La fuente de la luz era una altísima campana de cristal que había al fondo de la sala.
—¡Por aquí!
A Margaery le latía muy deprisa el corazón porque, aunque confiaba en su hermano ciegamente, sabía que lord Voldemort podría haber estado engañándolo. Guió a sus compañeros por el reducido espacio que había entre las filas de mesas y se dirigió, como había hecho en su sueño, hacia la fuente de la luz: la campana de cristal, tan alta como él, que estaba sobre una mesa y en cuyo interior se arremolinaba una fulgurante corriente de aire.
—¡Oh, mirad! —exclamó Electra conforme se acercaban a la campana de cristal, y señaló su interior.
Flotando en la luminosa corriente del interior había un diminuto huevo que brillaba como una joya. Al ascender, el huevo se resquebrajó y se abrió, y de dentro salió un colibrí que fue transportado hasta lo alto de la campana, pero al ser atrapado de nuevo por el aire, sus plumas se empaparon y se enmarañaron; luego, cuando descendió hasta la base de la campana, volvió a quedar encerrado en su huevo.
—¡No os paréis! —dijo Harry con aspereza, porque Electra parecía dispuesta a quedarse allí mirando cómo el colibrí volvía a salir del huevo.
—¡Pues tú te has entretenido un buen rato contemplando ese arco viejo! —protestó Electra, pero siguió a Harry hasta la única puerta que había detrás de la campana de cristal.
—Es ésta —repitió Harry—. Es por aquí...
Habían encontrado lo que buscaban: una sala de techo elevadísimo, como el de una iglesia, donde no había más que hileras de altísimas estanterías llenas de pequeñas y polvorientas esferas de cristal. Éstas brillaban débilmente, bañadas por la luz de unos candelabros dispuestos a intervalos a lo largo de las estanterías. Las llamas de las velas, como las de la habitación circular que habían dejado atrás, eran azules. En aquella sala hacía mucho frío.
—Dijiste que era el pasillo número noventa y siete —susurró Hermione.
—Sí —confirmó Harry, y miró hacia el extremo de la estantería que tenía más cerca. Debajo del candelabro con velas de llama azulada vio una cifra plateada: cincuenta y tres.
—Creo que tenemos que ir hacia la derecha —apuntó Margaery mientras miraba con los ojos entornados hacia la siguiente hilera—. Sí, ésa es la cincuenta y cuatro...
—Tened las varitas preparadas —les advirtió Harry.
El grupo avanzó con lentitud girando la cabeza hacia atrás a medida que recorría los largos pasillos de estanterías, cuyos extremos quedaban casi completamente a oscuras. Había unas diminutas y amarillentas etiquetas pegadas bajo cada una de las esferas de cristal que reposaban en los estantes. Algunas despedían un extraño resplandor acuoso; otras estaban tan apagadas como una bombilla fundida.
Pasaron por la estantería número setenta y cuatro..., por la setenta y cinco... por la setenta y siete... por la setenta y siete... por la setenta y siete... Y se quedó ahí, mientras el grupo continuaba su camino, embobada mientras se acercaba a la estantería. Como no era tan alta, tuvo que estirar el cuello para leer la etiqueta amarillenta que estaba pegada en el estante, justo debajo de una de las esferas. Había una fecha de unos setecientos años atrás escrita con trazos finos, y debajo la siguiente inscripción:
M.V.P. a A.U.P.
(?) Margaery Potter
—¿Morgana...? —susurró Margaery y con la vaga sensación de que estaba cometiendo una imprudencia, puso las manos alrededor de la polvorienta bola de cristal
—Guárdala —le ordenó la bruja, con ojos centellantes.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué es? ¿Por qué dice mi...
Y entonces, un poco más adelante de ella, una voz que arrastraba las palabras dijo:
—Muy bien, Potter. Ahora date la vuelta, muy despacio, y dame eso.
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