lvii. he has style

lvii. tiene estilo

La felicidad que Margaery había sentido tras la publicación de la entrevista en El Quisquilloso ya se había evaporado. El grisáceo mes de marzo dejó paso a un borrascoso abril, y su vida parecía haberse convertido de nuevo en una larga serie de preocupaciones y problemas.

Los TIMOS cada vez estaban más cerca, algo que los profesores seguían recordando a los alumnos. Todos los de quinto estaban más o menos estresados, pero Hannah fue la primera en recibir una pócima calmante de la señora Pomfrey, después de echarse a llorar durante la clase de Herbología y afirmar, entre sollozos, que era demasiado tonta para aprobar los exámenes y que quería marcharse cuanto antes del colegio.

Margaery estaba convencida de que, de no haber sido por las reuniones del ED, se habría sentido terriblemente desgraciada. A veces tenía la sensación de que sólo vivía para las horas que pasaba en la Sala de los Menesteres. En ocasiones Margaery se preguntaba cómo reaccionaría la profesora Umbridge cuando los miembros del ED recibieran un «Extraordinario» en sus TIMOS de Defensa Contra las Artes Oscuras.

Por fin habían empezado a trabajar en los encantamientos patronus, que todos estaban deseando practicar pese a que, como Harry insistía en recordarles, no era lo mismo lograr que un patronus apareciera en medio de un aula intensamente iluminada y sin estar bajo ninguna amenaza, que conseguir que apareciera si se tenían que enfrentar a algo similar a un dementor.

—Lo que importa no es que sean bonitos —repetía Harry pacientemente—, sino que los protejan. Lo que necesitamos es un boggart o algo parecido; así fue como aprendí yo: tuve que invocar un patronus mientras el boggart se hacía pasar por un dementor.

—¡Uy, qué miedo! —comentó Lavender, que disparaba bocanadas de humo por el extremo de su varita—. ¡Y yo sigo... sin... conseguirlo! —añadió con enfado.

—¡Mira, Harry, creo que lo estoy logrando! —gritó Seamus, a quien Dean había llevado por primera vez a una reunión del ED—. ¡Mira...! ¡Oh, ha desaparecido! Pero ¡era una cosa peluda, Harry!

El patronus de Margaery, una reluciente cierva plateada, retozaba a su alrededor y jugaba con el ciervo de Harry.

—Son bonitos, ¿verdad? —comentó la chica mirando los animales con cariño.

En ese momento la puerta de la Sala de los Menesteres se abrió y volvió a cerrarse. Margaery se dio la vuelta para ver quién había entrado, pero no vio a nadie. Tardó un instante en darse cuenta de que los alumnos que estaban cerca de la puerta se habían quedado callados.

—¡Hola, Dobby! —exclamó Harry—. ¿Qué haces? ¿Qué pasa?

El elfo lo miraba con ojos desorbitados; estaba temblando de miedo. Los pocos patronus que los alumnos habían conseguido se disolvieron en una neblina plateada, y la habitación quedó mucho más oscura que antes.

—Harry Potter, señor... —chilló el elfo, que temblaba de pies a cabeza—. Harry Potter, señor... Dobby ha venido a avisarlo..., pero a los elfos domésticos les han advertido que no digan...

Se lanzó de cabeza contra la pared. Harry intentó sujetarlo, pero el elfo rebotó en la piedra, protegido por sus ocho gorros.

—¿Qué ha pasado, Dobby? —le preguntó Harry mientras lo agarraba por el delgado brazo y lo apartaba de cualquier cosa con la que pudiera intentar hacerse daño.

—Harry Potter, ella..., ella...

Dobby se golpeó fuertemente la nariz con el puño que tenía libre y Harry se lo sujetó también.

—¿Quién es «ella», Dobby?

El elfo levantó la cabeza, lo miró poniéndose un poco bizco y movió los labios, pero sin articular ningún sonido.

—¿La profesora Umbridge? —preguntó Harry, horrorizado. Dobby asintió, y a continuación intentó golpearse la cabeza contra las rodillas de Harry, pero él estiró los brazos y lo mantuvo alejado de su cuerpo—. ¿Qué pasa con ella, Dobby? ¿Estás insinuando que ha descubierto esta..., que nosotros..., el ED? —Leyó la respuesta en el afligido rostro del elfo. Como Harry seguía sujetándole las manos, Dobby intentó darse una patada y cayó al suelo de rodillas—. ¿Viene hacia aquí? —inquirió Harry rápidamente.

Dobby soltó un alarido y exclamó:

—¡Sí, Harry Potter, sí!

Harry se enderezó y echó un vistazo a los inmóviles y aterrados alumnos que miraban al elfo, que no paraba de retorcerse.

—¿A QUÉ ESPERÁIS? —gritó—. ¡CORRED!

Entonces todos salieron disparados hacia la puerta, formando una marabunta, y empezaron a marcharse precipitadamente de la sala. Margaery los oyó correr por los pasillos y confió en que tuvieran la prudencia de no intentar llegar hasta sus dormitorios. Sólo eran las nueve menos diez; ojalá se refugiaran en la biblioteca o en la lechucería, que quedaban más cerca...

—¡Vamos, Harry! —gritó Margaery desde el centro del grupo de alumnos que peleaban por salir.

Harry levantó en brazos a Dobby, que todavía intentaba lastimarse, y corrió con él para unirse a sus compañeros.

—Dobby, esto es una orden: baja a la cocina con los otros elfos, y si ella te pregunta si me has avisado, miente y di que no —dijo Harry—. ¡Y te prohíbo que te hagas daño! —añadió, y cuando por fin cruzó el umbral, soltó al elfo y cerró la puerta tras él.

—¡Gracias, Harry Potter! —chilló Dobby, y echó a correr a toda pastilla.

Margaery miró a derecha e izquierda; los otros corrían tanto que sólo alcanzó a ver un par de talones que doblaban cada una de las esquinas del pasillo antes de desaparecer; al lado contrario la profesora Umbridge y un grupo de Slytherins se acercaban peligrosamente. En un movimiento desesperado, conjuró el embrujo zancadilla en su hermano para tratar de hacerlo tropezar y así esconderlo de Umbridge

—¡AAAYYY!

Claramente no funcionó como ella quería porque Harry cayó estrepitosamente al suelo y resbaló boca abajo unos dos metros antes de detenerse. Oyó que alguien reía. Se dió la vuelta y vio a Malfoy escondido en una hornacina, bajo un espantoso jarrón con forma de dragón.

—¡Embrujo zancadilla, Potter! —dijo—. ¡Eh, profesora! ¡PROFESORA! ¡Ya tengo a uno!

La profesora Umbridge apareció jadeando por un extremo del pasillo, pero con una sonrisa de placer en los labios.

—¡Es él! —exclamó con júbilo al ver a Harry en el suelo—. ¡Excelente, Margaery, excelente! ¡Muy bien! ¡Cincuenta puntos para Hufflepuff! 

—Profesora, yo atrapé a Potter no ella —se quejó Malfoy.

—¡Yo ví como la señorita Potter conjuró el hechizo, Draco! Corre a ver si atrapas a unos cuantos más —le ordenó—. Di a los otros que busquen en la biblioteca, a ver si encuentran a alguien que se haya quedado sin aliento. Mirad en los lavabos, la señorita Parkinson puede encargarse del de las chicas. ¡Deprisa! Y tú —añadió adoptando un tono aún más amenazador de lo habitual, mientras Malfoy se alejaba indignado—, tú vas a venir conmigo al despacho del director, Potter.

—Sígueme la corriente —le murmuró Margaery a su hermano, ayudándolo a ponerse de pie.

La situación se había tornado en su ventaja. Umbridge no la creía culpable de estar con el ED y solo harían unas palabras que le endulcen el oído y que la hagan ver como un tonta para ganarsela completamente.

—¡Yo le advertí, profesora Umbridge! —exclamó Margaery, con falsa conmoción—. ¡Le advertí que era peligroso estar en contra del Ministerio y de usted, profesora! ¡Pero él simplemente comenzó a gritarme y me dijo que era una traidora! ¡Yo le quise dar una opción porque soy tan tonta pero cuando me dí cuenta que él no iba a dar el brazo a torcer salí disparada a avisarle a usted! ¡Pero era tan tarde! —soltó un exageradísimo suspiro y juró escuchar a Harry pensar "que buena actriz pero nos está dando en bandeja de plata" y a la profesora Umbridge debatirse entre asco, triunfo y pena—. ¡No tenía idea que estaba encargando bombas fétidas para explotarlas en su despacho!

—Ya, Margaery, ya —dijo la profesora, sonriendo asquerosamente pero luego se interrumpió—. ¿O sea que no sabes que hay una organización estudiantil ilegal en este colegio?

—N-no, para nada —y luego, más falsamente, añadió:—. ¿Quién haría algo así?

A Margaery le habría gustado saber a cuántos más habían atrapado. Pensó en Ron (la señora Weasley iba amatarlo), en cómo se sentiría Hermione si la expulsaban antes de que pudiera hacer sus TIMOS, en Catherine y el escándalo que sería cuando se diera a conocer que la habían expulsado del colegio, en los Knight que ya estaban muy preocupados con otras cosas como para tener más preocupaciones y en Angelica y Elizabeth que tendrían que volverse con su padre, madre y hermana traidores por la vergüenza que le daría a Owen Knight tenerlas con él. Y por supuesto en Harry... además de la reprimenda que se iba a llevar por parte de su madre, la cantidad de cosas que dirían y afirmarían la creencia no totalmente evaporada que estaba loco.

La profesora Umbridge no dijo nada desde ahí hasta que llegaron frente a la gárgola de piedra. 

—¡Meigas fritas! —entonó la profesora Umbridge; la gárgola de piedra se apartó de un brinco, la pared que había detrás se abrió y Harry, Margaery y la bruja subieron por la escalera móvil de piedra.

Enseguida llegaron a la brillante puerta con la aldaba en forma de grifo, pero la profesora Umbridge no se tomó la molestia de llamar, sino que entró directamente en el despacho dando grandes zancadas y sin soltar a Harry.

El despacho estaba lleno de gente. Dumbledore estaba sentado detrás de su mesa, con expresión serena y con las yemas de los largos dedos juntas. La profesora McGonagall estaba de pie, inmóvil, a su lado, con un aspecto muy tenso. Victoria estaba sentada con aspecto acongojado junto a Cornelius Fudge, ministro de Magia, que se balanceaba hacia delante y hacia atrás sobre las puntas de los pies, junto al fuego, inmensamente complacido, al parecer, con la situación; Kingsley Shacklebolt y un mago de aspecto severo con pelo canoso, áspero y muy corto, al que Margaery no reconoció, estaban situados a ambos lados de la puerta, como dos guardianes, y Percy Weasley, pecoso y con gafas, como siempre, andaba nervioso de un lado para otro junto a la pared con una pluma y un grueso rollo de pergamino en las manos, preparado para tomar notas.

Harry se soltó de la profesora Umbridge en cuanto la puerta se cerró tras ellos. Cornelius Fudge lo fulminó con la mirada; la expresión de su rostro denotaba una especie de cruel satisfacción.

—Vaya, vaya —dijo.

—Potter volvía a la torre Gryffindor —explicó la profesora Umbridge—. Su hermana lo ha acorralado.

—¿Ah, sí? —dijo Fudge, con crueldad—. Que no me olvide de decírselo a Aemma. Bueno, Potter... Supongo que ya sabes por qué estás aquí.

Harry había despegado los labios y estaba a punto de pronunciar "sí" cuando vio la cara de Dumbledore. El director no miraba directamente a Harry, sino que tenía los ojos fijos en un punto situado sobre sus hombros, pero, cuando el muchacho lo observó, el director movió un milímetro la cabeza hacia uno y otro lado.

Harry se corrigió justo a tiempo:

—S... No.

—¿Cómo dices? —preguntó Fudge.

—No —repitió Harry con firmeza.

—¿No sabes por qué estás aquí?

—No, no lo sé —declaró Harry.

Fudge miró con incredulidad a la profesora Umbridge. Harry aprovechó aquel momento de distracción del ministro para desviar fugazmente la mirada hacia Dumbledore, quien, con los ojos fijos en la alfombra, hizo un levísimo movimiento afirmativo con la cabeza y un breve guiño.

—De modo que no tienes ni idea de por qué la profesora Umbridge te ha traído a este despacho —prosiguió Fudge con una voz cargada de sarcasmo—. ¿No eres consciente de haber violado ninguna norma del colegio?

—¿Norma del colegio? —se extrañó Harry—. No.

—¿Ni ningún decreto ministerial? —puntualizó Fudge con enojo.

—Que yo sepa, no —contestó él con suavidad—. Solo le estaba haciendo una broma inocente a mi querida hermana melliza.

El corazón seguía latiéndole muy deprisa. Valía la pena decir aquellas mentiras sólo para observar cómo a Fudge le aumentaba la presión sanguínea, pero Margaery no veía cómo demonios iba a salirse con la suya; si alguien le había dado un chivatazo a la profesora Umbridge y le había hablado del ED, Harry, que era el líder, ya podía empezar a preparar su baúl.

—Entonces, ¿no sabes que hemos descubierto una organización estudiantil ilegal en este colegio? —continuó Fudge con una voz cargada de profunda ira.

—No, no lo sabía —aseguró Harry fingiendo inocencia y sorpresa; pero la expresión de su cara no resultaba muy convincente.

—Creo, señor ministro —intervino la profesora Umbridge con voz melosa—, que ahorraríamos tiempo si fuera a buscar a nuestra informadora.

—Sí, sí, claro —afirmó Fudge, y miró maliciosamente a Dumbledore mientras la bruja salía del despacho—. No hay nada como un buen testigo, ¿verdad, Dumbledore?

—Nada, Cornelius —dijo el director con gravedad, e inclinó la cabeza.

Esperaron unos minutos, y durante ese tiempo nadie miró a nadie; entonces Margaery oyó que la puerta se abría detrás de ella. La profesora Umbridge entró en el despacho y pasó por su lado, sujetando por el hombro a Marietta Edgecombe que se tapaba la cara con las manos.

—No tengas miedo, querida, no pasa nada —le aseguró la profesora Umbridge con ternura, dándole unas palmaditas en la espalda—. Tranquila, tranquila. Has hecho lo que tenías que hacer. El ministro está muy contento contigo. Le dirá a tu madre lo bien que te has portado. La madre de Marietta, señor ministro —añadió dirigiéndose a Fudge—, es Madame Edgecombe, del Departamento de Transportes Mágicos, Oficina de la Red Flu. Ha sido ella quien nos ha ayudado a vigilar las chimeneas de Hogwarts.

—¡Estupendo, estupendo! —exclamó Fudge, entusiasmado—. De tal palo, tal astilla, ¿eh? Bueno, querida, mírame, no seas tímida. Cuéntanos qué es lo que... ¡Gárgolas galopantes!

Cuando Marietta levantó la cabeza, Fudge pegó un salto hacia atrás, horrorizado, y estuvo a punto de caer al fuego de la chimenea. Maldijo en voz alta y le tuvo que dar un pisotón al dobladillo de su capa, que había empezado a humear. Marietta soltó un gemido y se levantó el cuello de la túnica hasta la altura de los ojos, pero todos habían visto ya que tenía la cara completamente desfigurada por una apretada franja de pústulas moradas que le cubrían la nariz y las mejillas formando la palabra.

«CHIVATA».

—Ahora no te preocupes por los granos, querida —dijo la profesora Umbridge con impaciencia—. Quítate la túnica de la boca y cuéntale al ministro... —Pero Marietta emitió otro amortiguado gemido y movió con energía la cabeza haciendo un gesto negativo—. Está bien, boba, ya se lo contaré yo —le espetó la profesora, quien volvió a dibujar su repugnante sonrisa y dijo—: Verá, señor ministro, la señorita Edgecombe ha venido a mi despacho esta noche, poco después de la cena, y me ha comunicado que tenía que contarme una cosa. Me ha dicho que si iba a una sala secreta que hay en el séptimo piso, conocida como la Sala de los Menesteres, descubriría algo que me convenía saber. Le he formulado unas cuantas preguntas y ella ha reconocido que allí iba a celebrarse una especie de reunión. Desgraciadamente, en ese preciso instante ha entrado en funcionamiento este maleficio —señaló con desdén la cara tapada de Marietta—, y al verse la cara en mi espejo, la niña se ha alterado tanto que no ha podido explicarme nada más.

—Muy bien —dijo Fudge, y dirigió a Marietta una mirada que pretendía ser amable y paternal—, has sido muy valiente, querida, yendo a contárselo a la profesora Umbridge. Has hecho precisamente lo que tenías que hacer. Y ahora, ¿quieres explicarme qué ha pasado en esa reunión? ¿Cuál era su propósito? ¿Quién participaba en ella? —Pero Marietta, que tenía los ojos muy abiertos y cara de susto, se negó a hablar y se limitó a negar de nuevo con la cabeza—. ¿No tenemos ningún contraembrujo para esto? —le preguntó Fudge a la profesora Umbridge, impaciente, señalando el rostro de Marietta—. ¿Para que podamos hablar con libertad?

—Todavía no lo he encontrado —admitió de mala gana la profesora Umbridge—. Pero no importa que la niña no quiera hablar. Yo puedo relatar el resto de la historia. Como recordará, señor ministro, en octubre le envié un informe en el que explicaba que Potter se había reunido con unos cuantos compañeros suyos en el pub Cabeza de Puerco de Hogsmeade...

—¿Y qué pruebas tiene de eso? —la interrumpió la profesora McGonagall.

—Tengo el testimonio de Willy Widdershins, Minerva, que casualmente se encontraba en el pub en ese momento. Iba vendado de pies a cabeza, no lo niego, pero eso no le impedía oír —respondió la profesora Umbridge con petulancia—. Oyó todo lo que dijo Potter y se apresuró a venir al colegio para contarme...

A Margaery se le hizo un nudo en el estómago. Ella había hablado la mayor parte de esa reunión, si ese tal Widdershins la había mencionado, Margaery se veía a si misma de vuelta en Camelot no solo por haber estado en la reunión pero también por haber mentido descaradamente a la profesora Umbridge.

—¡Ah, de modo que por eso no lo procesaron por poner los inodoros regurgitantes! —se indignó la profesora McGonagall arqueando las cejas—. ¡Qué gran ejemplo del funcionamiento de nuestro sistema judicial!

—¡Escándalo! ¡Corrupción! —bramó el retrato del mago corpulento de nariz roja que estaba colgado en la pared detrás de la mesa de Dumbledore—. ¡En mis tiempos el Ministerio no hacía tratos con pequeños delincuentes, no, señor!

—Gracias, Fortescue, ya basta —dijo Dumbledore con voz queda.

—El propósito de la reunión de Potter con esos estudiantes —continuó la profesora Umbridge— era convencerlos de que entraran a formar parte de una asociación ilegal, cuyo objetivo era estudiar hechizos y maldiciones que el Ministerio ha catalogado de inapropiados para su edad...

—Creo que comprobará que en eso se equivoca, Dolores —terció Dumbledore con serenidad mientras la miraba por encima de las gafas de media luna, que se le apoyaban hacia la mitad de la torcida nariz.

Margaery observó al director. No veía cómo Dumbledore iba a salvarlos de aquel lío; si era verdad que Willy Widdershins había oído todo lo que habían dicho en Cabeza de Puerco, no tenían escapatoria.

—¡Ajá! —explotó Fudge, que volvía a balancearse sobre la punta de los pies—. ¡Sí, oigamos el último cuento chino pensado para sacarle las castañas del fuego a Potter! Adelante, Dumbledore, adelante... Willy Widdershins mintió, ¿no? ¿O era el gemelo de Potter el que estaba en Cabeza de Puerco aquel día? ¿O esta vez hay también una sencilla explicación en la que intervienen una inversión en el tiempo y dos muertas que resucitan?

Percy Weasley soltó una sonora carcajada.

—¡Muy bueno, señor ministro, muy bueno! —exclamó.

A Margaery le habría encantado pegarle una patada. Entonces percibió, para su gran asombro, que Dumbledore también sonreía discretamente.

—Cornelius, no voy a negar, y estoy seguro de que Harry tampoco, que él estuvo en Cabeza de Puerco aquel día, ni que intentaba reclutar a estudiantes para formar un grupo para aprender hechizos y maldiciones. Me limitaba a señalar que Dolores se equivoca al afirmar que el grupo era ilegal en ese momento. Si haces memoria recordarás que el decreto ministerial que prohibía toda asociación estudiantil no entró  en vigor hasta dos días después de que Harry celebrara esa reunión en Hogsmeade, y por lo tanto en Cabeza de Puerco no se violó ninguna norma.

Percy se quedó como si le hubieran tirado un cubo de agua helada por la cabeza. Victoria sonreía, divertida por la situación. Fudge, por su parte, se quedó inmóvil a medio balanceo con la boca abierta. La profesora Umbridge fue la primera en recuperarse.

—Todo eso está muy bien, señor director —dijo con una dulce sonrisa—, pero ya han pasado casi seis meses desde la entrada en vigor del Decreto de Enseñanza número veinticuatro. Aunque la primera reunión no fuera ilegal, sí lo han sido las que se han celebrado posteriormente.

—Bueno —admitió Dumbledore mirándola con educación e interés por encima de los entrelazados dedos—, lo serían, en efecto, si hubieran continuado después de la entrada en vigor del decreto. ¿Tiene usted alguna prueba de que esas reuniones hayan seguido celebrándose?

Mientras Dumbledore hablaba, Margaery oyó un murmullo detrás de ellos y como si Kingsley susurrara.

—¿Alguna prueba? —repitió la profesora Umbridge con aquella espantosa y ancha sonrisa de sapo—. ¿Acaso no nos ha estado escuchando, Dumbledore? ¿Por qué cree que hemos llamado a la señorita Edgecombe?

—Ah, ¿es que puede hablarnos ella de seis meses de reuniones? —preguntó Dumbledore arqueando las cejas—. Tenía la impresión de que sólo nos estaba informando sobre una reunión que se celebraba esta noche.

—Señorita Edgecombe —se apresuró a decir la profesora Umbridge—, dinos desde cuándo se celebran esas reuniones, querida. Si quieres puedes limitarte a negar o a afirmar con la cabeza, estoy segura de que eso no hará que te salgan más granos. ¿Se han celebrado regularmente durante los seis últimos meses? —A Margaery se le encogió el estómago. Ya estaba, habían llegado a un callejón sin salida, y ni siquiera Dumbledore iba a poder deshacer aquella sólida prueba en su contra—. Di sí o no con la cabeza, querida —le indicó persuasivamente la profesora Umbridge a Marietta—. Ánimo, eso no reactivará el embrujo.

Todos los presentes miraron la parte superior de la cara de Marietta. Sólo se le veían los ojos, entre la túnica levantada y el rizado flequillo. Quizá fuera un efecto de la luz del fuego de la chimenea, pero sus ojos tenían una expresión ausente... Como si hubiera sufrido una desmemorización. Comenzó a darle vueltas en su cabeza, conectando el murmullo de Kingsley. Y entonces, confirmando a medias las sospechas de Margaery, Marietta negó con la cabeza.

La profesora Umbridge miró rápidamente a Fudge y luego volvió a mirar a Marietta.

—Creo que no has entendido bien la pregunta, ¿verdad, querida? Te estoy preguntando si has asistido a esas reuniones durante los seis últimos meses. Sí, ¿verdad? —Marietta volvió a negar con la cabeza—. ¿Qué quieres decir con ese gesto? —inquirió la profesora Umbridge con mal genio.

—A mí me parece que está clarísimo —terció la profesora McGonagall con aspereza—. Que no ha habido reuniones secretas en los seis últimos meses. ¿Es eso correcto, señorita Edgecombe?

Marietta asintió.

—Pero ¡esta noche ha habido una reunión! —gritó furiosa la profesora Umbridge—. ¡Ha habido una reunión en la Sala de los Menesteres, tú misma me lo has dicho, Edgecombe! Y Potter era el jefe, ¿no?, Potter la organizó, Potter... ¿Por qué sigues negando con la cabeza, niña?

—Bueno, normalmente, cuando alguien mueve la cabeza de un lado a otro significa «No» —apuntó Victoria con frialdad—. Así que, a menos que Marietta esté utilizando un lenguaje de signos que los humanos todavía no conocemos...

La profesora Umbridge agarró a Marietta por los hombros, la hizo girar para colocarla frente a ella y empezó a zarandearla con brusquedad. Dumbledore se puso en pie de inmediato con la varita levantada; Kingsley dio un paso adelante y la profesora Umbridge soltó a la chica y se apartó de ella agitando las manos, como si se las hubiera quemado.

—No puedo permitir que maltrate a mis alumnos, Dolores —afirmó Dumbledore, que, por primera vez, parecía enfadado.

—Haga el favor de calmarse, Madame Umbridge —dijo Kingsley con su lenta y grave voz—. Supongo que no querrá meterse en problemas, ¿no?

—Sí —dijo la profesora Umbridge, jadeante, y levantó la cabeza hacia la altísima figura de Kingsley—. Es decir, no... Tiene razón, Shacklebolt, es que... he perdido el control.

—Dolores —dijo Fudge, como si intentara zanjar definitivamente el asunto—, la reunión de esta noche, la que estamos seguros de que se ha celebrado...

—Sí —repuso la profesora Umbridge serenándose—, sí... Bueno, la señorita Edgecombe me avisó y yo me dirigí de inmediato al séptimo piso, acompañada por ciertos alumnos dignos de confianza, para sorprender a los que participaban en la reunión. Sin embargo, al parecer se los previno de mi visita, porque, cuando llegamos al séptimo piso, los vimos correr por los pasillos en todas direcciones. Pero no importa. Tengo sus nombres, pues pedí a la señorita Parkinson que entrara en la Sala de los Menesteres para ver si se habían dejado algo allí. Necesitábamos pruebas, y la sala nos las ha proporcionado. —Margaery vio, horrorizada, cómo la profesora Umbridge se sacaba del bolsillo la lista de nombres que habían colgado en la pared de la Sala de los Menesteres, y se la entregaba a Fudge—. En cuanto vi el nombre de Potter en la lista comprendí de qué iba el asunto —añadió con voz queda—. Pero la señorita Potter ha dicho que solo era un encargo de bombas fétidas y, aunque no tenía razón, su nombre no aparece aquí.

¿Cómo que su nombre no aparecía? Ella recordaba patentemente haber firmado. Recordaba incluso asombrarse de que Harry y ella tenían una caligrafía parecidisima.

—Me lo agradeces después —dijo Morgana, apareciéndose a su lado—. Y espero que me agradezcas porque te he sacado de una buena, eh...

—Excelente —dijo Fudge, y exhibió una sonrisa de oreja a oreja—. Excelente, Dolores. Y... ¡rayos y truenos! —Miró a Dumbledore, que seguía de pie junto a Marietta, con la varita en la mano aunque sin apretarla—. ¿Ha visto cómo se llaman? —comentó Fudge en voz baja—. «Ejército de Dumbledore.»

El director estiró un brazo y cogió el trozo de pergamino de las manos de Fudge. Dio un vistazo al título que Hermione había escrito meses atrás y durante un momento pareció quedarse sin habla. Pero luego levantó la cabeza con una sonrisa en los labios.

—Bueno, el juego ha terminado —afirmó con sencillez—. ¿Quiere una confesión mía firmada, Cornelius, o bastará con una declaración ante estos testigos?

Margaery vio que la profesora McGonagall y Kingsley se miraban. El miedo se reflejaba en sus caras. Y ella no entendía qué estaba pasando, como tampoco parecía entenderlo Fudge.

—¿Una declaración? —repitió el ministro lentamente—. Pero ¿qué...?

—Ejército de Dumbledore, Cornelius —dijo el director sin dejar de sonreír mientras agitaba la lista de nombres ante la cara de Fudge—. Ejército de Potter no. Ejército de Dumbledore.

—Pero..., pero... —De pronto el rostro de Fudge se iluminó. Dio un paso hacia atrás, horrorizado, gritó y volvió a apartarse de un brinco del fuego—. ¿Usted? —susurró mientras volvía a patear su chamuscada capa.

—Exacto —afirmó Dumbledore con tono amable.

—¿Usted organizó esto?

—Así es —confirmó Dumbledore.

—¿Reclutó a estos alumnos para..., para su ejército?

—Esta noche teníamos que celebrar la primera reunión —afirmó Dumbledore asintiendo con la cabeza—. Únicamente para preguntarles si les interesaría unirse a mí. Ahora me doy cuenta de que cometí un error al invitar a la señorita Edgecombe, por supuesto.

Marietta asintió. Fudge la miró, y luego volvió a mirar a Dumbledore inspirando profundamente.

—¡Entonces es cierto que ha estado conspirando contra mí! —chilló.

—En efecto —admitió Dumbledore con desenfado.

—¡NO! —gritó Harry. Kingsley le lanzó una mirada de advertencia, la profesora McGonagall abrió amenazadoramente los ojos y Margaery le clavó las uñas en el antebrazo para detenerlo—. ¡No, profesor Dumbledore!

—Cállate, Harry, o me temo que tendré que hacerte salir de mi despacho —le advirtió el director sin alterarse.

—¡Sí, cállate, Potter! —rugió Fudge, que todavía se comía a Dumbledore con los ojos con una mezcla de deleite y horror—. Vaya, vaya, he venido a Hogwarts creyendo que iba a expulsar a Potter, y resulta que...

—Resulta que me detiene a mí —acabó la frase Dumbledore, sonriente—. Es como perder un knut y encontrar un galeón, ¿verdad?

—¡Weasley! —gritó Fudge temblando de placer—. Weasley, ¿lo ha apuntado todo, todo lo que Dumbledore ha dicho, su confesión? ¿Lo tiene todo?

—¡Sí, señor, creo que sí, señor! —contestó Percy con ímpetu. Tenía la nariz salpicada de tinta de lo rápido que había tomado las notas.

—¿Lo de que intentaba formar un ejército contra el Ministerio y que se proponía desestabilizar mi gobierno? —Victoria carraspeó—. ¡El gobierno de Su Majestad! —se corrigió Fudge automáticamente

—¡Sí, señor, lo tengo, sí! —confirmó Percy, y revisó sus notas con regocijo.

—Muy bien —dijo Fudge, radiante de alegría—, entonces haga una copia de sus notas, Weasley, y mándela cuanto antes a El Profeta. ¡Si enviamos una lechuza rápida podrán publicarla en la edición de la mañana! —Percy salió a toda prisa del despacho y cerró la puerta tras él. Entonces el ministro se volvió hacia Dumbledore—. ¡Ahora lo escoltarán hasta el Ministerio, donde será formalmente acusado, y luego lo enviarán a Azkaban, donde permanecerá hasta el día del juicio!

—¡Ah, sí! —repuso el director sin alterarse—. Sí. Ya pensé que podíamos tropezarnos con ese problema.

—¿Problema? —se extrañó Fudge, cuya voz todavía vibraba de alegría—. ¡Yo no veo ningún problema, Dumbledore!

—Pues bien —prosiguió éste como si se disculpara—, me temo que yo sí.

—¿Ah, sí?

—Verá, se trata únicamente de que parece engañarse usted pensando que voy a..., ¿cuál es la expresión?..., entregarme sin oponer resistencia. Eso es, me temo que no voy a entregarme sin oponer resistencia, Cornelius. No tengo ninguna intención de ser enviado a Azkaban. Podría fugarme de allí, por supuesto, pero qué pérdida de tiempo, y francamente, se me ocurren un montón de cosas que preferiría hacer en lugar de eso.

Fudge miró a Dumbledore con cara de tonto, como si acabaran de asestarle un porrazo y no pudiera creer del todo lo que había pasado. Emitió un ruidito ahogado y se volvió hacia Kingsley y hacia el individuo de pelo canoso, áspero y corto, que era el único de los que se hallaban en el despacho que había permanecido callado hasta entonces; este hombre le dedicó un gesto tranquilizador a Fudge y dio un paso adelante separándose de la pared. Margaery vio que se llevaba disimuladamente una mano hacia un bolsillo.

—No seas necio, Dawlish —dijo Dumbledore con cordialidad—. Estoy seguro de que eres un excelente auror, pues creo recordar que sacaste «Extraordinario» en todos tus ÉXTASIS, pero si intentas... llevarme por la fuerza, tendré que hacerte daño.

—Así que pretende enfrentarse a Dawlish, a Shacklebolt, a Dolores y a mí sin ayuda de nadie y enfrente de la reina —dijo Fudge con desdén después de recuperarse—, ¿no es eso, Dumbledore?

—¡No, por las barbas de Merlín! —repuso el director, sonriente—. A menos que sea usted lo bastante estúpido para obligarme a hacerlo.

—¡No se enfrentará a ustedes sin ayuda de nadie! —intervino la profesora McGonagall en voz alta, y metió una mano dentro de su túnica.

—¡Ya lo creo, Minerva! —exclamó Dumbledore—. ¡Hogwarts la necesita!

—¡Basta de tonterías! —gritó Fudge, y sacó también su varita—. ¡Dawlish! ¡Shacklebolt! ¡Aprésenlo!

Un rayo de luz plateada recorrió la sala; se oyó una explosión, parecida a un disparo, y el suelo tembló; una mano cogió a Margaery por el pescuezo y la obligó a tumbarse en el suelo al mismo tiempo que estallaba un segundo destello de luz plateada; varios retratos gritaron, Fawkes chilló y una nube de polvo llenó el despacho. Margaery, que estaba tosiendo, vio una oscura figura que caía al suelo con un fuerte estrépito ante él; se oyó un chillido y un topetazo, y alguien gritó «¡No!»; entonces se oyeron también otros sonidos: ruido de cristales rotos, un frenético correteo, un gruñido... y silencio.

Margaery giró la cabeza con dificultad para saber quién era el que la estaba estrangulando, y vio a la profesora McGonagall agachada a su lado; los había tirado al suelo a ella, a Victoria, a Harry y a Marietta para que no se hicieran daño. Todavía había polvo flotando en el aire, y les caía suavemente sobre la cabeza. Margaery, que jadeaba un poco, distinguió una figura muy alta que avanzaba hacia ellos.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Dumbledore.

—¡Sí! —contestó la profesora McGonagall, que se puso en pie y levantó a los cuatro estudiantes.

El polvo se estaba dispersando y entonces empezaron a observar el caos que se había producido en el despacho: la mesa de Dumbledore estaba volcada, así como las mesitas de patas delgadas, y los instrumentos plateados habían quedado hechos añicos. Fudge, Umbridge, Kingsley y Dawlish estaban tumbados, inmóviles, en el suelo. Fawkes, el fénix, volaba describiendo círculos sobre ellos y cantaba débilmente.

—Por desgracia, he tenido que alcanzar a Kingsley con el maleficio, porque de otro modo habría resultado sospechoso —dijo Dumbledore en voz baja—. Ha sido muy hábil al modificar la memoria de la señorita Edgecombe cuando todos miraban hacia otro lado. —"Bingo", pensó Margaery—. ¿Querrá darle las gracias de mi parte, Minerva? Bueno, no tardarán en despertar, y será mejor que no sepan que hemos podido comunicarnos. Debéis comportaros como si no hubiera pasado el tiempo, como si sólo hubieran caído al suelo un momento; ellos no recordarán...

—¿Adónde va a ir, Dumbledore? —le preguntó en un susurro la profesora McGonagall—. ¿A Grimmauld Place?

—No, no —respondió Dumbledore con una amarga sonrisa en los labios—. No me marcho para esconderme. Fudge pronto lamentará haberme echado de Hogwarts, se lo prometo.

—Profesor Dumbledore... —dijo Harry.

No sabía por dónde empezar: si por decirle cuánto sentía haber organizado el ED y haber causado tantos problemas, o por cómo lamentaba que tuviera que marcharse para evitar que lo expulsaran a él. Pero Dumbledore se le adelantó antes de que pudiera decirle nada.

—Escúchame bien, Harry —dijo con urgencia—. Debes estudiar Oclumancia con todo tu empeño, ¿entendido? Haz lo que te diga el profesor Snape, y practica todas las noches antes de dormir para que puedas cerrar tu mente a esos malos sueños. Pronto entenderás por qué, pero debes prometerme... —Dawlish empezaba a moverse. Entonces Dumbledore agarró a Harry por una muñeca—. Recuerda, cierra tu mente... Pronto lo entenderás —susurró Dumbledore.

En ese momento Fawkes trazó un último círculo por el despacho y descendió sobre el director. Dumbledore soltó a Harry, levantó una mano y asió la larga y dorada cola del fénix. Se produjo un fogonazo y ambos desaparecieron.

—¿Dónde está? —bramó Fudge incorporándose—. ¡¿Dónde está?!

—¡No lo sé! —gritó Kingsley, y se levantó del suelo.

—¡No puede haberse desaparecido! —gritó la profesora Umbridge—. ¡Nadie puede aparecerse ni desaparecerse dentro del recinto del colegio!

—¡La escalera! —gritó Dawlish, y se precipitó hacia la puerta; la abrió y salió por ella, seguido de cerca por Kingsley y la profesora Umbridge.

Fudge titubeó, aunque luego se puso lentamente en pie y se quitó el polvo de la ropa. Hubo un largo y tenso silencio.

—Bueno, Minerva —dijo el ministro con crueldad, alisándose la manga de la camisa que se le había roto—, me temo que éste es el fin de su amigo Dumbledore.

—¿Eso cree? —replicó con desprecio la profesora McGonagall.

Fudge fingió no haberla oído y echó un vistazo al destrozado despacho. Unos cuantos retratos lo abuchearon; uno o dos hasta le hicieron gestos groseros.

—Será mejor que lleve a esos tres a la cama —aconsejó Fudge dirigiéndose de nuevo a la profesora McGonagall, y señaló con la cabeza a Margaery, Harry y Marietta.

La profesora no respondió nada, pero los guió hacia la puerta. Cuando ésta se cerró tras ellos, Margaery oyó la voz de Victoria, que decía:

—¿Sabe qué le digo, señor ministro? Discrepo de Dumbledore en muchos aspectos, pero no podrá negar que tiene clase...

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