lix. disastrous OWLS

lix. TIMOS desastrosos

Los jardines del castillo relucían bajo la luz del sol como si acabaran de pintarlos; el cielo, sin una nube, se sonreía a sí mismo en la lisa y brillante superficie del lago; y una suave brisa rizaba de vez en cuando las satinadas y verdes extensiones de césped. Había llegado el mes de junio, pero para los alumnos de quinto curso eso sólo significaba una cosa: que se les habían echado encima los TIMOS y que nada, ni siquiera la ya terminada temporada de quidditch, era más importante.

Los profesores ya no les ponían deberes y las clases estaban íntegramente dedicadas a repasar los temas que ellos creían que con mayor probabilidad aparecerían en los exámenes. Aquella atmósfera de febril laboriosidad casi había conseguido apartar de la mente de Margaery el pensamiento de estar reviviendo sus exámenes de admisión a la Escuela Alta. Pasaba mucho rato murmurando para sí, repitiendo la teoría de cualquier cosa que se le viniera a la cabeza, y respondiendo escuetamente a cualquier pregunta que le hicieran sus amigos

Sin embargo, Margaery no era la única persona que se comportaba de forma extraña a medida que los TIMOS se iban acercando. Ernie Macmillan había adoptado la molesta costumbre de interrogar a sus compañeros sobre las técnicas de estudio que empleaban.

—¿Cuántas horas al día crees que dedicas a repasar? —preguntó con una chispa de locura en los ojos a Margaery y Angelica mientras hacían cola para entrar en la clase de Herbología.

—No lo sé —contestó Angelica—. Unas cuantas.

—¿Más o menos de ocho?

—Creo que menos —dijo Angelica un tanto alarmada.

—Yo, ocho —aseguró Ernie hinchando el pecho—. Ocho o nueve. Estudio una hora todos los días antes del desayuno. Mi promedio son ocho horas. El fin de semana, si estoy inspirado, llego hasta diez. El lunes hice nueve y media. El martes no estuve tan fino: sólo conseguí llegar a siete y cuarto. Y el miércoles...

Entre tanto, Draco Malfoy había encontrado otra manera de provocar el pánico.

—Lo que importa no es lo que hayas estudiado —oyeron que les decía a Crabbe y Goyle en voz alta frente al aula de Pociones unos días antes de que empezaran los exámenes—, sino si estás bien relacionado. Mira, mi padre es íntimo amigo de la jefa del Tribunal de Exámenes Mágicos, Griselda Marchbanks, ha ido varias veces a cenar a mi casa y todo...

—¡Y yo que pensé que la señora Marchbanks había dicho que tu padre era una copia barata de alguien importante! —exclamó Victoria, jugando a su juego favorito: hacerle la vida imposible a Malfoy.

Su primer examen, Teoría de Encantamientos, estaba programado para el lunes por la mañana. El domingo después de comer, Margaery accedió a preguntarle la lección a Angelica, pero enseguida lo lamentó: su amiga estaba muy nerviosa y no paraba de quitarle el libro de las manos para comprobar si había contestado correctamente a la pregunta, y al final le dio un fuerte golpe en la nariz con el afilado borde de Últimos avances en encantamientos.

—¿Por qué no estudias tú sola? —le propuso Margaery con firmeza, y le devolvió el libro con los ojos llorosos.

Mientras tanto, Colette leía los apuntes de Encantamientos de aquel curso y del anterior, tapándose los oídos con los índices y moviendo los labios sin emitir ningún sonido; Harry estaba tumbado boca arriba en el suelo y recitaba la definición del encantamiento sustancial mientras Ron comprobaba si había acertado con ayuda del Libro reglamentario de hechizos, 5.º curso; y Catherine y Victoria, que practicaban encantamientos de locomoción básicos, intentaban que sus plumas hicieran carreras alrededor del borde de la mesa.

Aquella noche reinaba un ambiente muy apagado durante la cena. Colette y Margaery no hablaban mucho, pero comían con ganas, pues habían estudiado con intensidad todo el día. Angelica, por su parte, dejaba una y otra vez el tenedor y el cuchillo y escondía la cabeza debajo de la mesa, donde tenía la mochila, para sacar un libro o comprobar un dato o alguna cifra. Mientras Electra le decía a Susan que si no comía como era debido no podría pegar ojo en toda la noche, a Hannah le resbaló de los temblorosos dedos el tenedor, que fue a parar sobre el plato y produjo un fuerte tintineo

—¡Ay, madre! —exclamó Angelica por lo bajo mirando hacia el vestíbulo—. ¿Son ellos? ¿Son los examinadores?

Margaery y Colette se dieron rápidamente la vuelta en el banco. Más allá de las puertas abiertas del Gran Comedor vieron a la profesora Umbridge de pie con un pequeño grupo de brujas y magos que parecían muy ancianos.

—¿Vamos a verlos más de cerca? —propuso Colette.

Margaery y Angelica asintieron con la cabeza, y las tres se apresuraron hacia las puertas del vestíbulo, pero caminaron más despacio después de cruzar el umbral para pasar lentamente junto a los examinadores. Margaery pensó que la profesora Marchbanks debía de ser la bruja bajita y encorvada con la cara tan arrugada que parecía que la hubieran cubierto de telarañas; la profesora Umbridge se dirigía a ella con deferencia. Por lo visto, la profesora Marchbanks estaba un poco sorda y contestaba a la profesora Umbridge en voz muy alta, teniendo en cuenta que sólo las separaba un palmo.

—¡Hemos tenido buen viaje, hemos tenido buen viaje, ya lo hemos hecho muchas veces! —decía con impaciencia—. ¡Bueno, últimamente no he tenido noticias de Dumbledore! —añadió, y escudriñó el vestíbulo como si albergara esperanzas de que éste apareciera de pronto del interior de un armario para guardar escobas—. Supongo que no tiene ni idea de dónde está.

—No, ni idea —contestó la profesora Umbridge—. Pero me atrevería a decir que el Ministerio de Magia dará con él muy pronto.

—¡Lo dudo! —gritó la diminuta profesora Marchbanks—. ¡No lo encontrarán si Dumbledore no quiere que lo encuentren! Se lo digo yo... Lo examiné personalmente de Transformaciones y Encantamientos cuando hizo sus ÉXTASIS... Hacía unas cosas con la varita que yo he visto hacer solo a un Pendragon.

—Sí, bueno... —balbuceó la profesora Umbridge—, déjeme que le enseñe la sala de profesores. Seguro que le apetece tomar una taza de té después de un viaje tan largo.

Fue una noche incómoda. Todo el mundo intentaba repasar un poco más en el último momento, aunque no parecía que nadie avanzara mucho. Margaery se acostó temprano, pero permaneció despierto durante lo que a ella le parecieron horas. 

Al día siguiente tampoco ningún alumno de quinto curso habló demasiado durante el desayuno. Parvati practicaba conjuros por lo bajo mientras el salero que tenía delante daba sacudidas; Hermione releía Últimos avances en encantamientos a tal velocidad que sus ojos se veían borrosos; y Neville no paraba de dejar caer su tenedor y su cuchillo y de volcar el tarro de mermelada de naranja.

Cuando terminó el desayuno, los alumnos de quinto y de séptimo se congregaron en el vestíbulo mientras los demás estudiantes subían a sus aulas; entonces, a las nueve y media, los llamaron clase por clase para que entraran de nuevo en el Gran Comedor; habían retirado las cuatro mesas de las casas y en su lugar habían puesto muchas mesas individuales, encaradas hacia la de los profesores, desde donde los miraba la profesora McGonagall, que permanecía de pie. Cuando todos se hubieron sentado y se hubieron callado, la profesora McGonagall dijo:

—Ya podéis empezar. —Y dio la vuelta a un enorme reloj de arena que había sobre la mesa que tenía a su lado, en la que también había plumas, tinteros y rollos de pergamino de repuesto.

Margaery, a quien el corazón le latía muy deprisa, le dio la vuelta a su hoja (tres filas hacia la derecha y cuatro asientos hacia delante, Hermione ya había empezado a escribir) y leyó la primera pregunta: a) Nombre el conjuro para hacer volar un objeto. b) Describa el movimiento de varita que se requiere.

Margaery recordó fugazmente cómo un garrote se elevaba y caía produciendo un fuerte ruido sobre la dura cabeza de un trol... Sonriendo, se inclinó sobre el papel y empezó a escribir.























































—Bueno, no ha estado del todo mal, ¿verdad? —comentó Angelica en el vestíbulo, nerviosa, dos horas más tarde. Todavía llevaba en la mano la hoja con las preguntas del examen—. Aunque no creo que me haya hecho justicia en encantamientos regocijantes, no tuve suficiente tiempo. Y en la pregunta número veintitrés...

—No seas pesada, Brittany —dijo Colette severamente—, sabes de sobra que no nos gusta repasar todas las preguntas, ya tenemos bastante con responderlas una vez.

Los alumnos de quinto comieron con el resto de los estudiantes (las cuatro mesas de las casas habían vuelto a aparecer a la hora de la comida) y luego entraron en masa en la pequeña cámara que había junto al Gran Comedor, donde tenían que esperar a que los avisaran para hacer el examen práctico. Los llamaban en reducidos grupos y por orden alfabético; los que se quedaban atrás murmuraban conjuros y practicaban movimientos de varita, metiéndosela de vez en cuando los unos a los otros en un ojo o dándose con ella golpes en la espalda sin querer.

Diez minutos más tarde, el profesor Flitwick llamó a: «Patil, Padma; Patil, Parvati; Potter, Harry; Potter, Margaery.»

—Buena suerte —les desearon Ron, Angelica y Colette por lo bajo. Margaery entró en el Gran Comedor asiendo tan fuerte su varita que le temblaba la mano.

—El profesor Tofty está libre, Potter —le indicó a Margaery con su voz chillona el profesor Flitwick, que se hallaba de pie junto a la puerta. Y señaló al examinador más anciano y más calvo, que estaba sentado detrás de una mesita, en un rincón alejado, a escasa distancia de la profesora Marchbanks, quien por su parte examinaba a Draco Malfoy.

—Potter, ¿verdad? —preguntó el profesor Tofty consultando sus notas, y miró a Margaery por encima de sus quevedos al verlo acercarse—. ¿Hermana del famoso Potter?

Con el rabillo del ojo Margaery vio claramente cómo Malfoy le lanzaba a ella y a Harry una mirada mordaz; la copa de vino que éste estaba haciendo levitar cayó al suelo y se hizo añicos. Margaery no pudo contener una sonrisa; a su vez, el profesor Tofty le sonrió como si quisiera animarla.

—Eso es —dijo con su temblorosa voz—, no tienes por qué ponerte nerviosa. Bueno, me gustaría que cogieras esta huevera y le hicieras dar unas cuantas volteretas.

Margaery salió del examen con la impresión de que, en general, lo había hecho bastante bien. El encantamiento levitatorio le salió mucho mejor que a Malfoy, aunque lamentaba haber confundido el encantamiento de cambio de color con el de crecimiento, haciendo que la rata que tenía que poner de color naranja se hinchara de forma asombrosa hasta alcanzar el tamaño de un tejón, antes de que pudiera rectificar su error.

Aquella noche no tuvieron tiempo para relajarse; después de cenar, subieron directamente a la sala común y se pusieron a repasar para el examen de Transformaciones que tenían al día siguiente. Margaery fue a acostarse con la cabeza llena de complicados ejemplos y teorías de hechizos.

Por la mañana, olvidó la definición de hechizo permutador en su examen escrito, pero le pareció que el examen práctico habría podido irle mucho peor. Al menos consiguió hacer desaparecer por completo su iguana mediante un hechizo desvanecedor, en tanto que la pobre Hannah, que se examinaba en la mesa de al lado, perdía el control y convertía su hurón en una bandada de flamencos. Tuvieron que interrumpir los exámenes durante diez minutos hasta que capturaron a todas las aves y las desalojaron del comedor.

El miércoles hizo el examen de Herbología, y luego, el jueves, Defensa Contra las Artes Oscuras. Aquel día Margaery se convenció por primera vez de que había aprobado. No tuvo ninguna dificultad con las preguntas escritas, y durante el examen práctico disfrutó especialmente realizando los contraembrujos y los hechizos defensivos delante de la profesora Umbridge, que lo miraba con frialdad desde cerca de las puertas que daban al vestíbulo.

—¡Bravo! —exclamó el profesor Tofty, que volvía a examinar a Margaery, cuando ésta realizó a la perfección un hechizo repulsor de boggarts—. ¡Excelente!

A menos que se equivocara mucho (y por si así era, no pensaba decírselo a nadie), acababa de conseguir un «Extraordinario» en el TIMO de Defensa Contra las Artes Oscuras.

El viernes, tenía el examen de Runas Antiguas, en el cual se había asegurado su segundo «Extraordinario».

Además alguien había puesto otro escarbato en el despacho de la profesora Umbridge. El caso era que había entrado, y la profesora Umbridge estaba que se subía por las paredes. Al parecer, el escarbato había intentado pegarle un mordisco en la pierna.

Durante gran parte del sábado y del domingo repasaron Pociones para el examen del lunes; era la prueba que Margaery más temía. Como era de esperar, encontró difícil el examen escrito, aunque creía que había contestado correctamente a la pregunta sobre la poción multijugos y había sabido describir con precisión sus efectos.

El examen práctico de la tarde no resultó tan espantoso como Margaery había imaginado. Snape no estuvo presente, y Margaery se sintió mucho más relajada que cuando preparaba sus pociones. Harry, que estaba sentado muy cerca de Margaery, también parecía más tranquilo de lo que ésta lo había visto jamás durante las clases de Pociones. Cuando la profesora Marchbanks dijo: «Separaos de vuestros calderos, por favor. El examen ha terminado», Margaery tapó su botella de muestra con la sensación de que quizá no sacase muy buena nota, pero al menos, con un poco de suerte, evitaría el suspenso.

El examen teórico de Astronomía del miércoles por la mañana le salió bastante bien. Margaery no estaba segura de haber recordado correctamente los nombres de todas las lunas de Júpiter. Como para hacer la prueba práctica de Astronomía tenían que esperar a que anocheciera, dedicaron la tarde al examen de Adivinación.

Éste, se mirara por donde se mirara, le salió muy mal: no vio ni una sola imagen en movimiento en la bola de cristal, tan lisa como la superficie de su mesa; perdió por completo la cabeza durante la lectura de las hojas de té y dijo que le parecía que en breve la profesora Marchbanks conocería a un redondo, oscuro y empapado extraño; y para rematar la faena confundió la línea de la vida con la de la cabeza en la palma de la mano de la examinadora y le comunicó que debería haber muerto el martes anterior.

—Bueno, ése ya sabíamos que lo suspenderíamos —comentó Harry con pesimismo mientras subían la escalera de mármol.

—No debimos matricularnos en esa estúpida asignatura —comentó Margaery.

—Bueno, al menos ahora podremos dejarla.

—Sí. Y ya no tendremos que fingir que nos interesa lo que pasa cuando Júpiter y Urano hacen demasiadas migas.

—Y a partir de ahora no me importará que mis hojas de té digan: «Vas a morir, Harry, vas a morir.» Las voy a tirar a la basura sin miramientos.

Margaery rió.

A las once, cuando llegaron a la torre de Astronomía, comprobaron que hacía una noche tranquila y despejada, perfecta para la observación de los astros. La plateada luz de la luna bañaba los jardines y soplaba una fresca brisa. Cada alumno montó su telescopio, y cuando la profesora Marchbanks dio la orden, empezaron a rellenar el mapa celeste en blanco que les habían repartido.

El profesor Tofty y la profesora Marchbanks se paseaban entre los alumnos, vigilando mientras éstos anotaban la posición exacta de las estrellas y de los planetas que observaban. Sólo se oía el susurro del pergamino al cambiarlo de posición, el ocasional chirrido de un telescopio al ajustarlo sobre su trípode, y el rasgueo de las plumas. Al cabo de una hora y media, los rectángulos de luz dorada que se proyectaban sobre los jardines fueron desapareciendo conforme se apagaban las luces en el castillo.

Pero cuando Margaery estaba completando la constelación de Draco en su mapa celeste, las puertas del castillo se abrieron, justo debajo del parapeto donde se encontraba él, y la luz se esparció por los escalones de piedra hasta alcanzar el césped. Margaery miró hacia abajo, fingiendo que ajustaba un poco la posición de su telescopio, y vio unas cinco o seis alargadas siluetas que avanzaban por la hierba iluminada; entonces se cerraron las puertas y el césped se convirtió de nuevo en un mar de oscuridad.

Margaery volvió a pegar el ojo al telescopio y lo enfocó para examinar Venus. Luego dirigió la vista hacia su mapa para anotar la posición del planeta, pero algo la distrajo; se quedó quieta, con la pluma suspendida sobre la hoja de pergamino, miró hacia los oscuros jardines entrecerrando los ojos, y vio a media docena de personas que caminaban por ellos. Si aquellas figuras no hubieran estado en movimiento, y si la luz de la luna no hubiera hecho que les brillara la coronilla, Margaery no habría podido distinguirlas del oscuro suelo por el que andaban. Incluso desde aquella distancia, a la chica le pareció reconocer los andares de la figura más baja, que al parecer era la que guiaba al grupo.

No se le ocurría ninguna razón por la que la profesora Umbridge hubiera salido a pasear por los jardines pasada la medianoche. Entonces alguien tosió detrás de ella, y recordó que estaba en medio de un examen. Se le había olvidado por completo la posición de Venus. Pegó el ojo al telescopio, la encontró de nuevo e iba a anotar su posición en el mapa cuando oyó unos golpecitos lejanos que resonaron por los desiertos jardines, seguidos inmediatamente por los amortiguados ladridos de un perro.

Miró a su alrededor para comprobar si Harry había visto lo mismo, pero en ese momento la profesora Marchbanks caminaba hacia ella, y como no quería que pareciera que intentaba copiar el examen de algún compañero, se apresuró a inclinarse sobre su mapa celeste y fingió que escribía, cuando en realidad miraba por encima del parapeto hacia la cabaña de Hagrid. En ese instante las figuras se movían detrás de las ventanas de la cabaña y tapaban la luz.

Margaery oyó un rugido procedente de la lejana cabaña que resonó en la oscuridad y llegó hasta lo alto de la torre de Astronomía. Varios alumnos que Margaery tenía cerca se separaron de sus telescopios y miraron hacia la cabaña de Hagrid.

El profesor Tofty volvió a toser.

—Chicos, chicas, intentad concentraros —dijo en voz baja. Margaery echó un vistazo a la izquierda. Harry miraba, petrificado, hacia la cabaña de Hagrid—. Ejem..., veinte minutos... —anunció el profesor Tofty.

Entonces se oyó un fuerte ¡PUM! que procedía de los jardines y varios estudiantes exclamaron «¡Ay!» al golpearse la cara con el extremo de la mira de sus telescopios cuando se apresuraron a observar lo que estaba pasando abajo.

La puerta de la cabaña de Hagrid se había abierto, y la luz que salía de dentro les permitió verlo con bastante claridad: una figura de gran tamaño rugía y enarbolaba los puños, rodeada de seis personas, las cuales intentaban aturdirlo a juzgar por los finos rayos de luz roja que proyectaban hacia él.

—¡No! —gritó Hermione.

—¡Señorita! —exclamó escandalizado el profesor Tofty—. ¡Esto es un examen!

Pero ya nadie prestaba atención a los mapas celestes. Todavía se veían haces de luz roja junto a la cabaña de Hagrid, aunque parecían rebotar en él; el guardabosques aún estaba en pie y a Margaery le pareció que no había dejado de defenderse. Por los jardines resonaban gritos y un hombre bramó: «¡Sé razonable, Hagrid!»

—¿Razonable? —rugió él—. ¡Maldita sea, Dawlish, no me llevaréis así!

Margaery vio la silueta de Fang, que intentaba defender a su amo y saltaba repetidamente sobre los magos que rodeaban a Hagrid, hasta que el rayo de un hechizo aturdidor alcanzó al animal, que cayó al suelo. Hagrid soltó un furioso aullido y cogió al culpable y lo lanzó por el aire; el hombre recorrió unos tres metros volando y no volvió a levantarse. Hermione soltó un grito de horror, tapándose la boca con ambas manos; Margaery miró a Harry y vio que su mellizo también estaba muy asustado. Ninguno había visto jamás a Hagrid enfadado de verdad.

—¡Mirad! —gritó Parvati, que se había apoyado en el parapeto y señalaba las puertas del castillo, que habían vuelto a abrirse; la luz iluminaba de nuevo el oscuro jardín, y una silueta cruzaba la extensión de césped.

—¡Por favor, chicos! —exclamó el profesor Tofty, muy alterado—. ¡Sólo os quedan dieciséis minutos!

Pero nadie le hizo caso: todos observaban a la persona que en ese momento corría hacia la cabaña de Hagrid, donde se estaba librando la batalla.

—¿¡Cómo se atreven!? —gritaba la solitaria figura mientras corría—. ¿¡Cómo se atreven!?

—¡Es la profesora McGonagall! —susurró Angelica.

—¡Déjenlo en paz! ¡He dicho que lo dejen en paz! —repetía la profesora McGonagall en la oscuridad—. ¿Con qué derecho lo atacan? Él no ha hecho nada, nada que justifique este...

Margaery, Angelica, Catherine, Victoria y Hermione gritaron a la vez, pues las figuras que había junto a la cabaña de Hagrid lanzaron al menos cuatro rayos aturdidores contra la profesora McGonagall. A medio camino entre la cabaña y el castillo, los rayos chocaron contra ella; en un primer momento, la profesora se iluminó y desprendió un brillo de un extraño color rojo; luego se despegó del suelo, cayó con fuerza sobre la espalda y no volvió a moverse.

—¡Gárgolas galopantes! —gritó el profesor Tofty, que también parecía haber olvidado por completo el examen—. ¡Eso no es una advertencia! ¡Es un comportamiento vergonzoso!

—¡COBARDES! —bramó Hagrid—. ¡MALDITOS COBARDES! ¡TOMA ESTO! ¡Y ESTO!

—¡Ay, madre! —gimió Hermione.

Hagrid intentó dar un par de fuertes golpes a los agresores que tenía más cerca, a quienes, a juzgar por cómo se derrumbaron, dejó inconscientes. Pero luego Margaery vio que Hagrid se doblaba por la cintura, como si finalmente el hechizo lo hubiera vencido. Sin embargo, se equivocaba: al cabo de un instante, Hagrid volvía a estar de pie y llevaba algo que parecía un saco a la espalda.

—¡Deténganlo! ¡Sujétenlo! —gritaba la profesora Umbridge, pero el único ayudante que le quedaba se mostraba muy reacio a ponerse al alcance de los puños de Hagrid; empezó a retroceder, tan deprisa que tropezó con uno de sus inconscientes colegas, y también cayó al suelo.

Hagrid, mientras tanto, se había dado la vuelta y había echado a correr con Fang sobre los hombros. La profesora Umbridge le echó un último hechizo aturdidor, pero no dio en el blanco; y Hagrid, corriendo a toda velocidad hacia las lejanas verjas, desapareció en la oscuridad.

Hubo un largo minuto de silencio; los alumnos, temblorosos y boquiabiertos, contemplaban los jardines. Entonces la débil voz del profesor Tofty anunció:

—Humm..., cinco minutos, chicos.


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