lix. an enormous surprise

lix. una sorpresa enorme

La situación de ese momento era muy parecida a la del día que despidieron a la profesora Trelawney. 

Los estudiantes estaban de pie formando un gran corro a lo largo de las paredes; además de alumnos, también había profesores y fantasmas. Entre los curiosos destacaban los miembros de la Brigada Inquisitorial, que parecían muy satisfechos de sí mismos, y Peeves, que cabeceaba suspendido en el aire, desde donde contemplaba a Fred y George, que estaban sentados en el suelo en medio del vestíbulo. 

—¡Muy bien! —gritó triunfante la profesora Umbridge—. ¿Os parece muy gracioso convertir un pasillo del colegio en un pantano?

—Pues sí, la verdad —contestó Fred, que miraba a la profesora sin dar señal alguna de temor.

Filch, que casi lloraba de felicidad, se abrió paso a empujones hasta la profesora Umbridge.

—Ya tengo el permiso, señora —anunció con voz ronca mientras agitaba un trozo de pergamino—. Tengo el permiso y tengo las fustas preparadas. Déjeme hacerlo ahora, por favor...

—Muy bien, Argus —repuso ella—. Vosotros dos —prosiguió sin dejar de mirar a los gemelos— vais a saber lo que les pasa a los alborotadores en mi colegio.

—¿Sabe qué le digo? —replicó Fred—. Me parece que no. —Miró a su hermano y añadió—: Creo que ya somos mayorcitos para estar internos en un colegio, George.

—Sí, yo también tengo esa impresión —coincidió George con desparpajo.

—Ya va siendo hora de que pongamos a prueba nuestro talento en el mundo real, ¿no? —le preguntó Fred.

—Desde luego —contestó George.

Y antes de que la profesora Umbridge pudiera decir ni una palabra, los gemelos Weasley levantaron sus varitas y gritaron juntos:

—¡Accio escobas!

Margaery oyó un fuerte estrépito a lo lejos, miró hacia la izquierda y se agachó justo a tiempo. Las escobas de Fred y George, una de las cuales arrastraba todavía la pesada cadena y la barra de hierro con que la profesora Umbridge las había atado a la pared, volaban a toda pastilla por el pasillo hacia sus propietarios; torcieron hacia la izquierda, bajaron la escalera como una exhalación y se pararon en seco delante de los gemelos. El ruido que hizo la cadena al chocar contra las losas de piedra del suelo resonó por el vestíbulo.

—Hasta nunca —le dijo Fred a la profesora Umbridge, y pasó una pierna por encima de la escoba.

—Sí, no se moleste en enviarnos ninguna postal —añadió George, y también montó en su escoba.

Fred miró a los estudiantes que se habían congregado en el vestíbulo, que los observaban atentos y en silencio.

—Si a alguien le interesa comprar un pantano portátil como el que habéis visto arriba, nos encontrará en Sortilegios Weasley, en el número noventa y tres del callejón Diagon —dijo en voz alta.

—Hacemos descuentos especiales a los estudiantes de Hogwarts que se comprometan a utilizar nuestros productos para deshacerse de esa vieja bruja —añadió George señalando a la profesora Umbridge.

—¡DETENEDLOS! —chilló la mujer, pero ya era demasiado tarde.

Cuando la Brigada Inquisitorial empezó a cercarlos, Fred y George dieron un pisotón en el suelo y se elevaron a más de cuatro metros, mientras la barra de hierro oscilaba peligrosamente un poco más abajo. Fred miró hacia el otro extremo del vestíbulo, donde estaba suspendido el poltergeist, que cabeceaba a la misma altura que ellos, por encima de la multitud.

—Hazle la vida imposible por nosotros, Peeves.

Y Peeves, a quien Margaery jamás había visto aceptar una orden de un alumno, se quitó el sombrero con cascabeles de la cabeza e hizo una ostentosa reverencia al mismo tiempo que los gemelos daban una vuelta al vestíbulo en medio de un aplauso apoteósico de los estudiantes y salían volando por las puertas abiertas hacia una espléndida puesta de sol.

La historia del vuelo hacia la libertad de Fred y George se contó tantas veces en los días siguientes que Margaery comprendió que pronto se convertiría en una de las leyendas de Hogwarts.

Fred y George se habían asegurado de que nadie se olvidara de ellos demasiado deprisa. Para empezar, no habían dejado instrucciones para lograr que el pantano, que todavía inundaba el pasillo del quinto piso del ala este, desapareciera. La profesora Umbridge y Filch habían intentado retirarlo de allí por diversos medios, pero ninguno había dado resultado. Finalmente acordonaron la zona, y Filch, aunque rechinaba los dientes muerto de rabia, tenía que encargarse de llevar a los alumnos en un bote hasta las aulas. Margaery no tenía ninguna duda de que profesores como Flitwick o McGonagall habrían hecho desaparecer el pantano en un abrir y cerrar de ojos, pero, como había ocurrido en el caso de los Magifuegos Salvajes Weasley, al parecer preferían que la profesora Umbridge pasara apuros.

Inspirados por el ejemplo de los gemelos Weasley, un gran número de estudiantes aspiraban a ocupar el cargo vacante de alborotador en jefe. Pese a la nueva puerta del despacho de la profesora Umbridge, alguien consiguió deslizar en la estancia un escarbato de hocico peludo que no tardó en destrozar el lugar en su búsqueda de objetos relucientes, saltó sobre la profesora cuando ésta entró en la habitación e intentó roer los anillos que llevaba en los regordetes dedos. Además, por los pasillos se tiraban tantas bombas fétidas que los alumnos adoptaron la nueva moda de hacerse encantamientos casco-burbuja antes de salir de las aulas, porque así podían respirar aire no contaminado, aunque eso les diera un aspecto muy peculiar: parecía que llevaban la cabeza metida en una pecera.

Entre tanto, se hizo patente la cantidad de Surtidos Saltaclases que Fred y George habían conseguido vender antes de marcharse de Hogwarts. En cuanto la profesora Umbridge entraba en el aula, los alumnos que había allí reunidos se desmayaban, vomitaban, tenían fiebre altísima o empezaban a sangrar por ambos orificios nasales. La profesora, que chillaba de rabia y frustración, intentó detectar el origen de aquellos síntomas, pero los alumnos, testarudos, insistían en que padecían «umbridgitis». Tras castigar a cuatro clases sucesivas y no conseguir desvelar su secreto, la profesora no tuvo más remedio que abandonar y dejar que los alumnos, entre desmayos, sudores, vómitos y hemorragias, salieran a montones de la clase.

Pero ni siquiera los consumidores de Surtidos Saltaclases podían competir con el gran maestro del descalabro, Peeves, quien parecía haberse tomado muy en serio las palabras de despedida de Fred. Volaba por el colegio riendo desenfrenadamente, tumbaba mesas, atravesaba pizarras, volcaba estatuas y jarrones... En dos ocasiones encerró a la Señora Norris en una armadura, de donde fue rescatada, mientras maullaba como una histérica, por el enfurecido conserje. Peeves rompía faroles y apagaba velas, hacía malabarismos con antorchas encendidas sobre las cabezas de los alarmados estudiantes, lograba que ordenados montones de hojas de pergamino cayeran en las chimeneas o salieran volando por las ventanas; inundó el segundo piso al arrancar todos los grifos de los lavabos, tiró una bolsa de tarántulas en medio del Gran Comedor a la hora del desayuno y, cuando le apetecía descansar un poco, pasaba horas flotando detrás de la profesora Umbridge y haciendo fuertes pedorretas cada vez que ella abría la boca para decir algo.

Ningún miembro del profesorado parecía dispuesto a ayudar a la nueva directora. Es más, una semana después de la partida de Fred y George, Margaery vio que la profesora McGonagall pasaba junto a Peeves, que estaba muy entretenido aflojando una lámpara de araña, y habría jurado que oyó que le decía al poltergeist sin apenas mover los labios: «Se desenrosca hacia el otro lado.»

Por si fuera poco, los estudiantes de Hufflepuff, después de haberle ganado a Slytherin estaban eufóricos y la fiesta que se había desarrollado en la Sala Común había terminado por desparramarse por Ravenclaw y Gryffindor, dejando, no solo las salas comunes, pero también los corredores y ciertas aulas hechas un enchastre.

El partido que cerraría la temporada de quidditch, Gryffindor contra Ravenclaw, iba a celebrarse el último fin de semana de mayo, cuando las cosas ya estaban más calmadas. Y pese a que Hufflepuff había ganadopor poco a Slytherin en el último encuentro, Gryffindor no tenía muchas esperanzasde ganar, debido principalmente (aunque nadie se lo decía, por supuesto) a la pésimatrayectoria de Ron como guardián.

Harry, Hermione y Margaery e sentaron en la penúltima fila de las gradas. Hacía un día templado y despejado.

Como era costumbre, Lee Jordan, que estaba muy alicaído desde que Fred y George se habían marchado del colegio, comentaba el partido. Mientras los dos equipos salían al terreno de juego, fue nombrando a los jugadores sin el entusiasmo de siempre.

—¡Allá van! —gritó Lee—. Davies atrapa inmediatamente la quaffle, el capitán de Ravenclaw en posesión de la quaffle, regatea a Johnson, regatea a Bell, regatea también a Spinnet... ¡Va directo hacia la portería! Se dispone a lanzar y, y... —Lee soltó una palabrota—. Y marca.

Harry y Hermione gimieron con el resto de los alumnos de Gryffindor. Como era de esperar, los alumnos de Slytherin, sentados al otro lado de las gradas, empezaron a cantar:

Weasley no atrapa las pelotas
y por el aro se le cuelan todas...

—Harry... Margaery... —dijo una voz ronca—. Hermione...

Margaery giró la cabeza y vio la enorme y barbuda cara de Hagrid, que asomaba entre los asientos y a Victoria detrás de él. Por lo visto, había recorrido toda la hilera, porque los alumnos de primero y de segundo curso, que estaban sentados detrás de Margaery, Harry y Hermione, parecían aplastados y despeinados. Por algún extraño motivo, Hagrid estaba doblado por la cintura, como si no quisiera que alguien lo viera, aunque de cualquier modo sobresalía más de un metro entre los demás.

—Escuchad —susurró—, ¿podéis venir conmigo? Ahora, mientras todos ven el partido.

—¿Tan urgente es? —preguntó Harry—. ¿No puedes esperar a que acabe el encuentro?

—No. No, Harry, tiene que ser ahora, mientras todo el mundo mira hacia el otro lado. Por favor.

A Hagrid le sangraba un poco la nariz y tenía ambos ojos amoratados. Margaery no lo había visto tan de cerca desde el año pasado, y le pareció que estaba sumamente angustiado.

—Claro —repuso Harry al momento—. Claro que vamos contigo.

Margaery, Hermione y él recorrieron su hilera de asientos provocando las protestas de los estudiantes que tuvieron que levantarse para dejarlos pasar. Los de la fila de Hagrid no se quejaban: sólo intentaban ocupar el mínimo espacio posible.

—Os lo agradezco mucho, de verdad —dijo Hagrid cuando llegaron a la escalera—. Espero que no hayan visto que nos marchamos.

—¿Te refieres a la profesora Umbridge? —le preguntó Victoria—. Tranquilo, seguro que no nos ha visto. Está sentada con toda su brigada, ¿no te has fijado? Debe de imaginarse que pasará algo durante el partido.

—Ya, bueno, un poco de jaleo no nos vendría mal —comentó Hagrid, y se detuvo al llegar al pie de las gradas para asegurarse de que la extensión de césped que las separaba de su cabaña estaba desierta—. Así dispondríamos de más tiempo.

—¿Qué ocurre, Hagrid? —inquirió Hermione mirándolo con cara de preocupación mientras corrían por la hierba hacia la linde del bosque.

—Bueno, enseguida lo verás —contestó él, y miró hacia atrás cuando estalló una gran ovación en el estadio—. Eh, acaba de marcar alguien, ¿no?

—Seguro que ha sido Ravenclaw —afirmó Harry, apesadumbrado.

—Estupendo..., estupendo —murmuró Hagrid, distraído—. Me alegro...

Margaery, Harry y Hermione tuvieron que correr para alcanzar a su amigo, que avanzaba por la ladera a grandes zancadas y de vez en cuando miraba hacia atrás. Cuando llegaron a su cabaña, Hermione torció automáticamente hacia la izquierda, donde estaba la puerta. Pero Hagrid pasó de largo y siguió hasta la linde del bosque, y una vez allí cogió una ballesta que estaba apoyada en el tronco de un árbol. Cuando se dio cuenta de que los chicos ya no estaban a su lado, se dio la vuelta.

—Hemos de entrar ahí —dijo, e hizo una seña con la enmarañada cabeza.

—¿En el bosque? —se extrañó Margaery, atónita.

—Sí —confirmó Hagrid—. ¡Vamos, deprisa, antes de que nos vean!

—No creo que pueda... —comenzó Victoria pero se calló al ver como los demás corrían para alcanzar a Hagrid.

A medida que se adentraban en el Bosque Prohibido la maleza iba invadiendo el camino y los árboles cada vez crecían más juntos, así que estaba tan oscuro como al anochecer. Habían llegado mucho más allá del claro donde Hagrid les había enseñado los thestrals, pero Margaery no empezó a inquietarse hasta que de pronto Hagrid se apartó de la senda y comenzó a caminar entre los árboles hacia el tenebroso corazón del bosque.

—¡Hagrid! —exclamó Margaery mientras atravesaba unas zarzas llenas de pinchos por las que su amigo había pasado sin grandes dificultades, al mismo tiempo que recordaba claramente lo que le había pasado a ella y a Harry cuando se apartaron del camino del bosque—. ¿Adónde vamos?

—Un poco más allá —contestó él mirándola por encima del hombro—. Vamos, ahora hemos de avanzar juntos.

Costaba mucho trabajo seguir el ritmo de Hagrid al haber tantas ramas y tantos espinos por entre los que él pasaba sin inmutarse, como si fueran telarañas, pero en cambio a Margaery, a Victoria, a Harry y a Hermione se les enganchaban en las túnicas, y a veces se les enredaban hasta tal punto que tenían que parar varios minutos para soltárselos.

En medio de aquel denso silencio, cualquier sonido parecía amenazador. El crujido de una ramita al partirse resonaba con intensidad, y hasta el más débil susurro, aunque lo hubiera hecho un inocente gorrión, conseguía que Margaery escudriñara la oscuridad tratando de descubrir a un enemigo. De pronto reparó en que era la primera vez que se alejaba tanto por el bosque sin encontrar ningún tipo de criatura, e interpretó esa ausencia como un mal presagio.

—Hagrid, ¿no podríamos encender las varitas? —propuso Hermione en voz baja.

—Bueno, vale —susurró Hagrid—. En realidad... —Entonces paró en seco y se dio la vuelta; Victoria chocó contra él y cayó hacia atrás. Margaery la sujetó justo antes de que diera contra el suelo—. Quizá sería conveniente que nos detuviéramos un momento, para que pueda... poneros al corriente —sugirió—. Antes de que lleguemos a donde vamos.

—¡Genial! —exclamó Hermione.

Los cuatro murmuraron: ¡Lumos!, y las puntas de sus varitas se encendieron.

—Bueno —empezó Hagrid—, veamos... El caso es que... —Inspiró hondo—. Bueno, hay muchas posibilidades de que me despidan cualquier día de éstos —expuso.

—Pero si has aguantado hasta ahora —comentó Hermione tímidamente—, ¿qué te hace pensar que...?

—La profesora Umbridge cree que fui yo quien metió ese escarbato en su despacho.

—¿Lo hiciste? —le preguntó Harry sin poder contenerse. Margaery le dio un codazo

—¡No, claro que no! —contestó Hagrid, indignado—. Pero ella cree que cualquier cosa relacionada con criaturas mágicas tiene que ver conmigo. Ya sabéis que ha estado buscando una excusa para librarse de mí desde que regresé a Hogwarts. Yo no quiero marcharme, por supuesto, pero si no fuera por..., bueno, el carácter excepcional de lo que estoy a punto de revelaros, me marcharía ahora mismo, antes de que a ella se le presente la ocasión de echarme delante de todo el colegio, como hizo con la profesora Trelawney. No es el fin del mundo; cuando salga de aquí, tendré ocasión de ayudar a Dumbledore y puedo resultarle muy útil a la Orden. Y vosotros contáis con la profesora Grubbly-Plank, así que no tendréis problemas para... para aprobar los exámenes. —La voz le tembló hasta quebrarse—. No os preocupéis por mí —se apresuró a añadir cuando Hermione le hizo una caricia en un brazo—. Mirad, no os estaría soltando este sermón si no fuera necesario. Veréis, si me voy..., bueno, no puedo marcharme sin... sin contárselo a alguien... porque... porque necesito que me ayudéis. Y Ron también, si quiere.

—Pues claro que te ayudaremos —soltó Harry enseguida—. ¿Qué quieres que hagamos?

Hagrid se sorbió la nariz y dio unas palmadas a Harry en el hombro, con tanta fuerza que el chico salió impulsado hacia un lado y chocó contra un árbol. Margaery se tuvo que tragar una carcajada mientras ayudaba a Harry a enderezarse.

—Ya sabía que diríais que sí —comentó Hagrid tapándose la cara con el pañuelo—, pero no..., nunca... olvidaré... Bueno, vamos... Ya falta poco... Tened cuidado porque por aquí hay ortigas...

Continuaron andando en silencio otros cinco minutos.

—Muy despacito —indicó Hagrid con voz queda—. Sin hacer ruido...

Avanzaron con sigilo y de pronto Margaery vio que se encontraban frente a un gran y liso montículo de tierra, tan alto como Hagrid; sintió terror al comprender que debía de ser la guarida de algún animal gigantesco. El montículo, a cuyo alrededor los árboles habían sido arrancados de raíz, se alzaba sobre un terreno desprovisto de vegetación y rodeado de montones de troncos y de ramas que formaban una especie de valla o barricada detrás de la cual se hallaban los cuatro amigos.

—Duerme —dijo Hagrid en voz baja.

Margaery oyó claramente un ruido sordo, rítmico, que parecía el de un par de inmensos pulmones en funcionamiento.

—Hagrid —dijo Hermione en un susurro apenas audible por encima del ruido que hacía la criatura durmiente—, ¿quién es? Hagrid, nos dijiste... —continuó Hermione, cuya varita mágica temblaba en su mano—, ¡nos dijiste que ninguno quiso venir contigo!

El montículo de tierra, al que habrían podido subir fácilmente los tres, ascendía y descendía lentamente al compás de la profunda y resoplante respiración. Aquella masa informe no era ningún montículo. No podía ser más que la curvada espalda de...

—Bueno, no, él no quería venir —aclaró Hagrid, presa de la desesperación—. Pero ¡tenía que traerlo conmigo, Hermione, tenía que traerlo!

—Pero ¿por qué? —preguntó Hermione, que parecía a punto de llorar—. ¿Por qué..., qué...? ¡Oh, Hagrid!

—Pensé que si lo traía aquí —continuó el guardabosques, que también parecía al borde de las lágrimas— y le enseñaba buenos modales... podría presentárselo a todo el mundo y demostrar que es inofensivo.

—¿Inofensivo, dices? —chilló Victoria, y Hagrid se puso a hacer frenéticos ademanes para que se callase—. Ha sido él quien te ha hecho esas heridas, ¿verdad? ¡Te ha estado pegando todo este tiempo!

—¡No es consciente de la fuerza que tiene! —aseguró Hagrid muy convencido—. Y está mejorando, ya no pelea tanto como antes...

—¡Ahora lo entiendo! ¡Por eso tardaste dos meses en llegar a casa! —comentó Hermione—. Oh, Hagrid, ¿por qué lo trajiste si él no quería venir? ¿No habría sido más feliz si se hubiera quedado con su gente?

—No lo dejaban vivir, Hermione, se metían con él por lo pequeño que es.

—¿Pequeño? —susurró Margaery a su mellizo—. ¿Ha dicho pequeño?

—No podía dejarlo allí, Hermione —afirmó Hagrid. Las lágrimas resbalaban por su magullada cara y se perdían entre los pelos de su barba—. Es que... ¡es mi hermano!

Los tres se quedaron mirando a Hagrid, boquiabierta.

—Cuando dices «hermano» —intervino Harry—, ¿quieres decir "hermano" como Mary y yo o...?

—Bueno, hermanastro —se corrigió—. Resulta que cuando dejó a mi padre, mi madre estuvo con otro gigante y tuvo a Grawp...

—¿Grawp? —repitió Harry.

—Sí..., bueno, así es como suena cuando él pronuncia su nombre —explicó Hagrid con nerviosismo—. No sabe mucho nuestra lengua... He intentado enseñarle un poco, pero... En fin, por lo visto mi madre no le tenía más cariño del que me tenía a mí. Veréis, para las gigantas lo más importante es tener hijos grandotes, y él siempre ha sido tirando a canijo, para ser un gigante. Sólo mide cinco metros.

—¡Ya, pequeñísimo! —opinó Margaery con sarcasmo y un deje de histeria—. ¡Minúsculo!

—Todo el mundo lo maltrataba; comprenderéis que no podía abandonarlo...

—¿Estaba de acuerdo Madame Maxime en traerlo? —preguntó Harry.

—Bueno, ella entendía que para mí era muy importante —contestó Hagrid mientras se retorcía las enormes manos—. Pero... pero pasados unos días se hartó de él, he de reconocerlo... Así que nos separamos en el viaje de regreso. Sin embargo,ella me prometió que no se lo contaría a nadie.

—¿Cómo demonios te las ingeniaste para traerlo hasta aquí sin que os vieran? —inquirió Harry.

—Bueno, por eso tardé tanto. Sólo podíamos viajar de noche y por zonas agrestes y deshabitadas. Cuando le interesa, avanza muy deprisa, ya lo creo, pero él quería volver con los suyos.

—¡Oh, Hagrid! ¿Por qué no lo dejaste marchar? —se lamentó Victoria dejándose caer en un árbol arrancado y tapándose la cara con las manos—. ¡Ya me explicarás qué piensas hacer ahora con un gigante violento que ni siquiera ha venido aquí voluntariamente!

—Mira, «violento» es un poco exagerado —puntualizó Hagrid, que seguía retorciéndose las manos con nerviosismo—. Reconozco que alguna vez ha intentado pegarme, cuando estaba de mal humor, pero está mejorando mucho, está mucho más tranquilo.

—Entonces ¿para qué son esas cuerdas? —quiso saber Harry.

Había unas cuerdas del grosor de árboles jóvenes, sujetas a los troncos de los árboles cercanos más anchos; las cuerdas conducían hasta Grawp, que estaba acurrucado en el suelo, de espaldas a ellos.

—¿Tienes que mantenerlo necesariamente atado? —preguntó Hermione con un hilo de voz.

—Bueno, sí... —admitió Hagrid, que continuaba muy nervioso—. Es que..., ya os lo he dicho, no controla su fuerza.

En ese momento Margaery entendió por qué había visto tan pocas criaturas en aquella parte del bosque.

—¿Y qué quieres que hagamos Victoria, Ron, Harry, Margaery y yo? —inquirió Hermione con aprensión.

—Cuidar de él —respondió Hagrid con voz ronca—. Cuando yo me vaya.

Los cuatro se miraron con congoja.

—¿Qué..., qué implica exactamente «cuidar de él»? —balbuceó Margaery.

—¡Tranquila, no tendréis que darle de comer ni nada de eso! —aclaró Hagrid—. Él se busca su propia comida sin ninguna dificultad. Caza pájaros, ciervos... No, lo que necesita es compañía. Si yo supiera que alguien sigue ayudándolo un poco, enseñándole nuestro idioma... ¿Me explico?

Margaery no dijo nada, pero dirigió la mirada hacia el gigantesco bulto que yacía dormido en el suelo frente a ellos. A diferencia de Hagrid, que simplemente parecía un ser humano mayor de lo normal, Grawp era deforme. Casi perfectamente redonda y cubierta de una densa mata de pelo muy rizado del color de los helechos, la cabeza era mucho más grande en relación con el cuerpo que una cabeza humana. El borde de una oreja, grande y carnosa, asomaba en lo alto de la cabeza, que parecía aposentada, directamente sobre los hombros, sin que apenas hubiera cuello en medio. La espalda, cubierta por una especie de sucio blusón marrón hecho de pieles de animal cosidas burdamente, era muy ancha; y mientras Grawp dormía, se le tensaban un poco las costuras. El gigante tenía las piernas enroscadas bajo el cuerpo.

—Quieres que le enseñemos a hablar... —dijo Harry con voz apagada.

—Sí, sólo tendríais que darle un poco de conversación —comentó Hagrid esperanzado—. Porque me imagino que cuando pueda hablar con la gente, entenderá mejor que todos lo queremos y que nos encantaría que se quedara aquí.

Harry miró a Margaery.

—Casi preferiría que hubiera vuelto Norberto, ¿tú no? —le comentó a las chicas, y Hermione soltó una risita nerviosa.

—Entonces, ¿lo haréis? —les preguntó Hagrid, que no había captado el significado de lo que Harry acababa de decir.

—Sí, lo... —respondió Harry, que ya se había comprometido—. Lo intentaremos.

—Sabía que podía contar contigo, Harry —repuso Hagrid, y sonrió con los ojos llorosos mientras volvía a secarse la cara con el pañuelo—. Y no quisiera que esto os afectara demasiado... Ya sé que tenéis exámenes... Si tan sólo pudierais acercaros hasta aquí con tu capa invisible una vez por semana y charlarais un rato con él... Bueno, voy a despertarlo para presentároslo...

—¡No! —exclamó Victoria dando un respingo—. No, Hagrid, no lo despiertes, de verdad, no hace falta...

Pero Hagrid ya había pasado por encima del enorme tronco que tenían delante y se dirigía hacia Grawp. Cuando estaba a unos tres metros de él, cogió una larga rama del suelo, volvió la cabeza y sonrió a sus amigos para tranquilizarlos; luego golpeó la espalda del gigante.

Éste soltó un rugido que resonó por el silencioso bosque; los pájaros que estaban posados en las copas de los árboles echaron a volar, gorjeando, y se alejaron de allí. Entre tanto, frente a Margaery, Harry y Hermione, el gigantesco Grawp se levantaba del suelo, que tembló cuando apoyó una inmensa mano en él para darse impulso y ponerse de rodillas. Después giró la cabeza para ver quién lo había despertado.

—¿Estás bien, Grawpy? —le preguntó Hagrid con una voz que pretendía ser alegre, y retrocedió con la larga rama en alto, preparado para volver a pegar a Grawp—. ¿Qué tal has dormido? ¿Bien?

Grawp se arrodilló entre dos árboles que todavía no había arrancado. Los chicos, estupefactos, contemplaron su cara, increíblemente grande: parecía una luna llena gris que relucía en la penumbra del claro. Grawp se llevó los sucios nudillos, cada uno del tamaño de una pelota de críquet, a los ojos, se los frotó enérgicamente y luego, sin previo aviso, se puso en pie con una velocidad y una agilidad asombrosas.

—¡Madre mía! —oyó Margaery exclamar a Hermione, que permanecía pegada a Harry

Los árboles a los que estaban atados los extremos de las cuerdas que sujetaban las muñecas y los tobillos de Grawp crujieron amenazadoramente. El gigante medía como mínimo cinco metros, como les había comentado Hagrid.

—Mira, Grawpy —gritó el guardabosques—, he traído a unos amigos míos para presentártelos. Ya te hablé de ellos, ¿recuerdas? ¿Recuerdas que te dije que quizá tuviera que irme de viaje y dejarte a su cargo unos días? ¿Te acuerdas, Grawpy?

Pero Grawp se limitó a soltar otro débil gruñido; resultaba difícil saber si estaba escuchando a Hagrid o si ni siquiera reconocía los sonidos que emitía el guardabosques al hablar. Había cogido con la mano la copa del pino y tiraba del árbol hacia sí por el puro placer de ver hasta dónde rebotaba cuando lo soltaba.

—¡No hagas eso, Grawpy! —lo regañó Hagrid—. Así es como has arrancado todos los demás... ¡Te he traído compañía! —gritó Hagrid—. ¡Mira, amigos! ¡Mira hacia abajo, payasote, te he traído a unos amigos!

—No, Hagrid, por favor —gimió Hermione, pero el guardabosques ya había levantado otra vez la rama y golpeó con fuerza a Grawp.

El gigante soltó la copa del árbol, que osciló peligrosamente y arrojó sobre Hagrid un aluvión de agujas de pino, y miró hacia abajo.

—¡Éste es Harry, Grawp! —gritó Hagrid, y fue corriendo hacia donde estaban los chicos—. ¡Harry Potter! Vendrá a verte si yo tengo que marcharme, ¿entendido?

El gigante acababa de percatarse de la presencia de Harry y Hermione, que

vieron, atemorizados, cómo Grawp agachaba la colosal cabeza y los miraba con cara

de sueño.

—Y éstas son Victoria, Margaery y Hermione, ¿vale? —Hagrid vaciló. Se volvió hacia ellas y dijo—: ¿Les importa que él las llame Vicky, Mary y Hermy? Es que para él son nombres difíciles de recordar.

—No, no me importa —chillaron las tres.

—¡Ésta es Hermy, Grawp! ¡Y Vicky! ¡Y Mary! ¡Vendrán a hacerte compañía! Qué bien, ¿verdad? Tendrás cuatro amiguitos para... ¡NO, GRAWPY!

De pronto la mano de Grawp salió lanzada hacia Victoria, pero Hermione agarró a su amiga, tiró de ella hacia atrás y la escondió tras un árbol. La mano de Grawp rozó el tronco, y cuando se cerró sólo atrapó aire.

—¡ERES UN NIÑO MALO, GRAWPY! —gritó Hagrid mientras Margaery se abrazaba a Harry temblando—. ¡MUY MALO! ¡ESO NO SE..., AY!

Grawp, que al parecer había perdido el interés, se había enderezado y volvía a tirar del pino para ver hasta dónde llegaba.

—Bueno... —dijo Hagrid con voz nasal; luego se puso en pie al tiempo que con una mano se tapaba la sangrante nariz y con la otra recogía su ballesta—. Bueno, ya está, ya os lo he presentado, así cuando volváis él os reconocerá. Sí, bueno...

Levantó la cabeza y miró a Grawp, que tiraba del pino con una expresión de placer e indiferencia en aquella cara que parecía una roca; las raíces crujían a medida que las arrancaba del suelo.

—Bueno, creo que ya hay suficiente por hoy —afirmó Hagrid—. Ahora..., ahora podemos regresar, ¿de acuerdo?

 Al llegar a las puertas del castillo,Margaery miró instintivamente hacia el Bosque Prohibido. No estaba segura desi se lo había imaginado, pero le pareció ver a lo lejos una pequeña bandada depájaros que echaban a volar sobre las copas de los árboles, como si alguien hubieraarrancado de raíz el árbol en el que estaban posados. 

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