Capítulo 4
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¿Conociéndose gente?
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Las noches de insomnio eran una de las cosas que Pedro odiaba con toda el alma. Estar tumbado en la cama, rodeado de oscuridad y ansiedad, dándole vueltas hasta al más mínimo detalle de alguna cosa que le hubiera pasado le ponía muy mal.
No sabía qué hora era y tampoco quería enterarse, porque si ya le parecían eternas esas horas, estaba seguro de que su cordura caería más bajo si se pusiera a contar los minutos que él pasaba sin pegar ojo.
... Solo deseaba dormir. ¿Entonces por qué su cerebro le ponía esas trabas?
Se giró sobre su hombro izquierdo y quedó mirando fijamente hacia la cortina que apenas se movía por el viento.
No podía despejar nada de nada sus pensamientos.
Todos y cada uno de ellos seguían rondando en él. En Negrete. Ese tipo que se paraba con seguridad, que te miraba directo a la cara y se comportaba de una manera misteriosa que solo se estaba acostumbrada a leer en libros de ficción.
Lo conocía prácticamente desde hace dos días, y sin embargo, Pedro creía que se había vuelto el ser en el que más pensó de todo el mundo. Porque en serio el azabache no conseguía estar ni un segundo sin que Negrete allanara su mente como si se creyera el dueño y señor de ahí, que se paseara e hiciera estragos a su antojo.
Su mala suerte lo había llevado a encontrarse con él, y ahora, aunque pretendiera salirse de ese problemón andante, ya no podía. Tenía la certeza de que estaba más metido en el hoyo que cualquier persona que respirara en ese pueblo y kilómetros a la redonda.
¡Felicitaciones, Pedro! ¡Te conseguiste una crisis existencial!
Refunfuñó contra la almohada y se cubrió los ojos con el antebrazo. En esos momentos no creía que estuviera siendo coherente con lo que creía, pues no hallaba con cuál idea irse, si la de que Negrete era el Coyote o un simple tipo que viajaba.
Fue tan frustrante porque las señales estaban ahí, tan claras que hasta el agua se sentiría avergonzada a un lado, pero el comportamiento de ese señor no cuadraba. De lo harto que se sentía, quería seriamente echar todo al traste.
¿Qué más daba si fuera o no ese criminal? ¿Qué le importaba?
Y luego los pensamientos angustiantes lo volvían a golpear igual que un tren de carga.
Quitó el brazo de su cara para ponerse amabas manos y soltar una queja ahogada que resonó en la habitación. Sentía una responsabilidad asfixiante por conocer una posible pista sobre el Coyote y al mismo tiempo la cobardía lo apachurraba porque tenía miedo de que en cualquier momento le metieran un plomazo.
Respiró hondo y se reincorporó en el colchón con la necesidad de querer caminar o hacer otra cosa que no fuera quedarse acostado en la cama con unas mantas que le comenzaban a dar picazón.
Se pasó las manos por la cara y hasta el cuello, realizando un recorrido rígido que no ayudó a calmarlo.
—Vamos, Pedro —murmuró, dándose ánimos—. No estés así... —Se puso sus lentes y el pantalón de pijama que había dejado tirado en el piso por culpa del calor. Después salió de su habitación a paso rápido y caminó a oscuras por el pequeño pasillo que comunicaba la sala y la cocina.
Lo primero que hizo fue buscar en el primer gabinete cualquier cosa de comer que pudiera aliviar su estrés porque su madrina bien decía que las penas se quitaban comiendo. Encontró un triste paquete de galletas abiertas y engulló dos de golpe mientras prendía un cerillo y luego las dos lámparas de la cocina.
Se recargó en la pequeña barra de la estufa, casi abrazándose a sí mismo si no fuera porque continuaba comiéndose una galleta cada cinco segundos sin respirar. Y mientras contemplaba el piso no evitó que su mente cansada se encaminara de regreso a él.
Jamás lo diría en voz alta, pero... no solo le ponía intranquilo el misterio que envolvía a Jorge Negrete. También una espinita le empezó a molestar desde que se cayó... Bueno, desde que se cayó encima de él, para ser preciso.
Se estremeció. Recordarlo le causaba incluso dolor de estómago.
No le cabía en la cabeza la razón de porque se atormentaba con eso. Nada más se cayó, ¿no? ¿Por qué le seguía dando vueltas al asunto como si... como si algo estuviera acechando? No tenía sentido.
Pedro tiró el envoltorio en la basura y se recargó con ambas manos en el borde del fregadero, un temblor leve en sus dedos.
La imagen de Negrete mirándole desde arriba con las cejas fruncidas, la boca apretada y los ojos sin brillo casi la podía palpar de lo bien que la recordaba. Cada detalle, sonido, mueca que hizo, TODO.
Sacudió la cabeza e intentó repasar como distracción lo que diría en unas horas durante la misa y... y...
No pudo.
Agachó la cabeza, sus ojos apretados con fuerza, y su agarre en el fregadero se crispó para no ceder ante el impulso repentino de frotarse las manos o peor, clavarse las uñas en las palmas.
Fue un instante que se grabó a fuego en su memoria, aunque no por la caída en sí, sino por lo incómodo que se había sentido cuando se supone que debería ser una situación normal. A cualquiera le hubiera sucedido, y aun así, algo no quería soltar a Pedro.
—Estoy siendo ridículo —susurró, riendo con una expresión contrariada y se quitó los lentes un rato, ya incapaz de soportar tenerlos puestos. Abrió el grifo y se echó montones de agua a la cara, buscando con cierto desespero quitarse el estrés que lo estaba hundiendo en un hoyo inexistente pero igual atemorizante.
Permaneció unos minutos quieto en el mismo lugar, la consciencia le nadaba de ida y vuelta entre el cansancio y la persistencia de comprender lo que le estaba pasando. Respiró hondo y unió las manos en una silenciosa súplica a la vez que levantaba la mirada al techo, deseando con todo su ser encontrar respuestas.
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Jorge resopló exasperado cuando tuvo que hacerse a un lado por culpa de un hombre que andaba más borracho que nada y que, balanceándose como boxeador manco, venía dando golpes al aire.
—Ehhhhh —exclamó el señor mirándolo estúpidamente—. ¿Queé... qué? Tú—
Pasó de largo, importándole poco si aquel quería armar bronca con él. Pero si el borracho se atrevía a ponerle un dedo encima, Jorge lo iba a estampar contra la pared con tanta fuerza que lo pondría sobrio en un segundo.
Le parecía increíble que fueran ahí de las doce de la mañana y hubiera gente saliendo de la cantina, ¿es que acaso no tenían familia o un mínimo de vergüenza?
Obviamente no, pensó con una expresión desdeñosa. Continuó caminando de frente con las manos en los bolsillos mientras prestaba atención minuciosa a la calle y a las pocas personas que transitaban. No había peligro potencial, pero más valía ser precavido que tarugo, por lo que la mano derecha la tenía tamborileando sobre el mango de la pistola con un ritmo alegre.
Dobló la esquina y frente a sus ojos pudo apreciar el lugar al que necesitaba ir: la oficina de telégrafos. Como se la había pasado en ese pueblo ya casi cinco días, era de importancia que mandara santo y seña a su padrino, a Chaflán y a Mala Suerte de lo que aconteció. Quería hacerles saber que estaba bien y que el Coyote había resultado ser más escurridizo de lo que creyeron.
Con su telegrama cabía la posibilidad de que Mala Suerte y Chaflán se pusieran a investigar por su lado y que tal vez recolectaran información que le serviría. Jorge no mentiría, le molestaba no poder proseguir con la caza de ese tipo por su propio lado y tener que recurrir a ellos.
Sin embargo, si pedir una ayudita extra significaba que los desgraciados que se involucraron en la muerte de sus padres iban a pagar, él lo haría. Jorge no era tonto, una cuestión de orgullo podía hacer una gran diferencia.
Al entrar al lugar de telégrafos estuvo a punto de bajarse el sombrero para saludar a la muchacha detrás del mostrador que andaba en las nubes leyendo un periódico. Luego recordó que no lo llevaba y se decidió por dedicarle una sonrisa de lado.
—Buenos días.
Ella saltó y se paró velozmente. —¡Buenos días, señor...! —Su voz se fue apagando conforme lo vio, y Jorge no era ciego, notó de inmediato ese brillo en los ojos de la chamaca.
—Me gustaría enviar un telegrama, señorita. —Se acercó al mostrador y recargó el brazo en el borde mientras echaba un ojo a la parte trasera donde se oían los sonidos característicos de las máquinas.
La chica asintió, embobada. —Claro que sí. —Buscó a tientas en la superficie del mueble un papel sin quitarle la vista de encima—. Aquí tiene.
Jorge lo tomó agradecido y arqueó una ceja. —¿Tendrá usted un bolígrafo?
—Sí, sí, sí —Le tendió uno, risueña—. Perdóneme.
—No pasa nada. —Le sonrió cortésmente y bajó la mirada, pero no comenzó a escribir al instante como pretendía. Subió la cabeza y la observó con amabilidad—. ¿Me daría espacio, por favor?
—Oh, ¡sí! —Se fue deprisa hacia el otro lado del mostrador, su sonrisa y atención puesta en él como si fuera el último vaso de agua en el desierto.
Resopló por lo bajo. Se le hacía en extremo curioso el pegue que tenía con las mujeres a pesar de que él no diera ningún esfuerzo. Se comportaba normal con ellas, no les coqueteaba y de todos modos se le juntaban por todos lados.
... Bueno, siendo objetivo, Jorge sabía lo bien que se veía. Tenía que ser totalmente despistado para no darse cuenta de sus mismos rasgos. No obstante nunca dejaba de sorprenderse por lo irónico que era en su vida este tipo de situaciones, pues el destino le mostraba en bandeja de plata mujeres y él no tenía ojos para ellas.
Pero sí para el padrecito, una voz burlona le recordó y la expresión de Jorge se amargó.
El rostro nervioso de Pedro, ese que el cura había tenido anoche todo el bendito rato, se plasmó en su cabeza de nueva cuenta a pesar del empeño que puso durante la madrugada en olvidarlo. Todavía no entendía cómo es que se encontró con él dos veces en un mismo día y que para colmo le resultara todavía más, eh... atractivo —por no decir lindo— después de la caída que tuvo arriba de su regazo.
Aquí la cosa se ponía problemática para el charro. Había tenido varias mujeres en esa posición, pero nunca había tenido unas ganas tan fuertes como las que experimentó anoche de mantener a alguien en ese lugar.
No era una cosa que Jorge quisiera tomar a la ligera. En años anteriores, cuando tuvo sus secretos enamoramientos hacia otros hombres, los imaginó de distintas maneras en la intimidad. Sí, fantaseó hasta el cansancio una y mil veces. Sería tonto negarlo.
Y lo que le preocupaba en ese momento era no lograr resistirse a hacer lo mismo con la imagen de Pedro, un sacerdote, y dejarse llevar por su propia necesidad egoísta.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo entero y apretó el agarre sobre el bolígrafo, una forma de ayudarse en su repentino episodio de frustración que la verdad no iba a servir de mucho. Debía deshacerse de esas ideas intrusivas desde la raíz si pretendía conservar la moral que aún le quedaba.
Cerró los ojos un segundo y volvió a centrarse en la hoja frente a él.
...
Su mano titubeó un momento y se obligó a enterrar lo mejor posible aquellos pensamientos por su bien, quizás no como le gustaría, pero al menos un poco.
La tarea de redactar el mensaje no le llevó casi nada, estaba acostumbrado a ser directo y claro:
Espero que estén bien allá, padrino.
Aquí la cosa no se resuelve. Encontré algo que puede servir, pero voy a tener que investigar más. Es mejor de lo que pensábamos.
No sé cuánto tiempo tardaré. Cualquier cosa, háganmelo saber.
Cuídense,
Jorge, su ahijado.
Se aseguró de que fuera lo suficientemente informativo sin revelar detalles comprometedores. Dobló el papel y se acercó a la muchacha, quien se arregló el cabello discretamente.
—¿Listo, señor? ¿O necesita que le dé una ayudada? —Se inclinó, dizque "provocadoramente".
En otras circunstancias, no le hubiera dado importancia y de seguro ignoraría la acción porque estaba acostumbrado a los coqueteos, pero su estado de ánimo se había agriado a causa del señor cura.
—No, gracias, ya terminé. —Al pasarle la hoja y el bolígrafo, sintió a la perfección como ella le tocaba la mano a propósito y trató de no mostrar el disgusto que amenazaba con salir de sus labios.
Le dio la dirección del lugar de telégrafos de su pueblo y ella lo anotó rápidamente.
—En unos minutos se va a enviar. ¿Gusta esperarse?
—No, gracias. ¿Cuánto sería?
Una minúscula mueca de decepción apareció en su cara. —Seis pesos.
Sacó las monedas de su pantalón y las puso en el mueble. —Tome. Que tenga un buen día. —Estaba a nada de dar media vuelta cuando la mujer lo detuvo casi con urgencia.
—Señor.
—¿Si? —Jorge la miró desde arriba.
—¿Viene de viaje, verdá?
Asintió secamente y la chica no pareció notarlo, ya que pestañeó con otra sonrisa.
—¿Se quedará unos días más?
—Eso no depende de mí.
Ningún misterio era a dónde se iba a dirigir ella con tantas ansias.
—Bueno, por si las dudas —dijo, ofreciéndole la mano—, me llamo Verónica.
Solo por educación le correspondió el gesto, aunque sin darle un beso en el dorso de la mano como gustosamente se lo dio a Maritoña aquella vez o a otras dos muchachitas que también se ofrecieron a auxiliarlo. —Un placer, señorita Verónica. —Le dio un apretón leve y retiró la mano—. Jorge.
—Muy bonito nombre tiene. Y dígame Vero, por favor. —Soltó una risita—. ¿Sabe? Si en dos diitas sigue aquí, yo lo podría llevar a una fiesta que se hará en la plaza y así va conociendo más gente.
La seguridad con la que le dijo eso confirmó lo que suponía desde hace milisegundos: Era una mujer acostumbrada a que no le dijeran un "no" por respuesta.
—Ah, qué amable, gracias por la invitación. Pero no soy mucho de fiestas.
—Qué lástima, con lo bien que se ve pa' pasearlo.
La expresión serena de Jorge se congeló. De todas las formas que pudo haber respondido ella, y decidió decirle que era prácticamente un animal para llevarlo por ahí. Qué mujer...
Veronica, o señorita castrosilla, como ya le gustaba llamarla Jorge en sus adentros, se rió de nueva cuenta como muñeca descontinuada. —¡No se crea, señor! Pero le advierto. —Sacudió el dedo índice—, yo viéndolo en la fiesta, me le pego a usté.
—No se moleste, gracias —le respondió áspero. Otra persona con la mitad de cerebro lo hubiera interpretado como una obvia señal de molestia.
—Ay, ni me agradezca, pa' qué estoy.
—Entiendo. Que pase buen día —cortó la plática y le ofreció el intento de una sonrisa antes de voltearse con un semblante que hasta el más macho evitaría.
—¡Igualmente!
Jorge salió sin dar un vistazo atrás e hizo una nota mental de evitarla a toda costa. ¿Lidiar con mujeres necesitadas de atención? No gracias. Suficiente tenía con lo suyo.
Lo único relevante que esa mujer dijo en dos eternos minutos fue que se celebraría una fiesta en el pueblo. Una cosa que no esperaba y que hasta sin sentido le parecía porque, en lo personal, Jorge no habría mandado a organizar una festividad si se sabía a todas luces que había un asesino merodeando.
¿Quién fue el genio y por qué nadie se había opuesto a la idea? En serio, era pésima. Poniéndose en los zapatos de cualquier criminal, si a Jorge le apeteciera causar conmoción o imponer respeto, lo haría mientras la mayoría están desprevenidos y felices en un momento como ese.
Espera...
Jorge disminuyó el paso en la esquina de la calle. Le faltó poco para chasquear los dedos.
Retira lo dicho, ahora se le hacía una excelente idea. Era la oportunidad perfecta que necesitaba desde hace días, ya que si se ponía lo suficientemente atento, podría hallar gente que se le hiciera sospechosa. Descartaba al instante que fuera una persona del pueblo porque no se imaginaba que el Coyote se asentara en un lugar permanentemente, por lo tanto tenía que prestar atención únicamente a personas que vinieran de visita.
De no encontrar a nadie por equis motivo, al menos escucharía conversaciones. Confiaba en que a alguien se le soltaría la boca.
Ahora bien, no estaba del todo seguro de si ese tipo aparecería o cometería una atrocidad. La posibilidad era mínima, pero tenía una corazonada debido a que, por lo que sabía de boca de Mala Suerte, el Coyote rara vez dejaba una situación sin resolverse.
Y lo que pasó con el señor Laureano quedó a la deriva porque no consiguió el dinero de la cosecha de ese Don. Eso significaba represalias.
Represalias que Jorge iba a aprovechar.
Sin embargo, había una gran complicación: ¿Cómo sabría quién era el Coyote entre tanta gente si muy a duras penas encontró de pistas una bala y la tapa de un reloj de bolsillo?
Eso no decía nada y le daba coraje. Prácticamente no había nada con que hacerle lucha.
Se detuvo en otra calle con cara de pocos amigos y se recargó en la pared con el fin de encender un cigarrillo.
Su odio por ese tipo crecía cada minuto que transcurría. No solo le demostró que era astuto, sino que su forma de operar era difícil de descubrir incluso para Jorge Negrete, un hombre que siempre era halagado por su inteligencia, el que no se equivocaba, el que era el ejemplo perfecto a seguir.
Tiró el cerillo a la banqueta bruscamente y le dio una calada profunda al cigarro. Estaba en un punto muerto, sin embargo, no se iba a rendir por nada en el mundo.
Él nunca perdía y esta vez no iba a ser la primera.
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La misa había terminado hacía unos diez minutos y Pedro quería regresarse a su casa antes de que se cayera de sueño. Roberto, el monaguillo, no vino a ayudarlo y él se tuvo que encargar casi de todo.
Fue pesado, en especial porque no durmió más que cuatro horitas, pero lo bueno era que Cuco se había quedado a socorrerlo guardando los objetos litúrgicos. Mas no sin antes comentarle que se veía bien amolado, incluso le preguntó si quería que llamara al médico o que fuera por unas quesadillas para que le regresara la energía.
Dejó los lentes brevemente en el altar y se frotó los ojos al sentirlos arenosos. Nunca se había desvelado tanto tiempo y ahora comprendía lo que a veces le quería decir su madrina en años anteriores cuando ella se quedaba despierta toda la noche cosiendo vestidos para sacar dinero.
Lo malo aquí es que no podía irse hasta después de las siete de la noche cuando terminara de dar la segunda misa del domingo. Se preguntó si cabía la posibilidad de que él se tomara una siesta en el almacén.
—¡Señor cura!
Pedro saltó y se colocó los lentes rápido. Cuando se había dado cuenta de quién había entrado de forma despavorida, ya era demasiado tarde para huir.
—He tenido un mal pensamiento. —La señora Candida, la mujer del pueblo más problemática que ha tenido el disgusto de conocer, lo abordó del brazo y lo quiso arrastrar—. ¡Horroroso! ¡De seguro un pecado mortal!
Se soltó de ella con suavidad y la vio arrodillarse en el confesionario sacudiendo la cabeza como si le apenara demasiado lo que ocurría en su cabeza.
—Figúrese usted que me vería en mi ca...
Pedro frunció el ceño. Estaba cansado de esa señora y las cosas ridículas que le contaba. Que si le pareciera guapo el señor del mercado era pecado, que si ir con sus vecinas a platicar le quitaba un lugar en el cielo, que si comprar un vestido era avaricia. ¡Dios! Pedro llevaba todo el año aguantándola.
Uno creería que existían cosas mucho más productivas que hacer en lugar de pasársela orando a toda hora. Él era sacerdote y quizás esa no era forma de pensar, pero querido Cristo, había un límite.
La tomó del brazo y la levantó con la mayor tranquilidad mientras comenzaba a regañarla igual que una niña.
—Lavando la ropa, haciendo la comida, cuidando a su esposo y a sus hijos, eso no es pecado.
—No, pero eso...
—¡Pues ahí es donde yo quisiera verla! —Apretó la boca con descontento—. Basta de estar metida día y noche, aburriendo a todos los santos del cielo con sus necedades mientras su casa está patas arriba.
La señora ensanchó los ojos. —¡Venir a la iglesia no es pecado!
—Exacto, pero usted no lo hace con buen propósito. —Respiró agitado y la empezó a llevar hacia la salida—. A la iglesia se viene a rezar, a estar con Dios, pero no a perder el tiempo. ¡Lo que sucede es que usted es una haragana, una perezosa, una hipócrita que toma de pretexto a Dios para no cumplir con sus obligaciones!
La expresión de Doña Candida se iba deformando con cada palabra que Pedro le decía y al azabache no le importaba. Estaba agotado por no dormir en toda la noche y su paciencia con esa mujer se había esfumado finalmente.
—¡Tome de ejemplo a las ratas! —Señaló el suelo bruscamente—. Están todo el tiempo aquí y no por eso van a irse al cielo.
—Lo que me está diciendo no tiene nombre —dijo indignada.
Pedro resopló. —Mire, usted está siempre metida aquí, se confiesa tres veces diarias. —Si su entrecejo ya estaba fruncido a todo lo que daba, ahora estaba peor—, ¡y nunca me ha confesado su pecado su mayor pecado! ¡El de que su hija esté juntándose con los muchachos en constante peligro de per-ver-tir-se!
La mujer abrió y cerró la boca sin saber qué contestarle. Ya habían llegado a la puerta de la iglesia y Pedro estaba a un escaso momento de empujarla a fuera.
—¡No aguanto más groserías! —explotó y se señaló a sí misma fuertemente—. Pensaba reconstruir la iglesia yo sola, con mi propio dinero. Pero si usted me corre, no daré ni un solo centavo.
Pedro se cruzó de brazos, enfadado. —¡Ahhh! ¿Me está ofreciendo mordida? Qué bonita, qué bonita.
—¡No, yo...!
—No, nada —la interrumpió con dureza—. Se me larga usted inmediatamente. ¡De penitencia le doy pena de excomunión y ordeno despedir hoy mismo a la servidumbre y a hacer usted las labores de su hogar!
—¡¿Yo de criada?!
—¡Sí! —Asintió molesto.
—No faltaba más —Lo apuntó groseramente—. Usted tiene superiores. ¡Le diré al señor visitador! ¡Le recuerdo que soy la primera dama del potosino! —Salió rápido y con un aura de los mil demonios.
Pedro respiró hondo, intentando no responderle con un "¿y a mí qué?", y entrecerró los ojos. ¡Hm! ¡Ahora resultaba que con dinero lo iban a comprar a él!
Caminó de regreso al altar a paso enojado y en eso salió la cabeza de Cuco por el marco de la puerta que llevaba a la habitación trasera.
—¿Todo bien, señor cura?
—Sí.
—Uy, es que juré haber escuchado a Doña Candida.
—Pues no te equivocaste. —Se frotó la frente.
Cuco se acercó a él con escoba en mano y se apoyó en ella. —Esa señora es bien sabe como, ¿no le parece? —comentó en voz baja, temiendo que la susodicha apareciera de repente.
Asintió cansado. —Sí. Pero tú no digas nada y si la ves, no te pongas de chistosito.
—Ay, ¿cómo cree? Soy bien prudente.
—Yo discrepo en eso.
—Eso me suena a bizco y menso.
Pedro le regaló una mirada incrédula. — Ni suena igual.
—Pos a mí sí. —Se encogió de hombros mientras movía en círculos el palo de la escoba. Le hizo un gesto hacia la salida—. ¿Y por qué no mejor se va al solecito? Que al cabo ya me puse a barrer y aprovecho pa' trapear.
—Pero falta regar las flores y limpiar los Santos.
—Yo lo hago y va a ver que queda bien chaneada la iglesia.
Que bueno que le ofreció esa opción porque Pedro ya no quería seguir más tiempo de arriba para abajo en la iglesia. —Mm, bueno, te encargo también las limosnas. Ponte a contar cuanto obtuvimos.
A Cuco le brillaron los ojos. —¡Claro que sí! Yo las cuido requetebién, palabra. —Le dio un besito apresurado a la cruz que hizo con la mano.
—Gracias, hijo.
—Sí, sí, váyase con cuidado. —Lo acompañó a la salida pese a que el azabache no paraba de mandarle una expresión desconcertada por su amabilidad.
—Nos vemos al rato.
—¡Tárdese todo lo que quiera! —Escuchó su grito al salir y Pedro se detuvo en la entrada de la iglesia sin saber qué hacer. Volvió su atención atrás y vio a Cuco bailar con la escoba de camino a la parte trasera del altar.
A veces Cuco era... raro. Esa era la palabra menos insultante que podía ponerle, ya que tenía varias en mente.
Ahora, solo quedaba una pregunta: ¿a dónde iría?
Repasó los alrededores y observó a unas cuantas personas caminando de un lado a otro, cada quien en lo suyo. El muchacho que vendía chucherías en la esquina no estaba y supuso que debía andar reabasteciéndose para la fiesta del pueblo que literalmente estaba a la vuelta de la esquina. Dos días faltaban y Pedro continuaba molesto por eso.
Trató de convencer al presidente del pueblo, el señor José, de que no era algo bueno debido a lo que pasó con Don Laureano, sin embargo, era terco como una mula. Nomás no entendió. Seguía montado en su caballo, alegando que el pueblo requería dinero para ciertos gastos y que como más gente de otros pueblos vendría, sería beneficioso.
Según dijo que tomaría medidas de seguridad, pero vamos, Pedro no se lo tragaba.
El azabache tomó asiento en la única banca cercana a la iglesia, debajo de un árbol mediano, y estiró la espalda hasta que sintió que la columna le tronaba. Cruzó los brazos y cerró los ojos, permitiéndose escuchar el débil canto de un ave.
CRAC.
Frunció el ceño ante aquel crujido y volvió a abrir los ojos, cauteloso.
CRAC.
El sonido venía muy cerca de él y Pedro empezó a inquietarse. Miró de un lado a otro.
—¡Holaaaa!
Alzó la cabeza y el corazón se le detuvo al mismo tiempo que soltaba un gritito de pánico. Había una cara pequeña y sonriente encima de él.
—¡Santo Dios! —Se levantó de golpe, evitando al chiquito ente maligno lo mejor que podía. El sueño le desapareció en un santiamén.
—¡No te asustes! —La cosa esa, a la cual le podía ahora identificar unas largas trenzas, habló con voz infantil y aguda—. ¡Los hombres son machos!
Ahí fue el momento en el que el cerebro de Pedro conectó y se dio cuenta de que eso era una niña. Una niña rubiecita colgada de cabeza en una rama y con ropa de niño, viéndolo con ojos criticones.
—¿Y por qué traes vestido? ¡Eso es pa' las viejas!
Pedro reaccionó y rápido fue a agarrarla antes de que se diera un guamazo. —¡Niña, te vas a caer!
Le manoteó. —¡No! Yo puedo.
El azabache de todos modos la tomó de la cintura y la tuvo que girar a pesar de sus réplicas para ponerla de pie en el suelo. Ambos quedaron de pie frente al otro, Pedro analizándola confundido y la niña cruzando los brazos.
—Yo quería siguir ahí. —Hizo un puchero.
—...Te ibas a caer.
—No es cierto.
Parpadeó. —Estás muy segura.
—Es que ya lo hice muuuuchas veces. El otro día...
El azabache dejó de escuchar lo que le contaba. Estaba más concentrado en las miles de preguntas que tenía: ¿Quién era la niña? ¿Dónde estaban sus papás? ¿Por qué actuaba así? ¿Cómo se subió al árbol? ¿Por qué estaba vestida como niño?
—... ¡Oye!
La vocecita de ella lo sacó del trance.
—¿Eh?
—Ay, tan grandote y tan tonto. —Sacudió la cabeza con una exasperación fuera de lugar en alguien de su edad. ¿Qué tenía? ¿Unos cinco?—. ¡Que cómo te llamas!
—Pedro —respondió, algo impactado por su tono mandón. Inclinó la cabeza—. ¿Y tú?
—¡Tucita!
—Bonito nombre. —Le ofreció una sonrisa y ella le regresó el gesto, orgullosa.
—Mi abuelito me lo puso.
—¿Y quién es tu abuelito? —preguntó con la intención de hacer que la niña regresara a las manos de su cuidador y que no le pasara nada. Aunque el pueblo solía ser tranquilo, prefería impedir una situación que pasara a mayores. Ahorita ya no se sabía.
—Es uno que tiene bigote y pelo.
El cura rió divertido por la descripción que fácilmente podría servir para la mitad de los hombres que vivían ahí. —Ah sí, pero...
—Tucita. —Una voz jovial, de esas que da gusto escuchar, suspiró detrás.
Pedro se giró y se topó con unos ojos verdosos que jamás había visto. Las líneas de sonrisa enmarcaron una expresión aliviada, aunque al mirarlo con más atención se dio cuenta de que tenía un moretón rojizo en la mejilla. Un hombre de cuerpo delgado se abrió paso hacia ellos.
Era el papá de la niña, no había duda, ya que tenía el mismo cabello rubio de ella escondido parcialmente por un sombrero.
Lo que le confundió fue que en vez de que su hija corriera a abrazarlo, la susodicha se escondió de él agarrando a Pedro como si fuera un escudo con sus manitas en la sotana.
—¡Vete!
El hombre sacudió la cabeza. —No empieces. Ven.
—¡No! ¡Ya te dije que quiero jugar!
—Tuza —la regañó y le envió una mirada de disculpa a Pedro que se mantenía en medio de ellos observando la escena atentamente—. Ándale, no molestes al señor cura.
—¡No lo molesto! ¿Verdá que no? —La niña subió la mirada hacia el azabache y le dedicó unos ojitos encantadores. A Pedro se le escapó una sonrisa y la tomó del hombro para alejarla de él con cuidado.
—No, mejor ve con tu papá.
Ella se cruzó de brazos. —¿Para qué? Aquí toy bien.
—Vas a comer —le recordó su padre y rápido la cargó torpemente sobre un brazo antes de que corriera para otro lado. La niña arrugó la frente mientras él se dirigía a Pedro—. Perdone si le dijo algo ofensivo, pero es que se crió más con su abuelo que conmigo y pues ya ve. —Se encogió de hombros—, salió canija la chiquilla.
—Ah no, no pasa nada. —Sacudió la cabeza sin importancia.
El rubio asintió y le extendió la mano. —Fernando Campos.
—Pedro Infante, el cura del pueblo. —Se señaló para evidenciar lo obvio. Y como le estaba picando la curiosidad de saber de dónde habían venido, se dispuso a indagar, pues el chisme estaba a la orden del día—. No les he visto aquí, ¿acaban de llegar al pueblo?
—Más o menos. Llevamos como dos días.
—Ohh, ¿entonces vinieron por la fiesta?
El señor Campos alzó las cejas—. Mm no, no. Ni siquiera sabía de una festividad.
El azabache se sintió un poco avergonzado de haber hecho esa suposición, pero le había parecido normal que esa fuera la razón. —Ah, ya veo. Bueno, ojalá tengan la oportunidad de ir. —Se rascó la cabeza—. Será en dos días.
—¡¿Va haber juegos?! —Tucita preguntó casi queriendo saltar de los brazos de su papá con emoción—. ¡¿Y comida? ¿Y luces? ¿De esas que se van pa'l cielo?!
—Sí —dijo Pedro entretenido por su explosividad—. Seguro habrá muchos fuegos artificiales.
—¡Llévame, apá! —La niña sonrió de tal modo que su expresión le causó un vuelco de felicidad a Pedro en el corazón.
Campos se tomó un segundo, una mirada pensativa recorriendo sus ojos, y asintió lentamente. —Claro, ¿en dónde va a ser, señor cura?
—En la plaza principal, ¿sabe cuál es?
—Creo que ya la vimos ayer. —Acomodó a Tucita en su brazo porque no paraba de moverse como gusano, pero el agarre que tenía en ella no era tan cuidadoso. Le mandó otra sonrisa brillante a Pedro—. Ojalá nos veamos en otra ocasión, gracias por aguantar a mi hija.
—No me agradezca. Ella estaba siendo solo una niña.
—Niña endemoniada, querrá decir —comentó el señor riendo por lo bajo y los ojos se le desviaron una fracción de segundo a la barbilla del azabache, donde tenía la cicatriz que se hizo hace años por culpa de un motivo que se salió de control. Volvió a subir la mirada—. A ver si la traigo con usted pa' que le quite el demonio.
Pedro hizo a un lado la mala sensación que le trajo recordar la existencia de esa marca en su piel y resopló, viendo que la chamaquita hinchaba los cachetes. Era obvio que Tucita no entendía qué quería decir con exactitud su padre, pero presentía que era algo malo.
El señor Campos se apartó un paso, ocasionando que la luz del sol le diera mejor, y Pedro por primera vez notó que tenía un raspón en la línea de la mandíbula que bajaba unos centímetros al cuello y que se había mantenido oculto por la posición en la que lo había estado observando.
Le dio curiosidad aquellos golpes, sin embargo, se mantuvo en silencio al respecto. No era de su incumbencia.
—Pues bueno, tenga buena tarde —dijo Campos y le dio una palmada en la cabeza a la niña—. Despídete Tucita.
—Adiós... —A pesar del entrecejo fruncido que delataba un berrinche infantil, su hija sacudió la mano.
Pedro los miró con una expresión contenta y juntó las manos enfrente de sí. Tanto padre como hija le cayeron muy bien. Sin embargo, era curioso la manera en la que interactuaban porque a pesar de que Don Fernando mostraba una faceta amable, de clásico papá preocupado, no le quedaba claro porque parecía tan fuera de lugar aquella relación.
Espantó ese pensamiento y se despidió de ellos, sus ojos achicándose como siempre que sonreía.
—Adiós. Cualquier cosa, aquí estoy en la iglesia todos los días.
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Buenas a todos. Espero que les haya parecido aceptable esto 👩🏻🦲
En el siguiente capítulo comienza la fiestita y tal vez, solo taaal vez haya algo de acercamiento físico importante 😈😈. Pensé en esta escena tanto que hasta la soñé JAJAJA
Dejo dibujito ✨:
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