Capítulo 3
Todas las traducciones, explicaciones, anuncios y encuestas se encuentran al final del capítulo.
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A veces, tus amigos
son tus peores enemigos
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Pedro echó un vistazo a todo el patio delantero de la casa, dándose cuenta de que había varias caras familiares. Sin embargo, no se veía rastro de Maritoña, lo cual le extrañó porque siempre estaba metida en todos lados dispuesta a ayudar en cualquier cosa.
Para ser honesto, él se la había imaginado sirviendo los cántaros de agua o repartiendo pan entre los presentes.
Dejando de lado el pensamiento, saludó brevemente a las personas que se reunieron a las orillas del pequeño patio, quienes a lo mejor platicaban sobre lo que pasó, y entró a la casa del fallecido Don Laureano.
Al observar el solitario comedor, no pudo evitar hacer memoria de los momentos que había compartido con aquel señor y pensó, igual que muchísimas ocasiones anteriores, que la vida tomaba caminos que nunca se esperan. ¿Cuándo se iba a imaginar el pobre Don Laureano que iba a terminar muerto ayer? El señor a lo mejor estaba planeando regresar a su casa y cenar junto a su esposa e hijo.
Hace apenas un año, cuando Pedro llegó al pueblo para establecerse, Don Laureano fue uno de los primeros en acercarse a él con la pura intención de recibirlo e incluirlo en la comunidad.
No fueron amigos íntimos. La diferencia de edad era bastante y a veces el modo de pensar también. Aunque eso no detuvo al Don a invitarlo a comer una que otra vez en su casa o incluso a convencerlo de ir dos veces a la cantina para tomarse un vasito de mezcal, cosa rara porque Pedro NUNCA tomaba ni una sola gota de alcohol.
Quizás no era demasiado para unos, pero para Pedro, que venía de un pueblo donde la gran mayoría le hacía el fuchi por chismes estúpidos, fue importante y lo aprecio de mil maneras.
... En verdad le pesaba la muerte de ese señor.
Les dedicó un saludo a los músicos que cantaban para el difunto y pasó a la habitación en donde se escuchaban a leguas unos sollozos. Lo primero que vio fue a la viuda, la señora Margarita, aferrándose en un abrazo a su hijo más pequeño, Pablo. El chamaco tenía 12 años y solía ser un rayo de luz cuando Pedro era invitado a la casa, pero ahora era todo lo contrario.
A continuación notó las presencias de dos mujeres que frecuentemente llegaban a las misas de los domingos tempranísimo y a Maritoña, que igual que diario, llevaba su bonito pelo hasta los hombros.
—Buenas noches...
Todos se voltearon y el corazón del azabache se apachurró al notar lo destrozada que se veía tanto la madre como su hijo.
—P-Padre. —Ella quiso levantarse, pero Pedro la detuvo rápido levantando la mano.
—No se moleste, señora. No es necesario que se pare.
La señora Margarita asintió mientras se esforzaba por quitarse las lágrimas con una mano muy temblorosa. Pablo se retiró del abrazo de su madre para pararse al lado de ella en un vano intento de verse fuerte, pero Pedro únicamente vio a un adolescente devastado en su máxima expresión.
—Señoras y señorita —se dirigió hacia las otras tres mujeres—. ¿Podrían dejarnos a solas?
Ellas desde luego aceptaron y se dispusieron a salir de la habitación. Cuando Maritoña pasó a su lado, ella le dio un ligero apretón en el brazo y le hizo una seña hacia la salida, avisándole en silencio que lo esperaría afuera.
Cuando Pedro se quedó con la señora Margarita y Pablo, decidió que sería buena idea acercarse a ellos. Tal vez no fue tan cercano a la señora, pero ella se había comportado igual de amable que su esposo cuando lo había recibido. Lo mismo pasaba con el muchacho, y por eso se sentía preocupado por ellos.
Se acomodó las gafas y señaló una silla desocupada. —¿Puedo?
—Sí, señor cura...
Pedro agradeció y la tomó, sin embargo no se sentó y en cambio la colocó junto al chamaco. Le sonrió amablemente al güerito.
—Siéntate, hijo.
—¿Usté n-no la quiere? —Le temblaba la voz tanto que el cura tuvo que hacer un esfuerzo por entenderle.
—Aquí estoy bien. Tú lo necesitas más.
El muchacho asintió achicopalado, se sentó y su espalda se encorvó al mismo tiempo que ocultaba su rostro mirando hacia el piso. Su mamá le tomó la mano y le dio un apretón reconfortante.
Pedro inclinó un poco la cabeza y suspiró. Sería bastante complicado... Nunca había hecho ese tipo de trabajo parroquial. Conocía cada detalle de lo que debía hacer, pero presentía que no se iba a concentrar bien por ver a la familia de Don Laureano triste y estar en presencia del cadáver, que aunque quiera o no, le causaba escalofríos con nada más verlo.
—¿Sus otros hijos lograron venir? —Tuvo mucho cuidado de preguntarle ya que en una ocasión le contaron que tenían tres hijos más, solo que ellos se habían mudado a otros pueblos.
—No. —Se talló los ojos—. Y no creo que les h-haya llegado a tiempo el telegrama.
—Entiendo... ¿Quieren decir unas palabras antes?
Pablo respiró temblorosamente y se encogió más sobre su asiento. La señora Margarita lo abrazó de lado con fuerza y le acarició el pelo suavemente.
—Creo que... que ya le dijimos suficiente, padre.
Pedro los entendió más que cualquier persona porque se había sentido igual con la muerte de su madrina. Ella había sido su mundo, su vida y sus alegrías. El día en que ya no despertó, el mundo de Pedro se derrumbó en millones de pedazos y Dios... le dolió demasiado.
Con tal de que ella todavía estuviera a su lado, hubiera hecho cualquier cosa, no importaba qué.
El azabache apretó firmemente la biblia contra su pecho mientras tomaba con la mano derecha el rosario e inició:
—Señor, nuestra vida es corta y frágil; la muerte que contemplamos hoy nos lo recuerda. Pero tú vives eternamente, y tu amor es más fuerte que la muerte. —Puso su atención en el lugar donde debería estar el rostro pálido de Don Laureano y se estremeció. La sábana blanca le traía recuerdos—. Llenos de confianza, ponemos en tus manos al señor Laureano... Perdónale sus faltas y acógelo en tu reino, para que viva feliz en tu presencia por los siglos de los siglos.
—Amén...
Pedro continuó orando junto a la familia y ellos no pararon de abrazarse fuertemente. Quizás transcurrieron 30 minutos, no lo sabía bien, cuando él terminó. Se acercó al difunto y borró la expresión lastimera que había aparecido en su cara por respeto; bendijo al señor en voz baja y, aunque hubiera preferido descubrirle el rostro para realizar al pie de la letra el protocolo, no fue capaz.
Hizo la seña con la mano para persignarse. —Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, señor nuestro... En el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu Santo. Amén.
—Amén.
Se alejó de la cama y fue hacia ellos. Se dio cuenta de que Pablo parecía más perdido con la cara toda pálida y al borde del llanto.
—Por mi parte es todo, señora. —Puso las manos delante de su estómago como acostumbraba a hacer.
—Gracias, padre —dijo ella, su voz sonando ronca y cansada.
Pedro sintió que debía decir algo, por lo que se tragó ese nudo en la garganta. —Lo siento mucho, señora Margarita... Sé que está muy fea la situación y Don Laureano les hará mucha falta, por eso cualquier cosa que necesite, y se lo digo en serio, me la puede pedir. Usted me dice y yo lueguito hago lo que esté en mis manos.
La viuda respiró temblorosamente y asintió, sus ojos poniéndose otra vez vidriosos. Pedro miró después al muchacho y le puso una mano en el hombro.
—Muchacho, mírame.
El güerito levantó la mirada y se intentó quitar bruscamente las lágrimas.
—No te voy a mentir... Lo que sientes no se quita en mucho tiempo. Mi madrinita se me fue hace un año y no hay día que no piense en ella —le confesó, agachándose para estar a su altura—. Pero vas a aprender a recordar a tu papá y a las cosas que te enseñó con cariño aunque te duela. Nunca de los nunca pienses que no va a estar contigo, ¿me escuchas? Siempre te estará cuidando.
Pablo apretó los labios y bajó la mirada, volviendo a llorar.
Pedro se apresuró a darle un apretón suave en el hombro. —Ay, chamaco... Te juro que todo va a estar bien. Eres fuerte y tienes a tu mamacita. —Le dio unas palmaditas mientras el corazón se le hacía añicos porque a pesar de no querer... se había visto reflejado en el niño.
Así de desconsolado estuvo unas cuántas veces en su infancia y adolescencia, preguntándose un millón de cosas que constantemente terminaban en las dos mismas: ¿por qué tenía que cargar con la vergüenza de sus padres? ¿Por qué la gente lo señalaba por no ser como los otros niños?
Le despeinó el cabello y le ofreció una sonrisa pequeña y amable.
—Lo mismito que le dije a tu mamá, te lo repito a ti. Si algo te ocurre, ven conmigo, ¿está claro?
—Sí —susurró.
—¿Muy claro?
El niño asintió mientras se pasaba la manga por la nariz.
Pedro se puso de pie y dio un paso atrás para mirarlos mejor. —Traten de descansar y comer aunque sea poco para que les caiga algo en el estómago.
—Lo haremos, y muchas gracias.
Sacudió la cabeza. —No me agradezca, por favor. Pasen buena noche —les deseó antes de salir de la habitación. Los músicos que se habían quedado callados durante la oración, pronto reanudaron la música a un ritmo lento.
El azabache rodó los hombros hacia atrás para quitarse la tensión. Estaba agobiado de solo pensar cómo la familia sobrellevaría aquella pérdida. Lo que más le preocupaba a Pedro, porque no era ingenuo, eran las represalias que el Coyote (¿Negrete?) tomaría en contra de ellos.
Ese no se andaba con jugarretas, y si quiso el dinero de la cosecha de Don Laureano una vez y no la obtuvo, probablemente iba a regresar y tomaría lo que le "pertenecía".
Y quién sabía si ahora lastimaría a la señora Margarita o al niño por puritito antojo.
Se frotó la frente y salió de la casa a buscar a Maritoña. Ya quería con todo el alma irse a su casa para encerrarse y pensar detenidamente qué precauciones iba a tomar, pues aún no sabía bien si ese señor Negrete era el diablo andante. Además ahora se sentía responsable de la seguridad de Pablo y su mamá.
Vio a Toñita apoyada en la valla del patio, lejos de la multitud. Lucía pensativa y Pedro no la culpaba, la situación lo ameritaba.
Justo cuando casi llegaba con ella para hablarle, la muchacha volteó y se paró recta.
—¿Tan pronto acabó?
—Sí, era mejor hacerlo rápido y que así pudieran descansar. —Miró alrededor un momento y le sonrió con su típica sonrisa que le arrugaba las orillas de los ojos—. Gracias por esperar.
—Ah sí, le dije que lo haría. —Hizo un gesto desinteresado y después alzó las cejas, angustiada—. ¿Entonces cómo siguen?
—Pues que te digo...
—Ay, ¿a poco tan así?
Pedro se pasó una mano por el cuello y una mueca se asomó en sus rasgos. —Más que nada el chamaco. Está muy chiquillo y apenas creo que está procesando lo que es la muerte.
—Pobrecitos.
—Sí —suspiró y se sumieron en el silencio ambos—... Bueno, yo me voy para mi casa. ¿Te quedas un rato más?
—Mmm no, creo que ya mejor cada quien pa' su jacal. Nomás estamos estorbando a la familia —dijo mirando a las demás personas que no mostraban señas de marcharse—. Y sirve que le dé un aventón.
Pedro no pudo estar más de acuerdo. Los dos se fueron hacia la salida del patio, despidiéndose de la gran mayoría en el proceso. Le tendió una mano a Maritoña para evitar que se cayera en una pequeña zanja afuera en la calle empedrada y la llevó con cuidado para otro lado.
—Gracias.
—No hay de qué. —Soltó la mano de su amiga—. ¿Y para dónde está la Nena?
—Pa' allá, cerquita de aquella casa de la esquina. —Apuntó al frente y Pedro siguió la línea de visión.
Mientras caminaban en esa dirección, hubo un momento en el que creyó ver a una persona parada y medio escondida entre unos matorrales altos pegados a las vallas que rodeaban la casa de la familia de Don Laureano, pero se le hizo difícil saber si le había atinado porque estaba bastante oscuro en ese lado. Y para colmo, traía los lentes medio sucios.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó en voz baja.
Maritoña entrecerró los ojos y se inclinó. —No pos sabe, usté es el que ve el futuro.
Pedro frunció el ceño confundido y se giró. —¿Cómo dijiste?
Sonrió tímidamente. —Bueno, es que con esos lentes... Me figuré que veía el más allá.
—... —Si las miradas mataran, Maritoña ya estuviera bien metida debajo de la tierra.
—¡Es broma, señor cura! —se rió ampliamente.
—Pues no digas esos chistesitos —la regañó blandiendo un dedo—. Uno que no ve, y la gente burlándose. Como dijera mi madrina, ya no hay—
Maritoña lo detuvo de jalón y Pedro casi se tropieza con sus mismos pies.
—¡Ay!
—Espérese —le interrumpió y prestó mucha atención en el lugar de los matorrales—. Creo que sí hay alguien, oiga.
El azabache se tensó y apretó la biblia. Inconscientemente se puso delante de Toñita, la prioridad de inmediato siendo ella.
—¿Corremos para el otro lado?
—¿Cómo cree? Ni modo de dejar a mi Nenita sola.
Pedro sintió que se le enfriaba todito el cuerpo a una velocidad inimaginable y un pensamiento vago sobre quién sería se le vino a la mente como si una pared de ladrillos le cayera encima.
—A ver... —Maritoña lo agarró de la manga y lo forzó a caminar—. No hay que rajarse. Pasamos al lado y ahora si pegamos una correteada, ¿entendió?
—De que entendí sí, pero de que el plan funcione... tengo mis dudas —le susurró de vuelta.
Maritoña casi le desgarra el brazo de lo potente que le estaba apretando el brazo. —Con la biblia lo descalabra, que al cabo tiene muchas en la iglesia.
Pedro quiso voltearla a ver con exasperación, pero se contuvo por el bien tanto de ella como de él. Estaban a tan solo dos metros de los matorrales y el azabache hizo lo posible por no observar directamente ahí, tal vez por cobardía (y porque en serio, en serio esperaba no encontrarse con ese señor).
Entonces...
—¡Don Jorge!
Maritoña se soltó de él y caminó emocionada HACIA ALLÍ.
A Pedro casi se le sale el alma.
—Maritoña —la llamó con la voz diminuta y los ojos bien abiertos.
¿Qué había dicho ella? ¿Acaso escuchó mal?
Todavía no estaba procesando la situación cuando se apresuró preocupado por la seguridad de su amiga. Pero en el primer segundo en que llegó al lado de Maritoña para sacarla de ese lugar, se arrepintió muchísimo de todas las acciones que lo llevaron a ese justo momento.
Se detuvo en seco y se encontró cara a cara con el culpable de su estrés de esa misma tarde.
Sí.
Pedro reconocería esa cara y esos ojos oscuros cualquier día.
—¡Qué milagro verle! —exclamó la mujer con una sonrisa. Pedro casi se disloca el cuello al girarse hacia ella.
—Ah, Maritoña... —La voz del charro al principio era una mezcla de emociones, sin embargo supo modularla y pareció gratamente sorprendido—. Qué bueno encontrarme con usted de nuevo.
Confundido era decir poco para explicar cómo se estaba sintiendo Pedro. Varias ideas cruzaban su mente de un lado a otro, pero nada más estaba convencido de dos: Jorge Negrete se había puesto a espiar el velorio desde los matorrales por una razón nada buena y Maritoña no era consciente de lo peligroso que era ese hombre.
La atención de Negrete se movió hacia Pedro con una lentitud tan, pero tan fuera de lugar que incomodó al cura de sobremanera. —Padre. —Se quitó el sombrero charro y se inclinó en señal de respeto mientras se apartaba de la vegetación. En ningún momento despegó sus ojos de él.
La mujer, sin apenas captar nada de sus expresiones, pareció encantada. —¡Ah! Ya se conocen.
—Algo —respondió Negrete.
Lamentablemente, quiso decir Pedro en sus adentros. Solo atinó a decir un tonto "ajá" y se puso a planear de qué manera podía huir. La idea de que ese tipo le apeteciera matarlo por estar en el momento incorrecto le daba miedo.
Pero no lo haría, ¿no? Porque ahora estaba otro testigo, o sea, Toñita. Aunque no podía confiarse Pedro; quizás si él le insistía a Maritoña para que se fueran con alguna excusa...
—¡No me lo esperaba! Me sorprende porque aquí el señor casi ni sale de la iglesia, ¿verdad, padre? Se la pasa pintándola y remodelándola. —Le dio un pequeño codazo y una sonrisa risueña.
—Sí... —Y la única vez que se le ocurría tomarse un descanso se tuvo que encontrar con un potencial asesino, pensó con ironía.
La muchacha señaló detrás de ella con el pulgar. —Y dígame, Don Jorge, ¿de dónde conocía al señor Laureano?
Al instante Pedro se fijó en el rostro de Negrete y vio una minúscula reacción en él que casi pasa por desapercibido, pero que de todos modos estuvo ahí.
—¿Don Laureano?
—Sí, el del velorio.
—Ah, perdone, desconozco de eso...
El azabache lo observó, incrédulo. De veras pareciera desconcertado.
Casi se lo compró.
Casi.
—Yo pasaba por aquí nomás viendo el pueblo, pero no sabía de ningún velorio.
—Ohhh, entonces creí mal —dejó escapar una risa avergonzada Maritoña.
Mientras tanto Pedro no podía creer el nivel de actuación que ese señor manejaba. ¡En otra vida de seguro era un actorazo! Porque si no se hubiera encontrado con él en el río y si Roberto, el monaguillo, tampoco le hubiera contado de los rumores que circulaban, no habría sospechado de Negrete nadita.
El charro tenía una facilidad natural al mentir y eso inquietaba demasiado a Pedro.
Miró el cielo en busca de un pretexto y se frotó las manos, nervioso. —Creo que se hace tarde, Maritoña —le dijo y se obligó a sonreír para el otro hombre—. Mejor nos vamos. Que pase buena noche y con su permiso. —Trató de agarrar a su amiga por el antebrazo, pero la muy terca se quitó.
—Espérese tantito. No hay prisa, no hay prisa.
Negrete arqueó una de sus finas cejas. —Pero el señor cura quiere descansar, Maritoña.
—Pues sí, pero yo lo voy a llevar a su casa. —Se cruzó de brazos y levantó la nariz, como pidiendo que la contradijera.
—Si no hay más remedio... —Se encogió de hombros el charro y Pedro sintió una punzada de molestia cuando notó un pequeño indicio de sonrisa en sus labios.
¿Acaso le parecía gracioso?
—Ándale, señor cura, que al cabo mañana es domingo y no se trabaja —le recordó la muchacha con ojitos de cachorro pateado. Hubo una risita ronca al lado de ellos.
Pedro solía ser muy tranquilo, pero ahorita que estaba intentando salvar el pellejo de su amiga y el suyo propio... digamos que la frustración estaba abriéndose paso en él.
—Maritoña. —Se aferró a la poca paz interior que todavía existía en él—. Acuérdate que muy temprano viene la gente a pedir mi confesión y además tengo que dar misa. —Se acomodó los lentes, haciendo caso omiso a la sensación de que un par de ojos lo estaban observando.
La mujer hizo una mueca y se desinfló. —Ta' bien... —Se giró hacia Negrete—. ¿Usté se va quedar un rato?
—No. —Sacudió la cabeza—. Se está poniendo fresco.
Pedro se pasó una mano por la frente, ocultando a la perfección la cara que puso. ¡Qué coincidencia! ¡El hombre también se iba a ir!
—Tiene razón, hace friísimo. Y oiga, ¿dónde dejó su caballo? Ojo que está requetebonito y se lo andan robando, eh.
Negrete soltó una risa pequeña y se puso el sombrero. —No lo traje, estaba dormido y se pone como un niño si lo despierto. Pero bueno —suspiró y se apartó más de los matorrales, dispuesto a marcharse—. Ay nos vemos después, fue un gusto.
La muchacha se adelantó un paso. —¡Ey, no se preocupe! Yo le doy un aventón, ¿qué le parece?
...
¿QUÉ?
Pedro se atragantó con su propia saliva. Maritoña no prestó atención al sonido estrangulado que su amigo hizo y continuó hablando:
—¿Se acuerda de mi burra? La tengo allá en la esquina y como le cambie el carro de carga, seguro ahí cabe usté y el señor cura sin problemas, ¿verdá, padre?
Pedro carraspeó y con un semblante repleto de incomodidad la miró y luego a Jorge Negrete, sin saber qué responder. Quiso hallar una excusa pero la mente se le atrofió.
El tipo intervino. —No hay necesidad, no está lejo.
—¿Y eso qué? —Maritoña se mantuvo firme con las manos en la cadera—. ¡Es más, ya hasta está decidido! Va a venir con nosotros.
—Es que...
—No se haga del rogar.
El charro metió una mano en la bolsa de su pantalón y con la otra se acomodó el sombrero. —Mm, no sé —suspiró y se cruzó de brazos—. No me lo tome a mal, pero es una mujer my terca.
Ella sonrió ampliamente con falsa inocencia.
—Está bien, gracias —aceptó finalmente y sus ojos miraron directamente a los de Pedro esa ocasión.
Quedó clarísimo que Negrete sabía o al menos tenía una suposición de lo que atormentaba a Pedro. Y lo peor fue que éste no podía negarse abiertamente a lo que pretendía Maritoña porque ella iba a insistir en respuestas y no le gustaría exponerla al peligro. Tampoco es como si él pudiera dejarlos solos y marcharse por su lado para resguardarse.
Pedro forzó una expresión contenta.
La mujer aplaudió. —¡Bien, vamos! —Y empezó a caminar.
Pedro no dejó que se percibiera su malestar y se centró en hacerse como el que la virgen le hablaba. Aunque, sin saber si era su estado paranoico, tuvo la sensación de que aquel sujeto lo estaba analizando de pies a cabeza más de una vez.
Dos minutos tardaron en llegar con la Nenita. Dos minutos que en vez de ser cortos, duraron una eternidad.
—Ay, chula, ¿cómo estás? —Maritoña le acarició el hocico con amor—. Mira a quien traje, es el padrecito y Don Jorge.
Negrete se acercó y acarició el lomo de la burra suavemente. —Se nota que la cuida bien.
—Claro que sí, a esta la quiero como no tiene una idea. —Sonrió orgullosa.
Pedro sacudió la cabeza. Ni siquiera en sus sueños se imaginó estar metido en una cosa de ese estilo. Hay que ponerlo en perspectiva: una muchacha ingenua, un sacerdote en medio de una crisis nerviosa y un criminal, ¡qué magnífica combinación! ¿No?
—Bien, entonces hay que apurarnos, que se nos oscurece más el día —dijo y de un salto se acomodó en el asiento, agarrando las riendas.
—Usted primero. —Negrete le dio el paso con un gesto de mano.
—Ah. —Alzó la cabeza para verlo a los ojos y por primera vez se dio cuenta de la diferencia de estatura que había entre los dos. A lo mejor fueron unos cinco centímetros, pero la presencia que irradiaba lo hacía ver más grande—. Gracias. —Apartó la mirada y se subió sin entender la razón por la que de nueva cuenta se quedó paradote mirándolo igual que un tonto.
Jorge le siguió. Él parecía muchísimo más relajado y sin tantas preocupaciones por el espacio a diferencia de Pedro, que buscó una postura cómoda en la que no tuviera que estar en contacto físico con él. Cruzó las manos sobre su regazo con todo y biblia, y a pesar de haber puesto todas las fuerzas del mundo en no hacer caso a la sensación de tener el hombro pegado al del tipo, no pudo.
Estaba ahí y le daba escalofríos.
—¿Listos?
—Sí —dijeron al unísono.
Maritoña giró el cuello lo necesario. —¿Se sigue quedando donde mismo, Don Jorge?
—Así es. —Pedro lo vio doblar la rodilla derecha para apoyar su brazo mientras sacaba una cajetilla de cigarrillos—. Y dígame Jorge a secas, por favor.
—Ta' bien. —La Nenita empezó a andar—. Agárrense bien, porque aquí está lleno de baches.
Pedro se mordió el labio y miró el cielo estrellado, indeciso de qué pensar o hacer. No comprendía la personalidad del charro en absoluto.
Era como una maraña de mentiras y Pedro no paraba de hundirse en ellas. Negrete parecía inocente y luego el obvio sospechoso. Era calmado pero atrevido por momentos. Su postura era pues, ¿dominante?, y dos segundos después se volvía mansa.
Resopló en silencio.
—¿Gusta uno?
Pedro parpadeó y se sentó recto. —¿Eh?
—Un cigarro. —Negrete levantó la cajetilla.
—Ah, no, gracias. No fumo.
El hombre ladeó la cabeza y frunció un poco el entrecejo. —¿No le gusta el olor? Para mejor no fumar.
—... No es molestia, hágalo. —Estaba desconcertado por la pregunta, la gente nunca la hacía. No le disgustaba el humo del cigarro, a él le valía, pero que ese señor tomara esa especie de consideración... se sentía extraño.
El más alto asintió y se llevó uno a los labios para encenderlo con un par de cerillos. Pedro regresó su mirada al frente y a los minutos se hizo evidente que Maritoña tenía la boca repleta de razón sobre que el camino iba a ser muy accidentado. La carreta se sacudía de un lado a otro y Pedro tuvo que llevar su brazo para atrás y agarrarse del asiento de la conductora.
—¡¿Van bien allá atrás?! —gritó la muchacha por encima del ruido.
—Sí —medio jadeó Pedro cuando casi sintió que se iba a caer en la mera vuelta. Observó a su acompañante y se preguntó cómo estaba tan cómodo fumando si la carreta no paraba de temblar como gelatina.
Negrete se giró en su dirección de pronto. —¿Está bien ahí o quiere que me mueva más? —Esbozó una sonrisita que rozaba en la diversión y sostuvo el cigarro con cierta altanería que provocó un ceño fruncido en Pedro de confusión.
¿Quién en la vida parecía tan grosero y elegante al mismo tiempo?
—No, no, no hay problema. —Se acomodó como pudo y vagamente registró la voz de Maritoña, la cual apenas se filtraba a través del estruendo de las llantas.
Los lentes se le iban resbalando del puente de la nariz, y temiendo que se le cayeran, trató de subírselos con el dorso de la mano en un tonto movimiento.
Sin embargo, y para terminarla de amolar, la biblia y el rosario se le escaparan de la mano. Chasqueó la lengua y se inclinó rápido para agarrarlos.
Mala idea.
La carreta de repente se movió bruscamente y Pedro, aunque quiso mantenerse firme, se tambaleó hacia un lado a punto de perder el equilibrio.
—¡Aguas!
Ensanchó los ojos y cuando ya podía saborear la tierra en la punta de la lengua e imaginarse el golpazo que se iba a meter en toda la cara, una mano lo jaló en dirección contraria.
No tuvo ni tiempo de jadear al caer duramente de espaldas.
—Auch —masculló la voz ronca de Negrete y un segundo después Pedro estaba sobre el cuerpo del susodicho.
Pedro quedó inmóvil.
Una estatua a su lado era una burla mientras hacía contacto visual con la mirada negra del otro.
—¿Está bien? ¿Se lastimó? —preguntó el charro con la frente arrugada y el azabache recobró el sentido común de golpe.
Pedro se quitó disparado como si las mismísimas llamas del infierno lo hubieran quemado y apenas tuvo la capacidad de notar en qué lugares habían estado las manos de Negrete.
Se sentó donde había estado antes e intentó ocultar su incomodidad, sin embargo su respiración acelerada lo delataba.
—Sí, sí, estoy bien —asintió, sus manos heladas y bien sujetas a sus pertenencias y a la carreta.
—¿Seguro?
—Muy, gracias —soltó apresurado. El corazón le martilleaba en los oídos y se convenció de que le pasaba eso por lo cerca que estuvo de caerse.
—¡Alto, Nena! —Maritoña apretó las riendas para detener a la burra. Se giró paniqueada y por un segundo Pedro se figuró que brincaba de su asiento para verificar que estuvieran a salvo—. ¿Les pasó algo? Ay no, díganme que no porque no traigo mis cosas y...
—Nada malo ocurrió. Solo que el señor cura por poco se cae —respondió Negrete y cambió su postura para quedar en cuclillas, queriendo casi checar a Pedro. El cigarro en sus manos había desaparecido durante el alboroto, pero el olor a tabaco seguía emanando de él igual que una loción—. ¿Con la sacudida no se torció algo? Cayó de sopetón.
Pedro lo miró y no pudo procesar. ¿Por qué actuaba tan preocupado?
—Estoy bien —repitió usando más fuerza.
La muchacha suspiró aliviada. —Que bueno. —Se pasó una mano por la frente—. Les prometo que voy a poner más atención a los baches.
—No hay cuidado —murmuró mientras se arreglaba el cuello de la sotana y evitaba ver al charro.
Su cabeza empezó a llenarse de pensamientos cada vez más intrusivos. No era normal que un probable asesino fuera tan amable, ¡nadie podía meterse tanto en el papel de buena persona!
Ese Jorge...
¡Dios! ¿Por qué era así de contradictorio?
—¿Continuamos o...?
—Mejor me voy por mi lado —decidió Negrete sorpresivamente.
Maritoña frunció el ceño. —¿Cómo va a creer? Si ni lo he acercado nada.
Se encogió de hombros con una ligera mueca de labios. —No pasa nada, pero es que no quiero tentar a la suerte. En una de esas nos podemos ahora sí volcar el señor cura y yo, y ni para que. A estas horas no andamos como para buscar a un médico. —Saltó de la carreta y Pedro no dejaba de mirarlo desorientado.
¡Ahora se comportaba educado! ¿Qué más era? ¿QUÉ MÁS, DIOS MÍO?
—¿Está seguro? Yo le ofrecí llevarlo y me da cosa dejarlo y que vaya usté a pie. —La muchacha se estrujó las manos.
Negrete cerró los ojos exasperado y meneó la cabeza de un lado a otro. —Que sí. Me he ido a otros lados sin mi caballo y véame. —Hizo un gesto hacia su persona—, estoy bien. —Se frotó parte del cuello y luego se centró en Pedro—. Perdone las molestias, padre.
La boca del azabache se abrió un centímetro y no articuló palabra.
El hombre, sin esperar otro instante, prosiguió con la mayor naturalidad del mundo. —Que tengan buena noche.
—Igualmente, Jorge —dijo Maritoña un poco desanimada—. Ojalá esté unos días más por aquí.
—Sí —coincidió—. Si no, pues fue un placer.
—Lo mismo.
Pedro pasó saliva para quitarse la sensación de sequedad en la garganta y componerse a tiempo. —Buenas noches —dijo estúpidamente y se sintió comprometido a agregar—: Y no se disculpe.
El más alto le mandó una sonrisa ligera y genuina a la vez que apoyaba la mano en su cadera. —Bueno, gracias por el trayecto. —Se apartó y agarró el sombrero por la orilla, bajándolo tantito a manera de respeto.
Maritoña tomó las riendas y se inclinó hacia la burra. —Ándale, mi vidita, ponte a caminar de nuevo, ¿si? —La Nena no necesitó que se lo dijeran dos veces y empezó a andar. La muchacha volvió la cabeza—. ¡Adiós!
Pedro lo vio levantar la mano y despedirse con un semblante relajado. No alzó la voz, se mantuvo con el mismo porte resalto que solo podía provenir de un hombre con experiencia en mantener el control y ser el que toma las decisiones primero.
Fue todo tan rápido en la perspectiva de Pedro que se olvidó de intentar corresponderle el ademán y en un par de segundos la carreta ya había avanzado los metros suficientes como para distinguir la mitad de la silueta delgada de Negrete.
Pedro dejó escapar el aliento que hasta ese momento había retenido.
¿Qué acababa de suceder?
Pedro hizo el esfuerzo de recordar cada cosa. Las acciones, los comentarios hacia Maritoña y a él, la caída, la disculpa y demás estaban descolocando las sospechas que había albergado hacia ese hombre.
Por un lado, las circunstancias en las que se había encontrado con él en el río y su vigilancia en la casa de Don Laureano lo mantenían alerta. No obstante, su personalidad mostrada minutos antes contradecía todo.
Se preguntó si fue posible que se hubiera dejado llevar por la paranoia del pueblo y había juzgado mal a Negrete ese mismo día.
—¿Está bien, padre? —Toñita lo sacó de las cavilaciones—. No ha hablado desde hace rato.
Pedro carraspeó. —Ah, es que me dio sueño —mintió, continuando con la vista clavada en las casas de la calle empedrada.
—Oh... Pero está así desde que nos encontramos con Jorge.
El cura se giró para verla manejar mientras el sonido de la carreta llenaba los segundos de incomodidad.
—No es eso —se excusó con el tono elevado.
—Yo no más decía, padre. —Se encogió de hombros y aceleró a la Nena con ayuda de las riendas—. Aunque... Si algo pasa, me puede decir, ¿sabe? Para eso soy su amiga.
Pedro no respondió y agachó la cabeza. El frío de la noche le acarició las mejillas y lo único que supo hacer fue frotarse los nudillos, con la mente recreando lo vivido, y sobre todo, dando vueltas en el recuerdo de unos ojos oscuros.
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Buenas jaja. Solo diré: Maritoña es cupido renacida y no lo sabe.
En fin, en el próximo capítulo se introducirá un nuevo personaje y una pachanga se acerca 👀
Espero que les haya entretenido. Les adjunto otro dibujito mío para que sueñen con Jorge ✨:
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