Capítulo 2

Todas las traducciones, explicaciones, anuncios y encuestas se encuentran al final del capítulo.

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El río
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Jorge no estaba de buenas, ni siquiera un poco. Si alguien se atrevía a hacerle un solo comentario estúpido, de seguro sacaba la pistola y la hacía de tos ahí mismo.

Llevaba cuatro largos días en el pueblo de la Huasteca Potosina y no había encontrado ni una sola señal del Coyote. Estaba confundido y sobre todo frustrado. ¡Mala Suerte nunca se había equivocado a la hora de decirle para dónde se fueron los bandidos!

La última vez que tuvo que hallar al Zorro solo necesitó alrededor de dos días para poder meterle una bala mero en la frente. Y ahora estaba varado en un pueblito sin la certeza de que el desgraciado que buscaba iba a hacer acto de presencia un día de esos.

Creyó por un momento que finalmente Mala Suerte lo había traicionado por cobardía o algo por estilo, aunque al instante lo descartó porque le había demostrado una y otra vez desde hace meses lealtad, así que mandó a volar el pensamiento.

El problema aquí era qué fregados ocurrió con el Coyote, porque parecía como si se lo hubiera tragado la mismísima tierra y eso lo estaba poniendo inquieto.

Se frotó la frente con el ceño fruncido y de malas se acabó de un solo trago su tequila. Estuvo a punto de sacar unas monedas para pagar, pero sin querer queriendo puso atención en la conversación de dos hombres a su costado, que más que parecer discretos, se veían como viejas chismosas.

—¿Te enteraste?

—¿De qué? —preguntó uno mientras repartía la baraja.

—¡Pos de qué más! De seguro ya escuchaste, medio pueblo sabe.

—Que no sé. A ver.

Jorge se acomodó el sombrero y medio miró de reojo, curioso.

—Ay, Pancho —dijo con exasperación—. Del condenado Coyote.

El charro se quedó estático por un segundo al escuchar ese apodo, no pudiendo creer que la suerte por fin le sonreía. Había dado en el clavo al haber venido a la cantina justo ese día y a esa hora.

Pidió otro trago al cantinero con un gesto.

—¿Cómo? ¿Ya llegó al pueblo?

—Sí, ¿no escuchaste?

—No —dijo preocupado el moreno—. ¿Cómo estuvo eso?

—Yo no sé bien, pero dicen que le dio cuello a Don Laureano anoche porque según eso no le quiso dar una parte del dinero que sacó con su cosecha de maíz.

Jorge movió su vaso en círculos sin dejar de fijar sus ojos en cada reacción que hacían aquellos individuos.

—Qué caray... Ay no, que feo. Ojalá que Dios lo tenga en su santa gloria, ese señor no hacía ni un mal a nadie. —Sacudió la cabeza—. ¿Y dónde lo quebró?

—Cerca del río. Le disparó y como andaba cerca su hijo, encontraron luego luego el cuerpo.

Jorge se bajó de golpe el vaso de tequila y se puso de pie mientras dejaba el dinero en la barra. Tenía que ir rápido a ese lugar para encontrar cualquier pista, no importaba si fuera chiquita, debía hallar algo. Pasó al lado de los señores, quienes seguían platicando "en voz baja" y se marchó de la cantina empujando las puertas de la misma con fuerza.

Desató a Rayo, su caballo, y saltó sobre el lomo de este. Miró a los costados de la calle y vio a dos niños cargando un par de cubetas a poca distancia.

—¡Ey, chamacos!

El más grande volteó. —¿Si, Don?

Jorge cabalgó hacia ellos y se posicionó al lado, consciente de que no era muy prudente pedir direcciones a toda voz por si llegaban a escuchar oídos ajenos. —¿Dónde está el río?

—Mm —Se giró hacia el otro niño y Jorge pudo notar el gran parecido que ambos tenían entre sí. Seguramente eran hermanos—. Es pa allá, ¿no? —Señaló hacia la derecha.

—Ajá.

El mayor se volvió hacia él. —Siga derecho y podrá entrar adentro del bosque. Está puesto un letrero y le marca pa donde ir, ¿verdá, tú?

—Sí.

Jorge asintió. —Gracias, chicos.

Apretó las riendas y espoleó al caballo, dejando únicamente polvo detrás de él por la velocidad que llevaba. Estuvo unas cuantas veces a punto de estrellarse con algunas personas que caminaban en la angosta calle, pero él no se detuvo y solo atinó a pedir una disculpa opacada por el ruido del galope de su caballo.

Unos minutos después dio con el inicio del bosque y se detuvo de sopetón, aunque sin siquiera tambalearse por la costumbre de años. Entrecerró los ojos y buscó la dichosa señal hasta que la halló parcialmente oculta por unos arbustos.

Una flecha toscamente dibujada apuntaba hacia la izquierda y arriba se leía "Río callado". Jorge, siempre cauteloso, echó otro ojo a los alrededores y como no vio nada sospechoso, se fue adentrando poco a poco sin bajar la guardia. Mientras su mano descansaba sobre el mango de su pistola, pensó lo que haría a continuación en dado caso de obtener un rastro del Coyote.

Quería con todo el corazón matarlo de inmediato, pero la cosa era que debía ser muy cuidadoso porque no tenía idea de si ese hombre ya sabía cualquier cosa de él y lo que quería hacerle. La gente hablaba tanto de que él solía ser demasiado astuto que hasta cierto punto Jorge ya comenzaba a tener mala espina.

Quizás ni enterado estaba de El Ametralladora al igual que los otros bandidos, sin embargo... un sexto sentido le estaba molestando.

Su inquietud se hizo acertada luego de andar revisando el área por un tiempo, pues de repente vio en el suelo unas marcas extrañas, como de quien está corriendo y se tropieza.

Bajó de su caballo y lo amarró a un árbol cercano para no arriesgar al animal por si sucedía cualquier cosa.

—Ahorita vengo, Rayo. —Le acarició el hocico. El caballo relinchó y Jorge le ofreció unas palmaditas.

Se agachó y examinó las marcas de barro con detenimiento. Debido a que ya tenía experiencia buscando a dos tipos de animales, pudo fácilmente identificar que eran recientes, como de hace unas horas.

Avanzó entre los árboles, escuchando solo el crujido de las ramas sonar bajo sus botas. El bosque estuvo bastante silencioso, aunque luego de unos minutos esto dejó de pasar conforme se fue acercando al río, el cual estaba un poco oculto por los altos árboles y arbustos que había a la orilla del mismo. Iba a pasar de largo al lado de un tronco caído, pero un pequeño destello lo desconcertó.

Se agachó y rebuscó en la hierba hasta agarrar entre sus dedos una bala. La acercó a la altura de sus ojos y luego la olió, arrugando la nariz por el olor a pólvora que aún emanaba.

Sin duda, ese fue uno de los tantos disparos dirigidos al pobre señor.

Se puso de pie y se guardó la bala en el bolsillo. Caminó unos pasos más alrededor con la mirada fija en la tierra por si veía algo, y para su fortuna, encontró otra cosa. Levantó una especie de círculo, un poco cóncavo y de tal vez unos 5 centímetros de diámetro, y le dio la vuelta para ver la otra cara, la cual tenía un grabado pequeño de líneas curvas y unas iniciales: C.G.

Se mordió el labio inferior, tratando de pensar qué cosa era esa. Pasó sus dedos sobre el objeto y apretó la boca en una fina línea, martilleándose la cabeza porque estaba seguro de haber visto una vez algo similar.

Y como si Dios lo hubiera iluminado, recordó que su padrino Radilla tenía siempre un reloj de bolsillo. Se pasó una mano por la barbilla. Acababa de encontrar una tapa de reloj.... Raro.

Pero al mismo tiempo le ayudaba bastante porque obviamente era propiedad del asesino y no del muerto. Casi ningún campesino llevaba un reloj de ese tipo para no arriesgarse a que cualquiera se lo arrebatara o sencillamente porque no tenían dinero, por lo que muy pocas personas en el pueblo tendrían el otro pedazo del accesorio y si se ponía atento, resolvería el rompecabezas.

Ahora, las razones por las que estaba casi un ochenta por ciento seguro que esa tapa era un indicio del Coyote, además de la anterior, fue por la inicial "C" grabada y el tiempo que parecía tener olvidado en el césped, que no fueron más de unas horas porque no estaba manchado prácticamente por nada de tierra.

Escondió el objeto en el mismo bolsillo donde puso la bala primero y todavía insatisfecho iba a seguir viendo el lugar, no obstante se paró en seco unos segundos más tarde. Frunció el ceño y se quitó el sombrero charro para dejarlo detrás de su espalda, esto posible gracias a la cinta que lo sujetaba, y puso atención a ese ligero ruido que escuchaba un tanto lejos.

Era... ¿Era alguien cantando?

¿Quién tendría ganas de cantar cerca de una escena del crimen?

Desconcertado caminó hacia donde se veía el río y en silencio salió de los arbustos sin despegar su mano de la pistola. Primero miró hacia la izquierda y no encontró nada. Dirigió su vista al otro lado y finalmente vio el origen del sonido.

Tal vez estaba medio cegatón de vez en cuando, pero en esta ocasión pudo ver perfectamente, quizás a nueve metros, a un hombre parado de espaldas en el medio del río con un caballo blanco.

Arqueó las cejas confundido y de antemano sabiendo que tenía que tener precaución, comenzó a caminar hacia esa dirección con la mente yendo de una idea a otra sobre quién podía ser. Si era un pueblerino, cabía la posibilidad de sacarle información sobre la muerte de ese tal Don Laureano y si era el Coyote... bueno, ya tenía el dedo en el gatillo.

Sin embargo, sus pensamientos se fueron esfumando a medida que se acercaba, pues comenzó a escuchar con mayor claridad la voz de aquel sujeto. Era bastante melodiosa y suave. Le recordaba a cuando alguien le canta al oído a una persona.

—... Ay qué dichoso sooy, cuando la escucho hablar...

Al mismo tiempo que cantaba, también lavaba su caballo con mucho esmero. El condenado se agachó y los ojos de Jorge se desviaron sin querer por unos lentos segundos alrededor de su espalda descubierta e iluminada por los rayos del sol.

Dios...

Parpadeó y quitó la vista a regañadientes, aunque no sirvió de nada porque recordó a la perfección la escena en su cabeza. Y fue ahí donde supo que de nuevo estaba ocurriendo ese episodio que lo venía persiguiendo desde chiquillo: sentirse atraído por otros hombres.

Poniendo las cartas sobre la mesa, Jorge estaba segurísimo de que ya había superado su desprecio por sí mismo debido a sus enamoramientos anteriores que no tenían nada que ver con mujeres, pero, aun así, continuaba teniendo una espinita.

Cuando apenas entraba a la pubertad, despuesito se dio cuenta de que algo no "andaba bien" con él. Al principio no entendió por qué a pesar de que siguiera los consejos de su padrino no podía ni lograba querer a las niñas que había a su alrededor si estaban requetebonitas con sus chapitas y ojazos. Jorge notaba la lindura de ellas, ¿entonces por qué diablos no le gustaban?

Duró años enteros en negación, a veces metiéndose en problemas con el alcohol o teniendo relaciones desenfrenadas con unas pocas mujeres, porque él era muy macho y no un maricón, según sus propias palabras. Al final le cayó en balde que no podía cambiar por más que se lo exigiera a sí mismo y esto sería para el resto de su vida.

A él le gustaban los hombres y eso fue todo... No entendía cuál era la razón para ello (a veces el insomnio hacía que le diera vueltas y vueltas a eso sin salida). Pero no había de otra, tenía que aguantarse.

Y aunque Jorge ya hubiera comprendido en su gran mayoría la situación, él todavía trataba de que no le sucediera. Ya que la verdad, le dolía menos no enamorarse de un hombre que hacerlo y no poder estar con esa persona por miedo a la vergüenza que le causaría.

Eso es lo que aprendió y su secreto se lo llevaría hasta la tumba. Nadie sabía sobre eso y así estaba bien.

Con esos pensamientos y estando ya lo suficiente cerca como para hablarle a aquel sujeto, decidió mejor dar media vuelta y no interrumpirlo. Además, necesitaba alejarse pronto de esa idea morbosa de mirar de nuevo su espalda.

Justo dio el primer paso cuando pisó una rama y el sonido resonó literalmente por TODA la zona. Jorge apretó los ojos con fuerza e hizo una mueca mientras se quedaba quietecito como el tarugo que era.

—¿Eh? —escuchó que el Individuo exclamaba atrás de él y el charro se giró, ideando ya una excusa para irse, pero las palabras se le quedaron atascadas cuando se dio cuenta de quién se trataba.

El cura. Era el cura bonito de la misa de hace dos días. ¿Cuáles eran las malditas probabilidades de dar con el mismo tipo que le había despertado sensaciones en un solo día con esa carita de ángel?

Y...

La mirada de Jorge se desvió hacia abajo como si una fuerza invisible lo estuviera obligando y observó con la boca repentinamente seca el torso del padrecito. Estaba muy, pero muy...

Subió la vista rápido y carraspeó. —B-Buenas tardes, señor cura.

El susodicho lo veía sorprendido y hasta un poco asustado, lo cual confundió a Jorge un instante. Sin embargo, no se detuvo a pensar en eso. Estaba más concentrado en no mirarle los brazos.

—Eh, buenas tardes —dijo con cierta tensión, incluso agarró con más fuerza el cepillo con el que había estado lavando a su caballo.

Jorge miró al bonito animal e hizo un asentimiento, sin saber si seguir o no con la plática. —Bonito ejemplar. ¿Tiene nombre?

—... Se llama Kamcia.

—Vaya nombre, nunca lo he escuchado.

El cura asintió, aunque su expresión seguía siendo un tanto extraña. —Muchos han dicho lo mismo —coincidió en voz baja, y como la orilla del río estaba cerca, se agachó un segundo para tomar la camisa blanca que estaba ahí. En todo momento nunca dejó de mirarlo con cautela.

No estaba siendo bien recibido seguramente por ser un desconocido. Se pasó una mano por el pelo. —Bueno, lamento haberle interrumpido, que tenga buena tarde.

El padrecito se colocó la camisa sin abotonar, y para impresión de Jorge, le dirigió la palabra. —No hay problema... —Y con esa pausa final fue claro que quería saber su nombre.

Jorge no tendía a dar su nombre completo a otra gente. Incluso a la muchachita Maritoña no se lo dio a pesar de que le hubiera caído más que bien.

Solo que con el cura sintió algo distinto. No sabía si se estaba dejando llevar por la clarita belleza del hombre o qué le pasaba.

El charro tenía ganas de reírse y llorar en su mente por lo imbécil que se estaba sintiendo.

—Jorge Negrete, padre. Ese es mi nombre. —Esbozó una sonrisa de lado y caminó un poco hacia la orilla para extenderle la mano—. Y supongo que usted no se ha de llamar solo "cura", ¿cierto?

No sabía de donde estaba sacando esa valentía para hablarle de ese modo, pero lo aprovechó pese a que una vocecita le gritaba que mejor se fuera.

—Así es... —El azabache, con muchísima vacilación, se acercó para estrechar su mano—. Pedro Infante, señor Negrete, a su servicio.

Jorge mentiría si dijera que no sintió un vuelco en el estómago cuando se fijó por primera vez en los ojos del señor cura. Eran de un color chocolate oscuro, pero que al mismo tiempo brillaban de una manera extraordinaria detrás de sus lentes.

Ay no, estaba actuando como un chiquillo enamorado. Deseó que la tierra lo tragara.

—Es un placer.

Pedro (¡Ah que caray, ya incluso lo quería llamar por su nombre y no llevaba de conocerlo ni dos horas!) juntó sus manos enfrente de su estómago y se frotó los nudillos. —El gusto es mío, señor Negrete.

—Bien... Por ay nos vemos, señor cura. —Sonrió de lado como él solo sabía hacerlo, divertido y al mismo tiempo aliviado de que el padre ya estuviera menos incómodo.

Pedro asintió un tanto perplejo. —Que le vaya bien —dijo y le acarició a Kamcia el hocico.

Jorge se volvió a colocar el sombrero charro y le dio una última repasada con los ojos discretamente antes de darse la vuelta y marcharse rápido por donde vino. Muy a su pesar no pudo evitar pensar que de alguna manera vino buscando oro y al final se encontró con un diamante.

Un diamante tan bonito, y a la vez tan prohibido que dolía.

Él y su mala suerte para el amor, pensó con mucha amargura. Montó a Rayo de un solo salto y luego se pasó ambas manos por la cara durante unos segundos. El animal relinchó por lo bajo y Jorge se dio unas palmaditas en la mejilla para despabilarse.

No debía desconcentrarse de su objetivo principal.

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Bien.

Hoy fue un día demasiado extraño para Pedro.

Desayunó tranquilamente en su casita, hizo algunos mandados y confesó a cuatro personas. Todo iba bien hasta que a mediodía del sábado se le ocurrió sacar a Kamcia a pasear y darle un buen baño en el río. Como casi nunca iba mucha gente para allá, en cuanto llegó se sintió con la confianza de quitarse la ropa de sacerdote e incluso hasta la camisa blanca de botones que siempre se ponía abajo, dejándose en puros pantalones.

Duró cantando bien entretenido una media hora, totalmente desconectado de lo que pasaba en su entorno, cuando de repente algo tronó detrás de él y se topó con la única persona en el pueblo a la que prefería no ver ni nada: El misterioso hombre de la iglesia, que hasta donde Pedro sabía, podía ser el mismito Coyote.

El azabache se congeló y casi sintió que el corazón le dejaba de latir por el susto. ¡Hasta ya se había puesto a rezar a todos los Santos para que lo salvaran de esa cuando a los segundos se hizo evidente que el señor no quería hacerle nada!

¡Al contrario! Se puso a platicar bien quitado de la pena con él.

Resultó que se llamaba Jorge Negrete, pero ve tú a saber si se llamaba así en verdad. Sin embargo, era un nombre que nunca en su vida había escuchado pero que tenía que admitir que sonaba requetebién junto.

Y aunque bajó la guardia un poco, no se permitió confiar del todo en ese Negrete por miedo a que de repente sacara su arma y ahí mismo le pusiera una bala en la cabeza.

En cuanto el mentado señor se fue, Pedro hizo lo mismo rapidito. Tuvo la sensación paranoica de que en cualquier momento podría regresar para ahora sí acabar con él y dejar de lado las buenas impresiones.

Sin siquiera ponerse su túnica, el azabache se medio abotonó la camisa y montó a Kamcia ágilmente. Cabalgó hacia una de las tantas salidas del bosque que pocos lugareños conocían y anduvo deprisa hacia la iglesia sin preocuparse en absoluto de que alguien del pueblo lo viera sin la ropa adecuada.

La pregunta de qué quería ese hombre en aquel lugar lo estaba hostigando demasiado. Había muchos lugares en el pueblo que visitar, ¿por qué escogió ese? ¿Por qué no otro? ¿En verdad era el asesino que buscaba la comisaría o puras figuraciones suyas?

No sabía si estaba exagerando, pero en serio le estaba ocasionando una crisis nerviosa andar pensando en todo aquello. Pedro tenía pleno conocimiento de qué cosas hacía el Coyote. Le ponía los pelos de punta pensar que Negrete sí fuera ese malandrín porque eso significaba que pronto el pueblo se sumiría en caos.

Habría varias muertes, eso seguro.

Era bien sabido que a cada lugar que el Coyote iba, la tranquilidad se acababa. Nunca se sabía en dónde aparecería y había ocasiones en las que no se escuchaba de él en meses, lo cual provocaba más miedo. Un día estabas bien y al siguiente te dan plomo y te dejan con una nota firmada por él.

Quería creer que no pondría pie en la Huasteca Potosina, pero ya se había escuchado en los días anteriores que andaba merodeando cerca y por eso no podía descartar que ese señor fuera aquel bandido.

Pedro se ajustó las gafas con la frente arrugada y atrajo las riendas hacia sí mismo para frenar a Kamcia cuando llegó a la parte trasera de la parroquia. Tenía tantas cosas que pensar, que el mejor espacio para hacerlo era en aquel recinto que de una u otra manera, se había vuelto su hogar. Ahí encontraba la tranquilidad siempre.

Amarró a Kamcia con amabilidad en el patio. —Aquí estate quieto. No te vayas a mover.

El animal lo empujó un poco con el hocico y trotó en su lugar, como si bailara.

—Ya sé, ya sé. —Le frotó el pelaje en círculos—. Nomás espérame una hora en lo que organizo mi cabeza, ¿si? Que al cabo ya estás bien lavadito, mira, ¡hasta rechinas de limpio!

El caballo hizo un ruido y frotó su cabeza contra el cabello de Pedro, haciendo reír a este último por las cosquillas.

—Ay, que lindo eres —le dijo en voz cariñosa mientras le acariciaba detrás de las orejas—. Sí, sí, tas muy bonito, ¿verdad?

—¿A poco le habla así a su caballo?

A Pedro casi se le para el corazón por segunda vez en el día. Saltó de espanto y se volteó tan rápido que casi pierde el equilibrio. Por suerte se logró aferrar a Kamcia. —¡Ay Diosito santo! —Se agarró el pecho—. ¡No asustes, Maritoña!

La chica por un segundo se quedó viéndolo sorprendida y a continuación soltó una risotada. —¿Qué anda pensando, padre? La gente no brinca así por nada, eh —se burló.

Pedro sacudió la cabeza exasperado. —¿Qué quieres?

—Uy, uy. No se esponje, que nada más vine a entregarle la pintura que usté me encargó, ¿se acuerda? —Y le mostró dos latas grandes de pintura que llevaba en las manos con cierto esfuerzo.

Asintió, yendo a agarrar las latas, pero todavía molesto. —Sí, ¿cuánto va a ser?

—Pos, unos dieciocho pesos. Tuve que ir lejísimos para conseguirla.

Pedro no se sintió muy cómodo pagando tanto dinero porque apenas y la iglesia sobrevivía de las limosnas, pero no le quedó de otra. La parroquia no se iba a arreglar sola. —Ándale, sígueme para pagarte.

La llevó adentro y, como ya confiaba bastante en Toñita, se le hizo fácil mostrarle en dónde guardaba parte del dinero recolectado para la iglesia después de dejar al lado de la puerta las cubetas. Se giró para darle una bolsita con los pesos y notó que la mirada de la mujer se desviaba nerviosamente para otro lado.

—¿Qué te pasa?

—¡Nada! —dijo apresuradamente y Pedro arqueó las cejas.

—Maritoña, si se te nota la mentira en los ojos. ¿Qué te ocurre?

—No, en serio nada, padrecito.

—¿Entonces por qué tan atarantada? Ni que te hubiera hecho yo un mal.

—O sí... —susurró con las mejillas de repente coloradas y viendo por un segundo la parte del pecho que le quedaba descubierta. El azabache no logró escuchar ni captar ninguna indirecta.

—¿Qué dijiste?

—¡Nada! —repitió avergonzada—. Es que a estas horas ya empieza a hacer como que tiempo de calor y medio me mareo, pero al rato estoy bien.

—Ah... Toma. Cuenta que sea el dinero.

Maritoña asintió y se puso a contar sobre su mano todavía con el rostro algo rojo. Metió las monedas en la bolsita y asintió. —Listo, padre. Está todo. Gracias.

—Gracias a ti. —Le sonrió con su amabilidad de diario—. Deja te acompaño para afuera.

—¿Y si puede salir... así?

—¿Así cómo?

—¿Sin su túnica?

Pedro ensanchó tantito los ojos y por fin recordó que solo andaba vestido con su camisa blanca y que ni se la había abotonado bien por las prisas. De tan preocupado que estaba, no se dio cuenta. Se pasó una mano por el cabello con una risita de pena.

—Ah que cosas, se me olvidó... Pero no pasa nada, no rompo ninguna regla —aseguró y comenzó a abotonarse los últimos tres botones que le faltaban—. Aunque sí está raro verme, ¿no? Como que desentono con el lugar.

—Nomás poquito —coincidió Maritoña divertida y ambos caminaron de regreso al patio—. Y a propósito...

—¿Si?

—¿Por qué no la lleva puesta?

—Oh, es que fui a lavar mi caballo al río —le explicó mientras se arremangaba la camisa hasta los codos, ya planeando ponerse a pintar las paredes que faltaban dentro de la iglesia después de dejar a Toña afuera—. Y ya ves, con la sotana, imposible.

La mujer se le quedó viendo con sorpresa. —¿Y fue a pesar de lo que le pasó al pobre Don Laureano?

Pedro se detuvo en la entrada de la iglesia y volteó al mismo tiempo que se acomodaba las gafas. —¿Qué le pasó?

—¿No se enteró?

—Pues no, por eso dime.

—Bueno... Lo mataron, señor cura. El Coyote lo balaceó en el río —le contó en voz baja y con semblante preocupado—. Ay no, y andaba usté allá, ¿qué tal si se lo sorrajan también?

El mayor se quedó de piedra y de repente no pudo pensar más.

¿Don Laureano? ¿El señor que cada domingo venía a confesarse sin falta? ¿El que siempre lo invitaba con todo gusto a comer en su casa?

Pedro sintió como si la sangre se le bajara hasta los pies.

—¡¿Cuándo fue eso?! —soltó sin importarle que su voz se elevara más de lo necesario.

Maritoña hizo una mueca. —Anoche. ¿Se acuerda que Don Laureano tenía cerca su cosecha? Pues según dice su hijo que andaba viendo que no hubiera plagas cerca y ahí lo agarraron. El muchacho por suerte lo encontró a las horas... —Suspiró y se cruzó de brazos para acariciarse los codos—. Se me hace raro que no le hayan dicho siendo el sacerdote del pueblo. Escuché que en la noche lo iban a velar en su casa con música.

Pedro asintió algo desubicado. Sus ojos miraron perdidamente a unos niños jugando lejos de la entrada.

Don Laureano era tan bueno... No merecía morir.

—Seguramente más tarde lo mandan a llamar para que le dé la última bendición, ¿no le parece?

—Tal vez...

Los dos se sumieron en el silencio por unos segundos. Maritoña lo miró con algo de lástima al notar el enojo y tristeza palpable en su expresión.

—Mejor lo dejo para que lo asimile. A ver si nos vemos allá, padre. Cuídese.

Pedro volvió a dar un asentimiento, aunque con el entrecejo y la frente arrugada. —Ve con Dios.

La mujer le dio un apretón respetuoso en el brazo y se alejó para subirse a su burra e irse a otro rumbo. Pedro regresó al patio de la iglesia con la mente hecha un lío y se tuvo que sentar en el banco que se encontraba al lado de Kamcia para tratar de recuperarse.

¡Ya lo había visto venir!

El recuerdo de la presencia de Negrete en el río hizo que las alarmas en la mente de Pedro se volvieran a activar. Ahora era claramente obvio que ese señor estaba en el puro meollo de lo que le pasó a Don Laureano.

Pero algo no estaba cuadrando. Si Negrete lo hubiera matado ayer, ¿por qué regresó al siguiente día? ¡No tenía chiste! El Coyote era conocido por ser muy cuidadoso de no mostrar su identidad, y si alguien llegaba a tener tantita idea de quién era, rápido los despachaba.

Pedro apoyó los codos sobre sus rodillas y se tomó la cabeza entre las manos, más tenso que cuerda de guitarra.

Entonces si ese hombre fuera el asesino, ¿eso significaba que él ahora estaba en la mira? ¿Iba a ser el próximo?

El azabache palideció y se restregó la cara para intentar mantener la calma.

—Cálmate, cálmate. No te va a pasar nada. —Se cacheteó ligeramente las mejillas y respiró todo lo hondo que pudo.

En serio que tenía mala suerte casi toda su vida. Primero sus padres lo dejaban con su madrina y no los volvía a ver jamás. Luego no tuvo amigos en su infancia por ser un niño tranquilo y "feo".

Se quiso meter al seminario y todo fue cuesta abajo porque nunca logró tener amigos cercanos dentro debido a que eran más adultos que él, y las demás personas de su edad solían burlarse a sus espaldas por querer convertirse en sacerdote. Para colmó su madrina murió meses después de volverse cura y por eso decidió que era mejor mudarse del pueblo porque ya no soportaba estar tan solo y prefería mil veces empecer de nuevo.

Lo mejor es que ahora podría estar en riesgo de muerte. ¡Perfecto! ¡Simplemente lo que le faltaba!

Su puño chocó contra su frente con dureza y contuvo las ganas de gritar una majadería.

Y por si no fuera poco para su creciente estrés, a las horas se hizo realidad la suposición de Maritoña. La esposa de Don Laureano le pidió por medio de un recado el favor de venir a su casa para el velorio que harían, diciéndole que su marido hubiera querido una última bendición para llegar con tranquilidad al cielo.

Pedro no se podía negar aunque quisiera, tenía un deber. Era su trabajo y también se sentía en deuda con ese noble señor que en cada oportunidad se comportó amable con él. Así que a las seis de la tarde se puso su hábito negro y trajo consigo una pequeña biblia y un rosario.

A las siete y dieciséis de la tarde-noche, Pedro ya estaba afuera de la pequeña casa con un semblante tenso mientras escuchaba a la banda de músicos sonar a lo largo de la calle. Pasó saliva y miró a la gente que salía y entraba del lugarcito con caras de lástima; otros tantos se reunieron en el patio a platicar y tomar algo de bebida que la familia les dio.

Pedro suspiró y se puso recto. No le iba a suceder nada. Ni que lo fueran a agarrar en curva, ¿verdad?

¿Verdad?

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No saben cuánto amé hacer la escena del río. Les juro que el otro día estaba tan metida en lo que escribiría que soñé con Pedro, lo triste fue cuando desperté 😭. Sin embargo, me dieron ganas de dibujarlo y se me pasó ✨

Todavía no lo acabo, le faltan muchísimas sombras pero ahí va. Adjunto imagen del dibujo:


En fin, ¿espero que les haya gustado el capítulo?

¡En el siguiente pienso hacer que Maritoña haga que los novi...! ¿Queeé? Digo, que haga que los futuros amigos se metan en una situación incómoda jajaja 😈

Cuídense :)

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