Capítulo 1

Todas las traducciones, explicaciones, anuncios y encuestas se encuentran al final del capítulo.

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Primer encuentro
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Jorge agarró con fuerza las correas de su caballo para hacer que trotara despacio y observó los alrededores con calma. Ningún detalle pasó desapercibido para esos ojos oscuros llenos de traviesa alegría.

Mientras cruzaba una calle ligeramente transitada, notó que varias personas se le quedaban viendo con curiosidad y él, acostumbrado a ese tipo de atención, continuó su camino con la espalda recta y la mirada al frente. No le preocupaba que se dieran cuenta de su presencia, pues comprendió que era algo interesante para esa gente la visita de un obvio desconocido al pueblo.

Se paró al lado de un hombre que cargaba varias maderas sobre su hombro para llamarlo. —Disculpe.

Lo observó con un poco de cautela. —¿Si, señor?

—¿Sabe de algún lugar donde pueda hospedarme unos días?

Él vaciló unos segundos. —... Ta' una posada cerca del centro del pueblo. ¿Sabe pa' dónde es?

—No.

—Oh, pos mire, se va ir por esta cuadra y da vuelta en la siguiente. Luego le sigue por toda esa hasta que tope con la cantina "El Cantón" y se voltea a la derecha. En unos minutillos llega.

—Gracias —dijo sonriendo y se acomodó el sombrero para que el sol no le diera en la cara.

—No hay cuidado.

Volvió a echar galope y acató las direcciones tal y como se las dijo aquel hombre. Cuando pasó al lado de la cantina, le echó un vistazo de reojo y se aseguró de recordar dónde estaba para regresar más tarde por una botella de mezcal. Transcurrieron otros quince minutos a paso tranquilo y por fin llegó al lugar.

Había un aproximado de cuarenta personas dispersas por todo el centro del pueblo. Unos estaban sentados platicando, otros caminando, algunos disfrutando de un helado, y demás. Bajó de su caballo con práctica de años y caminó derecho con su caballo siguiéndole el paso sin chistar, mientras al mismo tiempo escuchaba la bonita canción que tocaba un grupo de músicos.

Un par de chiquillos se hicieron a un lado rápidamente de solo verlo y pudo escuchar claramente como algunos exclamaban sonidos de maravilla. Jorge no supo identificar si fue por su caballo o por él mismo, pero de todos modos les dedicó una sonrisa cerrada al pasar.

Escaneó con sus ojos la zona y vio a unos metros a una mujer bien parecida, aunque con aspecto de ser muy dicharachera a juzgar por la multitud de muchachillas que estaban rodeándola para comprarle sabe qué cosas.

Jorge creyó que ella era la persona más adecuada para preguntarle sobre la ubicación exacta de la posada, ya que parecía la típica pueblerina que se sabía toditito chisme de cada rincón.

—Perdonen, voy a pasar —les avisó a las chicas que se agrupaban y de inmediato voltearon a verlo con una expresión molesta que se volvió sorprendida y luego interesada con la misma velocidad.

—¿Se le ofrece algo, señor? —preguntó una, acercándose demasiado para su gusto.

Le envío una sonrisa. —Lamentablemente con usted no, señorita.

—¿Mejor quiere que le ayude yo en algo? —Tomó el relevo otra mujer mientras pestañeaba coquetamente y Jorge tuvo que evitar la exasperación que amenazaba con salir de él.

—No, señorita, pero muchas gracias —dijo, sin dejar caer su expresión cordial—. Con quien necesito hablar exclusivamente es con ella. —Apuntó a la vendedora.

—Oh...

—¿Podrían darnos un minuto, bellas damas?

Las muchachas hicieron un par de ruidos como de descontento, pero se apartaron unos metros. Jorge se volvió hacia la mujer que llevaba una caja de madera colgada con una cuerda en el cuello y revisó su mercancía por encima; eran libritos, lociones, dulces y muchas más cosas sin relevancia.

—Dígame, ¿para qué soy buena?

—Quería saber si me puede dar direcciones para encontrar la posada más cercana.

—¡Ah, sí, sin problema! No está usted muy lejos de ahí, eh. —Le sonrió con amplitud y señaló hacia la izquierda—. ¿Ve ese edificio?

—Sí, señorita.

—Pues justo ahí es.

Jorge observó la edificación sin encontrar ningún letrero que hiciera referencia a que fuera una posada, pero sabía muy bien cuando alguien le mentía, y la muchacha no lo estaba haciendo. Asintió.

—Gracias.

—Con mucho gusto. Y oiga...

La miró para que prosiguiera.

—¿No es de este pueblo, verdá?

—No, no lo soy.

—Ah, ya se me hacía, es que nunca lo había visto por estos rumbos y eso que conozco a todos. ¿Verdad que sí, Nena?

Jorge alzó una ceja, algo divertido cuando la "Nena" rebuznó como si fuera confirmación.

—Hm, tiene una burra bastante inteligente —comentó, con un tono de voz más suave. Ya le comenzaba a caer bastante bien la muchacha por no ser igual de empalagosa que las otras que estaban todavía mirándolo como buitres.

—Sí, a veces demasiado para su propio bien —le acarició cariñosamente la cabeza a su burra y después regresó su atención a él—. Y a propósito, ¿cómo se llama?

—Jorge. —Prefirió no decir su apellido por si acaso—. ¿Y usted?

—Maritoña, a su servicio —le dijo y le tendió la mano como para estrecharla, pero Jorge, ya habituado a las costumbres que su padrino Radilla y Chaflán le habían enseñado, tomó su mano y le dio un beso en el dorso.

La vio sonrojarse y una minúscula sonrisa apareció en el rostro de Jorge, sin embargo no le dio tanta importancia al pequeño hecho puesto que la chamaca no le gustaba ni nada. Ya estaba incluso pensando que se convertiría solo en una buena amiga, porque eso es lo que siempre pasaba con las mujeres que conocía, ninguna le llegaba a gustar para novia y una de dos, o se hacían amigas suyas, o lo terminaban odiando.

La última sucediendo con más regularidad que la otra, por cierto...

Pero presentía que Maritoña no era ese tipo de mujer.

—Es un placer. Ojalá nos volvamos a ver, Maritoña.

—Sí, igual...

Se dio la vuelta y caminó hacia el edificio que la chica le había señalado. Dejó su caballo amarrado afuera con un experto nudo y entró con su maleta para hablar con el hombre encargado de la administración de los cuartos. Al final, terminó tomando las llaves de la habitación más barata que hubiera porque no esperaba quedarse más de dos semanas en lo que terminaba de cazar al imbécil ese.

Antes de subir a su cuarto le advirtió al señor que cuidara bien de su caballo si no quería problemas y, para su diversión, el empleado no tuvo de otra más que asentir y comenzar a temblar detrás del mostrador. Jorge no sabía por qué tenía tanto miedo, ni que él mordiera.

¿O sí?

Dejando de lado el pensamiento con una risita, lo primero que se puso a hacer fue cambiar el lugar de la cama para que en dado caso de que alguien entrara e intentara dispararle, él pudiera reaccionar más rápido.

A continuación dejó su ropa colgada en el armario y revisó que sus otras tres armas de repuesto estuvieran aún en buenas condiciones junto a la munición extra. Abrió las cortinas lo suficiente para que entraran unos rayos de luz y entró al baño a verificar que no hubiera otra ventana por la cual acceder.

Una vez que estuvo seguro de que todo estaba bien y tal cual como lo quería, se sentó al borde de la cama y se quitó las botas. Esa expresión agotada que siempre ocultaba al mundo para no verse débil apareció en sus rasgos y se quedó ahí, extrañando la presencia de Chaflán e incluso la de Mala Suerte.

Esta vez no habían podido acompañarlo en la búsqueda de uno de los asesinos de sus padres por algunos disturbios dentro de la cantina de su padrino Radilla. Y aunque quisiera no achicopalarse por eso, se sentía un poco perdido sin la compañía de ellos dos a pesar de que muy fácilmente Jorge se podía hacer cargo del trabajo solo.

Su ceño se frunció al recordar otra vez el apodo del hombre a quien buscaba, "El Coyote". Según le dijo Mala Suerte, fue un muchacho que en ese tiempo era un poco mayor que Jorge y que se prestó sin dudarlo por unos miserables pesos a vigilar que no viniera gente mientras los otros mataban a sus padres. Y que luego se volvió un adulto astuto que fusilaba a cualquier persona que le disgustara en la más mínima cosa.

Levantó la cabeza y observó su reflejo en el espejo con la mirada apagada. Sin embargo, a pesar de lo que se decía de aquel sujeto, no le tenía pavor. Después de todo, él era llamado "El Ametralladora" por una razón.

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Se pasó su pañuelo rojo por la frente para quitarse el sudor y se detuvo a ver su trabajo con satisfacción. Había pintado un buen tramo de la iglesia con ayuda de Cuco y ahora se merecía un buen descansito.

A punto de dejar la brocha sobre la cubeta, Pedro hizo una mueca al escuchar a su amigo cantando junto a los músicos del pueblo. Desafinaba tanto que los pájaros de los árboles más cercanos se iban volando para no escucharlo y las personas del pueblo lo miraban con caras igual de molestas.

No quería ser malo, pero sentía que los oídos le sangraban cada vez que cantaba.

Se bajó la túnica de sacerdote y se sacudió el polvo. —Ya deja de andar jugando al cantante, Cuco —le dijo mientras bajaba las escaleras de madera con mucho cuidado.

—Ay, padre, ¿uno no puede cantar a gusto? —Lo miró con ojitos de perro mientras dejaba de pintar.

—Sí, pero si talento no hay, mejor a puerta cerrada. —Le palmeó el hombro.

—Chale, dolía menos que me aventara la cubeta como el otro día... —comentó agachando la cabeza y Pedro se sintió un poco mal por haberle dicho eso.

Antes de que pudiera disculparse, una risa detrás de ellos resonó. —¡Muy buena esa, señor cura! ¿Ya ves, Cuco? Hágale caso que por algo es muy sabio.

—No empiece Maritoña. —Frunció el ceño molesto y se cruzó de brazos, manchándose en el proceso parte de su overol con la pintura blanca.

—Pero acéptalo tantito, no cantas bien.

—¡Óigame!

Pedro se tomó las manos como siempre hacía y sacudió la cabeza. —No, no, no. Por favor no empiecen a pelear de nuevo.

—¡Pero es que...!

—Es que nada. Mejor vete a bañar, Cuco, que andas trabajando desde muy temprano.

—Pero ya me bañé ayer.

El azabache se ajustó las gafas y lo miró por detrás de ellas con la mayor tranquilidad que podía. A veces lo llegaban a sacar de quicio esta gente. —Hijo... Nomás vete a tu casa.

—Bueno. —Se encogió de hombros y dejó la brocha torpemente en la cubeta—. Ay nos vimos.

—Mañana temprano —le recordó el cura y Cuco asintió.

—Sí, sí...

—No llegue tarde como siempre. —Maritoña arqueó las cejas con burla.

—¡Otra vez no me ande levantando falsos! Si yo soy bien cumplido, ¿verdá, señor cura?

—...

Maritoña empezó a reírse hasta que por poco se desinfla. —¡¿Ya vio?! No hay peor contestación que esa. —Posó las manos en su cadera con burla.

Cuco refunfuñó entre dientes y se dio la vuelta con una manotazo en el aire. —Ya mejor me voy, aquí no más critique y critique. —Y se fue a paso enojado por el costado de la iglesia, tropezando sin querer con un hombre que iba en bicicleta y con una charola en la cabeza repleta de bolillo, conchas y cuernitos.

Pedro cerró los ojos e hizo una mueca cuando escuchó el golpazo que se metió el señor de la bici. Literalmente cayó como una bolsa de papás.

—¡Pedazo de inútil! —chilló el panadero en el piso y Cuco se puso de pie avergonzado mientras se sacudía tristemente el polvo de la ropa—. ¡Mis panes! ¡Ve cómo los dejaste! ¡¿QUÉ VOY A VENDER?!

Pedro se frotó el puente de la nariz y caminó hacia allí con Maritoña riéndose atrás discretamente. A veces no entendía como Cuco estaba todavía en ese plano de existencia con lo bruto que era. Un día se podía tirar de un barranco sin querer y al siguiente se estaría peleando con el sujeto más peligroso del barrio.

En fin, cosas inexplicables.

Se agachó y sin demasiado esfuerzo levantó de golpe al vendedor con una mano y con la otra a la bicicleta, sin fijarse que tanto Maritoña como Cuco lo miraron boquiabiertos.

El señor se descolocó un segundo por el repentino cambio de posición en el que se encontraba. —Ah, eh... Gracias, señor cura.

—No hay porque —le dijo y de nuevo se puso en cuclillas para acomodar los panes en la charola—. Cuco, no se quede ahí y ayúdame por el amor de Dios.

—¡S-Sí, sí! —Se arrodilló y continuó viéndolo con la misma incredulidad, lo que desconcertó a Pedro. Tardaron alrededor de un minuto y medio juntando la mercancía y luego él mismo se encargó de negociar con el vendedor para al final llegar al acuerdo de que Cuco le pagaría lo perdido y le ayudaría dos días enteros en la panadería.

Cuando el Don se fue, Pedro se giró para encararlos. —Bueno, ¿y qué mosca les picó o por qué tan sorprendidos?

—Pos...

—Es que...

Se observaron mutuamente.

—¿Y bien?

Maritoña se rascó la mejilla. —No sabíamos qué fuerte era usted.

—Ajá, y con lo desnutrido que se ve con ese vesti... ¡Ay! —El castaño se comenzó a sobar la cabeza luego del tremendo golpe que le metió la mujer.

—¡Maritoña! No le esté pegando que me lo deja más tarugo —la reprendió Pedro con la boca fruncida y tocó turno de apuntar a Cuco—. Y usted sepa bien que mi ropa no es ningún vestido, se le llama SO-TA-NA.

—Ay, pero no se enoje...

—Pues sí me enojo —masculló y se acomodó las gafas. Antes de poder añadir algo más, las campanadas de la iglesia sonaron por toda la zona. Pedro miró la parroquia y después a ambos—... Ya tengo que dar misa. Si los vuelvo a ver a los dos molestándose, creando problemas u otra quejita que me llegue, miren. —Señaló el cielo—, que Dios los agarre confesados.

Cuco palideció y Maritoña soltó una risa que se apagó tan pronto cuando Pedro la miró.

—Ta' bien padre.

—Órale pues, adiós. —Y comenzó a andar hacia las puertas de la iglesia sin mayor intromisión. Ay que caray con esos dos, pensó exasperado, ¡cada vez se comportaban más como niños!

Y qué ocurrencias, ¿fuerte él? ¡Hm! Si por eso mejor se metió en el seminario en vez del campo.

Entró a la iglesia por la parte trasera y se fue a cambiar rápido la sotana que llevaba puesta por una limpia. Fue hacia el pequeño lavabo que tenía y se lavó las manos y la cara. Después se peinó un poco el cabello con los dedos y se colocó sus lentes de montura dorada.

Mirando su reflejo, intentó esbozar una sonrisa, pero salió más como una mueca por lo cansado que se estaba sintiendo. Además, no es como si le gustara demasiado verse en los espejos, desde chiquito salía horrendo...

Sacudió la cabeza para despabilar los tontos pensamientos que querían hacerle pasar un mal rato y se encaminó afuera de la habitación, donde lo esperaba Roberto, el monaguillo de trece años sonriente y ocurrente.

—¡Buenos días, señor cura!

—Buen día, Roberto. ¿Cómo estuvo la escuela ayer?

—Muy bien, señor. Apenas tamos viendo las mutilaciones.

Parpadeó. —Quieres decir las multiplicaciones, ¿no, hijo?

—Ahhh, sí, esas meritas.

Pedro rió en voz baja y le dió unas palmaditas en la cabeza cuando llegaron a la puerta que los conduciría al presbiterio, o sea, donde él se paraba a difundir la palabra de Dios. Sonó la tercera campanada y el coro del templo (formado únicamente por niños) empezó a entonar una de las tantas melodías católicas.

El azabache y el niño esperaron unos segundos fuera de la vista para entrar, y una vez que lo hicieron el murmullo de los creyentes se desvaneció a medida que Pedro se paró delante de todos. El incienso le picó la nariz y con discreción se tuvo que rascar.

—Bienvenidos a la misa de mediodía, hermanos y hermanas. Espero que todos estén muy bien de salud —les dirigió una sonrisa que arrugó las orillas de sus ojos—. Para celebrar con dignidad esta sagrada eucaristía, reconozcamos nuestros pecados en un minuto de silencio...

La mayoría bajó la cabeza y Pedro también estaba a punto de, pero algo captó su atención. Casi en el fondo de la parroquia se hallaba sentado un hombre que nunca había visto por esos rumbos. ¡Y qué presencia tenía! A pesar de que se veía muy tranquilo allá atrás, fue obvio que podía imponer respeto si lo quisiera.

Tenía el cabello color marrón oscuro que le enmarcaba su cara delgada pero al mismo tiempo de mucho porte. Y el cura mentiría si dijera que no sentía tantito de envidia por el bigote que llevaba el hombre. Toda su vida quiso dejarse crecer el bigote, pero por entrar al seminario no se pudo y ahora le daba un chorro de pena intentar un cambio de apariencia.

De repente, Pedro reaccionó de sopetón y sintió su cara enrojecer cuando se dio cuenta de que se quedó como tonto viéndolo durante varios segundos y que el caballero no hizo más que arquear una ceja y regalarle una sonrisa pequeña en forma de saludo.

Ay Dios, qué vergüenza. ¿Por qué hizo eso?

Apartó la mirada rápidamente y se aclaró la garganta para continuar con la misa. A medida que los minutos transcurrían, Pedro fue olvidando lo sucedido y se fue sintiendo más cómodo mientras hablaba. Pero literalmente toda la tranquilidad se fue, y se fue muy lejos, una vez que tocó la parte de la comulgación.

Las señoras y muchachas se formaron primero en la fila, luego llegaron los hombres y al último, para mala suerte de Pedro, se formó el mentado señor desconocido. El azabache no comprendía porque se le encogía el estómago así. No había hecho nada malo o fuera de este mundo, o sea, simplemente lo miró, ¿no?

A medida que la fila se fue disipando, el cura se dio cuenta de que no pasaba nada en absoluto, que era puritita imaginación la suya. ¡Ni que el Don lo fuera a matar por eso!

Con valor renovado, mantuvo su espalda recta. En el momento en que el hombre se paró enfrente de él y Pedro le iba a dar la hostia, algo en la mirada del otro lo detuvo por una fracción de segundo.

El desconocido lo estaba viendo con demasiada intensidad.

—... El cuerpo de Cristo. —Levantó la hostia a la altura de la boca del señor.

—Amén —dijo en voz baja y aceptó el sacramento. Antes de que se fuera, le dirigió un asentimiento y, por un instante, juró haber visto una mini sonrisa en su boca.

Pedro regresó el pequeño gesto por cortesía, aunque confundido por lo anterior. Frunció el ceño y negó con la cabeza levemente mientras se daba vuelta y regresaba con Roberto al presbiterio.

¿Por qué lo miró con tanta fijeza? ¿Tenía algo en la cara?

Decidió que era mejor patear el pensamiento tan lejos de su mente como pudiera, si por él fuera, hasta bien a la loma. Total, nada más estaba exagerando las cosas, como de costumbre.

Terminó la misa con un par de palabras sobre la importancia de ser buenos y respetuosos, y salió de ahí con su monaguillo por la puerta donde habían hecho su aparición. Ya en otra habitación, Pedro acomodó los objetos litúrgicos en sus respectivos lugares y esperó a que Roberto se quitara la sotana roja y el roquete, que era la vestimenta blanca que se ponía encima, para que la guardara dentro del armario.

—¿Quiere que le eche una mano en algo, padre?

—No, Roberto. Puedes irte a comer. —Le sonrió.

—Está bien... —dijo, pero no se fue corriendo.

Era tan claro como el agua que el adolescente estaba deseoso de contarle algo. Pedro le palmeó el hombro suavemente y el chamaco subió la mirada.

—¿Te pasa algo?

—A mí nada, señor cura. Es que... tengo una duda chiquita.

—Ah, pues si me la quieres decir, trataré de responder con mucho gusto.

—Bueno, ¿usté conoce al señor ese?

Pedro arrugó la frente y empezó a suponer de quién hablaba. —¿Al señor?

—Sí, ese que traía ropa como de charro.

—Ah, ese hombre.... No, no lo conozco. ¿Por?

—Porque tenía los ojos bien pegados a usté.

La inquietud se sembró en su estómago. —¿A poco sí? —Tal vez no estaba alucinando como pensó al principio.

—¡Se lo juro por esta! —Hizo una cruz con sus dedos y le dio un besito apresurado—. Y no sé, cómo que me preocupé.

—¿Por qué te preocupaste, hijo? Si no pasó nada.

—¿No escuchó en el pueblo, señor cura? —preguntó con apresuro y miró hacia la puerta, como si esperara que alguien entrara de golpe—. Hasta oí a escondidas a mi apá hablar de eso con mi tío.

Pedro sintió que se le erizaba el cuello y se frotó los nudillos de la mano derecha con nervios, sin darse cuenta. —¿Qué están diciendo?

Hubo un segundo de silencio.

—Pos... que el Coyote ha estado trabajando cerca del pueblo. ¿Y no se le hace medio raro que de pronto veamos a un Don que no es de aquí?

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Buenas a todos jaja. Ya desde hace meses quería hacer una historia con estos dos hombres tan buenos y maravillosos, espero que les agrade esto como yo también lo hago escribiéndolo.

Como pudieron ver, convine un poco la película de "¡Ay Jalisco, no te rajes!" con la de "Los tres Huastecos". Aunque cabe aclarar que esta historia no va a ser 100% apegada a las películas por ciertas libertades creativas que me tomaré y conveniencia del guión :)

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