Capítulo 8

 Aquella mañana, las horas discurrían con aburrimiento en la urgencia del hospital… Muchos tobillos torcidos y alguna que otra crisis hipertensiva.

Irene ya había repartido unas cuantas nitroglicerinas sublinguales para bajarle la tensión a unos pocos ancianitos con insuficiencia cardíaca descompensada.

Las enfermeras charlaban sobre el fin de semana y los médicos adjuntos revisaban analíticas.

Entonces sonó la alarma y se encendió una luz azul intermitente.

Una parada cardiorrespiratoria acababa de entrar por la puerta.

Todos acudieron en masa hacia la camilla que se precipitaba por el pasillo hacia el box de reanimación.

Uno de los médicos se encargó de pegar los electrodos del desfibrilador en el ápex y en el esternón del paciente.

– Se recomienda realizar descarga – dijo el aparato.

– ¡No le toquéis! ¡Todos alejados! – gritó el médico antes de pulsar el botón.

El paciente se sacudió en la camilla. Después un enfermero se apresuró a realizar el masaje cardíaco durante el minuto de asistolia que siguió a la descarga.

Todos respiraron aliviados cuando el ritmo cardíaco regresó a la normalidad. El paciente al fin tenía un ritmo sinusal seguro y estable. Sus ventrículos ya no fibrilaban.

Pero la alarma azul volvió a sonar. Una y otra vez.

Nadie pareció darse cuenta.

Sólo Irene miraba a ambos lados desorientada.

Sonó de nuevo.

Entonces Irene se despertó y saltó de la cama. Su respiración estaba agitada y su corazón parecía estar a punto de salirse por su garganta. Sudaba frío.

No tardó en darse cuenta de que lo que en realidad sonaba era el portero automático. Alguien debía de estar tocando el timbre desde el portal.

La escritora caminó hacia la puerta de su apartamento y descolgó el aparato.

– Sí.

– ¿Irene Leblanc? Le traigo una carta certificada – fingió Álvaro agravando su voz.

Ella, que aún estaba demasiado dormida como para recordar que los domingos no hay correo, le dijo:

– Pase.

Y pulsó el botón que abría la puerta.

A los tres minutos el supuesto cartero llamó al timbre de la puerta principal.

Irene se cubrió con una bata polar, para no enseñarle al señor de turno su pijama de perritos rosas.

Al abrir la puerta se llevó una gran y terrible sorpresa.

– Buenos días, ¿aún en la cama? – Álvaro Ferreras se adentró en el apartamento sin darle tiempo a Irene para reaccionar.

Irene se vio invadida de un momento a otro. ¿Cómo demonios había logrado Álvaro Ferreras colarse en su apartamento?

– ¡Sal ahora mismo de mi casa! – gritó ella fuera de sí.

Álvaro la miró con una pícara sonrisa:

– He firmado un contrato en el cual me comprometo a ayudarte a escribir.

– Te comprometes a ayudarme sólo cuando yo te lo pida y no te lo he pedido, doctor Ferreras. Así que largo de aquí – contraatacó ella.

Álvaro no hizo ningún caso de las palabras de la escritora. Por el contrario, caminó hacia la mesa del comedor y depositó los dos libros que había traído y su propio ordenador portátil.

– Si no has desayunado, hazlo… Ya sabemos lo que ocurre cuando estás sin comer… Además necesitas fuerzas, nos espera un día de mucho trabajo.

Irene, boquiabierta y muy indignada avanzó hacia él, quien ya se había sentado en una de las sillas.

Le agarró de una de las mangas de su camisa y tiró de él para levantarle.

– Te vas ahora mismo – decía ella mientras hacía fuerza inútilmente.

– ¿Vas a desayunar o no? – preguntó Álvaro con tranquilidad –. Además hueles a sudor… Una ducha no te vendría mal.

Irene emitió un gruñido de impotencia mientras caminaba hacia la ducha.

– ¡Vete a la mierda! – gritó antes de cerrar el baño con un estrepitoso portazo.

Álvaro sabía que se había arriesgado mucho, sin embargo, estaba insultantemente feliz.

Había sido divertido ver a Irene ojerosa y con el pelo alborotado. Lo mejor habían sido los perritos de su pantalón de pijama.

A Álvaro se le ocurrió que, mientras ella se aseaba, él podría aprovechar para echarle un vistazo al dormitorio de la escritora.

Sabía que estaba mal, pero no podía resistirlo. Era como si a un fan de Michael Jackson le ofrecían la oportunidad de conocer la casa del cantante.

Álvaro avanzó sigiloso por el pasillo, se tranquilizó al escuchar el agua de la ducha. Irene, con suerte, aún tardaría unos minutos en salir del baño.

Al entrar en la habitación, el egiptólogo arrugó la nariz. Olía a tigre… O a tigresa. En un acto impulsivo, levantó la persiana y abrió la ventana.

La luz del día reveló una cama desecha y una estantería repleta de libros gruesos y de ficheros cargados de, supuso Álvaro, apuntes de la carrera.

Álvaro decidió pasar por alto el armario abierto lleno de cúmulos de ropa arrugada. Aquello desmentía el mito de que las mujeres son extremadamente ordenadas.

En comparación, Álvaro era mucho más maniático del orden de lo que parecía serlo la escritora.

El egiptólogo fijó su vista sobre un enorme libro que destacaba entre todos los demás: el Harrison de medicina interna.

Por lo que había oído, aquel libro era una constante en la casa de todo médico. Era el libro que los recién licenciados en medicina utilizaban para prepararse el temido examen MIR.

Álvaro lo sujetó con ambos brazos y se sentó en la cama para poder apoyarlo sobre sus piernas. Era increíblemente pesado.

Al abrirlo, comprobó con gusto que Irene lo tenía lleno de pequeñas notas escritas a lápiz, y que varios párrafos del texto estaban subrayados hasta tres veces. Encontró incluso un folio doblado dentro del libro que describía un algoritmo de diagnóstico de cardiopatía isquémica.

Sin duda tuvo que haber estudiado mucho.

Un grito de sorpresa le hizo levantar la cabeza del libro. Irene había entrado desnuda a su habitación pensando que estaba sola.

Y ahora se escondía detrás de la puerta.

– No hace falta que te diga que salgas, ¿verdad? – siseó ella.

Álvaro se había quedado paralizado. Irene no se había dado cuenta de que por el reflejo del espejo de su armario, él podía ver la forma de ambos senos y la curva de su cintura.

El egiptólogo tragó saliva.

– ¡Ferreras! ¡Sal de aquí! – gritó ella llegando al límite de su paciencia.

Álvaro reaccionó y abandonó la habitación rápidamente.

Irene estuvo tentada de llamar a Jesús para que viniera a echar a su hermano de su casa… Pero cuando vio el Harrison abierto se dio cuenta de que Álvaro no había entrado para verla desnuda a ella… Si no para curiosear entre sus cosas.

– Qué hombre tan extraño… – murmuró la escritora mientras leía la página en la Ferreras había abierto el libro –. Como si las hemorragias digestivas fueran tan interesantes…

Mientras se ponía la ropa interior, Irene dejó escapar una pequeña sonrisa… Nadie antes había mostrado tanta curiosidad por ella. Ni siquiera su editor, que era la persona con la que más tiempo pasaba después de su madre.

Álvaro aguardaba nervioso en el salón. Era consciente del tremendo error que había cometido al entrar en el cuarto de Irene. Ahora ella estaría furiosa y Álvaro tendría suerte si no le expulsaba a patadas del apartamento.

La imagen del cuerpo desnudo de la escritora se coló en su mente de nuevo. Parecía tan delicada…

El egiptólogo se sobresaltó al escuchar el sonido de una puerta que se abría con brusquedad.

Respiró profundamente, dispuesto a asumir las consecuencias.

No obstante, Irene pasó de largo y se dirigió a la cocina, sin prestarle atención en ningún momento.

Al rato, regresó con dos tazas y una cafetera.

– ¿Te apetece? – preguntó ella con un tono conciliador.

Álvaro enarcó una ceja y la observó detenidamente. ¿Por qué no le gritaba?

¿Por qué él seguía allí, mirándola? ¿Por qué no le había denunciado ya por acosador?

– ¿Te apetece o no? – repitió ella.

– Sí, sí… – balbuceó él. Advirtió la forma del sujetador tras su camiseta blanca. Tragó saliva de nuevo.

Álvaro trató de reconducirse, no quería parecer un adolescente abochornado delante de ella. Carraspeó para aclararse la garganta y dijo:

– ¿Cuántas páginas llevas escritas ya?

Irene depositó la cafetera en el otro lado de la mesa, lejos de los ordenadores. No sabía cómo confesar que aún no tenía ni una mísera idea.

Así que no dijo nada. Se limitó a sentarse junto al egiptólogo y a hojear uno de los libros que él había traído.

– No has escrito nada – afirmó él tras interpretar el misterioso silencio de la escritora.

– ¿Vienes a regañarme o a ayudarme? – preguntó ella desafiante –. Yo ya conozco mis propios problemas.

Álvaro sabía que no iba por buen camino. Decidió salirse por la tangente.

– ¿Sabes? Cleopatra tuvo cuatro hijos: tres niños y una niña… La niña fue la única a la que no asesinaron.

Irene desvió su atención del libro al egiptólogo. Le observó de reojo, pero él captó el gesto. Sonrió al ver que había captado su atención.

– Continúa – dijo ella.

– Con Julio César tuvo un hijo… Lo llamaron César. Pero lo mataron por considerarlo una amenaza. Ten en cuenta que no dejaba de ser hijo de un emperador, y un posible heredero.

Irene cerró el libro y miró fijamente a Álvaro, atenta a sus palabras.

– ¿Y Cleopatra?¿No pudo impedirlo?

– No veo cómo, ya estaba muerta.

La escritora entornó los ojos en una mueca de tristeza.

– ¿Y qué ocurrió con la niña? ¿Cómo se llamaba?

Álvaro, cada vez más contento al ver que Irene había entrado en su juego, le dio un sorbo a su taza de café.

– Te lo contaré si me dejas ver algo de lo que hayas escrito últimamente.

Irene volvió a abrir el libro que tenía entre manos. No estaba dispuesta a compartir su trabajo con Ferreras.

Pero Álvaro, en lugar de esperar la respuesta, agarró su brazo hasta el portátil de la escritora y lo encendió.

– ¿Pero qué demonios haces? ¡Dame eso! – gritó ella con una nota de alarma en su voz.

Álvaro lo sostuvo en el aire y dijo:

– Aléjate o lo dejo caer.

Irene apretó los dientes y volvió a sentarse en la silla. Afortunadamente todo lo que había escrito estaba en la papelera de reciclaje, así que Álvaro tendría que rebuscar mucho para encontrarlo.

O eso creía ella.

Porque lo primero que hizo el egiptólogo fue abrir dicha papelera y rescatar el archivo de Tordaraine, el mismo que había enviado a Jesús el día anterior.

Álvaro lo leyó detenidamente. Y, a medida que él avanzaba, Irene comenzaba a enrojecer de vergüenza.

Odiaba mostrar su trabajo a desconocidos… E incluso a amigos.

Sólo Jesús tenía derecho a leer lo que ella escribía.

– No entiendo por qué lo has borrado… Te había quedado bastante bien – dijo entonces Álvaro.

Irene se sobresaltó al oír aquellas palabras. No era lo mismo que Jesús había opinado al respecto.

– No tenía ningún futuro – dijo ella con poca convicción –. No merecía la pena malgastar el tiempo con eso.

– ¿Sólo porque te lo ha dicho mi hermano? – preguntó  él.

A ella le pareció apreciar una nota de enfado en la voz del doctor Ferreras. Y, además, ¿cómo sabía Álvaro lo que había hablado ella con su editor?

– ¿Te lo ha contado él? – dijo ella.

– No, lo leí en su correo electrónico… Siempre se lo deja abierto en mi ordenador…

Irene quiso desviar aquella conversación incómoda hacia otros derroteros.

– Ya lo has leído, ahora dime qué pasó con la hija de Cleopatra.

Álvaro se rió. Se trataba de una mujer impaciente.

– La casaron con un rey africano… Se llamaba Cleopatra Selene. Fue lo único que quedó de la gran faraona egipcia.

– Suena interesante – admitió Irene –. Tal vez pueda escribir un libro basándome en todo aquello…

– Puedes y lo harás – dijo él –. Sólo necesitas ideas.

Irene sonrió escéptica. Su mirada se fijó en uno de los cuadros que adornaban su reducido salón.

– Ideas… Cómo si fuera tan fácil – musitó con voz queda.

Álvaro se quedó pensativo unos instantes. Observó la casa de Irene con atención. Era oscura, estaba llena de libros y de mantas… No le costó adivinar que la escritora pasaba más tiempo del recomendable encerrada entre aquellas cuatro paredes.

– Cuando no escribes… ¿Qué haces?¿Sales?¿Vas al gimnasio?

Irene sacudió la cabeza. ¿A qué venía aquello ahora?

– No lo sé… Supongo que depende del día… – ella repasó mentalmente sus actividades diarias, hasta darse cuenta, con horror, de que llevaba ya unos meses cómodamente afincada en su sofá.

– ¿No haces nada? – terminó por decir el egiptólogo.

– ¿Y qué más te da? Es mi vida y hago lo que quiero con ella. Mi deber es escribir y mientras lo haga nadie tiene derecho a decirme lo que tengo que hacer. ¿Queda claro?

A lo que Álvaro respondió:

– Ahí está la cuestión: no tienes ideas porque no sales de tu casa. No haces nada, no ves a la gente. ¿De qué vas a escribir si te estás perdiendo la vida? Eso tiene que cambiar, Irene. Hoy mismo vamos a salir – dijo Álvaro, quien estaba disfrutando, de una manera muy extraña, de tomar las riendas del asunto.

Irene rápidamente cayó en la cuenta de que sería muy difícil limitar la relación con Álvaro Ferreras al plano profesional.

Él estaba decidido a ponérselo difícil.

Lo que ella no entendía era el porqué.

                              ***

Álvaro se quedó a comer en casa de la escritora. Mientras dos pizzas precocinadas se terminaban de cocinar en el horno, el egiptólogo le estuvo explicando a Irene los diferentes puntos de vista que había acerca de la extraña muerte de Cleopatra, de quien se creía, se había suicidado… Mientras que otros expertos opinaban que en realidad había sido asesinada.

También le explicó que las últimas investigaciones acerca de la posible ubicación de la tumba de la faraona habían llevado a unos cuantos arqueólogos a rebuscar en un lugar que en la antigüedad se conocía como Taposiris Magna.

Sin embargo, no hubo éxito. La tumba de Cleopatra es otro de los grandes misterios hoy en día.

Irene le escuchó con atención. En realidad le gustaba todo lo que Álvaro le contaba, sin embargo, no sabía de qué manera encuadrar una novela romántica dentro de todo aquello.

Le parecía exasperante.

Además, la escritora advirtió que a medida que Álvaro hablaba, ella dejaba de prestar atención a sus palabras para centrarse en su camisa o en sus brazos.

Otras veces se fijaba en su cabello corto y engominado y otras… Otras miraba sus zapatos. Unos mocasines bien cuidados de color marrón oscuro.

Y entonces, cuando volvía a atender a la explicación, ya se había perdido la mitad de la historia.

Lo peor ocurría cuando le miraba a los ojos. Eran oscuros y absorbentes, con algún matiz verdoso. También conseguían  distraerla de Cleopatra y sus revolcones.

– ¿Dónde me vas a llevar? – preguntó Irene cuando terminó de comerse la última porción de pizza.

Álvaro sonrió y dijo:

– Adivínalo.

Irene enarcó una ceja y dijo:

– De copas.

Álvaro echó a reír.

– ¿Tantas ganas tienes de ahogar tu falta de creatividad en alcohol?

– Eso ha sido un golpe bajo – le recriminó ella, ofendida.

– Está bien… Había pensado ir al museo arqueológico. Tienen muchas baratijas egipcias que podrían ayudarte.

Irene asintió con la cabeza.

– Me parece buena idea.

Álvaro entornó los párpados y por un pequeño instante, posó su mirada sobre los labios de la escritora.

Se había repetido a sí mismo varias veces no caer en según qué tentaciones y en, a ser posible, no ser demasiado obvio con ella.

Tuvo que mentalizarse de que sólo estaba allí para ayudarla y cumplir con su contrato. Él sabía que Irene necesitaba un buen empujón para volver a escribir. Lo sabía desde el día en que Irene, tras desmayarse y despertarse en el sillón de su piso, había reconocido llevar mucho tiempo bloqueada.

Desde aquel día, y por alguna razón que aún no atinaba a comprender, había aparecido en él el deseo de ayudarla y aquello había ido creciendo hasta convertirse casi en una necesidad.

De ahí que se hubiese enfadado tanto cuando Irene no apareció en su clase.

Él deseaba averiguar más cosas acerca de la vida de la escritora.

 Álvaro se planteó si aquel sentimiento de pertenencia hacia Irene no había ido formándose a medida que había leído sus libros y había investigado sobre ella en Internet.

Después pensó que, en realidad, prefería no averiguar las razones que lo llevaban a comportarse así con ella sin apenas conocerla.

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espero que a los nuevos lectores os esté gustando!!! un beso!!

(recuerda votar si te gustó,, estrellita!) 

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