Capítulo 7
– ¿Puedo hacerte una pregunta? – Álvaro interrumpió a su hermano, quien engullía un plato de macarrones con ansia.
Jesús había regresado del gimnasio veinte minutos antes. Se giró y observó a su hermano con una mirada inquisitiva, invitándole a preguntar.
– ¿Por qué Irene abandonó su carrera como médico? – dijo el egiptólogo.
Jesús meditó unos segundos antes de responder.
– Supongo que como había tenido éxito con los libros… Decidió dejar la medicina a un lado.
– ¿Supones o lo sabes? – inquirió Álvaro.
El editor se encogió de hombros y dijo:
– Nunca lo he hablado con ella. No me parecía importante.
Entonces Álvaro se echó a reír estrepitosamente. ¿Por qué Jesús, quien llevaba trabajando con Irene casi tres años, no sabía nada de aquel asunto?
Se sorprendió del poco interés que demostraba su hermano hacia los temas personales de la escritora.
– ¿No te parecía importante? Es una carrera muy dura como para abandonarla casi a punto de terminar.
– Irene nunca habla de sus cosas, supongo que no lo considera necesario… – respondió Jesús tratando de restarle importancia.
– Tú supones mucho – dijo Álvaro con una mueca de reprobación.
El editor frunció el entrecejo y miró a su hermano con curiosidad.
– ¿Y a qué viene ahora esto?
Fue Álvaro quien se encogió de hombros en aquel momento.
– Simple curiosidad. Me llama la atención que alguien abandone un trabajo tan difícil de conseguir.
Jesús terminó su plato de macarrones y lo introdujo en el lavavajillas. Después observó de reojo a su hermano, a quien ya conocía lo bastante bien como para saber que jamás había sentido curiosidad por nada que no le hubiese importado lo suficiente.
***
Aquel sábado Irene lo había dedicado a pensar acerca de la trama de la “novela egipcia”.
Ideas tenía y muchas. El romance sin duda sería uno de los temas centrales, pero también podría tratar de representar los problemas de la sociedad egipcia desde varios puntos de vista.
Algunas escenas de “Sinuhé el egipcio” acudieron a su mente unas cuantas veces a lo largo de la tarde.
Siempre le pareció curioso aquel hombre que se encontraba presente en todas las intervenciones quirúrgicas ya que solo con su presencia lograba detener las hemorragias.
Mika Waltari, el autor que trajo a Sinuhé a este mundo, era un genio.
Y ella, una escritora que temía no estar a la altura de su profesión.
Suspiró con frustración. Los romances prohibidos o imposibles estaban ya demasiado vistos. Las guerras también. Las injusticias y la tiranía de la edad antigua también estaban ya muy manidas.
Y Cleopatra… Sin comentarios.
Irene se rindió. Abrió el libro que Álvaro le había prestado el día anterior a la altura del sumario.
Buscó algo que tratara el tema de la sociedad de aquellos tiempos.
No tardó ni dos minutos en cerrarlo para abrir el portátil. Leer aquello sólo le recordaba lo poco inspirada que estaba. Lo que realmente le apetecía era continuar escribiendo la historia que había comenzado hacía un par de días.
Comenzó a teclear, dejó que su imaginación fluyera a través de sus dedos.
“Ignoro la manera en la que supo de mi existencia.
De mí, de la hija del barbero. Una campesina que todos los días madruga para realizar sus tareas, que pasa frío y hambre en invierno. Huérfana de madre y aficionada a la lectura de los pobres manuscritos que mi padre conserva bajo su camastro.
Ojerosa, huesuda y pálida. Bella, dicen. Pero desnutrida a fin de cuentas.
Siempre pensé que mi condición pobre me salvaría de esta clase de situaciones. Supuse que jamás llegaría a casarme. De hecho, vivíamos en una choza tan alejada de la aldea, que dudaba de que algún hombre supiese de mí.
Además, gran parte de mi vida he tenido la mala costumbre de considerarme independiente y fuerte. Siempre he aborrecido la idea de gastar mis días a la sombra de un matrimonio infeliz, de morir por un mal parto y de cocinar y limpiar para un marido.
Prefería cuidar a mi padre hasta que llegase su hora y después ocupar su cargo como barbera –aunque, por desgracia, no estuviese bien visto que una mujer desempeñara determinados quehaceres -.
Mi padre ejerce también de médico. No es que posea en su haber todos los conocimientos necesarios, ni mucho menos, pero es la persona a quien todos llaman cuando hay algún problema.
Es lo único parecido a un doctor que hay en este lugar en varios kilómetros a la redonda. Excepto en Tordaraine.
En Tordaraine sí hay médicos.
Tordaraine es la ciudad más cercana y se encuentra a tres semanas a galope. Casi dos meses a pie – con zancadas grandes -.”
Irene sonrió. No sabía de dónde había sacado el nombre de Tordaraine para denominar una de las ciudades de su trama.
Estaba muy satisfecha. Ya sabía cómo iba a continuar aquella historia.
Lo único que le desalentaba era que no estaba escribiendo la novela que le habían pedido que escribiera.
– Aún así se lo enviaré a Jesús, para que le eche un vistazo…
Comprimió el archivo y lo adjuntó en un correo. Escribió el email de su editor y pulsó “enviar”.
Después se recostó en su pequeño sofá y encendió la televisión.
Hacía tiempo que Irene no salía con sus amigas. Hablaba con ellas por teléfono y de vez en cuando recibía correos electrónicos… Pero apenas las veía personalmente.
Desde que había fallecido su padre, casi tres años y medio atrás, ella había ido aislándose del mundo poco a poco.
Comenzó por rechazar las salidas nocturnas y las compras. Después empezó a faltar al trabajo. Hasta que terminó dejándolo por completo.
Apenas le había dado tiempo a comenzar a especializarse cuando se encerró en su piso a escribir.
Al principio, escribir había funcionado. Escribir había logrado evadirla lo suficiente como para no tener que afrontar determinados hechos.
Sus amigas sabían lo que le ocurría y procuraban mantener el contacto con ella. Sin embargo, últimamente las llamadas habían disminuido.
Irene era consciente de que no había puesto nada de su parte – o casi nada – por corresponder a sus amistades, así que no las culpaba por alejarse de ella.
Su madre, la única persona a la que veía todas las semanas, solía regañarla.
– Aún eres muy joven como para perder la alegría de vivir, Irene – decía ella –. Tu padre hubiese querido verte feliz.
Irene no solía contestar a aquello. Si ella hubiese estado más atenta, su padre viviría.
Si ella hubiese sido lo suficientemente hábil, habría detectado a tiempo su enfermad. Él lo tenía todo: había perdido diez kilos en los últimos meses, estaba cansado e inapetente. Y le dolía la espalda, por las múltiples metástasis óseas que atacaban a sus vértebras – esto Irene lo supo más tarde, cuando ya no había nada que hacer –.
Su padre siempre había fingido estar bien, pero su cuerpo mostraba todo lo contrario.
Irene debería haberlo previsto.
Pero no lo hizo.
“¿Qué clase de médico no se da cuenta de que su padre está enfermo?”, pensó ella.
Desde entonces no quiso ser médico nunca más.
Cambió de canal y Meredith Gray apareció en la pantalla interviniendo un aneurisma junto con el doctor Sheperd.
Cambió de canal nuevamente.
Entonces sonó el teléfono fijo.
– Sí – contestó ella.
– Hola Ire, soy Claudia.
– ¡Hola! – saludó Irene con mayor efusividad –. ¿Cómo estás?
– Yo bien, ¿y tú? Mira, he estado hablando con las chicas y creemos que necesitas salir de casa y despejarte. El lunes hay una sesión clínica muy interesante sobre ELA*. Le pregunté al jefe si podías venir y como él sabe que tienes un año de neurología, me dijo que no había ningún problema.
Irene sonrió melancólicamente.
– Verás es que… Estoy ocupada con un nuevo proyecto y… No creo que pueda.
– Vale, te espero a las ocho en la cafetería del Doce.
Y Claudia colgó.
Claudia sí que había terminado de especializarse. Trabajaba como neuróloga interina en el hospital Doce de abril. Sin embargo, ellas no se habían conocido en la especialidad, ya eran amigas desde primero de carrera.
Irene pensó que Claudia había sido muy hábil al no dejarla responder.
La escritora suspiró.
Tendría que volver a faltar a la clase de Álvaro.
Su portátil sonó con el aviso de un nuevo correo. Irene se levantó del sofá para sentarse frente al ordenador. Abrió la bandeja de entrada.
Jesús había respondido con su opinión acerca del texto que le había enviado.
Decía así:
“ Hola Ire. Ya sabes que tu estilo de redacción me gusta, pero la temática de esta trama me parece muy extraña y poco vendible. Me recuerda a los libros de fantasía del estilo de Eragon o Narnia… Lo que te quiero decir es que te centres en lo tuyo y en lo que te han pedido que escribas. La fantasía déjasela a los demás. Un beso, Jesús”.
– ¿Cómo? – musitó ella con un nudo en la garganta –. No puede estar tan mal… A mí me gusta… Supongo que será porque lo he escrito yo…
Entonces Irene, con lágrimas en los ojos, cogió el archivo y lo envió a la papelera de reciclaje.
“El siguiente libro que escriba será el último…”, pensó ella con abatimiento.
***
Jesús había leído el texto de Irene. Y le había gustado, pero tenía que quitarle la idea de la cabeza a la escritora. Tenía que convencerla para que escribiera el libro que tenía que escribir.
Por eso le había tenido que decir que la fantasía no era lo suyo.
¿Qué ocurriría si llegara la fecha de presentar el libro y ella, en lugar de un increíble manuscrito ambientado en el antiguo Egipto, se presentaba con una novela fantástica de carácter medieval?
El editor se levantó del escritorio del despacho de su hermano para ir a ducharse. No se molestó en cerrar su email ni en apagar el ordenador.
Ya lo haría Álvaro cuando lo viera.
Álvaro había salido con una mujer que le había presentado uno de sus compañeros del departamento de la universidad.
Le habían preparado una especie de cita a ciegas. Aunque a Marta él ya la había conocido en una de las fiestas que organizaban sus amigos.
Ambos paseaban por el centro de la ciudad, buscando una cafetería en la que detenerse para charlar un rato.
Marta se había puesto unos tacones altísimos, pero apenas sabía caminar con ellos.
No era fea, pero tampoco guapa. A Álvaro no le terminaba de gustar la manera en la que se había pintado los ojos.
Todo en ella le parecía demasiado artificial. Como si se tuviera que esforzar para captar la atención de los hombres.
No le gustaba.
Era simpática y parecía buena persona… Pero no se acostaría con ella ni en un millón de años. Y tenía un cuerpo más o menos atractivo… Pero no.
Ni siquiera servía para pasar un buen rato. Era la típica mujer que siempre querría más y más.
Marta parecía la clase de mujer que ansiaba controlarlo todo a su alrededor.
– ¡Mira ese bolso Álvaro! ¡Es ideal! – parloteaba ella frente a uno de los escaparates.
Álvaro, se había detenido en el escaparate anterior, que estaba repleto de libros.
Localizó uno de los libros de Irene Leblanc. Eran tomos gruesos y fascinantes. Las portadas le parecían elegantes y sobrias, muy dignas de representar lo que ocultaban dentro.
Se recreó en las letras que dibujaban el nombre de la escritora.
– Irene… – musitaba él.
Entonces Marta le agarró de una de las mangas de su cazadora de cuero negro y le dijo:
– Yo también he leído un libro de Irene Leblanc… Pero me parecen muy… No sé… Inconsistentes… En realidad a mí me gusta leer biografías.
¿Inconsistentes? Álvaro se giró hacia Marta y la miró con condescendencia. Ella sí que era inconsistente.
– ¿Y qué biografías lees tú? ¿De quién? – preguntó Álvaro temiéndose lo peor.
– Acabo de terminar con la biografía de Madonna.
El egiptólogo entornó los párpados. Llevaría a Marta a su casa y se despediría de ella, tal vez para siempre.
– ¿Sabes? Podríamos ir este verano tú y yo a alguna playa paradisíaca – dijo ella entonces –. Podríamos pasarlo bien… – y le acarició la espalda por encima de la cazadora.
Álvaro se estremeció de miedo. Sí, lo mejor sería que Marta cogiera un taxi hasta su casa.
***
Álvaro entró en su piso, agradecido porque aquella cita hubiese terminado.
No sabía en qué había estado pensando cuando aceptó a salir con ella. Tal vez en que llevaba demasiado tiempo sin tener una relación seria con nadie… O simplemente porque le apetecía pasar una noche con una mujer. Seguramente fue esto último en lo que pensó cuando accedió a quedar con Marta. En realidad a él no le gustaban las relaciones serias… Porque al final eran eso: serias y aburridas.
Dejó su cazadora en el perchero de la entrada y caminó hacia su despacho mientras se desabrochaba la camisa de rayas que llevaba puesta.
Farfulló algún insulto dirigido hacia su hermano cuando escuchó el rugido del ordenador y vio el monitor encendido. Álvaro pensaba que no era tan difícil apagarlo. Sólo consistía en darle a un botón…
Para Jesús tal vez fuese demasiado pedir.
Al mover el ratón, el salvapantallas desapareció dando paso a la bandeja de entrada de su hermano.
Estuvo a punto de cerrarlo antes de leer el nombre de Irene junto a la palabra “destinatario”.
No pudo evitar echarle un vistazo a aquel correo.
Sin darse cuenta, quedó atrapado en el texto que Irene le había enviado a Jesús. Tanto, que olvidó que se trataba de un simple fragmento y lamentó llegar al final.
– Vaya… – musitó Álvaro con fascinación –. Esto promete.
Sin embargo, Jesús le había respondido que la fantasía no era la suyo.
El egiptólogo arrugó el entrecejo y miró fijamente la contestación que le había dado su hermano a la escritora.
Simplemente no se lo creía.
El texto era impecable y enganchaba. Y siendo Irene, seguramente tendría en mente una buena manera de continuar con aquella historia.
De repente un nuevo correo saltó en la pantalla.
Irene Leblanc: Ya lo he borrado. Sólo ha sido un lapsus momentáneo.
Álvaro negó con la cabeza, incrédulo. ¿Quién se había creído su hermano que era para decirle lo que tenía que escribir o no a Irene?
Su Iphone vibró y lo distrajo del ordenador por un instante.
Leyó el mensaje.
Irene: “El lunes no iré a clase, me ha surgido algo. Podrías mandarme por mail las diapositivas que vas a utilizar, así no me perderé la clase del todo… Un saludo”.
– Un saludo – repitió Álvaro rechinando los dientes –. ¡Un saludo! – exclamó irritado.
De repente sonrió. Aún quedaba un domingo por delante… Y él aún guardaba la dirección de la escritora en su GPS.
Desde luego que le llevaría las diapositivas… Se las llevaría hasta su propia casa.
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