Capítulo 6

Todo tiene una vida útil. Incluso el amado Citroen saxo de Irene, ya de veinte años de edad.

– Es más cara la reparación que un coche nuevo – dijo el mecánico mientras se quitaba los guantes de trabajo.

Irene observó la carrocería de su pequeño trasto. Estaba muy dañada en su parte trasera, casi podía adivinarse la insignia del BMW de Álvaro tatuada en uno de los flancos.

Pero no era la chapa, ni la pintura quienes habían inutilizado el coche.

El motor había dicho adiós para siempre.

El día anterior, cuando Irene regresó al parking de la agencia para recoger su vehículo, éste había vuelto a dar problemas para arrancar.

– Pero si ayer funcionabas – había susurrado ella mientras giraba la llave una y otra vez.

No tuvo más remedio que llamar al seguro para que viniera una grúa a recogerlo.

Y allí estaba ahora, a la mañana siguiente, en el taller, intentando convencer al mecánico de que le hiciera un precio especial por ser clienta habitual.

Y es que, los coches viejos tienen muchas goteras.

– Que no, Irene. Jamás un mecánico te dirá esto, pero yo sí porque ya estoy cansado de ver cómo te gastas el dinero con este trasto: cómprate otra cosa.

– Pero yo quiero este coche – insistió ella –. Cinco mil euros es demasiado.

– Es lo que cuesta. Y además no prometo que no vaya a dar guerra otra vez – dijo él.

Irene observó cómo aquel señor de cabello cano y barba de tres días se rascaba la oreja antes de encender un cigarrillo. Era el dueño de los talleres Hidalgo, y allí estaba, trabajando como si acabaran de contratarle.

– Mi padre no hubiese querido que lo vendiera – dijo ella tratando de apelar a los buenos sentimientos.

Sin embargo, Hidalgo enarcó ambas cejas y empezó a reír:

– Tu padre hubiese querido que tuvieras un coche que no te dejara tirada en mitad de la autopista, ¿o ya no te acuerdas de eso?

Irene resopló.

Tras unos instantes de reflexión y tristeza, decidió que ya había llegado la hora de despedirse de su pequeño y antiguo Citroen.

– Me compraré un Citroen C3. Es lo que más se le parece – terminó diciendo ella.

Hidalgo había conocido al padre de Irene cuando éste vivía. El Saxo, en realidad, se trataba de una herencia, así que ya era un coche que ya todos habían visto varias veces en el taller.

– ¿Quieres que lo envíe al desguace? – se ofreció el mecánico.

Ella suspiró. Se apartó la melena de la cara con un gesto brusco y asintió con la cabeza.

Antes de irse acarició el coche, lo abrió y miró por última vez los asientos. Su tapicería siempre había sido suave. Salvo una esquina donde Irene, de pequeña, había derramado algo de zumo de limón, que por el motivo que fuera, su padre no había acertado a limpiar del todo.

– Adiós – musitó ella.

Se despidió del dueño con un apretón de manos y un nudo en la garganta. Después caminó rauda hacia su casa, que se encontraba  tan solo a diez minutos del lugar.

Una vez en el ascensor, dejó escapar algunas lágrimas.

Se sentía algo estúpida por llorar así. Un coche es un coche, no una persona. No debería llorar por ello.

¡Pero aquella chatarra le traía tantos recuerdos!

Una vez en su piso, encendió su ordenador, dispuesta a escribir como mínimo una página. Ya se le había hecho tarde para ir a la clase de Ferreras, aunque en realidad, tampoco era algo que le hubiese apetecido mucho.

Álvaro le parecía demasiado estirado. Era lo suficientemente atractivo como para fijarse en él, pero no lo bastante como para perder el norte.

Y, aún así, conseguía estresarla.

Sentía cierto reparo al hablarle y mirarle, porque daba la sensación de que cualquier mujer que osara dirigirse a él sería catalogada, por él mismo, como una mujer fácil de llevarse a la cama.

“No se ha portado mal conmigo… No del todo”, pensaba Irene mientras tecleaba las primeras frases:

“Pero llorar no sirve de nada. Mi padre me ha dicho que debo alegrarme. <<Debes sonreír. Tu belleza se acentúa cuando pones algo de luz en tus ojos. Recuerda que, en el fondo, él ha pagado por tenerte y no has de defraudarle >>. Fue la primera vez que mi padre mintió.

Mi instinto me dice que él no quiso entregarme. 

<<Ahora ya no tienes de qué preocuparte. No morirás de hambre. Tus hijos crecerán en un entorno cargado de lujos y riqueza. Tú vestirás como una dama. Te respetarán como a tal. >> Mintió de nuevo. Él sabía que mi existencia sería feliz aún llevando un saco de harina por vestido, siempre y cuando no me encerraran en una jaula con barrotes de oro.

¿También le habrían dicho eso a mi madre?

No. Mi madre amaba a mi padre. Además, tenían la misma edad.

Mi matrimonio es algo muy distinto. Yo cuento con dieciséis inviernos y mi, ahora, cónyuge, debe de estar sobrepasando los cincuenta. Me estremezco ante la idea de compartir mis noches con él.

Lo vi por primera vez hará unos tres años. Su pesada armadura protegía su tronco y sus extremidades. Galopaba sobre un caballo azabache hacia el norte. Quince soldados lo escoltaban.

Lo que más me llamó la atención de aquella estampa fue su diminuta envergadura.

Se trata de un hombre minúsculo, que acompañado de su séquito se asemeja a una hormiga rodeada de sapos.

Ignoro la manera en la que supo de mi existencia. “

Irene se retorció en su asiento. La medicación dejaba de hacer efecto y el hombro comenzaba a doler de nuevo.

Se incorporó y fue a la cocina para tomarse un Nolotil.

En aquel instante la pantalla de su móvil se iluminó mostrando una ristra de mensajes que luchaban por hacerse visibles.

Su agente, Tina, convocaba una reunión para esa misma tarde con Álvaro y Jesús Ferreras con el objetivo de ofrecerle un contrato formal al egiptólogo.

– ¿Un contrato? – preguntó en el silencio de su minúscula cocina.

                                                      ***

Álvaro se había puesto una de las camisas más caras que tenía, se había engominado el pelo más de lo normal y su afeitado parecía más certero.

Sus alumnas suspiraban extasiadas mientras les explicaba los métodos de trepanación egipcios. Era un tema muy excitante, sí, pero no tanto como para que las sensuales chicas de la primera fila tuvieran que exhibir sus balcones y canalillos justo ante él.

Además lo distraían.

Álvaro exponía el tema con seriedad. Irene no había acudido. No la había visto en ninguna de las filas de asientos.

Y eso que se había esmerado en buscarla con la mirada, aunque los escotes de la primera fila se lo hubieran puesto algo difícil.

Durante el primer cuarto de hora, Álvaro había supuesto que la escritora se retrasaría, lo cual le parecía incluso divertido. Así podría regañarla.

Pero nada.

No apareció.

Y, cinco minutos antes del final de la hora, Álvaro decidió terminar la clase y largarse a su despacho del edificio del rectorado.

Mientras caminaba por la calle, sacó su móvil y buscó el teléfono de Irene (su hermano se lo había apuntado el día anterior). Sin pensar previamente en lo que estaba haciendo, tecleó un mensaje para la escritora:

“¿Dónde estás? La clase ha terminado”.

Y después se dio cuenta de que aquello no venía al caso. De que ella lo vería como una especie de acosador.

Álvaro tuvo que recordarse a sí mismo que Irene no era una de sus alumnas, por lo que no tenía ninguna obligación de asistir.

¡Y ni siquiera sus alumnas estaban obligadas! Y aunque faltaran, él no las enviaría un mensaje.

Lo eliminó, como si nunca hubiese existido.

Después se introdujo en el edificio de ladrillos blancos del rectorado y subió por las escaleras hasta el departamento de egiptología. Allí abrió su despacho con cierta agresividad y se dejó caer sobre su silla.

Frunció el ceño.

– Esta mujer no se toma las cosas en serio – dijo entonces.

Le corroía que Irene no hubiese hecho acto de presencia en su aula. En su clase. En aquella clase. Porque aquella clase tal vez le hubiese servido para describir alguna escena macabra en su libro o simplemente para inspirarse. Escribir acerca de la realidad egipcia le parecía un reto magnífico para Irene. Pero, obviamente, si ella no estaba dispuesta a colaborar, no había nada que hacer.

– Sin comentarios… – susurró él algo desalentado –. Ya sé…

Álvaro se levantó de la silla y caminó hacia las estanterías que había al lado de la ventana. Allí guardaba algunos de sus libros favoritos: libros de texto, novelas históricas, atlas repletos de mapas antiguos…

Escogió un volumen acerca de la dinastía de los Tolomeos, los primeros faraones “grecoegipcios”, antecesores de Cleopatra, quien también pertenecía a dicha dinastía.

Entonces comenzó a vibrar su Iphone, sacudiendo su bolsillo.

– Buenas – contestó Álvaro.

Era su hermano, quien al otro lado del teléfono le estaba informando acerca de la reunión que Tina, la agente editorial, había convocado para aquella tarde.

                                          ***

Irene se bajó del taxi. Estaba un poco atontada por la última pastilla de analgésico que acababa de tomarse. Sin querer, pisó un charco con sus Converse grises y salpicó sus vaqueros.

Observó con fastidio como la tormenta se intensificaba con cada segundo que avanzaba la tarde.

Llegó al edificio de la agencia y llamó al portero automático. La puerta se abrió.

Irene suspiró antes de llamar al ascensor. Subiría al despacho de Tina, Álvaro firmaría su contrato y ella escribiría ese libro, con la ayuda de éste.

Sin embargo, no estaba convencida del todo de aquel asunto. ¿Realmente quería escribir?

Tal vez aquellos dos años habían sido divertidos e innovadores. Había triunfado, y había pulido su técnica como escritora. Había conocido muy buena gente y también había conocido las peores críticas que alguien podría dedicarle – y las mejores –.

Sí, había sido una bonita etapa en su vida.

Pero ya no encontraba motivación suficiente como para llevar a cabo un nuevo proyecto. Y no sabía por qué, siempre le había gustado escribir.

Y a pesar de que hubiese logrado redactar un par de páginas en los últimos dos días, no estaba para nada segura de que aquello fuese a convertirse en una novela.

¿Había fracasado como escritora?

¿Fracasaría si se decidiera a escribir sólo por el compromiso de hacerlo? ¿Crearía un libro vacío de sentimiento y de corazón? Sí, así solían resultar las cosas escritas por obligación: carentes de ese algo especial que atrapa al lector y lo conmueve.

Irene, por otro lado, tampoco se planteaba regresar a la medicina cuando salió del ascensor y saludó a la secretaria.

Al fondo del pasillo, la puerta del despacho de Tina estaba entreabierta.

Tina la observaba desde su silla de cuero, tras la mesa. Jesús sonreía con complicidad desde la puerta.

Irene sonrió también. No le costó adivinar que Álvaro se encontraba ya sentado, leyendo el contrato que debía firmar si quería trabajar con ella.

– Tienes que comprometerte a guardar silencio sobre el trabajo de Irene y sus ideas… Es importante – insistió Tina.

– Entiendo – decía él mientras proseguía con la lectura del documento.

Irene al fin llegó al despacho y cerró la puerta tras de sí. Se sentó al lado del egiptólogo, quien, fingiendo lo mejor que podía, había pretendido aparentar indiferencia absoluta ante la llegada de la escritora.

Irene se sorprendió a sí misma observando sus manos. Eran varoniles, fuertes y estaban bastante limpias – desde que comenzó sus prácticas clínicas en el hospital le obsesionaba que las manos, tanto las suyas como las ajenas, estuvieran siempre impolutas –. Sin embargo, tocaba el papel con una delicadeza que a la escritora le pareció muy particular.

Hubo algo que, por razones desconocidas, le hizo sonreír a Irene: Álvaro Ferreras no llevaba ningún anillo dorado en la mano derecha, ni en la izquierda.

– ¿De qué te ríes? – la chinchó Jesús, quien se extrañaba de aquella misteriosa mueca.

Irene regresó a la realidad. ¿De verdad había pensado en si Ferreras tenía anillo o no? ¡Había estado en su casa! ¡Por supuesto que estaba soltero! Tal vez saliera con alguien. De todas maneras, aunque algunos hombres no lleven anillo no quiere decir que no estén casados. La escritora recordaba que en el hospital, los médicos que se dedicaban a las enfermedades infecciosas nunca llevaban el anillo puesto y estaban casados desde hacía muchos años.

No, Álvaro tenía pinta de estar soltero. ¿Pero acaso importaba aquello?

Ella se convenció a sí misma de que se trataba únicamente de un poco de curiosidad morbosa acerca del hombre con el que iba a trabajar en los próximos meses.

La escritora arrugó el entrecejo. Le dirigió una mirada conciliadora a Jesús, quien respondió guiñándole un ojo.

Ella sonrió.

Tal vez todo lo que necesitase para encauzar su vida de nuevo fuese encontrar a alguien con quien compartir buenos momentos.

“Hoy estoy muy filosófica… Y menstrual… Por qué la progesterona tendrá que bajar tanto…”, pensó ella con fastidio.

Álvaro seguía sin dirigirle la palabra. Ya había firmado y Tina estaba revisando que todo se encontrase en orden.

Irene, por supuesto, no iba a rebajarse a hablar antes que él. Por lo poco que le conocía, daba la sensación de tener un orgullo difícil de sobrellevar.

Inesperadamente él se giró hacia ella y dijo:

– Buenas tardes pellera. ¿Has estado jugando al mus en la cafetería esta mañana? – Álvaro esbozó una media sonrisa.

A Irene le había pillado por sorpresa aquel comentario. Rápidamente contraatacó.

– Tenía cosas que hacer – respondió.

– ¿Más importantes que tu trabajo? – preguntó Álvaro con tintes de indignación en su voz.

– No, más importantes que tú – se limitó a contestar Irene con dejadez, como restándole importancia.

No le gustaba que nadie le pidiera explicaciones de lo que hacía o dejaba de hacer. Si apenas se lo consentía a su madre, no iba a permitírselo a un perfecto cuasi-desconocido.

– Entonces deben de ser muy importantes – contraatacó él.

Irene sonrió de nuevo, con algo de picardía y le dijo:

– Extremadamente importantes.

Tina y Jesús se dirigieron una mirada sospechosa.

– Te he conseguido un libro para que empieces a documentarte – Álvaro abrió el maletín que había consigo y sacó el volumen que había escogido en su despacho.

Irene lo observó con marcado interés. Al cogerlo, sus manos rozaron con las del egiptólogo. Ella decidió no darle demasiada importancia a ese contacto.

Él se contempló el dedo índice durante un pequeño instante.

Irene abrió el libro y lo hojeó con cuidado. Le llamaron mucho la atención unas imágenes del faro de Alejandría, capital egipcia en la época de Cleopatra.

Entonces Álvaro puso su mano sobre el hombro de la escritora y le dijo:

– Es mejor que lo leas en casa y tomes apuntes. Si tienes dudas, tendrás que pedir cita previa para que pueda atenderte – dijo él con sobriedad.

Ella le observó.

A pesar de sus palabras distantes, la mano en su hombro lo delataba.

– Pareces un ministro, doctor Ferreras – comentó ella con sarcasmo.

Irene cerró el libro y se levantó.

Tina y ella se dieron dos besos para despedirse y Álvaro y Jesús comenzaron a caminar hacia el ascensor.

– Tina… – comenzó Irene –. No estoy en muy buenas condiciones para escribir… Tengo miedo de que la novela sea un fiasco.

Su agente sonrió.

– Tú sueles hacer las cosas bien… Y recuerda que tu editor se encargará de ayudarte y aconsejarte…Tienes todo el apoyo que necesitas – dijo su agente para infundirle a Irene confianza.

La escritora sonrió con algo de amargura.

Después caminó hasta el ascensor, donde Álvaro y Jesús se encontraban aún esperando.

Los tres descendieron juntos hasta la planta baja, sumidos en un incómodo silencio.

Su editor la rozó la cintura con suavidad para ayudarla a salir del portal. Un gesto que Álvaro Ferreras no pasó por alto.

La despedida fue breve, Irene no quería pasar más tiempo del necesario con el egiptólogo y su editor. Por alguna razón, se sentía incómoda en presencia de ambos al mismo tiempo. Álvaro parecía querer atacarla constantemente.

Y Jesús… Irene lo notaba extraño. Como más a la defensiva. 

– ¿Vienes a tomar algo? – preguntó Jesús rápidamente al ver que la intención de ella era marcharse lo antes posible.

– No, gracias… Tengo que documentarme un poco… Y apuntar mis dudas ¿verdad señor Ferreras?  – bromeó Irene con ambos hermanos.

Álvaro, pese a encontrarla algo desaliñada, con el pelo encrespado y las deportivas húmedas, sintió un escalofrío de satisfacción. Ella se leería el libro que él le había prestado.

                                                      ***

Irene llegó al fin a casa, empapada por las lluvias que ya comenzaban a amenazar el buen clima de principios del mes octubre. Se quitó la cazadora de cuero y la dejó escurriendo en el tenderete de su terraza.

Como estaba demasiado cansada y el hombro le dolía demasiado como para esforzarse, decidió ducharse al día siguiente.

Se puso un pijama fino de algodón y le quitó la humedad a su cabello con un par de toques de secador.

Llegado el momento, se metió en su cama y abrió el libro que Álvaro le había dejado.

Era grande, voluminoso y muy pesado. No calculó bien y se hizo daño en el hombro, por lo que sin querer lo soltó y éste cayó al suelo.

A Irene le llamó la atención un papel que se había escapado de entre sus páginas.

Al principio creyó que se trataría de algún apunte que alguien había olvidado dentro.

 

 

 Llámame al 677 889 950 si tienes dudas. Álvaro.

Irene enarcó ambas cejas.

– Creía que había que pedir cita previa – sonrió ella mientras guardaba el número en su móvil –. Sigue soñando Álvaro… No pienso llamarte.

Si tenía dudas, se las preguntaría en el aula de la facultad. Irene decidió que lo mejor sería limitar aquella relación al ámbito de lo profesional.

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