Capítulo 5

Él siempre era puntual. Nunca llegaba ni cinco minutos antes ni cinco minutos después.

Detestaba profundamente a los alumnos que interrumpían sus clases a los diez minutos de haber empezado.

Que si el metro se ha estropeado, que si he perdido el autobús… Sin embargo, sabía que eran jóvenes y que no tenían la misma percepción de la responsabilidad que podía tener él.

Álvaro se sentó en la mesa del profesor, sobre la tarima del aula.

La mayoría de los universitarios allí presentes estaban sacando folios de sus carpetas y bolígrafos de sus estuches.

Álvaro Ferreras era famoso por la cantidad de apuntes que daba durante sus charlas.

Y sobre todo, muy conocido por poner los exámenes más complicados de toda la facultad. Así hacía los honores a esa leyenda que circula por ahí y que dice que los profesores más jóvenes son a la vez los más exigentes. Tal vez porque encuentren difícil la tarea de hacerse respetar de otra manera.

La primera diapositiva ya estaba proyectada sobre la tela blanca que hacía de pantalla, cubriendo parte de la pizarra.

Se ajustó el nudo de la corbata y se desabrochó la chaqueta. Entonces se puso en pie y comenzó a hablarle a sus alumnos.

– Algún día os contaré por qué algunos romanos pensaban que Cleopatra era una zorra revienta–hogares – dijo él.

Los ojos de los alumnos brillaron divertidos.

– Pero hoy no. Hoy hablaremos de la religión egipcia y del culto a cada uno de sus dioses.

Las sonrisas desaparecieron rápidamente de todas las caras y muchos bolígrafos empezaron a derrochar tinta sobre los folios.

Irene también escribía algunas notas en un pequeño cuaderno que se había llevado a la clase.

La verdad es que no sabía cómo el tema de la religión egipcia influiría en su nuevo libro… Lo que sí sabía era que gracias a las idioteces de Álvaro Ferreras había sido capaz de escribir su primera página en meses.

Le observó pasearse por la tarima, mientras explicaba el sádico ritual de momificación. En ocasiones soltaba algunas bromas que hacían reír a sus alumnos… Y también a ella.

Encontró aquella clase muy distendida y mucho más relajada que las últimas a las que ella había acudido en el hospital.

Cuando se estaba especializando en neurología, las clases de las ocho de la mañana eran densas y estresantes y además – lo que menos le gustaba – se respiraba un ambiente tenso, de competitividad insana entre compañeros.

Cierto era que había conocido muy buena gente durante el único año que había cursado de su residencia, pero también había aprendido que no se podía confiar en todo el mundo. Y que había personas que siempre pretendían saber más que el resto. Es más, solía ser esa clase de gente la que disfrutaba ridiculizando a los demás.

Irene sacudió la cabeza, no sabía por qué le habían venido aquellos recuerdos, justo en aquel momento.

Respiró aliviada al comprobar que Álvaro aún no había reparado en ella. Claro que Irene se había sentado casi al final de la clase, en una esquina, con la intención de pasar desapercibida.

Maldijo por lo bajo cuando un chico menudo, con los pelos engominados y unos cascos al cuello, levantó la mano para hacer una pregunta. Era el chico que se sentaba a su lado.

– ¿Pero cuando les cortaban la lengua… No sangraban demasiado?

Irene enarcó una ceja. ¿Pero qué pregunta era esa? Observó de nuevo a aquel chaval que, por cierto, parecía haberse caído de un guindo justo el día anterior.

Álvaro se echó a reír ante aquella interrogativa. Miró a aquel chico con compasión y le dijo:

– Supongo que si el sujeto a momificar aún estaba vivo, sí que sangraba…

La clase entera reprimió una exclamación de asco.

Irene, por el contrario, dejó escapar una carcajada. Si ellos supieran las atrocidades que había visto hacer a los cadáveres… Y a los que no eran cadáveres…

Álvaro continuó observando a aquel chico, tal vez por ello no pasó por alto la risa que se escuchó justo al lado de su alumno.

Al mirarla, se encontró con unos penetrantes ojos oscuros, ligeramente maquillados y enmarcados por unas pestañas alargadas.

El egiptólogo sintió un sudor frío ascendiendo por su espalda. Una Irene de cabello ligeramente ondulado y mejor maquillada y vestida que el día anterior estaba sentada en su aula, escuchando su clase y camuflándose entre sus alumnos.

Álvaro carraspeó y se dio media vuelta. Respiró un par de veces profundamente y notó cómo la gente comenzaba a murmurar.

Se aflojó el nudo de la corbata y para disimular dijo:

– ¿No os parece que ponen muy fuerte la calefacción aquí?

Irene sonrió misteriosamente, ella no tenía ningún calor.

Sin embargo, los alumnos, cuales ovejas que siguen a su pastor asintieron con unanimidad.

Pasados dos minutos, Álvaro logró recuperar el control sobre sí mismo y continuar la clase con relativa normalidad.

Ahora ya no paraba de ojear a Irene de vez en cuando. Quería saber las caras que ponía, si atendía, si no… Si le parecía bien la clase… Si lo miraba embobada o enfadada…

En lo que restó de clase, Irene trató de no mirar directamente a Álvaro. Se sentía incómoda y cohibida, sobre todo porque él la clavaba su mirada cada pocos instantes, obligándola a asentir con la cabeza en ademán de comprensión.

Además lo había pillado mirándola incluso cuando ella desviaba la mirada hacia otro lado.

Entonces él se apartaba rápidamente y se fijaba en otro alumno.

Irene fue incapaz de enterarse de nada más durante aquellos últimos veinte minutos, sólo estaba pendiente de Álvaro, sus gestos y la incomodidad que éstos la producían.

Además, tampoco comprendía por qué tenía que sentirse tan agitada. Tenía la sensación de que, aunque él no estuviese observándola, sabía en cada momento lo que ella estaba haciendo y hacia donde estaba mirando.

Se sentía… Vigilada.

Para intentar distraerse de aquella situación tan tensa, se dedicó a mirar a las chicas de la primera fila. Irene se dio cuenta de que murmuraban y reían entre ellas a la par que le lanzaban sonrisas al profesor.

También vio alguna mirada sugerente y algún escote generoso.

Ella frunció el entrecejo y murmuró para sí misma:

– Ya entiendo por qué se lo tiene tan creído.

Al fin terminó la clase e Irene se apresuró a recoger sus cosas para salir de allí cuanto antes.

No quería tener que intercambiar ni una palabra con Álvaro Ferreras. Aquel juego de miradas le había resultado agotador y necesitaba descansar de él.

Sin embargo, al ver cómo una alumna rubia (de bote), altísima (con tacones), bien maquillada (y muy), con un gran escote (un sujetador push-up debajo, cien por cien seguro), se arrimó a Álvaro con una extraña cara angelical (tirando a demoníaca), Irene se quedó quieta en el umbral de la puerta para ver cómo manejaba el egiptólogo la situación.

Observó, escandalizada, como la alumna en cuestión pasaba una mano por encima de la chaqueta de Álvaro, rozándole el pecho.

Él hizo un gesto para apartarse, pero de manera suave y delicada. Tan suave que la alumna pensó que tenía el semáforo en verde.

Álvaro había controlado todos y cada uno de los movimientos que Irene había hecho al terminar la clase.

Él sabía que la escritora estaba oculta tras el umbral de la puerta, observando cómo una de sus alumnas coqueteaba con él.

Tal vez fue por parecer un hombre deseado delante de Irene, le dio más alas de las que hubiera querido a aquella chica rubia de la primera fila. Y claro, su alumna le dijo:

– Esta noche no tengo planes.

Y a Álvaro se le heló la sangre. Para nada aquella chica se correspondía con el modelo de mujer que él buscaba.

Qué menos que una rubia natural y no teñida.

– Pues vaya, yo sí. Que tengas un buen día – dijo él.

La alumna del push-up se quedó a dos velas e Irene se echó a reír.

Cuando Álvaro la vio en pleno ataque de risa, supo que había hecho el peor de los ridículos.

– Buenos días – dijo Álvaro cuando llegó a la puerta y vio a Irene conteniendo las carcajadas apoyada en la pared.

– Muy buenos – dijo ella con sarcasmo –. Me tengo que ir, que tengas un buen día tú también.

Irene le dio la espalda y comenzó a caminar hacia la salida del aulario, dejando a Álvaro Ferreras con la palabra en la boca. De hecho, iba a explicarle que aquella alumna no era una excepción, que situaciones así las vivía a diario – vamos, que era un hombre solicitado –. Y quería hacérselo saber a Irene, quien, sin embargo, aborrecía a los hombres solicitados.

Según Irene, los hombres que se acostumbran a ser el centro de atención de las mujeres suelen mutar al igual que las células cancerígenas en personas caprichosas y egoístas – en cuanto a las relaciones –.

Son hombres que quieren tener a todas las féminas presentes a su alrededor para que los adoren y los aderecen con sus cumplidos y, de paso, si cae alguna, ha caído. Pero sobre todo, estos hombres quieren saber que pueden.

Irene aceleró el paso. No quería formar parte de aquel circo de alumnas excitadas.

Abrió la puerta del aulario y tomó una bocanada del aire fresco de las diez de la mañana.

– ¡Irene! – gritó un hombre que estaba sentado en un banco, a unos metros de ella.

La escritora entrecerró los ojos para enfocar mejor. Jesús había venido a buscarla.

Caminó hacia él y le dio un abrazo amistoso.

– Gracias por venir – dijo ella.

– Ahora que estás sin coche supongo que agradecerás que te acerque a la agencia.

Irene sonrió con dulzura. Jesús, además de su editor, era uno de sus mejores amigos.

– En realidad pensaba ir a casa a escribir, he empezado algo… Tal vez se convierta en un libro – dijo ella con cierta timidez.

Jesús conocía perfectamente la situación de Irene Leblanc. Hacía unos siete meses que había dejado de escribir. Ella había dicho que todo lo que plasmaba sobre el papel le parecía horrible y que al día siguiente terminaba por borrarlo. Y por eso, terminó abandonando la escritura por un tiempo.

Irene incluso se había planteado terminar la residencia. Pero entonces recordaba lo que había ocurrido con su padre y desechaba la idea.

No fue capaz de convencerle para que fuese al médico, él no quiso escucharla. No se dejó hacer ni una mísera analítica, y, para cuando por fin accedió a revisarse, fue demasiado tarde.

No, Irene no volvería a ser médico… Al menos por el momento.

Además estaba ilusionada, por primera vez no había sentido el irrefrenable deseo de mandar su escrito a la papelera de reciclaje.

Era un triunfo.

Álvaro apareció tras ellos. Algo sudoroso y pálido, pensaba Jesús. Debía de haberse dado un buen susto al ver a Irene entre sus alumnos, pensaba su hermano.

Irene se sintió de pronto cohibida, decidió marcharse cuanto antes.

– Caballeros – dijo ella con sarcasmo –. Me despido. Ya nos veremos.

Álvaro carraspeó.

– ¿Te ha servido la clase de hoy?

Irene le observó pensativa. La primera parte de la clase había sido productiva, la segunda, una pérdida de tiempo – tuvo mucha suerte al haberse enterado de algo entre mirada y mirada –.

– Supongo que sí… Me ha gustado la parte de la balanza… Debe ser espeluznante ver tu propio corazón en una báscula – rió ella.

– ¿Entonces hay acuerdo? – ha preguntado Jesús.

Álvaro e Irene intercambiaron una mirada larga y tensa para después estrecharse la mano.

– Sólo vendré a tus clases – se apresuró a añadir la escritora –. Creo que con eso será suficiente.

– Si tienes dudas siempre puedes preguntarle – dijo Jesús enarcando ambas cejas.

– Sólo si no me pillas ocupado – terció Álvaro con orgullo.

– No será necesario, sé leer libros también… – respondió Irene sonriendo –. Que tengan un buen día, caballeros. Yo me abro.

Mientras Irene se alejaba de ellos, Álvaro contemplaba su silueta bien definida y contorneada por unos ajustados vaqueros oscuros. Su cabello era más largo de lo que le había parecido el día anterior y llevaba unos finos tacones que al egiptólogo no le pasaron desapercibidos.

– Es muy desagradable tío. – dijo Álvaro con tono de lamentación.

– Está muy buena, Álvaro. Muy buena.

Sin conocer la razón, Álvaro tuvo la sensación de que las últimas palabras de su hermano no le habían gustado. Y no porque fuesen malintencionadas, ni porque insinuasen nada.

No.

Obviamente a Jesús le parecía atractiva Irene.

Porque Irene era atractiva para casi cualquier hombre que se cruzara con ella.

Pero a Álvaro no le había gustado ese tono, ni que Jesús hablase de Irene de aquella forma.  Sentía que Irene era intocable. De alguna manera tenía el extraño deseo de meterla en una urna para examinarla y averiguar cómo narices había escrito aquellos libros.

Y no quería que nadie la tocase. Sí, sería para él como un espécimen extraño que había que investigar. Un espécimen con tacones, con labios rojos y carácter desafiante.

Álvaro se dio media vuelta y empezó a caminar hacia el aulario.

– Luego te veo – dijo Jesús antes de que su hermano desapareciera dentro del edificio.

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