Capítulo 4

– ¿Qué es un… vagal? – se animó a preguntar Álvaro mientras conducía el BMW, llevando a Irene en el asiento del copiloto.

Le había costado un buen rato asumir que no tenía ni idea de qué demonios era eso. Pero aún le había supuesto más esfuerzo hacer la pregunta en voz alta.

Ahora Irene pensaría que era un estúpido.

“¿Y qué más da lo que ella piense?”, se reprendió a sí mismo.

Irene sonrió y lo miró con picardía.

– Un síncope – respondió ella resuelta.

Álvaro frunció el entrecejo y contestó con un tono serio e indignado:

– Eso ya lo sé – mintió –. Yo preguntaba que por qué se llama “vagal”.

– Creo que es demasiado complicado para ti – susurró ella con una sonrisa de superioridad.

Álvaro pisó el freno con brusquedad. Iba tan concentrado en la conversación y en no quedar como un idiota delante de Irene que a penas se había fijado en que estaba a punto de saltarse un semáforo en rojo.

– ¡Ah! – gritó Irene agarrándose el hombro –. ¿Eres idiota?¡Podrías haber pasado!

– Estaba en rojo. Para que veas que no soy daltónico – Álvaro aprovechó la oportunidad para lanzar una indirecta bien directa.

Irene no contestó. El hombro le dolía mucho y estaba mareada, de nuevo. No le había contado a Álvaro que, posiblemente, aquel síncope había tenido lugar porque ella había cometido la imprudencia de salir de su casa sin desayunar.

Así que llevaba sin probar bocado unas dieciséis horas.

– ¿Ves? Ahora está en verde. ¡Genial! Creo que me he curado – decía Álvaro riéndose –. Aunque el médico aquí eres tú…

Al notar que Irene guardaba más silencio del que, seguramente, a ella le gustaría guardar, Álvaro se giró hacia ella.

Comprobó con horror que se había desmayado de nuevo.

– ¡Mierda! – gritó él.

Tuvo que decidir con celeridad entre la opción de llevarla de nuevo al hospital o  la de aparcar directamente en el garaje de su edificio y subirla a su casa, para después llamar a un médico que pudiese atenderla.

– Eh… – gruñió ella –. Necesito comer…

Álvaro, algo más tranquilo al ver que Irene aún mantenía la conciencia – más o menos–, se decantó por la segunda opción.

Cuando aparcó, se las vio y deseó para sacar a la escritora del coche y cargar con ella y con su chándal hasta el ascensor.

Terminó cogiéndola en brazos, cual damisela en apuros – en realidad, estaba en apuros –.

Cuando llegó al pasillo donde se encontraba la entrada de su piso, tuvo que depositarla en el suelo – tumbarla, concretamente –, mientras rebuscaba la llave para entrar.

– Joder… – murmuró él al tiempo que rebuscaba en los bolsillos de la americana.

Y, cuando pensaba que nada podía ir a peor, se dio cuenta de que las llaves se habían quedado en el coche.

Con cierto reparo, dejó a Irene tumbada en el pasillo y cogió de nuevo el ascensor para bajar hasta el garaje.

Agobiado, corrió los diez metros que había del ascensor hasta su plaza de aparcamiento y abrió el coche con el botón central del pequeño mando.

En un principio, pensó que habría dejado las llaves de su casa en el lateral de la puerta del conductor.

De hecho, solía dejarlas ahí cuando se montaba en el coche.

– Y, justo hoy, no las dejé ahí – murmuró él con los nervios de punta.

Irene estaba sola, tumbada en el pasillo del edificio. Desmayada, pálida y hambrienta. Y con un hombro dislocado.

Y a él se le habían olvidado las llaves de su casa en el coche.

Un coche que tenía la chapa del capó hecha un desastre gracias al accidente que Irene y él habían presenciado aquella misma mañana.

Álvaro suspiró de alivio cuando vio el destello de una de las llaves bajo el asiento del copiloto. No sabía cómo demonios habrían terminado allí, pero tampoco iba a molestarse en averiguarlo.

De nuevo, corrió hacia el ascensor y lo llamó.

Irene había vuelto en sí. Ella sabía que si no comía algo pronto, volvería a desmayarse de nuevo.

Se sorprendió – y se asustó – al verse en aquel lugar desconocido, tumbada en el suelo y completamente sola.

Lo único que se le ocurrió fue llamar al timbre de la puerta más cercana, para ver si algún vecino del edificio podía orientarla.

– Ferreras… Idiota – farfullaba ella.

Pulsó el timbre. Pero éste no sonó. Lo intentó de nuevo.

Tampoco.

Nada.

Ni  los buenos días.

Irene empezó a resoplar. Se mareaba de nuevo. Enfadada, le pegó un puñetazo al timbre en un arranque de desesperación.

Entonces, como si fuera de gelatina, el timbre se descolgó de la pared y cayó al suelo, dejando a la vista una amalgama de cables enredados.

– Oh, mierda – susurró ella alarmada.

A punto de una crisis histérica, comenzó a caminar de un lado a otro sin saber qué hacer.

Se encontraba al borde de nuevo desfallecimiento y sabía que no podía salir así a la calle, pero tampoco aquel vecino le abría la puerta… Y en aquel pasillo no parecía haber más puertas… Salvo la del ascensor.

– Bajaré al piso de abajo para ver si alguien puede ayudarme – dijo ella antes de llamar al ascensor.

Pero entonces, las puertas de éste se abrieron, dejando a la vista a un Álvaro Ferreras sudoroso y casi tan nervioso como ella.

– ¡Tú! – gritó Irene con rabia –. ¡Imbécil! ¡Capullo! ¡Lerdo! ¡Más que lerdo!

– ¡Eh! He tenido que bajar el coche a por las llaves de casa, se me habían olvidado. ¡Y cálmate! ¡Soy yo el que está evitando que termines por ahí tirada!

Irene enarcó ambas cejas y frunció los labios, muy enfadada.

– Me has traído a tu casa… ¿Vas en serio? ¡A tu casa! Yo tengo casa también, ¿sabes? Podrías haberme llevado allí.

– Te desmayaste por el camino y mi piso estaba más cerca que el tuyo – la rebatió él.

Irene sintió que las paredes giraban a su alrededor, pero antes de caer inconsciente de nuevo, dijo:

– Me he cargado tu timbre.

                                                      ***

Álvaro tendió a Irene en su sofá y puso varios cojines bajo sus rodillas para que la sangre bajara de nuevo a su cabeza.

Cuando ya había marcado el ciento doce para pedir ayuda a emergencias, ella reaccionó de nuevo. Colgó.

Y, antes de que pudiera hablar, Álvaro la incorporó y la obligó a beberse un vaso de CocaCola – de la que tiene azúcar, que era la que Álvaro le solía reservar a su hermano, quien no se cuidaba tanto como él –.

Como por arte de magia, Irene recuperó el color de sus labios. Estaba muy guapa. Álvaro le había quitado la coleta para poder apoyar bien su cabeza.

Su pelo suelto, medio enredado, pero de un bonito tono chocolate, caía bajo sus hombros.

Se sorprendió a sí mismo observando los labios de la escritora mientras terminaba de tomarse el refresco.

Sacudió la cabeza y miró hacia otro lado.

No estaba dispuesto a quedar como un baboso con la mujer que había siniestrado su BMW.

– Ya está – dijo ella –. Creo que ahora ya puedo irme. Dame el teléfono, voy a llamar a un taxi.

– Primero cómete ese bocata – Álvaro señaló hacia una mesita auxiliar donde había una baguette rellena de jamón serrano.

Irene resopló con ansiedad.

– No tengo estómago, de verdad… – murmuró ella negando con la cabeza.

– Hasta donde llegues – dijo él con seriedad.

Álvaro sonrió con ternura cuando Irene obedeció y se llevó el pan a la boca. Sin embargo, aún le costaba creer que fuese ella la mujer que había escrito los libros más vendidos de todo el país en los dos años anteriores.

– ¿Por qué  quieres escribir sobre Cleopatra? – preguntó él de repente.

Aquello le intrigaba. Irene nunca había escrito nada parecido.

Ella le hizo un gesto, para que Álvaro esperase a que hubiera tragado el trozo de bocadillo que estaba masticando.

Después dijo:

– En realidad no quiero escribir sobre ella. Ni sobre Egipto… Ha sido idea de mi agente – sin saber por qué, se sinceró.

Álvaro arrugó el entrecejo.

Irene se fijó por primera vez en el físico del “doctor” Ferreras. Su rostro pensativo le hacía parecer atractivo. Tuvo que reconocer, que, en general, Álvaro Ferreras era atractivo.

De elevada estatura y porte elegante, con ojos acuosos, parecía el protagonista de una de las novelas  medievales de Bárbara Cartland.

Pero era un pedante. No podía pasar aquello por alto. Un pedante estúpido y daltónico.

– ¿Y por qué no escribes algo que te apetezca? – preguntó él con curiosidad.

Obviamente, no iba a confesarle a Irene Leblanc, que leía sus libros antes de acostarse. Y que los releía a la semana siguiente de haberlos terminado.

Mucho menos iba a contarle que había buscado fotos suyas por Internet.

Ella desvió la mirada para fijarla en la gran alfombra persa que cubría el suelo del salón.

No tardó en advertir el lujo que ornamentaba la casa de aquel hombre.

– No se me ocurre nada… Estoy… Bloqueada… – murmuró ella.

Entonces se le llenaron los ojos de lágrimas.

A Álvaro se le revolvió el estómago. ¿Qué más podría ocurrir aquella mañana?

¿Por qué Irene se echaba a llorar?

– Tal vez sólo necesites… Tiempo – dijo él, tratando de calmarla –. A todos los escritores les ocurre alguna vez…

– Supongo que sí – dijo ella con voz queda.

Ambos se percataron de que el tono agresivo de la conversación había ido desapareciendo poco a poco.

Irene se levantó del sofá rápidamente y dijo con cierta dificultad:

– Me tengo que ir… Gracias… Por ayudarme…

Después le estrechó la mano tratando de representar una despedida lo más profesional posible.

Irene odiaba deber favores. Sin embargo, tampoco se consideraba a ella misma una desagradecida.

Caminó hasta la puerta sin esperar a que Álvaro se levantase. Él la persiguió.

Logró alcanzarla antes de que abriera la puerta.

– Espera, puedo llevarte en coche… Si quieres.. – se ofreció él.

Irene sintió un retortijón extraño en el estómago. Vaciló durante unos instantes y después dijo:

 – No te molestes, seguro que hay algún taxi por aquí cerca.

Álvaro asintió, no valía la pena insistir. Aun así, se sintió ligeramente… Rechazado.

Irene pulsó el botón de la flecha que miraba hacia abajo. El ascensor tardó sólo cinco segundos en llegar.

– Siento lo de tu timbre – dijo ella antes de desaparecer.

Ambos respiraban agitadamente.

Irene se observó a sí misma en el espejo del ascensor y entonces dijo solemnemente:

– Jamás volveré a salir de casa sin desayunar.

Álvaro miraba el embrollo de cables que sobresalían de aquel agujero de la pared, donde una vez había estado el botón del timbre.

No entendía cómo se las había arreglado ella para arrancar aquel trozo de plástico, mucho menos después de que él mismo hubiese intentado sacarlo el día anterior sin éxito alguno.

– Ya se lo había aflojado yo – murmuró él, de camino a la caja de herramientas.

Regresó junto al timbre y examinó los cables. Efectivamente, había una conexión mal hecha, entre dos cables que no tenían que estar unidos.

Tal vez por eso no suene… Pensó él.

Lo arregló y volvió a atornillar la tapa de plástico con el botón.

Lo pulsó.

– Din–dón – sonó.

Y el timbre volvió a funcionar, gracias a Irene Leblanc.

                                                      ***

Irene estaba nerviosa. Muy nerviosa.

Cuando llegó a su casa, sobre las doce del medio día, tuvo que tomarse una tila para relajarse.

Álvaro Farreras había resultado ser un esnob muy engreído e idiota. Eso sí, tenía que reconocer que se había comportado como un caballero… Excepto cuando la dejó tumbada en el pasillo, sola e inconsciente.

– Eso no es muy caballeroso que se diga… – murmuró ella con la taza en la mano.

Fue un instante. Irene caminó hacia su pequeño salón, en el cual, además de un sofá y una televisión, tenía un pequeño escritorio sobre el cual descansaba, cerrado, un MacBook blanco de hacía unos cuantos años.

Dejó la taza sobre la madera, al lado de ordenador y lo abrió.

Sólo bastaba una página de Word en blanco. Sus manos se deslizaban solas por el teclado, su imaginación se adelantaba a sus palabras y sus dedos a éstas.

Capítulo 1… Escribió.

Releyó los primeros párrafos satisfecha:

“Estoy aterrorizada. Me ahogo en un mar de sudores fríos y temblores. Mis pupilas ambarinas están sumergidas en la niebla de la incertidumbre. Mis cabellos cobrizos parecen ahora un manojo de paja descompuesta por unas lágrimas derramadas ante lo inevitable. Estoy despeinada, desnuda y congelada.

Congelada en estos gélidos aposentos feudales. En los que la luz, más que entrar, se insinúa a través de una minúscula ventana situada en lo más alto. La fría piedra gris de las paredes se cierne sobre mí, amenazante, como si de un momento a otro fuese a precipitarse sobre mis muslos descubiertos y a partirlos por la mitad.

Tengo miedo.

Un grueso tapiz escarlata adorna la cabecera del lecho sobre el que mi cuerpo yace. Pienso que debe de haber costado una fortuna.

Claro, fortuna. De no ser por la fortuna, yo no estaría aquí. Acaricio con mi mano derecha la seda añil que cubre la cama.

Es tan suave, tan brillante.

Tan bella.

Muchos piensan que soy bella. Yo opino que soy diferente a ellos. Mi cabellera es lo suficientemente oscura como para contrastar con el amarillo de las cabezas de la mayoría de los habitantes de este pueblo. Mis ojos son cálidos y leonados, a diferencia de las miradas glaciales y hundidas del resto de la gente.

Mi madre era como yo.

Me pregunto si también fue así su noche de bodas. Si esperó tumbada sobre una cama, si la forzaron a desvestirse y si la encerraron en una habitación oscura y húmeda.

Me pregunto si lloró.”

Sabía que era el inicio de una gran historia, que poco a poco, iba cogiendo forma en su subconsciente para más tarde, ser dibujada en unas cuantas páginas.

– Maldito Ferreras – susurró Irene –. Ahora tendré que trabajar con él.

Porque había sido él quien había hecho despertar de nuevo a la escritora que ella llevaba dentro.

                                                      ***

Jesús observaba con detenimiento a su hermano, quien leía con concentración un libro forrado en blanco. Le intrigaba porque no podía leer el título.

– ¿Qué lees? – le preguntó Jesús.

Ambos estaban sentados en sendos butacones. El uno en frente del otro, y entre ambos, una mesita central donde aún había restos del bocadillo que Irene se había comido.

Jesús no sabía lo que había ocurrido aquella mañana.

Álvaro había preferido no compartir la experiencia con su hermano.

– Mitología… Griega – mintió Álvaro, quien había decidido releer uno de los libros de Irene, para ver si encontraba la clave que le resolviera el misterio de por qué ella era tal como era..

Terca, algo brusca, quisquillosa y desmayadiza. Al pensarlo, se dio cuenta de que aquellos adjetivos podrían encajar a la perfección con una gran cantidad de mujeres.

¡Pero Irene no era una más! Irene Leblanc escribía de una manera única y lo hacía soñar. ¿Cómo podía una mujer así, tan hábil con las letras, ser al mismo tiempo tan sencilla? ¿Cómo podía tener si quiera un chándal en su armario y ponérselo para una reunión de trabajo?

Álvaro resopló frustrado. Con el dinero que gana podría comprarse un coche mejor, pensó él.

– Pues la mitología te está matando – dijo Jesús con una sonrisa –. ¿Qué te ha parecido Irene? Al margen de vuestro accidente de circulación… Claro.

Álvaro no respondió.

Un Iphone comenzó a vibrar.

– Es el tuyo – dijo el egiptólogo.

Jesús contestó. Al escuchar la voz de Irene, se fue a su habitación y cerró la puerta para que su hermano no pudiese escuchar la conversación.

– Siento lo que ha pasado – se disculpó ella –. Tu hermano es un poco torpe con el coche…

Él sonrió.

– No importa. Espero que la próxima vez hagáis las paces – dijo él.

– Por eso te llamaba – respondió Irene –. Quería saber si podía asistir a alguna de las clases que da tu hermano… Tal vez aprenda cosas nuevas y con suerte, alguna de ellas me ayude a escribir…

Jesús frunció el entrecejo. Qué rápido cambian de opinión las mujeres.

– Mañana a las nueve creo que estará en un aula de la facultad de historia… Espera que le pregunto cuál es.

Jesús se arrimó a la puerta y gritó:

– ¿En qué aula das clase mañana?

A los cinco segundos, la voz de Álvaro retumbó por todo el apartamento.

–¡En la tres cero tres de la tercera planta!

– Lo he oído – dijo Irene al otro lado del teléfono –. Allí estaré.

Y colgó.

Jesús pensó por un momento en avisar a su hermano de que Irene Leblanc asistiría a su clase como oyente… Pero sería más divertido que lo pillara por sorpresa.

Sonrió con malicia.

De vuelta al salón, Álvaro preguntó:

– ¿Quién era?

– Era mamá… Quería venir a verte pero me ha dicho que a las nueve de la mañana es demasiado pronto… Tal vez venga por la tarde a tomar café… – dijo Jesús.

Álvaro se encogió de hombros y después cerró el libro. Fue a su despacho para meter en el pendrive las diapositivas que expondría en su clase del día siguiente.

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Y el capítulo 4... espero que os esté gustando!!! votito porfis!!

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