Capítulo 16
Sus ojos verdosos brillaron momentáneamente cuando Irene se sentó frente a él a la hora del desayuno del sábado.
El día anterior, durante la cena, ninguno de los dos comentó nada acerca de aquel beso.
Pero Irene no era lo único en lo que había pensado. “Un beso es un beso, y cualquiera puede dártelo”, fue su reflexión.
Lo que más le sorprendió a la escritora fue el interés de Álvaro por conocer más de ella: sus preguntas, sus respuestas y el visible interés que tenía por apoyarla.
El beso había sido el broche de oro que cerró aquella conversación.
Irene había dormido en paz por primera vez en mucho tiempo. El poder hablar de aquella culpabilidad que tenía tan arraigada en su interior por el diagnóstico tardío del cáncer de su padre, le había hecho mucho bien.
Ella pensó que Álvaro tenía algo de razón: no se podía ayudar a las personas que no deseaban ser ayudadas.
Entonces recordó a algunos de sus pacientes – de cuando acababa de empezar la residencia en el hospital y aún no había dejado la medicina –: muchos decían que querían curarse a cualquier costo. Que pagarían médicos y pastillas. Que se someterían a quimioterapias espantosas y demoledoras con tal de superar su cáncer.
Pero cuando les hablaba de cambiar la dieta, de dejar de fumar, aprender a relajarse o de hacer ejercicio aeróbico: salir al parque, ir a un gimnasio o aprender a bailar... Todo se volvía distinto.
Ella se dio cuenta entonces de que ser médico no era tal y como lo había imaginado. Se percató de que la salud de una persona depende casi únicamente del interés de aquella por mantenerla. De ser disciplinado con el cuerpo y la mente.
Era uno de los motivos por los que Irene estaba algo desencantada de la medicina actual: el ansia de solucionarlo todo con una pastilla.
“Y esa no es la solución”, pensaba la escritora. “Todos debemos cuidarnos bien, y cuanto antes empecemos mejor”.
También se frustraba mucho al no ser capaz de transmitirle a la gente lo horroroso que era el hábito de fumar: luego veía un TAC con una masa sospechosa que solía terminar siendo un tumor maligno con su correspondiente ominoso pronóstico.
Se preguntó entonces por qué no había aplicado esta reflexión a la muerte de su padre. Lo cierto es que siempre había sido un hombre testarudo y que pretendía llevar la razón en todas las ocasiones.
Era amoroso con su hija y la trataba bien, pero no se le podía llevar la contraria. Era la clase de paciente al cual no se podía aconsejar, porque las palabras caerían en saco roto.
“Tal vez tenía que pasar”, pensó ella antes de dormirse el día anterior, mientras recordaba los brazos de Álvaro rodeándola con ternura.
– ¿Has dormido bien? – preguntó él con una media sonrisa.
Irene asintió.
– Hacía tiempo que no descansaba así de bien – dijo ella antes de beber un sorbo de café.
Álvaro terminó de comerse su tostada.
– ¿Al final te compraste un coche nuevo? No he vuelto a verte conduciendo – dijo él.
La escritora recordó entonces el primer encuentro que había tenido con el egiptólogo. Momentáneamente sintió algo de indignación, pero después aquella se desvaneció… En el fondo lo recordaba con cariño.
– Sí. Me compré un Citroen C2… Me hubiese gustado tener un híbrido para no contaminar… Pero como uso el coche tan poco… Creo que uno pequeño contaminaría igual. Y además es barato.
– Me sorprende que te conformes con tan poco – comentó él mirándola fijamente –. Con los hombres te pasa igual. Sigo sin entender que le ves al neurólogo.
Álvaro sabía dónde apuntar. No fallaba una.
Irene no se esperaba aquel ataque gratuito.
– Eres un experto en estropearlo todo, Álvaro Ferreras – le dijo con agresividad –. Podría decirte yo lo mismo de la tal Marta y su enorme y extensa superficie de materia gris…
Irene respiró hondo. No le gustaba hablar mal de la gente. De hecho a Marta no la odiaba. Simplemente no le gustaba que Álvaro la hubiese utilizado para darle celos.
– Perdóname – dijo ella de pronto –. Prefiero que no hablemos de esto. Supongo que hasta encontrar a la persona adecuada, a veces se cometen errores.
Álvaro clavó sus ojos verdes en la escritora. Aquella respuesta era menos guerrillera de la que él esperaba. Súbitamente sintió una emoción contenida. Irene estaba admitiendo abiertamente que el doctor del descapotable había sido un error en su vida.
Decidió no tocar más el asunto. En su lugar se levantó de la silla.
– Hoy vamos a ver las ruinas de Badi – dijo él.
Irene terminó su café y se levantó. Entonces Álvaro no dudó en coger su mano con la mayor naturalidad del mundo para caminar con ella hasta la salida del hotel.
Él había reservado entradas para el monumento antes de salir de Madrid, por tanto no tendrían que esperar ninguna cola interminable para poder ver aquel paraíso arqueológico.
El palacio Badi estaba ubicado en el casco antiguo de Marrakech, después de la visita podrían ir al Museo o pasearse por el bullicioso zoco en busca de algún recuerdo de la ciudad. La famosa plaza Djemma el Fna.
Cuando llegaron allí, el sol ya comenzaba a brillar en lo alto de un cielo azul pálido y relajante. Serían las once de la mañana y ya empezaba a hacer calor.
Álvaro no había soltado la mano de Irene excepto para pagar al taxista y para entregarle la entrada al guarda de las ruinas.
Pasearon tranquilamente a lo largo de aquel patio. A ambos lados podían ver plantaciones de naranjos y un estanque a lo lejos.
La escritora admiró aquellas enormes construcciones que, a pesar de estar semiderruidas, dejaban entrever lo grandiosas y espectaculares que habían sido en un pasado.
Álvaro le iba contando a Irene la historia de aquel lugar, y ella escuchaba con atención.
El palacio databa del siglo XVI y había sido construido para conmemorar la batalla que ganó el sultán Ahmed al-Mansour sobre el ejército portugués.
– Llegaron a tener trescientas habitaciones, Irene. Trescientas – decía Álvaro entusiasmado –. Llenas de oro, turquesas… Piedras preciosas. Mucho lujo.
Se notaba que tenía pasión por la historia. En general, Álvaro era muy apasionado con todo aquello que disfrutaba.
Irene rió.
– ¿Qué te hace tanta gracia? – preguntó él.
– Pues que no sé para qué querían tanto oro, tantas habitaciones, tanto de todo. Un poco extravagantes, creo yo. Con la de gente que habría pasando hambre durante su reinado, él se rebozaba en joyas y dinero… – hizo una pausa y pensó –. Aunque a decir verdad, hoy en día sucede más de lo mismo: gobiernos que se enriquecen a costa de un pueblo humillado y maltratado. En fin.
Álvaro abrió mucho los ojos, impresionado. Después miró a Irene con cierta admiración. En realidad, cuando la escritora hablaba sin tapujos y expresaba abiertamente su opinón, le parecía increíblemente atractiva.
– Estás muy guapa – dijo él mientras llevaba su mano hacia la oreja de ella –. Estos pendientes te quedan bien.
Ella se estremeció. Después sonrió tímidamente. Entonces Álvaro creyó volverse loco.
Continuaron caminando en silencio. Él apretó con fuerza la mano de ella al llegar a uno de los muros que quedaban en pie.
– Mira, aún quedan algunos mosaicos – señaló el egiptólogo –. Que pena que no haya podido conservarse el palacio en mejor estado.
Ella observó lo desgastados que estaban aquellos minúsculos azulejos blancos y amarillos. Habían perdido la capa de brillo y apenas se mantenían pegados a la pared. Incluso estaban curvados por la erosión.
Los tocó. Estaban ásperos.
Siguieron caminando. El silencio se le hizo un mundo a Irene, pues no había sabido reaccionar al repentino acercamiento del profesor. Estaba nerviosa.
Así que decidió hacerle una pregunta para iniciar una nueva conversación.
– ¿Por qué te especializaste en el angituo Egipto?
Él la observó, medio sorprendido. Después arrugó el entrecejo.
– Tal vez te rías de mí si te digo los motivos – aventuró Álvaro.
– ¿Por qué iba a reírme? – preguntó ella, mostrando el atisbo de una sonrisa burlona.
– Porque no es exactamente la pasión por los egipcios lo que me llevó a querer saber más. Al menos, no sólo fue por eso – dijo él enigmáticamente.
Irene descubrió en sí misma el deseo de saber más acerca del profesor. Cada minuto que pasaba le parecía un hombre más y más interesante.
– Te escucho – dijo ella con aire retador.
Él, aún con la mano de Irene entrelazada con la suya, la llevó hasta un banco, donde pudieron sentarse y beber algo de agua – Irene se había encargado de llevar una botellita en el boslo, ya que allí, por prudencia, sólo bebían agua embotellada –.
– Verás, cuando era joven yo me sentía muy perdido – comenzó Álvaro.
– ¿Perdido en qué sentido? – preguntó la escritora.
– Tal vez te haga gracia o no lo entiendas… Es que me sentía desubicado. ¿Alguna vez te has planteado qué sentido tiene que estemos vivos justo aquí y ahora?¿Cuál es el sentido de nuestra existencia?
Aquello le sorprendió a Irene. Mucho. No se esperaba esas preguntas. Pero lo cierto es que aquella idea se le había pasado por la cabeza más de una vez.
– Supongo que sí lo he pensado. Pero cómo me siento incapaz de responder, me frustro y procuro hacer otras cosas – respondió ella con lentitud.
– Yo creo que vivimos para algo más que para tener un buen trabajo, una casa, un matrimonio… Vivimos para algo más, no para acumular dinero, ni despilfarrar en cosas que al final nunca nos hacen felices. El caso es que yo con veinte años me sentía como si nada tuviera sentido.
– Ajá – le instó ella a continuar –. Estoy de acuerdo.
– Se solía decir que en el Antiguo Egipto tenían todas las respuestas. Guardaban secretos del pasado del hombre, de cómo habíamos llegado a ser lo que somos… Y tenía curiosidad.
– Es interesante – comentó Irene.
El rostro de Álvaro había cambiado radicalmente de expresión. Su mirada estaba perdida. Se había sumido en sus pensamientos.
Sabía que estaban hablando de algo muy importante para él.
– Estudié la mitología… Me encantaba el dios Thot. Era el dios de la sabiduría para ellos. Se decía que él inventó la escritura, el tiempo, la luna… Que era aquel que Ra había dejado para dar luz en su ausencia. Me refiero al conocimiento. Yo aquí prefiero entender que con luz se refieren a conocimiento.
– Me gustaría saber más. ¿Por qué no me hablaste de ello cuando iba a escribir la novela?
– Porque Cleopatra aquí no tiene mucho que ver – dijo él medio sonriente –. Tengo muchos libros en casa, te los puedo dejar, si quieres.
– Hablas como si Thot fuera la respuesta a todas tus preguntas – comentó ella, aún fervientemente interesada en aquel tema.
– Creo que antiguamente se sabían muchas cosas que se han perdido. Y que habría que recuperar… Lo triste es que muchos descubrimientos arqueológicos, en lugar de compartirse, se usan para beneficio y poder de unos pocos…
Ella puso la mano sobre su espalda. Él entonces la agarró con la suya y sostuvo sus dedos con fuerza.
– ¿Ves? No me he reído de ti – dijo Irene.
Entonces Álvaro se dio cuenta de que, aunque la escritora hubiese llevado puesto el chándal más feo del mundo, de que no se peinara, ni se maquillara, y de que no fuese la mujer perfecta que él había creído andar buscando… Seguía siendo la mujer de sus sueños.
De improviso, se lanzó sobre ella y la besó. Ella respondió, acariciándole mientras tanto su cabello.
Aquel contacto fue algo más intenso que el del día anterior. Él tenía ganas de más. Quería todo de ella. Quería sentirla suya.
Irene se dejó llevar, y cuando se separaron, Álvaro la mantuvo junto a él, abrazándola con fuerza.
***
No hablaron mucho durante el resto del recorrido. Se limitaron a caminar juntos, cogidos de la mano y a observar las ruinas con curiosidad. Se rozaban y acariciaban sutilmente, de manera natural. Compartían miradas de complicidad de cuando en cuando. Pero en silencio.
Un silencio tranquilo y apacible.
Álvaro ya no se sentía capaz de explicarle más cosas a la escritora acerca de la historia del palacio de Badi. Estaba turbado por aquel beso y en lo único en lo que podía pensar era en más.
Cuando salieron de allí, fueron al famoso mercado de la plaza Djemma el Fna. Como siempre, hasta arriba de turistas y visitantes que observaban obnubilados a un señor que parecía estar tragándose, literalmente, un cuchillo.
– Creía que esto sólo existía en la película de Aladdin – dijo Irene riéndose –. Es alucinante.
Álvaro la miró, feliz por hacer que ella estuviese pasando un buen rato.
Quería besarla de nuevo, pero decidió controlarse y esperar el momento propicio.
Pasaron el día entero en el casco histórico de Marrakech. En el zoco, Irene compró dos fulares de colores vivos: uno turquesa para ella y otro fucsia para su madre. Ambos con bordados de hilo dorado y brillante.
Después, comieron algo en un restaurante más alejado de la muchedumbre y regresaron al hotel caminando cuando ya casi anochecía y el calor había aflojado un poco.
– Lo he pasado muy bien – dijo ella mientras cenaban –. ¿Dónde me vas a llevar mañana? A mí me gustaría entrar en el museo… Pero tú mandas.
Álvaro frunció el entrecejo.
Irene le daba “el poder”.
– ¿Desde cuando mando yo? Eso es nuevo – ironizó él riéndose.
– Olvídalo – sonrió ella –. Era broma. Si no me llevas al museo te sacaré los ojos y se los cambiaré por un camello al primero que pase.
Álvaro estalló en carcajadas nuevamente.
– Está bien. Sin ojos no podría mirarte.
Irene enrojeció de pronto. Él había acariciado su mano por encima de la mesa.
***
Al fin regresaron al hotel.
– ¿Quieres tomar una copa? – preguntó él.
Ella negó.
– No quiero beber. Ya sabes lo que pasa cuando lo hago – bromeó la escritora.
Álvaro sonrió pícaramente.
– Por eso quiero emborracharte.
Estaban muy cerca. Irene podía sentir la respiración del profesor. Olía levemente a colonia.
Él pasó un brazo por la cintura de ella.
– Podríamos… – empezó Irene con timidez –.
– ¿Qué..? – susurró él en su oído.
– Dormir juntos – murmuró ella antes de apoyar su cabeza sobre el hombro de Álvaro.
Irene no se terminaba de creer que fuese ella misma quien hubiera propuesto aquello. Pero no quería separarse de él. Se había acostumbrado a su compañía. Y en tan solo un día había corroborado lo que ocurría con sus sentimientos.
Si no estaba enamorada, lo más parecido.
Subieron en el ascensor. Y Álvaro no pudo contener más las ganas de abalanzarse sobre los labios de la escritora.
Afortunadamente, estaban solos.
***
Irene se giró en la cama. Él dormía. Su expresión denotaba un relax absoluto. Sus boca estaba ligeramente abierta y su pelo desordenado. Ella se recostó sobre el pecho de Álvaro y respiró profundamente, disfrutando del contacto de su piel con la del profesor.
No podía dejar de mirarle.
Memorizó la forma de sus labios, y el lunar que tenía justo encima de la ceja derecha.
Recordó aquella pregunta que él le había hecho durante la visita a las ruinas del palacio:
“¿Alguna vez te has planteado qué sentido tiene que estemos vivos justo aquí y ahora?”
Nunca había tenido una conversación así con ningún otro hombre. Le acarició la punta del flequillo y pasó sus dedos por la frente de Álvaro.
Él, en un acto instintivo, cogió la mano de la escritora al vuelo y la apretó .
Irene sonrió.
Había sido tan insegura, tan tonta, tan testaruda. Se había metido en su mundo mental, y no había dejado entrar a nadie en él.
Álvaro había forzado la llave y se había colado en su interior, no cabía duda.
Habían hecho el amor de una manera especial. Él había sido cariñoso, respetuoso y tierno, pero a la vez apasionado, sin rozar la agresividad.
Irene cerró los ojos y durmió plácidamente acurrucada junto a él, con la absoluta certeza de que había encontrado lo que buscaba.
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Este es el capítulo final y ahora os cuelgo el epílogo!!
Porfissssssssssss si os gustó me dais un votitoooo porrrrrfissssss!!!!!!!
Hoy mismo la pongo a la venta en Amazon... os dejaré el link en algún comentario y ya sabéis, si queréis en mi perfil tenéis todos los links.
Había pensado en sacarlo sólo en ebook... pero ,,, a alguna de vosotras os gustaría tenerlo en formato libro chiquitín de bolsillo?? lo digo por molestarme en maquetarlo y tal :)
un besoooooo
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