Capítulo 15
Era la primera vez que Irene probaba el humus. Ella sólo había comido garbanzos en forma de cocido madrileño, con su chorizo, jamón, morcillo…
Lo hacía su madre todos los fines de semana durante el invierno.
Sin embargo, aunque el humus no dejase de ser puré de garbanzos, su sabor le resultaba distinto. Como si llevase pimienta, pimentón… O algo por el estilo.
Lo saboreó despacio.
Álvaro la miraba con una sonrisa de expectación.
– ¿Te gusta? – preguntó él.
Irene tenía la boca llena. Su cara parecía un globo hinchado.
El profesor, al ver el ansia de la escritora al comer, dedujo que la elección había sido un éxito.
– Yo lo hago muy a menudo en casa – dijo él –. Pero no le echo comino.
Ella tragó lo que estaba en su boca. Después miró al egiptólogo con cierta incredulidad.
– ¿Sabes cocinar? – preguntó, atónita.
El único hombre con el que Irene había convivido había sido su padre, quien era un firme defensor de que la cocina sólo era para las mujeres. Y que cualquier hombre que se preciase no debía cocinar.
Por supuesto, a Irene aquella idea le parecía completamente absurda, pero en su subconsciente había calado tanto, que aún le sorprendía la idea de que un hombre fuese capaz de empuñar un cazo.
– Sí – rió él –. Todos los días… O me moriría de hambre si fuera por mi hermano.
– Jesús no cocina – dijo ella con una sonrisa de burla –. Creo que solo hace macarrones, ¿no?
Ambos rieron. Álvaro asintió con la cabeza.
La escritora estaba relajada. Habían bajado a comer al buffete del hotel después de dejar las maletas cada uno en su respectiva habitación.
Ella había temido que Álvaro se hubiese aprovechado de la situación reservando un único cuarto con cama de matrimonio, pero afortunadamente él ya había anticipado que aquello no hubiese sido una gran idea, por lo que había reservado una habitación individual para cada uno.
Irene suspiró de alivio cuando tuvo la llave de su cuarto en su poder.
No obstante, una vez superado aquella sensación de alivio, descubrió en ella cierta decepción.
“No soy coherente”, se decía a sí misma. “Quiero que durmamos separados. ¿No?”, se repetía constantemente.
– ¿Qué te parece que hagamos hoy? – preguntó Álvaro.
Irene aún terminaba de rebañar el exótico puré de garbanzos en su plato. Le miró.
– ¿No querías ver las ruinas del palacio Badi? – preguntó ella.
– Acabamos de llegar. Hay un spa en el hotel, podríamos probarlo y así descansamos del viaje – propuso el egiptólogo.
Irene le miró de soslayo mientras desmenuzaba un trozo de pan.
Entonces, recordó que estaba completamente depilada y se tranquilizó. El hecho de no lucir los pelos de sus piernas frente a Álvaro era alivante.
Recordó a su madre diciendo: “la depilación láser está muy barata… Por trescientos euros puedes hacerte las piernas”. Irene nunca había sido una mujer que viviese para la belleza.
Estaba conforme con su cuerpo y como médico que era, tenía consciencia de que los pelos formaban parte natural de él. Al igual que las arrugas, las ojeras y la celulitis.
Ella simplemente comía sano y procuraba no echarse geles ni cremas agresivas en la cara.
Jamás hubiese pensado en ponerse tetas de silicona o en hacerse una liposucción.
El secreto estaba en aceptarse a ella misma.
Eso sí, no quería lucir las melenas de sus ingles frente al hombre que, por mucho que le costase reconocer, le gustaba.
“Tal vez cuando llevemos diez años casados se haga a la idea”, pensó ella. Rápidamente rectificó: “¿Por qué narices tengo que pensar eso? Arg.” “Podríamos no casarnos”.
“Mierda”.
Después recordó la propuesta del spa. Álvaro aguardaba su respuesta.
– Está bien… Pero mañana quiero empezar a ver cosas – advirtió ella.
– A sus órdenes – rió él.
La escritora le lanzó el trozo de pan a la cara a modo de venganza.
Una venganza cariñosa.
Subieron cada uno a su habitación.
Irene rebuscó en su maleta hasta encontrar uno de sus bikinis. Era de color malva y se lo había comprado hacía cinco años de rebajas de finales de temporada en El Corte Inglés. Como no lo usaba mucho y además lo cuidaba muy bien, lavándolo después de cada chapuzón, aún se mantenía en perfecto estado.
***
Varias tumbonas mullidas y cubiertas con toallas blancas descansaban alrededor de una enorme piscina climatizada. Sólo había allí una pareja de ancianos que había venido a disfrutar de la jubilación.
Irene había estado nadando un rato y había pasado por una especie de jacuzzi de burbujas que, en lugar de relajarla, la había puesto muy nerviosa.
– Es que soy asmática – le dijo a Álvaro cuando tuvo que abandonar aquella bañera burbujeante –. Y siento como que me falta el aire… Me cuesta respirar con un millón de chorros golpeando mi cuerpo.
La escritora se sintió algo avergonzada en aquel momento. Tal vez fuese la única mujer sobre la faz de la Tierra a la cual las burbujas del spa le producían crisis asmáticas.
En fin.
Se encongió de hombros. “Álvaro lo tendrá que asumir”, pensó orgullosa para sí antes de recostarse sobre una de aquellas mullidas tumbonas.
Entonces el egiptólogo se sentó en la tumbona de al lado.
Ella le miró de soslayo. Álvaro tenía un torso bastante normal.
Era delgado, pero no se le marcaba ni un solo músculo. E incluso tenía cierto vello corporal que, gracias a Dios, no se había molestado en quitarse.
Le pareció un hombre muy natural, pese a que por fuera, con su gomina y su afán por la corbata y el traje, daba la impresión de ser obsesivo con su imagen.
Sin embargo, ahora no se lo parecía. Y, curiosamente, le gustaba. Le gustaba así, tal cual era.
Sin parecer un hombre sacado de un anuncio de Dolce & Gabbana – una imagen muy irreal y difícil de alcanzar para todos aquellos que se inflan a arroz y pollo en los gimnasios –.
Ella se estremeció. Álvaro la miraba fijamente.
– ¿Puedo hacerte una pregunta? – dijo él.
Irene se giró hacia él.
– Depende de cuál – respondió ella con una media sonrisa.
Pero Álvaro se mantuvo serio.
– ¿Por qué abandonaste la medicina?
A Irene aquella pregunta le resultó familiar. Sí, recordaba vagamente que él ya se la había hecho antes.
La noche que se besaron.
Pero ella no quiso responder. Y seguía sin estar segura de querer hacerlo.
– Mira que eres pesado – se le escapó a la escritora junto a un bufido.
– Es que no lo entiendo. De veras que he intentado comprenderte, pero no lo consigo. Es una profesión que puede ser bonita, estudiaste, le dedicaste tu tiempo y tu esfuerzo. ¿Por qué lo dejaste? – insistió él con pasión.
Irene suspiró, mirando hacia el infinito. Tenía la piel de gallina, su bikini estaba todavía húmedo y tenía frío.
Pensó que, tal vez, sincerarse y contar todo aquello que le pasó por la cabeza cuando su padre murió podría ser bueno para librarse de una vez por todas de aquel sentimiento de culpa que la carcomía día tras día.
– Mi padre murió de un cáncer diagnosticado mal y tarde – comenzó ella –. Yo no fui capaz de verlo.
Álvaro vio una pequeña lágrima que se deslizó de manera imperceptible por la mejilla de Irene.
– Continúa – pidió él –. Por favor.
– Cuando le vi tan inapetente… Y tan consumido… Con aquellos dolores de espalda, me alarmé. Y le pedí que fuese al médico, yo misma le llevaría a urgencias, le verían mis compañeros – ella contuvo el aliento momentáneamente antes de concluir con un leve –: pero se negó.
– Entonces no entiendo por qué te culpas – apreció Álvaro.
– Porque debí haber insistido… – musitó ella.
Irene se había sentado en la tumbona, cara a cara con Álvaro. Aún así, le rehuía la mirada. Estaba nerviosa, hacía mucho tiempo que no se abría de aquella manera con nadie.
– Seguramente no hubieses conseguido nada – afirmó él.
Ella negó con la cabeza, compungida.
Entonces el profesor se cambió de tumbona, dejándose caer a su lado, para poder pasar un brazo sobre los hombros de la escritora.
Irene se recostó sobre él, tratando de contener las lágrimas.
– Perdona… No quería ponerme así – dijo ella.
– Escucha – comenzó Álvaro –.
Irene lo miró, con los ojos empañados y muy atenta; como si él estuviese a punto de dar una de sus clases.
– Cada uno de nosotros sólo podemos responsabilizarnos de nosotros mismos. Podemos tomar decisiones sobre nuestra vida en base a nuestro conocimiento y experiencia… Pero no podemos interferir en la vida de los demás, por muy cercanos que sean, jamás podremos obligarlos a hacer algo que no quieran hacer… Aunque sea para bien. ¿Entiendes? Tú no tenías posibilidad de ayudar más a tu padre. Él no quiso recibir ayuda. Así que no debes sentirte culpable – terminó él.
Irene le observó de nuevo.
Se miraron a los ojos. Álvaro sonrió con ternura y ella se sintió reconfortada por sus palabras. Entonces, el profesor acarició el cabello de la escritora con suavidad.
– Gracias – susurró Irene.
– No me des las gracias – dijo él –. Sólo intenta dejar de sentirte culpable. Hazte ese favor a ti misma.
Ella asintió lentamente.
Y entonces, Álvaro la besó. Con delicadeza y cariño. Intentando transmitirle todo lo que sentía en aquel contacto.
Irene respondió.
Se abrazaron.
Y, después de unos veinte minutos de caricias y silencio, cada uno subió a su respectiva habitación. Habían quedado para cenar en una hora.
***
Una vez Irene se hubo puesto su vestido blanco de lino, elegante y sencillo al mismo tiempo, inspiró con profundidad y se dispuso a bajar al restaurante.
“Sólo es el primer día”, pensó… “Cómo será el último”.
Encontró a Álvaro sentado ya en una mesa para dos. Estaba guapo. Pero no porque se hubiese arreglado en especial.
De hecho, llevaba el pelo algo despeinado y se había puesto una camisa informal, algo arrugada, de color beige.
Estaba guapo porque de repente Irene lo veía así. Irresistible.
Tuvo que respirar despacio y contar hasta diez para controlar sus nervios antes de que él la viera.
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Y el siguiente! perdón el retraso, he estado una semana sin internet y sin tiempo para escribir ni editar ni nada!! :S
un beso!! ya queda menos para acabar el libro!
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