Capítulo 14
Llegó el esperado viernes.
Irene se había resignado a hacer la maleta el día anterior, por si las moscas acababa volando camino de Marrakech.
Le había dicho a Álvaro que se subiría en el avión con el objetivo de que, si éste se llegase a encontrar cara a cara con César, resultara creíble la pantomima.
Pero ella no quería ir a Marrakech. No quería dormir en el mismo hotel que Álvaro Ferreras y ni pasar más tiempo del estrictamente necesario a su lado.
“A quién quiero engañar”, pensó entonces. “Si me presento allí y luego le digo que no voy, me matará”.
Entonces Irene se sentó en la cama, al lado de su maleta rebosante de ropa. La miró: había introducido en ella varios vestidos finos, largos, primaverales. También había guardado ropa interior, la más nueva que tenía.
Unas sandalias, unas deportivas e incluso un bikini, por si había piscina.
La escritora reflexionó, aquella no era la maleta de una persona que no quería viajar.
– En el fondo, quiero marcharme… Y cuanto más lejos mejor – se sorprendió a sí misma diciendo en voz alta.
Pero Álvaro…
Quizás había llegado el momento de arriesgarse.
De volver a vivir. De demostrarse a sí misma que se merecía darle una oportunidad al amor. O por lo menos, a pasar una semana agradable en compañía de un hombre que le despertaba cosas.
– Cosas – susurró ella.
Sonó el timbre. Eran las siete y media de la mañana e Irene sabía que César Echegaray la estaba esperando en la calle.
Agradeció porque el neurólogo no hubiese insistido en subir a su casa.
Después cerró la maleta – tuvo que sentarse encima de ella –, se ató los cordones de las deportivas y revisó que todo en el apartamento estuviera en orden: fuegos apagados, gas apagado, caldera apagada y todo lo que fuese susceptible de incendiarse: apagado.
Luces apagadas.
Y salió de casa.
Cerró la puerta con cuatro vueltas de llave y llamó al ascensor.
Se sorprendió a sí misma al encontrar ciertos retortijones en su estómago: nervios. Ansiedad. Y también se dio cuenta de que tenía ganas de ver a Álvaro.
Tal vez para zarandearlo y estrangularle por tener la idea de llevarla de viaje sin preguntar primero, pero las ganas de verlo estaban ahí. Se encogió de hombros. Contradicciones de la vida.
Según bajaba en el ascensor y recordaba que César la esperaba en la calle, las mariposas de su estómago desaparecían y se transformaban en bloques de hormigón Muy pesados.
Como Echegaray.
– Qué guapa estás – fue lo primero que el neurólogo dijo al verla.
Ella captó al vuelo el peloteo.
Su rostro de recién levantada sin maquillar y su moño mal hecho no le hacían parecer la mujer más hermosa del planeta.
“O está ciego o miente como un bellaco”, pensó ella mientras sonreía por cortesía y dejaba que César cogiese su maleta para meterla al maletero.
Irene pensó que aquel hombre debía de tener mucho empeño en tener algo con ella.
Por la razón que fuera.
Le observó. Con camisa de rayas, ajustada y unos pantalones de pinzas.
“Va hecho un pincel para ser tan temprano”, pensó ella conteniendo una sonrisa.
Después le observó conducir, de camino al aeropuerto.
Entonces pensó que el encanto que tenía Álvaro para saltarse los semáforos era único: lo hacía con suavidad. De manera natural.
César, por el contrario, aceleraba el coche bruscamente, como para demostrar que aquel cacharro tenía todo el motor que a él le faltaba.
Era muy agresivo conduciendo. Los volantazos sobresaltaban a la escritora, quien se veía obligada a mantener una conversación superficial con el neurólogo.
– Entonces, ¿vais Álvaro y tú solos? – preguntó César antes de aparcar.
Irene había procurado no tocar aquel tema. No quería echar leña al fuego.
Simplemente estaba tratando de poner distancia y tierra entre Echegaray y ella. Estaba siendo cordial, pero fría. Amable, pero distante.
La escritora había tenido tiempo para reflexionar aquel par de días acerca de cómo ser elegante dando calabazas a César.
Era un hombre que, pese a su chulería y cierta soberbia, no parecía tener mal fondo.
Pero era la clase de persona que a Irene no le atraía en absoluto. Y de ello se había dado cuenta en el momento que había ido a cenar con él. Sólo que había querido esperar a conocerle mejor.
Para no prejuzgarle.
O tal vez para darle celos a Álvaro.
– Sí, vamos él y yo. Espero que el viaje me aclare las ideas – terminó por decir ella.
– Cuando vuelvas… Podríamos hacer algo juntos. Me gustas mucho Irene – dijo entonces él.
El coche aún se encontraba en doble fila y César la miraba fijamente.
Una encerrona.
“¡Debería estar prohibido presionar a la gente así!”, pensó ella.
Sin responder, Irene bajó del coche y caminó hacia el maletero para descargar su equipaje.
Él se bajó también y se aproximó.
– Sé que soy muy insistente. Pero entiéndeme. Pocas personas significan tanto para mí – dijo entonces él.
Ella enarcó una ceja.
– Apenas nos conocemos – repuso la escritora –. Me caes muy bien, pero no lo suficiente como para tener una relación… – al ver la expresión decaída de César, ella añadió – : Eres un buen hombre, pero no puedo darte lo que me pides.
– Entiendo – musitó él –. Acabo de hacer el ridículo.
Irene no comprendía como una persona adulta, civilizada y madura no alcanzaba a comprender según qué cosas. “Que haga el favor de no victimizarse”, suplicó la escritora para sus adentros.
– No quería ser tan brusca. Perdóname.
– Sé que me has estado evitando. Al menos podrías decirme ¿qué he hecho mal?
Ella le miró, con los ojos como platos.
– Esto no se trata de hacer las cosas bien. Se trata de que no siento nada por ti. Y no porque tengas ningún defecto, es sólo que no puede ser – dijo ella.
Era extraño, siempre evitó enfrentarse a aquel tipo de situaciones, pero ahora que por fin le plantaba cara a aquel hombre y decía claramente lo que pensaba de la situación, Irene se sentía mucho mejor.
Algo estaba cambiando en ella.
Intentó besarla e Irene se apartó.
– Déjalo ya, por favor – insistió la escritora –. Estoy segura de que hay muchas mujeres que estarían encantadas de salir contigo.
– Pero tú no – continuó él –. ¿Por qué?
Ella quiso rodearle el cuello para comprimirle los senos carotídeos y causarle un desmayo transitorio. “Con suerte se callaría”, pensó.
– ¡Irene! – se escuchó una voz masculina que gritó desde una distancia de unos cinco metros.
Ambos se giraron. Álvaro Ferreras corría hacia ellos arrastrando una pequeña maleta gris.
Cuando llegó a su altura, le dio un beso en la mejilla a la escritora, quien enrojeció momentáneamente.
– Tenemos que facturar las maletas – dijo él –. Buenos días…
El egiptólogo le tendió la mano al doctor Echegaray, fingieno de paso que no se acordaba de su nombre.
– César – completó el neurólogo.
– Me alegro de verle – mintió Álvaro con una gran sonrisa de triunfo.
El profesor se sentía como si estuviese rescatando a una dama en apuros.
Una dama que había decidido viajar en chándal a Marrakech. “Querrá ir cómoda”, pensó él.
– Ya hablaremos – sentenció César antes de volver a meterse en el coche.
Ella evitó mirarle directamente y suspiró de alivio cuando el Porsche desapareció del lugar.
***
Irene sonrió con sarcasmo mientras observaba el panorama a través de la ventanilla del avión.
Álvaro la observaba.
– ¿Por qué has decidido venir? – se arriesgó él a preguntar.
Ella se giró y le miró fugazmente.
– Era la única manera de darle largas a Echegaray – respondió Irene conteniendo la risa.
Él frunció el entrecejo y cogió la barbilla de ella para obligarla a que se mirasen a los ojos.
– Pues conmigo nunca has tenido dificultades para darme largas. A todo me dices que no – susurró él observando los labios de ella.
Irene sintió que su respiración se aceleraba.
– Porque siempre te las apañas para darle la vuelta a la tortilla… Así que qué más da lo que te diga – repuso ella, tratando de cortar aquella situación.
– Ya entiendo. Cuando dices que no, es que realmente es un sí. Y cuando dices que sí, es que realmente es no.
– A César le acabo de decir que no – dijo ella firmemente.
– Uf – rió Álvaro –. Entonces ha tenido que ponerse muy pesado.
Ambos rieron.
Entonces Álvaro decidió que era hora de coger el toro por los cuernos. Pasó el brazo sobre los hombros de ella y la obligó a recostarse sobre su regazo.
– ¡Eh! – se quejó ella, tratando de evitar sonreír a toda cosa.
– Tienes que dormir, tus ojeras son espantosas – dijo él mientras le acariciaba el cabello.
Irene pensó en apartarse, pero tuvo que reconocer que el calor del cuerpo de Álvaro y la ternura con la que la sostenía, hacían de aquel lugar un sitio bastante confortable para cerrar los ojos y dejarse llevar. Le gustaba sentir los latidos de su corazón y el ritmo de su respiración: la relajaba.
– Tienes que leer las cien páginas que he escrito – musitó la escritora antes de abandonarse al sueño.
Álvaro la observó mientras ella respiraba profundamente. Se había acurrucado en sus brazos y de pronto, Irene le pareció tierna, dulce y débil. Como una mujer delicada a la que él tenía que proteger.
Entonces se dio cuenta de que, en realidad, era él quien la necesitaba a ella.
***
Aterrizaron al fin.
Irene se desperezó mientras Álvaro le colocaba con suavidad los mechones de cabello que se habían escapado de su moño.
Ella fingió ignorar aquel gesto, pero le aceleró el corazón.
Ambos bajaron del avión y se encaminaron hacia la terminal del aeropuerto, donde tuvieron que esperar a que la cinta de equipajes trajera sus maletas.
– ¿Qué es lo que vas a enseñarme de Marrakech, profesor? – preguntó ella con una sonrisa pícara.
Él adoptó una expresión pensativa, de concentración.
Parecía tomárselo en serio.
– Primero te diré que Marrakech se fundó en el año 1062… Y fue la capital de Marruecos hasta el año 1911 que pasó a ser Rabat.
– Oh – respondió ella, sin saber qué decir –. Cuéntame más.
– En Marrakech vivieron almorávides, almohades, y benimerines. Después llegaron los Wattasi y por último los Jerifes, descendientes de Mahoma. Todos llegaron al poder a base de guerras.
– Qué violentos – susurró Irene con cierto sarcasmo.
– Era la manera que había entonces de convocar elecciones – rió él.
Ella le miró de soslayo.
Sus miradas se encontraron súbitamente pero ninguno de los dos dijo nada.
– Las ruinas del palacio Badi son mis favoritas – dijo el profesor unos minutos después –. En las mezquitas no podemos entrar, puesto que no somos musulmanes. Y el resto de las construcciones son bastante recientes, en comparación.
– ¿Y cuál es el problema? ¿Sólo te gustan las cosas que tienen por lo menos quinientos años? –preguntó Irene, curiosa.
– Me gustan las cosas que no conozco bien. Me gusta investigar todo aquello que se escapa a mi entendimiento. Como tú, eres infranqueable… – añadió él, a sabiendas del efecto que podrían causar aquellas palabras.
Irene arrugó las cejas. Entonces las maletas de ambos aparecieron en la cinta y la conversación se extinguió.
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