Capítulo 13
Irene llevaba ya dos semanas encerrada en su apartamento, tratando de ponerse al día con la novela egipcia que se había comprometido a escribir.
No había contestado a las llamadas de Álvaro, ni tampoco de Jesús.
El doctor Echegaray aún la buscaba, pero ella no estaba segura de la oferta que éste le había hecho. Porque… ¿qué pretendía obtener a cambio?
¿Le hubiese propuesto investigar con él si ambos no estuviesen en una especie de relación semisentimental?
– Quiere sexo – dijo de pronto la escritora, rompiendo el silencio que la rodeaba.
Resopló y bebió un sorbo de agua. Su salón se hallaba en una cómoda penumbra y la principal fuente de luz no era otra que la de la pantalla de su ordenador portátil.
Dejó a sus dedos descansar durante unos minutos. Observó que ya llevaba cien páginas escritas.
Cien páginas que habría que reescribir, editar y a las que Álvaro tendría que echar un vistazo para completar detalles que ella era incapaz de añadir por su falta de conocimientos acerca de historia egipcia.
Álvaro…
Lo cierto es que no había pasado una noche en la que no recordase aquel beso… Y aquella mirada de ternura que él le había dedicado en ese aula vacía…
Por eso había decidido alejarse durante unos días. No quería verle.
Estaba asustada de todo lo que él le hacía sentir. Se le antojaba demasiado fuerte. Como si se tratara de una de sus protagonistas enamoradas y sufridoras natas.
– Es solo un capricho – se dijo en alta voz –. Es un hombre atractivo, tiene dinero y un buen trabajo. Cualquier mujer se plantearía tener una relación con él.
“A pesar de lo prepotente que es a veces”, completó para sus adentros.
Miró el reloj. Eran las seis de la tarde y se sentía absolutamente incapaz de escribir ni una letra más.
***
Álvaro se había arriesgado.
Las posibilidades de que Irene rechazara la idea de viajar con él a Marruecos eran muy altas. Pero debía intentarlo. Ya había comprado los billetes y reservado el hotel.
Estaba dispuesto a intentar hacerla feliz.
Se bajó del coche y caminó despacio, relatando en su mente las palabras exactas que le diría a la escritora cuando ésta le abriese la puerta de su casa.
Transcurridos unos minutos, llegó al portal y pulsó el botón metálico del portero automático.
Contuvo el aliento.
***
Irene se sobresaltó al escuchar el timbre. No esperaba ninguna visita.
Su madre se había marchado a Benidorm con sus amigas y Claudia no había dicho nada de ir a verla en el último mes.
Álvaro tampoco había avisado. Ni Jesús.
Por un instante tuvo miedo de que fuese César Echegaray que el que estuviese llamando a la puerta. No tenía ganas de verle ni de darle explicaciones acerca de por qué no respondía a sus llamadas.
– Sí – dijo ella.
– Irene, soy Álvaro… ¿Me abres? – preguntó él con suavidad.
Ella notó su corazón rebotando contra su pecho. Trató de respirar al tiempo que pulsaba el botón verde que abría la puerta del portal.
En un escaso par de minutos se encontraría frente a ella un hombre al cual no sabía ya cómo tratar.
Habían ocurrido demasiadas cosas – y otras tantas que sólo habían sucedido en su imaginación – que le impedían hablarle como a un simple compañero de trabajo o conocido.
Ni siquiera podía verle como a un amigo.
Sonó el timbre.
Irene cogió aire antes de, vestida con un chándal gris y arrastrando unas zapatillas rosas, abrirle la puerta al hombre al que ya no se atrevía a mirar fijamente.
– Qué tal – saludó ella tímidamente al ver a Álvaro por primera vez en tantos días.
Se regañó mentalmente por ser tan poco original.
– Ya te echaba de menos, no sé qué sería de mí sin ese chándal gris – dijo él con una sonrisa de medio lado.
Irene entonces se atrevió a mirarlo. Pensó que tal vez, tantísimo tiempo sin verle, le había hecho idealizarle más de la cuenta en su cabeza. Ya casi había olvidado los comentarios picajosos y desagradables del profesor.
– Estoy en mi casa, me visto como quiero – argumentó ella con un ligero tono amenazante en la voz.
Álvaro sonrió y entró en el pequeño apartamento. Sabía cómo romper el hielo. En el fondo adoraba aquel carácter tosco de la escritora y sabía muy bien como explotarlo en su favor.
Irene cerró la puerta.
– Tengo cien páginas escritas, cuando quieras te las lees y las corriges – dijo ella con carrerilla –. He hecho café, ¿quieres?
Observó el traje azul oscuro que vestía el profesor, su corbata oscura y su cabello ligeramente desordenado, con una pizca de gomina.
Y de pronto, la escritora se sintió enrojecer.
Él no respondió. Se limitó a sentarse en el sofá y a observarla con una mirada traviesa.
– He dicho que si quieres café – repitió ella subiendo un poco la voz.
Álvaro echó a reír.
– ¿Qué te pasa? ¿Has venido a reírte en mi cara? – preguntó Irene, incrédula.
– Ven, siéntante a mi lado. Tenemos que hablar.
Ambos se observaron durante unos instantes. Pero al final Irene cedió y se dejó caer al lado de Álvaro.
– Escucho – dijo ella mirando al suelo.
El profesor inspiró profundamente. Tenía que ser directo y decidido, pero sin parecer que quisiera presionarla. Irene era muy suya y en cuanto se sintiese acorralada saldría huyendo, cual hámster.
– He pensado que podría interesarte viajar…
– ¿Viajar? ¡Estás loco! ¿Y el libro? No me va a dar tiempo a terminarlo – le interrumpió ella a voces.
– ¿Quieres relajarte? – dijo él, tratando de armarse de paciencia.
Álvaro, en un acto instintivo, alargó su mano hacia la mejilla de ella. La acarició suavemente. E Irene, lejos de alejarse, inclinó su cara hacia aquel contacto.
– Llevas mucho tiempo sin salir de aquí, ¿me equivoco? – preguntó él con ternura –. Parece que en cuanto puedes te refugias bajo las mantas del resto del mundo.
La escritora asintió y contuvo las lágrimas. Después se enfadó consigo misma por ser tan vulnerable y sensible, y sobre todo por mostrarse tan débil ante Álvaro.
Pero se sentía tan falta de energía, tan sola… Sin ganas de nada.
– Es que cuando me pongo a escribir, desconecto del mundo – se excusó ella.
– Eso ya lo sé – respondió él sonriente –. Por eso estoy aquí, para sacarte de casa, aunque sea agarrada por los pelos.
– ¿Y cuál es tu genial idea? ¿Vas a llevarme al museo otra vez? – preguntó ella, quien aún mantenía la mano del profesor junto a su mejilla.
Álvaro sonrió ante aquellas palabras, en realidad Marrakech podría ser un museo gigante y al natural… Después, el egiptólogo se recreo en la piel suave del rostro de Irene, quien sostenía su mano contra ella.
Ambos eran conscientes de aquel contacto, pero no hablaron de ello.
– He comprado dos billetes para ir a Marrakech. Sólo cinco días. Así verás cosas nuevas, gente, saldrás… E incluso te servirá para inspirarte y escribir a la vuelta con más ganas – argumentó él utilizando un tono conciliador.
Entonces ella se retiró de la mano de Álvaro y se apartó ligeramente de él, sin llegar a levantarse del sofá.
– No lo sé… No creo que sea buena idea – dijo ella de pronto.
¿Qué haría Irene a solas con Álvaro en un hotel? “De ninguna manera”, pensó ella. “¿Pero y si tiene razon? ¿Y si vuelve la inspiración?” trató irene de recapacitar.
Le observó.
Estaba muy guapo.
Y se preocupaba mucho por ella. Tal vez demasiado.
– Prométeme que al menos lo pensarás – pidió Álvaro, al observar la reacción tan evasiva de la escritora.
– Lo pensaré – dijo ella –. Pero me temo que al final voy a tener que decirte que no.
Álvaro contuvo sus ganas de salir de aquella casa dándole un gran portazo a la puerta. ¿Por qué tenía que ponérselo tan difícil?
¡A qué mujer en este mundo no le gustaba viajar a todo tren!
– Vamos a un buen hotel, tendremos un guía… Es una oportunidad Irene. Aprovéchala – dijo él.
Álvaro de pronto pensó en Marta y en el millón de mujeres que había conocido que se parecían tanto a ella.
Cualquiera de todas aquellas féminas hubiese saltado al cuello del egiptólogo si éste les hubiese propuesto semejante oferta.
Pero no.
“Irene no”. “El deporte preferido de Irene es el de llevarle la contraria a todo el mundo”, pensó él, cabreándose por momentos.
– Da igual, Álvaro. Yo tengo que escribir. Y estoy agobiada. Tal vez ni siquiera disfrute del viaje. Olvídalo.
Entonces, el egiptólogo, que ya estaba llegando a su límite de paciencia, se levantó del sofá y caminó hacia la puerta.
La abrió.
Irene le observó, impotente. Sabía que estaba enfadado, pero aún así ella no iba a ceder.
No iba a marcharse de viaje con un hombre por el cuál sentía cosas extrañas y con el que podría, fácilmente, perder el control.
– El vuelo sale dentro de dos días, el viernes… Estaré atento al teléfono por si cambias de opinión – dijo él antes de dar aquel sonoro portazo con el que llevaba ya unos minutos soñando.
Irene se sobresaltó ante aquel ruido.
Y después dejó caer un par de lágrimas.
El resto del día fue tranquilo. Las horas transcurrieron para Irene mientras ésta, sentada en su sofá y con una manta por encima, se dejaba consumir viendo documentales en el Discovery Max.
Las extravagantes teorías de alienígenas ancestrales, con suerte, terminarían por ayudarla a dormir aquella noche.
El portátil se apagó solo, se gastó la batería e Irene se sintió incapaz de de conectarlo de nuevo.
No comprendía que ocurría con sus fuerzas. La estaban abandonando.
Entonces, cuando dieron las diez de la noche y ella aún continuaba lamentando su falta de inspiración en el sofá, comenzó a vibrar su Blackberry sobre la mesita de café.
Decidió ignorarla.
Pero cuando, pasados diez minutos, el aparato continuaba sin callarse, Irene se dio cuenta de que tenía que ver de qué se trataba. Tal vez hubiese algún problema familiar. O quizás habría muerto alguien.
Número desconocido.
Lo cogió.
– Hola Irene, soy César Echegaray… Hace mucho que no hablamos.
Ella resopló.
César Echegaray también era un muerto.
Otra clase de muerto.
– Hola… – respondió ella sin mucho interés.
Lo cierto era que la escritora había reflexionado acerca de entrar a formar parte de un equipo de investigación con el doctor Echegaray.
Y su conclusión había sido la siguiente: “si no me quisiera meter en su cama, tampoco me querría en su equipo”. Y decidió que no trabajaría con un hombre con el cual estuviese saliendo (o hubiese salido). Porque la escritora ya no tenía nada claro que entre el neurólogo y ella existiese ninguna clase de relación sentimental. Al menos, no por parte de Irene.
– Es que, me he cambiado de número, guarda éste. Con el que te acabo de llamar, ¿de acuerdo?
– De acuerdo. Buenas noches, César – quiso colgar ella.
– ¡Espera! – gritó él –. También quería proponerte algo.
Irene puso los ojos en blanco. Desde luego, fuese lo que fuese, diría que no.
– Escucha, no creo que sea buen momento – advirtió ella, procurando suavizarle el golpe al doctor Echegaray.
– Es una tontería. Es solo que he comprado entradas para que vayamos juntos a la ópera, el viernes.
– Pero, las has reservado… ¿no?¿No las habrás comprado? Son carísimas – dijo ella con el corazón en un puño.
No quería ir con César a la ópera, claro que no. Pero se había gastado tanto dinero en las malditas entradas que quedaría como una desagradecida si no accedía a ir con él.
– Sí, claro que las he comprado. Quería darte una sorpresa. Como llevas tantos días desaparecida…
“Piensa, Irene…”.
– Es que, verás… El viernes me voy de viaje a Marrakech… Es un viaje de trabajo – añadí.
Irene escuchó silencio al otro lado del teléfono. Rezó porque César se lo hubiese tomado bien.
Porque, a pesar de que no quisiera salir con él, no dejaba de ser una persona que estaba intentando amablemente acercarse a ella – tuviese las intenciones que tuviese –.
– Vaya… Entonces ha sido culpa mía, por no preguntarte primero.
– No te preocupes. Ya hablaremos – contestó ella tratando de no alargar más aquella conversación.
– ¡Espera Irene! No cuelgues. Si quieres puedo llevarte al aeropuerto el viernes – dijo él.
La escritora abrió mucho los ojos. Y tragó saliva. Respiró hondo y se apresuró a responder.
– No será necesario, de verdad. No te preocupes.
– Insisto, Irene. Tengo muchas ganas de verte.
– De verdad, César, creo que no deberías molestarte – la escritora cruzó los dedos.
– ¿A qué hora sale el avión? – preguntó él.
Aquella pregunta amenazaba con desmontar toda su mentira.
Entonces se le ocurrió.
– Espera que voy a mirar el billete, estoy algo despistada. No cuelgues – dijo ella.
Irene se incorporó rápidamente del sofá y se fue a la cocina. Entonces, marcó el número de móvil de Álvaro desde su teléfono fijo, mientras la Blackberry reposaba en el sofá, boca abajo para que César Echegaray no pudiese escuchar la conversación entre la escritora y el egiptólogo.
Sonaron dos timbrazos y Álvaro respondió.
– Diga.
– Álvaro, soy Irene… Te llamo desde el teléfono de casa.
– ¿Has pensado lo del vuelo? – preguntó él rápidamente.
– Sólo quería preguntarte que a qué hora sale el avión – gruñó ella –. Pero no significa nada.
– Ya… – dijo él mientras reía –. Sale a las nueve de la mañana.
– Muy bien – dijo ella.
Y le colgó.
Entonces Irene saltó sobre el sofá y cogió de nuevo la BlackBerry.
– Sale a las nueve de la mañana – dijo ella –. De hecho creo que el otro día ya encargué un taxi para esa hora.
– No pasa nada, yo iré a las siete y media a recogerte – dijo César.
– No, no vengas César. No. No es necesario – insistió ella.
– Hasta el viernes entonces – rió él.
Y el neurólogo colgó.
Entonces Irene, agarró con fuerza uno de los cojines de su sofá, sumergió su cara en el terciopelo blandito y gritó unos cuantos insultos en voz alta.
“Ahora sí que voy a tener que ir a Marrakech”, se temió ella.
– Esto me pasa por gilipollas. Con lo fácil que hubiese sido decir que no y punto – dijo en voz alta.
El silencio de las paredes de su apartamento le dio la razón.
Entonces llamó por teléfono a Álvaro y le bufó:
– Iré.
Escuchó el silencio de él.
– ¿Y si yo ahora no quiero ir contigo? – preguntó él con un tono amenazante.
Irene sentía que el mundo se le caía encima. En cierto modo, sólo había decidido ir al viaje porque César la había presionado mucho.
Sin embargo, Álvaro no sabía que el verdadero motivo de que Irene no quisiera viajar con él era precisamente que estaba asustada ante la idea de acabar con él, en una cama, enamorada y destruida.
– ¡Y una mierda! – le gritó ella al auricular del teléfono –. ¡Vas a ir conmigo y punto! ¡A tomar por el culo!
– ¡Relájate por Dios! Era una maldita broma – dijo él cuando la escuchó tan histérica –. Tienes que estar en la terminal dos a las ocho de la mañana. ¿Quieres que te recoja?
– ¡No! ¡Ni se te ocurra recogerme! – gritó ella exaltada.
“Ya solo faltaba que se encontrasen estas dos criaturas en la puerta de mi casa: el neurólogo/neurótico y el profesor chiflado. La película.”, pensó ella para sus adentros.
– De acuerdo mandona. Te espero allí – dijo él con ternura.
Y el egiptólogo colgó.
***
Álvaro sabía que aquellos gritos de Irene y su repentina necesidad de ir a Marrakech tenían que tener un motivo muy concreto.
Pero él se lo agradeció al cielo igual.
Al final, tendría la oportunidad que necesitaba para hacerla reaccionar ante sus sentimientos.
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