Capítulo 12
Las huelgas de estudiantes son, cuanto menos, sorprendentes, más que nada porque su sueldo no existe, así qué, ¿quién queda perjudicado porque los estudiantes falten a clase además de ellos mismos?, se preguntaba Álvaro mientras caminaba bajo la lluvia en dirección al aulario.
Aún más sorprendente era, sin embargo, que existiesen profesores que acudieran a sus clases para explicarle el temario a las paredes (dado que los alumnos al estar en huelga, han decidido no aparecer por allí).
Álvaro era uno de esos profesores.
No quería perder un día entero de sueldo por negarse a ir a trabajar. Bastante cara estaba ya la vida como para desperdiciar unos pocos cientos de euros.
Se adentró en aquel edificio desierto y caminó hacia su clase. Abrió la puerta y se adentró en la estancia con paso decidido.
– Buenos días – le dijo al único estudiante que se hallaba sentado en aquella inmensa aula –. Gracias por venir.
Aquel chico de piel oscura y cabello negro tenía unos cascos de color pistacho puestos sobre sus orejas y a tal volumen, que desde unos tres metros de distancia, Álvaro podía escuchar el reggaeton que emanaba de ellos.
De repente, aquel alumno se percató de que tenía compañía.
– Yo no vengo a clase, vengo a estudiar porque la biblioteca está hasta arriba de gente –. Dijo él.
Álvaro enarcó ambas cejas, no obstante, decidió encender el ordenador y proseguir adelante.
Además, aún faltaba alguien importante por llegar… Alguien que, con suerte, no estaría en huelga aquella mañana.
Si es que anoche no ocurrió nada de lo que deba arrepentirse.. Otra vez… Pensó él con preocupación.
Sin embargo, dos minutos más tarde, una mujer con botas de agua y pelo chorreante, con aspecto de acabar de pasar bajo la ducha, irrumpió en el aula y masculló un agrio “buenos días”.
– Llegas tarde – dijo Álvaro mientras encendía el cañón.
En cuestión de segundos las diapositivas aparecieron en el telón blanco que había frente a la pizarra.
Irene no respondió.
Álvaro Ferreras dijo, con un matiz de irritación en su voz:
– Hoy toca hablar de la estructura familiar.
Irene tomó asiento cerca de aquel chico de los cascos verdes. Se quitó su cazadora de cuero y sacó un cuaderno y un bolígrafo para tomar apuntes.
Tuvo un pequeño deja-vu. Por un instante creyó haber regresado a las clases de la facultad. Una sensación de calidez acompañó a aquel recuerdo.
Sus colegas, sus padres – ambos –, las prácticas, la primera vez que vio un cadáver… Todas aquellas situaciones se sucedieron en su mente a gran velocidad. Después regresó junto con Álvaro Ferreras y escuchó algo acerca de las madres egipcias.
Irene apuntó la fecha en su cuaderno.
– ¿Te estás enterando? – preguntó Álvaro de repente.
Ella se sobresaltó.
Miró a su alrededor y comprobó que, efectivamente, se dirigía a ella y no al chico del electrolatino.
– Lo suficiente – respondió ella tajante.
Álvaro no lo soportó más.
Se lo había estado callando. Se había contenido estoicamente y había tratado de ser profesional.
Pero se acabó.
– ¿Qué pasó anoche? Responde, Irene – preguntó con agresividad.
Ella elevó la mirada del papel y se encontró con los ojos verdosos de Álvaro que tenían una expresión a medio camino entre la exigencia y la súplica.
– ¿Disculpa? – dijo ella sin dar crédito a lo que oía.
Álvaro descendió de la tarima y caminó hacia la escritora, que se encontraba sentada en la tercera fila de asientos.
– No me gusta ese tío – dijo él –. Y a ti tampoco debería gustarte.
Irene se levantó y le fulminó con sus ojos castaños.
– No te importa lo que hago o dejo de hacer – dijo ella.
Álvaro negó.
– Sí me importa.
Ella notó el aliento del profesor sobre su frente. Otra vez sintió que una extraña corriente eléctrica recorría su estómago y se desplazaba hasta sus brazos. Tanto que incluso dolía.
– ¿Ah, sí? ¿Y a Marta también le importa mi vida? Porque creo que está dispuesta a experimentar mucho con el sexo, según lo que dijo ayer – espetó Irene de golpe.
Se sintió extrañamente aliviada tras exteriorizar aquel pensamiento.
Parte de la noche había estado meditando – y comiéndose las uñas – acerca de por qué narices Álvaro había elegido a una mujer tan escasa de neuronas para salir con ella.
Él volvió a aproximarse a Irene tal y como lo había hecho la noche anterior.
– A mí Marta no me importa – dijo él.
La escritora fue consciente de lo que el egiptólogo trataba de decirle.
Su cercanía, sus manos sobre su espalda y cintura… Su tacto, su aliento.
Ella desvió su mirada y giró la cabeza hacia otro lado. Tembló.
– Es mi vida, Álvaro. No te metas.
Él apretó los puños, sin retirar los brazos del cuerpo de Irene.
– No entiendo cuál es tu problema… – dijo él con desesperación.
Ella aún recordaba la mentira. Y también recordaba cómo habían terminado las cosas con sus dos novios anteriores.
– ¡No entiendo cuál es el tuyo! ¿¡Por qué no me dijiste que me habías besado?! ¡Me mentiste, Álvaro! – gritó ella de repente.
No fue capaz de callarlo durante más tiempo.
Álvaro empalideció. No había previsto aquello.
– No quise confundirte más – se excusó él –. Estábamos los dos distintos, extraños… Te desmayaste. Me pareció precipitado.
Irene cerró los ojos y dejó escapar una pequeña lágrima.
Las manos de Álvaro sobre su cintura quemaban.
Entonces le miró.
– No es una buena idea. No lo es. No… lo es – decía ella bajando cada vez más el volumen de su voz.
Álvaro no quería reconocer que la verdadera razón por la que había ocultado los sucesos de aquella noche era que no quería que Irene le viese como un aprovechado.
No quería que nada más se interpusiera entre ambos.
La observó.
Irene parecía estar sumida en un debate interno. Entonces la atrajo hacia así y dejó que ella apoyara la cabeza en su pecho.
– Lo siento mucho, es tu vida y no tengo derecho a meterme en ella – dijo él, resignado.
Irene le rodeó con sus brazos y se dejó llevar por aquel momento.
Estaba confundida, enfadada, estresada – por la novela que tenía que escribir y no estaba escribiendo – y emocionalmente desorientada.
Sintió aquella corriente eléctrica de nuevo, en sus pies… En su vientre.
Quiso separarse de él, pero le resultó imposible.
Él respiró con fuerza sobre su pelo.
Durante un minuto, ambos permanecieron en silencio y abrazados, sumidos en un mar de nuevas sensaciones.
Entonces Irene recapacitó. No estaba preparada. Es más, tenía miedo.
No sabía qué le estaba ocurriendo, y no quería exponerse a que le hiciesen más daño.
Y su padre. Recordó a su padre. Aún no lo había superado.
Definitivamente, abrazar a Álvaro Ferreras no era lo mejor que había hecho en su vida.
Le soltó.
Y trató de distanciarse unos centímetros.
– Creo que la clase ha terminado – susurró él.
El egiptólogo tuvo por un instante la necesidad de acariciar uno de aquellos mechones oscuros. Pero se contuvo.
Era mejor no forzar las cosas.
Ella le sostuvo la mirada. Después asintió lentamente con la cabeza. No pudo disimular su respiración acelerada. Su pecho ascendía y descendía rápidamente.
Él se percató de ello.
– ¿Quieres que te lleve a casa? Tal vez podríamos empezar a organizar algunos capítulos de tu novela – dijo él.
Despacio, fue retirando las manos de la cintura de Irene. Se alejó unos diez centímetros de ella y trató de recuperar la actitud profesional… Esa actitud que había perdido hacía ya un buen rato.
– He quedado, vienen a recogerme a la universidad… Tal vez mañana.
Álvaro frunció el entrecejo, pero se abstuvo de preguntar. Tenía que dejarle espacio a Irene o la espantaría.
De pronto sintió miedo de que eso pudiera ocurrir.
Irene recogió su cuaderno y sus bolígrafros. Los metió en su bolso y después se puso la cazadora.
Álvaro se dirigió hacia el ordenador y, tras cerrar la ventana del Power Point, lo apagó.
Irene salió del aula y le esperó fuera. Álvaro apagó la luz y cerró con llave.
Ninguno escuchó los gritos de aquel chaval que se había quedado encerrado.
Caminaron juntos y en silencio hacia la salida. Irene suspiró al ver que diluviaba. La lluvia caía con más fuerza que cuando entró en el aulario hacía más o menos una hora.
Ninguno de los dos llevaba paraguas.
Se miraron por un instante.
– Irene… – comenzó a decir Álvaro.
Ya no sabía cómo hablar con ella. De qué hablar con ella. Si hacía bien en hablar con ella… De repente tenía tantas dudas. Tanta inseguridad.
Ella le miró interrogante.
– ¿Seguro que no quieres que te acerque a alguna parte?
Irene sonrió con dulzura y musitó un suave “no, gracias”.
Él se paralizó ante aquel gesto.
Entonces un hombre que al egiptólogo le resultó desagradablemente familiar, atravesó las puertas acristaladas del edificio.
– ¡Irene! – dijo el doctor Echegaray entusiasmado.
La escritora le hizo un gesto con la mano. Después se retiró uno de sus mechones para colocarlo detrás de su oreja.
Álvaro les observaba a ambos alternativamente.
Y entonces se enfadó.
Ella había vuelto a quedar con él. Con ése. Con el neurólogo.
Con el neurólogo al que le gustaba experimentar con el sexo a lo Christian Grey – según lo que había dicho la noche anterior–.
Qué asco, pensó Álvaro.
El egiptólogo apretó la mandíbula cuando vio a aquel hombre darle dos besos a Irene.
Ella tampoco tenía buena cara.
Se está haciendo daño, pensó él.
Apretó uno de sus puños y cerró su mandíbula aún más fuerte. Una vena se marcaba levemente en su sien izquierda.
– Que paséis un buen día – dijo con tono cortante antes de salir despavorido de aquel lugar.
Irene observó a Álvaro con impotencia. Sintió un extraño pinchazo en el pecho cuando le vio desaparecer tras las puertas.
– Tengo el coche aquí cerca – dijo César Echegaray interrumpiendo sus pensamientos.
***
– Éste es fabuloso… – comentó César.
Ella asintió sin ganas. Simplemente se trataba de otro cuadro. O más bien de un lienzo repleto de garabatos que en teoría encerraban un significado profundo acerca de la vida y de las cosas.
Un significado, que Irene no atinaba a descifrar. Aunque tampoco le quitaba el sueño.
El viaje en coche había sido incómodo. Para ella sobre todo.
Él le había estado hablando acerca de lo bien que lo había pasado la noche anterior en la cena y de la cantidad de trabajo que tenía en el hospital.
Ella había asentido a todo y había hecho los típicos comentarios de: “Ah, estupendo”, “Ajá”, “¡Vaya!”…
Lo que más deseaba era marcharse a su casa y pensar. Pensar y pensar.
Dejarse llevar por sus pensamientos hacia lo que le estaba sucediendo con Álvaro y reflexionar acerca de cómo podía evitarlo.
Pero no…
– Sí, tiene algo… – comentó Irene acerca de aquel cuadro que no le producía nada más que indiferencia absoluta.
César se atusó el pelo.
Sus pantalones de pinzas y su camisa rosa claro de Tommy Hilfiger combinaban con el ambiente de aquellas salas.
El doctor Echegaray parecía pertenecer al museo.
Sin embargo, Irene cada vez se sentía más fuera de lugar.
Tenía que cortar aquello. Mientras caminaban hacia otra salita, ella decidió que acabaría con aquella relación que apenas acababa de empezar.
No podía salir con aquel hombre. Irene sólo había aceptado a cenar con él porque estaba dolida y despechada por la mentira de Álvaro.
Pero ahora no tenía ningún sentido.
– César… – comenzó ella –. Tenemos que hablar.
Él percibió el tono de Irene. Sabía lo que iba a ocurrir. Tenía que reaccionar a tiempo para evitar el huracán.
– Yo tengo algo que proponerte – dijo él enigmáticamente.
Clavó sus ojos azules sobre los de ella. Irene se sobresaltó.
– ¿El qué? – preguntó ella con impaciencia.
No veía el momento de darle largas. Cada momento tenía más claro que se había equivocado.
– Sé que hiciste un trabajo de fin de carrera muy interesante… Lo leí.
– ¿De verdad? – preguntó entonces ella, con un interés renovado.
Irene había hecho un estudio epidemiológico acerca del Alzheimer y su relación con la actividad física y la edad.
Era algo muy básico pero útil y logró publicarlo en una revista de baja categoría.
Nunca lo había considerado nada especial y por eso le sorprendió que Echegaray conociese aquella publicación.
– Tal vez quisieras entrar a formar parte de mi grupo de investigación – dijo él entonces.
Irene abrió mucho los ojos y olvidó repentinamente lo que había estado a punto de decirle.
***
Álvaro cerró la puerta de su piso con un sonoro portazo. Entró en la cocina, abrió la nevera y sacó dos botellines de cerveza.
Se bebió el primer trago, y después, rompió uno de ellos contra el fregadero en un arrebato de rabia.
Sus ojos verdes se llenaron de lágrimas y miedo.
Por primera vez fue consciente de que está profundamente enamorado de Irene Leblanc.
Tenía que hacer algo al respecto.
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