Capítulo 10
Las sienes de Irene estallarían de un momento a otro, ella estaba segura. Tenía sed. Tenía frío.
Le dolían las piernas. Y ese ruido…
Se refugió bajo el edredón y tapó su cabeza con la almohada con la intención de continuar durmiendo.
– Menos mal – susurró ella cuando el despertador se detuvo.
Sin embargo, se sobresaltó al sentir una mano que le acariciaba el hombro con suavidad.
Entonces la mano presionó con más fuerza sobre uno de los brazos de Irene.
La escritora recordó de golpe cómo la lengua de Álvaro se había colado en su boca la noche anterior. Le pareció volver a sentir las manos del egiptólogo alrededor de su cintura.
Y después, nada.
Abrió los ojos y se incorporó.
La habitación estaba oscura pero podía sentir la presencia de Álvaro junto a ella, pero fuera de la cama.
Irene respiró de alivio. Si él no estaba en la cama con ella, existía al menos la posibilidad de que no hubieran tenido sexo.
– ¿Tienes que ir a algún sitio? Te habías puesto la alarma a las siete… Y son las siete y media – dijo él camuflado en la penumbra.
Ella se apresuró a encender la lamparita de su mesilla.
Un nuevo suspiro de alivio se escapó de sus labios. Álvaro estaba completamente vestido, con su camisa y sus pantalones vaqueros… Ojeroso y algo pálido.
- ¿Has dormido aquí? – preguntó ella, rezando para sus adentros por que no hubiese ocurrido aquello que tenía toda la pinta de haber ocurrido.
Él esbozó una sonrisa cansada.
– En el sofá… Te desmayaste… Habías bebido mucho… Te traje a casa y me ocupé de vigilarte. Ahora tengo que irme – dijo él.
Álvaro había decidido omitir la parte del beso. Aquella parte. Él en el fondo tenía la esperanza de que Irene no recordara nada de aquello.
El egiptólogo no quería que Irene pensara que él era un oportunista. ¿Qué iba a opinar acerca de un hombre que se aprovecha de una mujer emocionalmente destrozada y con grandes dosis de alcohol en sangre? Además, él sólo se dejó llevar por un impulso… En ningún momento buscó la ocasión… Jamás planeó que aquello ocurriera.
No, lo mejor era mentir.
No había pasado nada.
– ¿Pasó algo… Ayer? – preguntó Irene en voz baja.
Él negó con la cabeza.
– Sólo te desmayaste… Me contaste lo de tu padre… Y te empezaste a marear… ¿No recuerdas nada más? – preguntó Álvaro esperanzado.
Ella torció el gesto, descolocada. Claro que recordaba el beso. El beso, su lengua, sus manos y la temperatura… Lo recordaba todo.
¿Por qué él no se lo había dicho?
Tal vez lo considerase un error.
Entonces, algo herida en el orgullo, Irene también mintió:
– No recuerdo nada más…
Intercambiaron una incómoda mirada, tan intensa que ambos les resultó punzante.
– Tengo que ir al hospital – recordó Irene en voz alta.
La conferencia sobre la esclerosis lateral amiotrófica le parecía tan atractiva a la escritora como la posibilidad de estudiarse un texto relativo al estreñimiento crónico. Sin embargo, si no aparecía allí, su amiga Claudia terminaría por dejar de serlo.
Álvaro frunció el entrecejo.
– ¿Quieres que te acerque? – se ofreció él.
Al profesor también le quemaban aún los labios. La sentía cerca de él. Había recorrido la piel de su espalda y de su vientre con sus dedos la noche anterior.
Sabía que iba a ser un recuerdo difícil de olvidar.
Irene meditó un instante si era buena idea continuar cerca de Álvaro durante más tiempo.
Sin embargo, cuando vio que el reloj marcaba las siete y cuarenta y cinco, se dio cuenta de que necesitaba que él la llevase.
En media hora tenía que estar en el salón de actos del hospital en el que trabajaba su amiga. Hospital que se encontraba a cuarto de hora en coche y a tres cuartos de hora en transporte público.
Sólo por esta vez, pensó Irene.
– Está bien. Voy a vestirme… – permaneció pensativa durante un instante –. Hay magdalenas en la cocina… Por si quieres comer algo mientras me arreglo…
Álvaro salió de la habitación rápidamente. Caminó ágil hasta la cocina y buscó con su mirada algo que poder llevarse a la boca.
Había pasado la noche en vela, tumbado en el sofá, mirando el techo.
A ratos se había levantado para comprobar que Irene descansaba tranquila… Y que respiraba.
Le resultó gracioso la facilidad que tenía la escritora para desmayarse a las primeras de cambio. Todavía más gracioso le parecía que siempre le tocase a él rescatarla de sus frecuentes pérdidas de conciencia.
Era algo así como su salvador.
Álvaro sonrió ante aquella idea. Después se llevó una magdalena a la boca.
Mientras masticaba, posó sus ojos en la lavadora, que estaba casi a punto de estallar.
Unos calcetines de escapaban del tambor y la manga de un jersey parecía tener pocos intereses en mantenerse en su sitio.
Se atragantó al distinguir lo que parecía ser un pequeño tanga rosáceo de encaje.
Álvaro empezó a toser. Rápidamente se sirvió un vaso de agua y se lo bebió del tirón.
Decidió no volver a mirar en aquella dirección.
Irene, como por arte de magia, apareció transformada en la cocina. El maquillaje había logrado disimular sus ojeras, un colirio le había retirado el rojo de sus ojos y la sombra oscura sobre sus párpados resaltaba su mirada oscura.
Los tacones de aguja y los pantalones negros ajustados parecían muy apropiados para un acontecimiento profesional.
– Ya estoy – dijo ella mientras metía su BlackBerry en un pequeño bolso, también negro.
Álvaro procuró centrarse en encontrar las llaves del BMW en el bolsillo de su arrugado pantalón. La ropa interior de Irene en la lavadora, y los tacones de aguja resonando sobre el suelo lo distraían de una manera considerable.
Salieron del piso y bajaron, sumidos en un silencio tenso, hasta la planta baja.
Álvaro había tenido suerte al aparcar la noche anterior, su coche les esperaba justo delante del portal.
El egiptólogo apretó el botón superior de la pequeña llave y acto seguido se iluminaron fugazmente las cuatro luces de emergencia del vehículo.
Irene abrió la puerta del copiloto e hizo equilibrios con sus elevados tacones para sentarse sin caer sobre el freno de mano. Mientras Álvaro se quitaba la chaqueta, ella comprobó con alivio que llevaba una pastilla de Ibuprofeno 600 mg dentro del bolsillo interior de su pequeño clutch.
En breves instantes lo necesitaría con urgencia.
El olor de Álvaro inundó el coche cuando éste se subió. Irene lo percibió como un olor, que si bien tenía tintes de alcohol y tabaco, no dejaba de notarse un ligero aroma a colonia de hombre.
La escritora sacudió la cabeza. Después le observó por el rabillo del ojo. Sus movimientos eran decididos pero a la vez pausados.
Irene pensó que Álvaro sería un buen protagonista masculino de una de sus novelas.
Guapo, moderadamente adinerado, algo desgarbado y misterioso. Y, por supuesto, incomprensible y desquiciante.
– ¿Por qué vas al hospital? – preguntó Álvaro antes de frenar en un semáforo –. ¿Tienes que hacerte alguna prueba?
Ella guardó silencio durante unos segundos. No comprendía a qué venía tanto interés. Se sentía desorientada.
Primero él la besaba, después negaba haberlo hecho (es más, ni lo mencionaba) y luego le preguntaba en un tono que denotaba bastante interés, sobre su estado de salud.
Irene en ocasiones tenía sus serias dudas acerca de si los hombres padecían, también, de alguna especie de ciclo menstrual hasta el momento desconocido.
– No, estoy bien… Gracias – añadió ella tratando de parecer profesional.
Álvaro giró en una glorieta y tomó la tercera salida. De frente y girando en la primera calle a la derecha, encontraría el aparcamiento del hospital.
Él sabía que la situación aquella mañana había sido incómoda para ambos, por eso no quiso culpar a Irene por mostrar aquella actitud tan fría y distante. A pesar de que le hubiese molestado. Y no poco.
Se ordenó a sí mismo dejar de tener una curiosidad, lo que él consideraba más que excesiva, por las circunstancias que rodeaban la vida de Irene.
Lo mejor sería poner distancia y unos cuantos libros de historia en entre ambos.
Trabajo y punto.
Se acabaron las excursiones a los museos, las copas, los besos con lengua y los amaneceres cargados de silencios. Y también se acabaron los desmayos.
Irene musitó un pequeño y lejano “gracias” antes de bajarse del coche para caminar hacia la puerta principal de la clínica sin mirar atrás.
Álvaro observó la esbelta figura de la escritora mientras aquella se alejaba caminando. Entonces supo, muy a su pesar, que tendría que llamar a alguna de las mujeres de su lista de contactos que le reclamaban a gritos (véase, a mensajitos) una segunda y apasionada cita – apasionada para ellas, claro –.
– Idiota – se dijo a sí mismo antes de poner de nuevo el coche en marcha.
***
Irene vio a lo lejos una figura pequeña ataviada con una bata blanca, de cabello rubio recogido en un discreto moño, y con fonendoscopio naranja fosforito alrededor del cuello.
Le hizo un gesto con la mano a su amiga Claudia, a quién se le iluminaron los ojos momentáneamente.
Ambas se sonrieron ilusionadas por verse de nuevo después de tantos meses.
Claro que Irene no solía poner mucho de su parte para propiciar dichos reencuentros.
–¡Al fin has salido de tu cueva! – bromeó Claudia mientras abrazaba a su amiga.
Irene sonrió, comprendiendo a la perfección aquellas palabras.
– He tenido una época algo ermitaña – comentó la escritora.
La doctora Claudia Giardin enarcó una ceja. Después cogió a Irene del brazo y la guió por un pasillo sólo permitido al personal sanitario, hasta llegar a una salita, donde había un par de batas blancas colgadas de un perchero.
– Coge una – dijo Claudia –. Aún quedan un par de minutos antes de que empiece la charla.
– ¿Y exactamente qué aspectos de la ELA van a comentar? – preguntó Irene mientras se abrochaba.
– Algo sobre el diagnóstico y esas cosas… Se supone que han salido nuevas evidencias que afirman que no hay diferencias significativas entre hacer una resonancia y no hacerla cuando tienes una elevada sospecha de enfermedad… Esas cosas… – decía Claudia mientras abría la puerta de la salita.
Mientras ambas caminaban en dirección a la sala de conferencias, Irene recapacitaba acerca de todo lo que sabía sobre la ELA.
Recordaba las fasciculaciones, la degeneración de las dos neuronas motoras, la parálisis respiratoria… Y sobre todo, lo difícil que era hacer un correcto diagnóstico diferencial.
Desde luego, la charla sería interesante si lograba arrojar algo de luz sobre aquella cuestión.
Irene se sorprendió a sí misma excitada ante aquella premisa.
Entraron en la sala. Un montón de batas blancas se hallaban escuchando atentamente entre el público.
Irene y Claudia procuraron sentarse rápidamente en una de las filas del final.
La escritora notó sobre ella la mirada de uno de los conferenciantes que estaban sentados en la gran mesa que había sobre el escenario. De repente se sintió algo avergonzada por haber entrado un par de minutos tarde.
En aquel momento estaba hablando un médico de tez pálida y cabello cano que exhibía un cierto halo de experiencia y sabiduría.
A Irene le gustó escucharle.
Después le cedió la palabra a otro más joven – quien había observado a Irene con reprobación al entrar –.
La escritora observó el modo de hablar que tenía aquel hombre. Era serio y cortante. Tenía una leve, pero certera, arruga transversal en su entrecejo. Sus ojos eran cristalinos, de un azul tan claro que le hacían parecer de hielo.
Pero era objetivamente guapo. Su cabello negro y los puntitos de la barba, que se marcaba por ser tan oscura, le aportaban mucho carácter a sus gestos.
Entonces aquel hombre fijó su mirada glacial sobre ella y la mantuvo así durante al menos veinte segundos.
Segundos durante los cuales a Irene le costó respirar.
– ¿Quién es ese? – le preguntó a Claudia en un susurro.
Claudia resopló e hizo un gesto de desprecio. Irene elevó ambas cejas de manera interrogante.
– ¿Y bien? – insistió la escritora.
– El doctor César Echegaray… – después Claudia añadió rebosando ironía –: El gran doctor Echegaray.
Irene sonrió divertida.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Que se cree que es el único neurólogo que existe en el mundo… Pero por desgracia tiene sus méritos… Así que es difícil, si no imposible, bajarle los humos.
– Ah – susurró Irene.
El doctor Echegaray volvió a fijar su mirada sobre ella de nuevo.
Irene, esta vez, no fue capaz de mantenerse firme.
La conferencia como tal se acabó convirtiendo en una especie de guerra personal entre la escritora y el neurólogo. De manera que Irene se las vio y deseó para lograr enterarse de algo acerca del diagnóstico de la ELA.
Ella se mantuvo alerta durante las dos horas que se extendió la charla. Sabía que en cualquier momento, César Echegaray volvería a posar sus iris helados sobre la mirada cálida de ella.
Aquel médico tenía una forma de mirar muy intensa.
Irene se preguntó si no se debería al extraño y exótico color de sus ojos.
Finalmente aquella tortura terminó.
Todos los allí presentes empezaron a realizar comentarios entre ellos y los conferenciantes se estrecharon la mano en un gesto de deportividad.
Irene conocía aquellas miradas marcadas por la ambición de ser el mejor, de llegar más lejos que el resto. Se recordó a sí misma que aquel fue uno de los motivos por los cuales decidió retirarse de aquel mundillo.
Porque detrás de los pacientes y de las terapias se escondía el oscuro y competitivo mundo de la investigación, de las publicaciones y de las zancadillas entre “compañeros”.
Claudia le dio un pequeño toque en el brazo a su amiga y ambas se deslizaron hacia la salida.
Una vez fuera de la sala de conferencias, Irene respiró profundamente.
El doctor Echegaray había logrado impresionarla.
Ambas amigas se dirigieron hacia la máquina de café más cercana. Y, mientras Irene le comentaba a Claudia lo mal que lo había pasado últimamente al no ser capaz de tener ideas nuevas, alguien apareció tras ellas.
– Buenos días doctora Giardin – dijo una voz grave a sus espaldas.
Irene se giró sobresaltada. Entonces se encontró con el gélido azul del doctor César Echegaray.
Se quedó tan absorta que no percibió el gesto de fastidio que realizó su amiga cuando se vio obligada a saludar.
– Buenos días – espetó ella antes de darle un sorbo a su café.
– Eres el buen humor personificado – ironizó él –. Soy el doctor Echegaray.
Y entonces le estrechó la mano Irene y le dedicó una enigmática y seductora sonrisa.
Irene se limitó a responder:
– Hola.
Claudia contuvo una pequeña risita. Su amiga no estaba pasando por una de las etapas más elocuentes de su vida.
– No te he visto por aquí… ¿Eres nueva? – preguntó el neurólogo de los ojos vítreos.
Irene tuvo que procesar con lentitud aquellas palabras.
– No… Estoy de visita solamente – dijo ella.
– ¿También eres neuróloga? – insistió él.
Claudia frunció el entrecejo. El doctor César Echegaray era un experto en humillar a profanos de la materia neurológica y no quería que su amiga, dadas sus circunstancias personales, tuviese que aguantar aquello.
– Es escritora, y tiene mucho éxito. Ha venido a documentarse – cortó Claudia –. Si nos disculpas, nos estamos poniendo al día.
César sonrió con autosuficiencia y rozó sutilmente la mano de Irene antes de marcharse.
– Menos mal que te conozco, si no pensaría que eres una amargada – bromeó Irene.
– Te he salvado el pellejo, ese hombre es un lobo disfrazado con piel de cordero…
Fueron a la cafetería para charlar un rato. Después Claudia subió a continuar con su jornada e Irene se dispuso a abandonar el hospital para intentar escribir el primer capítulo de aquel dichoso libro egipcio.
Fue cuando atravesó el portón de cristal de la clínica cuando encontró al doctor Echegaray fumando un cigarrillo al aire libre.
Ella procuró hacerse la sueca, ignorar su presencia y fingir que no le había visto.
– Pero si es la escritora – dijo él entre risas.
Ella farfulló para sus adentros. No tenía fuerzas ni ganas para enfrentarse a aquellos ojos tan extraños ni a aquel carácter tan soberbio.
– Que pase un buen día – dijo ella tratando de parecer amable.
Intentó continuar, pero él se adelantó y se puso frente a ella.
– Disculpa si antes he sido demasiado directo… Es que como nunca te había visto por aquí… Simplemente tenía curiosidad.
Irene le observó con desconfianza. Después esbozó una sonrisa de compromiso y dijo:
– Ha sido solo una visita, no creo que vuelvas a verme por aquí.
– ¿Qué escribes? – terció él.
Ella no quiso hablar de la literatura romántica. Sabía que aquel era un tema por el que muchos de sus compañeros en la carrera se habían mofado de ella – hasta que empezó a ganar dinero y fama, claro –.
El caso es que no quiso hablarlo con el doctor Echegaray.
– Verás… Yo terminé la carrera de medicina, y empecé la residencia de neurología… Pero mis libros empezaron a tener éxito y decidí plantearme mi vida de otra manera. Es todo.
César Echegaray miró los labios de Irene. Después regresó a sus ojos.
– ¿Escribes divulgación? – preguntó él.
Ella sonrió.
– Algo así – mintió la escritora.
– ¿Sabes? Tengo abierto un estudio de casos de pacientes con patología similar al Alzheimer… A lo mejor te interesaría escribir sobre ello. O bueno, si quieres unirte a la investigación…
– Suena interesante – dijo Irene intentando avanzar hacia la parada del autobús. Estaba a tan solo unos veinte metros de allí, pero César Echegaray no parecía dispuesto a dejarla ir tan fácilmente.
– Podemos cenar esta noche, y así te lo comento más en detalle.
Irene se puso a la defensiva rápidamente. César lo percibió.
– Lo siento, no pretendía ser tan… En fin, olvídalo. Supongo que una mujer como tú ya debe de tener planes.
Irene recordó fugazmente el beso de Álvaro, sus manos, y la mentira que él había decidido introducir entre ambos.
Entonces la escritora cometió un grave error:
– Está bien.
––––––––––––––––––––––––––
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top