Capítulo 18: El juicio de los ángeles

El camino que lleva a la base de los demonios está más cerca de lo que esperaba. Lo retomo y avanzo rápido, preocupado por salvar a Gustavo antes de que mi alma pierda la conexión con mi cuerpo. Por suerte, mi abuelo me sanó y me dio energía extra. Me concentro en mi campo de fuerza y logro verlo. Está más brillante y sólido, con algunas partes de color rojo y violeta, y sigue manteniendo el calor del sol del otro lado.

Recuerdo que mi abuelo me dijo que hay ángeles que hacen guardia en el Infierno. ¿Y si pruebo llamar a uno? Quizás a algún aliado de Rafael, que me ayude a llegar más rápido. Una de mis lanzas se manifiesta de pronto y la sostengo entre mis manos para observarla. Noto que una de las letras talladas en la vara vuelve a brillar, con luz blanca. Después lo hacen otras dos con luces de color amarillo y naranja. Brillan una y otra vez, turnándose.

A pesar del viento ensordecedor del desierto, escucho unos sonidos leves que provienen de ella. Acerco la vara a mi oído. Es una melodía simple, con una nota fundamental que sube y baja unos tonos. Siento un cosquilleo en la garganta...

No me queda otra que probar. Me paro frente a las dunas y cierro los ojos para concentrarme. Respiro profundo y comienzo a cantarla, una y otra vez. Por un momento, me parece escuchar un ronroneo lejano, pero cuando abro los ojos no encuentro nada.

Suspiro y retomo la marcha. Me siento un idiota. El sol de la media mañana es pesado y me invade la sed. Mi mano va sola a mi cinturón, donde encuentro una cantimplora roja. Otro regalo de mi abuelo...

Luego de un rato, aparece vegetación a lo lejos. ¡El camino atraviesa un oasis! Me adentro con cuidado. Mi campo de fuerza se disuelve y deja pasar el aire fresco. Me llaman la atención unos reptiles con plumas, que están trepados a las ramas. Quizás sean pequeños dinosaurios. Vuelvo a protegerme y saco mis lanzas. Ellos solo me observan mientras paso debajo.

Llego a un lago. El agua es cristalina y puedo ver unos peces de colores en ella. Me encantaría dar un chapuzón, pero tengo que llegar a la prisión donde está Gus... Casi retomo mi camino cuando noto un pequeño brillo en el oleaje, que proviene de algo en las profundidades. ¡Debe ser mi estrella! ¡Está debajo del agua!

Con solo pensarlo, mis ropas se desvanecen y me arrojo al lago. Lo que más me sorprende es que, en cuanto meto la cabeza en el agua, puedo respirar, como en los sueños. Nado hacia la estrella y, a medida que me sumerjo, dejo la luz del cielo cada vez más atrás. Me hundo en las tinieblas del lago, hacia donde no van los peces; el espacio donde mi estrella apenas alumbra alrededor.

La llamo con mi mente, pero no viene hacia mí. Me detengo a unos metros. Algo no está bien... Detrás de la estrella, ocultos entre la penumbra, distingo unos dientes.

Doy un grito debajo del agua al ver al pez gigante y su boca llena de colmillos. La estrella que vi era la punta de un apéndice que sale de la frente de este monstruo. Siento un cosquilleo en mi hilo de plata y cierro los ojos cuando el monstro se abalanza sobre mí, listo para que mi alma se desgarre.

Algo tira de mí y siento que subo del agua a toda velocidad. ¿Acaso ese ser me comió y mi alma desgarrada se está trasladando a otro lado?

Emerjo del lago y me arrastran hacia la costa tirando de una soga atada a mi cintura. Veo árboles, cielo, otros colmillos gigantes, ¡una lengua! Me están lamiendo...

Oigo un ronroneo. Parpadeo y termino de distinguir a un puma gigante. Me empuja contra el suelo cuando frota su hocico inmenso contra mí. Lo acaricio y cierra los ojos. Observo su pelaje, casi todo anaranjado, con partes amarillas y grises debajo. Algo brilla en su cabeza... La luz proviene de una letra angelical grabada en su frente; la primera que brillaba en la vara de mi lanza.

¡Este puma es el ángel que llamé!

Logro pararme. El felino levanta la cabeza y mira alrededor. En ese momento noto que lo que sentía como una soga atada a mi cintura es en realidad mi cordón de plata. Todavía cuelga de sus fauces. ¡El felino me rescató!

Baja la cabeza y hace un resoplido. Me cubro. Su aliento no huele mal, como creí. Es dulce, me recuerda al aroma de los pinos y de la miel. Me seca como por arte de magia. Mis ropas del desierto y mi turbante aparecen de nuevo.

El puma hace un movimiento con el cuello y vuelve a tirar de mi cordón de plata, para arrojarme por los aires. En cuanto caigo en su lomo suave, me aferro a su pelaje. Abre la boca y deja ir el hilo plateado, que vuelve a ocultarse.

Siento que el ángel felino espera algo. Claro, quiere saber adónde vamos. Cierro los ojos y me concentro en el mapa que me pasó mi abuelo. La estrella plateada sale de la palma de mi mano y vuela hasta posarse frente a mi nuevo aliado. Se expande y crea una imagen del territorio. Allí aparece el círculo de luz verde que trazó mi abuelo. Es cerca de las prisiones ambulantes.

El puma maúlla, para decirme que entendió. Me tomo de su pelaje justo cuando empieza a correr. La vegetación del oasis cruje a su paso. El puma da un salto inmenso y grito al sentir que nos elevamos cada vez más. Pasamos entre las nubes... miro la tierra y las montañas debajo y me agarro con más fuerza al pelaje. Espero que empecemos a caer, pero eso no sucede. ¡Estamos volando! ¡Este puma surca el aire envuelto en un brillo dorado!

Luego de un rato noto que baja la velocidad. Contengo la respiración al ver frente a nosotros a un montón de caballeros en armaduras negras, que flotan en el cielo. Son gigantes y cortan el paso al formar filas y columnas que se extienden hasta donde se pierde la vista.

Con solo verlos lo comprendo: son ángeles guardianes. Tienen una capa larga en cada hombro, de color rojo. Estas se amplían hacia atrás, a lo lejos, llevadas por el viento, y por momentos parecen hechas de fuego.

Unas llamas amarillas cubren la piel que llego a ver en las aberturas del casco. En los ojos de estos seres hay nubes y relámpagos.

—¿Qué hacen acá? —pronuncia uno de ellos con una voz que suena como un trueno—. ¿Tienen permiso?

El puma maúlla.

—Por favor, necesito pasar —digo.

El ángel que habló me observa por unos instantes.

—Aterricen —ordena.

El puma obedece y nos escoltan tres ángeles. Me bajo de un salto y camino hasta pararme frente a ellos. Disimulo lo mejor que puedo el temblor que me recorre. Son tan grandes como un edificio, sus sombras me cubren por completo y más allá, aunque sigo iluminado en parte por el resplandor de sus cuerpos, que sale de los intersticios de sus armaduras. Puedo ver los detalles en el metal oscuro, donde hay estrellas y patrones geométricos grabados.

El ángel líder fija su mirada en mí. Trago saliva.

—¿Quién sos y qué hacés acá?

—Fallecí hace poco. Vine a rescatar un alma de las prisiones de los demonios para que pasemos juntos la eternidad en el Infierno o un lugar mejor, si podemos salir de acá.

—Está mintiendo —dice uno de sus compañeros—. Es un humano y está vivo. Puedo ver su cordón de plata. Muy débil, pero sigue ahí.

—¿Un humano que comanda a una de las bestias guardianas de las cuatro direcciones? —El líder se ríe a carcajadas—. Imposible.

Me estremezco, asustado.

—Confesá la verdad.

Estoy perdido. Miro alrededor. Por un instante, pienso en subirme al puma y escapar, pero es imposible. Estos tipos son inmensos, van a atraparnos. Tampoco puedo decir la verdad. No me conviene. Aunque los ángeles lleguen a percibir que miento, es mejor que diga algo vago.

—Estoy en una misión secreta. Me envió el arcángel Rafael.

Los ángeles se miran durante unos instantes, en silencio. Luego se vuelven hacia mí.

—Danos una prueba —dice el líder.

Recuerdo que Rafael me pasó sus poderes. Cierro los ojos y visualizo la geometría y las llamas verdes que implantó en mis palmas. Las extiendo frente a mí. Siento calor y pinchazos en ellas. Abro los ojos y las encuentro vacías. ¡Por favor, salgan, llamas! Las sacudo en el aire, para tratar de activarlas.

Levanto la mirada hacia los ángeles. Salen rayos violentos del visor del casco del líder, los escucho tronar. No puede ser nada bueno.

Trago saliva y retrocedo, hasta aferrarme al pelaje erizado del puma. Quizás me apresan en el Infierno. ¿Y si no logro volver a mi cuerpo y muero...? Aunque sea voy a tener la eternidad para escapar y buscar a Gus en esta dimensión. Nunca voy a rendirme hasta salvarlo.

—¡Miren! —grita uno de sus compañeros y señala el firmamento.

Una estrella fugaz cae hacia nosotros, rodeada de unas sombras que se mueven a su alrededor. A medida que se aproxima, logro reconocer a las figuras de cuatro alas y cuerpo de llamas oscuras. ¡Son las que me quitaron a mi estrella guía! Vuelan, desesperados por alcanzarla. Esta despide rayos blancos y los quema con su estela, mientras desciende hacia mí.

¡Mi abuelo tenía razón! ¡La estrella vino a buscarme!

Hago aparecer mis lanzas y las arrojo. Acierto en dos sombras, que se disuelven en el aire. Las armas vuelven a aparecer en mis manos. Las cargo de energía y apunto con ellas a los enemigos que quedan. Esta vez, les disparo rayos de energía desde mis armas, pero no acierto.

Siento la mirada de los ángeles sobre mí, pero estoy demasiado ocupado para observarlos directamente. Me concentro en atacar de nuevo, cuando veo un halo de fuego blanco que cruza el cielo y atraviesa a la estrella sin afectarla. Las sombras, en cambio, se queman y se convierten en cenizas.

Giro para ver a los ángeles con las manos extendidas... ellos dispararon el fuego blanco. Escucho el maullido del puma y me vuelvo hacia la estrella. Esta disminuye su tamaño y su velocidad, a medida que se aproxima a mí.

Me invade una calidez reconfortante cuando mi aura azulada se funde con su resplandor. La estrella me baña en luz. Mi cordón de plata se hace visible por un instante. Recupera algo de brillo aunque sigue opaco y deshilachado en algunas partes.

La estrella se acomoda a un lado de mi cabeza, sobre mi hombro. Volteo hacia los ángeles.

—Sus armas espirituales tienen inscripciones en nuestro lenguaje —dice el de la derecha—. No es un simple humano. Tal vez dice la verdad sobre Rafael.

—Debemos llevarlo con nosotros y examinarlo —afirma el líder.

—No tengo tiempo. Necesito cumplir la misión antes de que sea demasiado tarde.

—Te llevaremos con nosotros —insiste y su mano gigantesca desciende hacia mí.

El puma hace un bufido y se levanta del suelo con la espalda arqueada. Me acurruco contra él y me agarro fuerte de su pelaje. La estrella titila a toda velocidad y cambia de colores.

Escucho una melodía en mi mente y mi aura azul se expande como una burbuja inmensa. La mano del ángel se detiene. Una vibración me recorre las palmas y mis dedos se mueven solos como queriendo dibujar algo... Me separo del puma, invadido por una extraña paz. Solo puedo seguir a mis manos, que se proyectan hacia adelante, cubiertas por la luz de la estrella.

Doy unos pasos hasta colocarme frente al ángel y me arrodillo. Trazo en la arena los caracteres que mis dedos dictan, en forma de un círculo a mi alrededor.

Termino y me incorporo. Me quedo en el centro y observo al ángel, todavía poseído por esa sensación en las manos. El puma se sienta y comienza a ronronear.

Un calor me invade y miro hacia el piso. Sale luz blanca de las letras que tracé. Puedo reconocerlas. Son del alfabeto angelical que está en mis lanzas.

Escucho que los gigantes contienen la respiración. El círculo a mis pies deja de brillar.

—Bienvenido, Remiel —me dice el líder—. Pueden pasar.

Se corre y hace un gesto con la mano hacia las montañas distantes. Más allá están las embarcaciones con las cárceles; en una de ellas, me espera Gustavo.

El ángel me deja con un montón de preguntas, pero no hay tiempo. Giro hacia el puma, que baja la cabeza para que me trepe a su espalda.

Corre a toda velocidad sobre los médanos, hasta que da un salto y volvemos a desplazarnos por el cielo. Un rato después, luego de esquivar una nube oscura de la que salen voces, las prisiones voladoras se encuentran frente a mí, inmensas como rascacielos.

El puma desciende hacia el desierto, a gran velocidad. Aterrizamos a más o menos un quilómetro de la base de demonios que está debajo de las prisiones. El puma se escabulle entre las dunas, para alejarnos un poco. Esquivamos a un grupo de reptiles que se van por el camino del desierto.

Una vez en la base de una montaña roja, el puma se acuesta y apoya el rostro sobre las patas. Llegamos. Bajo de un salto. Miro las otras montañas que nos rodean, después me concentro en la que tengo en frente y veo una cueva.

Mi estrella titila y siento un cosquilleo en el pecho. Entiendo que el puma se tiene que ir. Giro hacia él. Se levanta y acerca la cabeza hacia mí, con los ojos cerrados. Acaricio el pelaje suave de su nariz. Su ronroneo me hace temblar de pies a cabeza.

—Gracias por acompañarme hasta acá —le digo.

Maúlla y con un salto se pierde entre las nubes del cielo violáceo del atardecer. Me vuelvo hacia la montaña y observo la entrada. Es una apertura hacia una oscuridad sólida y muerta, flameante y viva, de aliento siniestro. A pesar de que sigo bajo el sol de la tarde calurosa del desierto, me invaden los escalofríos. No necesito mirar el mapa de nuevo; si el puma me trajo hasta acá, es porque quien me va a dar la invisibilidad se encuentra ahí adentro.

Mi campo de fuerza azul se hace visible durante un instante y la estrella titila, para darme fuerzas. Mi vestimenta cambia otra vez. El turbante y la ropa del desierto quedan atrás, vuelvo a tener mi ropa cotidiana. Ya no siento el calor agobiante. El viento trae unas voces que me advierten sobre la maldad que habita en esa cueva y lo que voy a perder para salvar a Gustavo. Me concentro en él y lo veo en mi mente: con los ojos vacíos en el mundo humano, azotado por Dumah en este Infierno.

Voy a salvarlo. Cueste lo que cueste.

Camino hacia la cueva y me adentro en la oscuridad.

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