35. IRIA

       

Siento la tardanza en breve publicaré el capitulo 36, queda nada para el final...



Hacía mucho calor. Quizás era yo la que sentía calor. Las cosas entre mi perturbado captor y yo iban esa noche algo más deprisa de lo que deseaba. Se había esforzado mucho por ofrecerme una cena romántica y estaba segura de que después iba a querer acostarse conmigo. No podía seguir dándole largas. Lo detestaba, me repugnaba y más que el asco y el miedo que le tenía lo odiaba porque no me había podido sacar de dudas acerca de Sergio y más que estar allí prisionera me atormentaba no saber si estaba bien.

Ricardo se había limitado a encogerse de hombros al decirme que ya no tenía los mismos contactos ni a nadie que pudiera confirmarle lo que había ocurrido con mi escolta y que para el caso era algo que daba igual, al fin y al cabo solo era un pobre madero que hacía su trabajo. Tuve que controlar mi ira y mis ganas de gritarle en la cara lo que de verdad sentía por Sergio y lo que pensaba de él. Pero me contuve, llevaba conteniéndome demasiado, los últimos días habían sido un infierno. Cualquier cosa lo desquiciaba y era entonces cuando me hacía temerlo y yo odiaba tener miedo.

Me sentía impotente, no podía hacer nada más que esperar y resistir. Nadie entraba en aquel cuarto salvo él. Ni siquiera Rosalía había vuelto a aparecer. No tenía opciones ni de escapar ni de avisar a Maceiras. Había conseguido llegar a la ventana que había pegada al techo apilando muebles y trepando como un mono, pero tenía rejas y ni siquiera pude abrirla, alguien la había soldado. Eso ocurrió hacía ya dos noches y la sensación de asfixia que me sobrevino estuvo cerca de hacer que me rindiera. Estaba atrapada. Nunca antes me había sentido de esa manera y por primera vez pensé en mi padre y en si se sentiría del mismo modo estando en prisión.

De repente sentí sus dedos resbalando por mi espalda desnuda y me estremecí involuntariamente. Había notado que no le gustaba que me encogiera cuando me tocaba.

―Tengo cosquillas ―me disculpé como siempre hacía.

Rodeó la esplendida mesa con mantelería de hilo, preciosa vajilla inglesa y copas labradas que habían montado unos hombres mientras me hacía esperar encerrada en el baño y se sentó enfrente.

―Esta noche quiero que todo sea especial, mi amor, ¿te he dicho lo preciosa que estás? ―Noté como sus pequeños ojos marrones me miraban expectantes.

Intenté componer una sonrisa, pero fue solo escuchar esas palabras y mi mente me transportó a otro momento, a otro lugar, junto a otra persona. Tuve que hacer un esfuerzo titánico para no llorar.

―Ese vestido... supe cuando lo vi que te sentaría como un guante.

Asentí. Era un vestido precioso, de encaje negro, sin mangas, cuello halter con toda la espalda al descubierto y una vaporosa falda de crepe de seda.

Puso la mano abierta sobre la mesa invitándome y acerqué mis dedos dubitativa. Agarró mi mano con fuerza y sus ojos brillaron a la luz de las velas.

―Esta noche quiero que todo sea especial, Iria. Creo... No, lo sé, estoy seguro de ello, seguro de que será el principio de algo muy especial y deseo de corazón que todo vaya bien.

Una lágrima involuntaria surcó mi mejilla.

―¡Cariño! Te has emocionado... ven ―ordenó levantándose― sabía en cuanto te vi que estábamos hechos el uno para el otro.

Arrastró mi silla y se acuclilló para abrazarme y no pude evitar tensarme. Detestaba que me tocara y cada vez me costaba más esconderlo. Deus, ¿es que nadie iba a rescatarme? Se separó despacio y detrás de su sonrisa vi en su mirada el deseo y algo más que no supe o más bien no quise interpretar. Intenté mantenerme impasible, me erguí y le acaricié la mejilla.

―Estoy deseando probar lo que sea que me hayas preparado. Estoy hambrienta y te has tomado muchas molestias ―conseguí decir con una sonrisa sincera.

―Claro, claro ―admitió saliendo de su ensoñación.

Me besó la frente y volvió a su sitio sin dejar de mirarme.

En los tres días que llevaba allí le había intentado sonsacar información acerca de mi padre y de la relación que dijo que había tenido con mi hermana y todos los datos que pensé que me podían servir para saber donde estábamos o entender mejor mi situación, pero fue prácticamente en balde. Apenas distinguía la realidad de las ideas que tenía afianzadas en su cabeza.

Lo último con lo que se había obsesionado era con una especie de cuestionario médico, me había estado preguntando sin descanso acerca de todas las visitas al médico durante mi niñez, quería saber además que medicamentos había tomado, que enfermedades, alergias, intolerancias había tenido y hasta las lesiones y molestias que había sufrido mientras me dediqué de lleno al atletismo. Me lo había repetido tres veces, la ultima esta misma mañana y todo sin dejar de moverse nervioso por la habitación apuntando y escaneándome con su perturbada mirada. Temí que le diera un ataque cuando me confundí y le contesté que sí a que había pasado el sarampión en vez de la varicela y le descuadraron los datos de las dos veces anteriores. Me gritó, me zarandeó y terminó rompiendo y lanzando por el aire los papeles que llevaba en una carpeta para empezar de nuevo pasados unos minutos como si nada hubiera ocurrido.

―Cuéntame tus más preciados secretos, mi amor.

Lo contemplé un momento sopesando como manejar la conversación. Dudó un momento, pero sonrió y se me erizó todo el vello cuando entreví de nuevo el deseo en sus ojos. Luego agarró una jarra de cristal con asa y tapadera de plata y sirvió el vino en las copas. Luego destapó una sopera de estilo inglés a juego con la vajilla y comenzó a servir lo que supuse era una crema de verduras.

―Sé lo tímida que eres, no debes serlo conmigo.

Asentí sin atreverme a mirarlo, debía mantenerlo a raya y no alentarlo o estaba perdida. Y no sabía cómo hacerlo.

―Cuéntame, preciosa Iria, ¿Qué es lo que te mueve? ¿Por qué vibras? ¿Qué hace que tu corazón se acelere?

Lo tuve claro y esa certeza casi me hizo sonreír: Sergio; solo Sergio lograba todo eso. Tuve que esforzarme de nuevo para no llorar. Era muy duro no saber si estaba bien.

―No lo sé ―mentí encogiéndome de hombros.

―Guarda tu timidez conmigo, sincérate.

―Es que... ―respiré hondo y decidí aventurarme― ¿Qué edad tienes, Ricardo?

Entrecerró los ojos pero contestó:

―Treinta y ocho.

Asentí.

―Yo veinte.

―Pareces más joven, no pensé que tuvieras más de dieciocho. Por supuesto Rosalía me aseguró que eras mayor de edad, no soy un pederasta.

Me encogí cuando pronunció esas palabras, en ellas quedaba implícito que íbamos a mantener relaciones y tuve que contener una arcada. Iba a tener que escurrirme como una anguila para librarme esta vez. Decidí comenzar una conversación tranquila, algo que pudiera controlar para intentar dilatar lo máximo el momento. Ay, Nai de Deus, moriría solo de pensar en que pudiera besarme o tocarme de esa manera.

―Lo cierto es que no he vivido mucho, por eso no sé qué contestarte. Me gusta dibujar. Supongo que es mi única pasión por el momento.

―Eso está bien. Come, no has probado bocado y está deliciosa, es vichyssoise ¿la habías probado antes?

Negué con la cabeza e introduje la cuchara en la pequeña taza de consomé repleta de crema de color amarillo suave.

―Está deliciosa ―afirmé tras probarla― es solo que no tengo mucha hambre.

―Comes demasiado poco, así no te quedarás embarazada. Deberías cuidarte más. No quiero niños escuálidos.

―No... no sé... es pronto para hablar de eso. Me han educado de manera tradicional, necesito conocerte, acostumbrarme a ti. Quiero un noviazgo antes de la boda ¿ves? Haces que me ruborice ―dije agradecida por mi capacidad de sonrojo.

Sonrió y vi como crecía la lujuria en su mirada.

―No hay tiempo para eso, estoy dispuesto a ser paciente contigo. Ya te lo advertí, pero no esperaré meses, debes entenderlo. No quiero que te asustes, nada va a apartarme de mi cometido ¡nada! ―gritó de repente golpeando la mesa y haciendo que diera un respingo y se me cayera la cuchara― lo siento, pero así son las cosas.

―Ha-háblame por lo menos de ti, apenas lo has hecho necesito conocerte ―le pedí en un intento desesperado por ganar tiempo―. Tienes que hacerte cargo, no funcionará si no intentas entenderme ¿Quieres un matrimonio que no funcione? ¿No estás dispuesto a esforzarte?

Se recompuso un poco, la mirada ansiosa desapareció y volvió a serenarse.

―Sí, tienes razón, puedo esperar un poco más. ¿Qué quieres saber de mí?

Respiré aliviada y casi cerré los ojos, iba por buen camino.

―Empecemos por lo básico, cuéntame cosas de tu familia ¿cómo te criaste?

―Mi madre murió de un infarto tras una discusión con mi padre, resultó que estaba enferma del corazón y nadie lo sabía, yo tenía cuatro años. No tengo más hermanos, pero nunca me ha importado, mi padre tiene seis y tengo tantos primos que no sabría decirte el número exacto. Mi padre se casó unos meses después con la que era su amante de turno. Domi, una mujer cruel que pagaba conmigo toda su frustración cada vez que mi padre la engañaba y eso ocurría a menudo. Fíjate que ella sufrió en sus carnes lo que antes sufrió mi madre por su culpa. Justicia cósmica quiero pensar.

―Es... es horrible, lo siento.

―No lo hagas, lo que no te mata te hace más fuerte, esa es la verdadera historia de mi vida, nunca lo olvides.

No supe que decirle, solo fui capaz de acordarme de aquellas palabras de Sergio sobre Javi cuando me contó que a veces las personas se comportan de una manera que invita a juzgarlas equivocadamente y que hasta el comportamiento más reprobable obedece a una razón. Ricardo no era fuerte, estaba claro, en algún momento de su desafortunada existencia no aguantó más y enloqueció. Lo último que quería era sentir pena por mi secuestrador, pero irremediablemente lo hice.

―Luego vinieron más, Domi aguantó unos años y no debió terminar muy bien, un día me dijeron que se había ido y no supe más de ella. Entraron y salieron tantas mujeres de mi vida durante mi infancia y mi adolescencia ―suspiró―. Mi primera vez fue con una de las muchas furcias de mi padre, ella me sedujo ¿sabes? Y mi padre lejos de enfadarse, le divirtió que con catorce años me la estuviera tirando, claro que a ella le dio una paliza de muerte que...

―Basta ―lo interrumpí, no quería seguir con aquello― ¿Cuál es tu comida favorita?

Su semblante cambió y sonrió levemente.

―El pote, pero que tenga bien de alubias.

―A mí me gusta mucho también, pero si tuviera que elegir te diría que el pescado frito y la pasta. Adoro la pasta. ―Mis pensamientos fueron de nuevo para Sergio y un doloroso nudo se formó en mi garganta.

―A mi no me gusta mucho, soy más de guisos y carne ¿te gusta la carne? Donde se ponga un buen chuletón de ternera...

―No es de mis platos favoritos ―admití―, pero si es buena sí, sé apreciar un buen plato de carne. El estofado me sale muy rico. ―De nuevo pensé en Sergio y se me llenaron los ojos de lagrimas, tuve que hacer un esfuerzo para que no se derramasen bebiendo con disimulo un buen sorbo de vino.  

―¿Cocinas? ―preguntó.

―Me crié entre fogones, sé hacer muchos platos y me gusta.

―Eso es perfecto, ya sabes, cuando llenemos la casa de niños podrás ocuparte de eso.

―¿Como viviremos? ¿A qué te dedicas? ―pregunté.

―Ayudo a mi padre en su negocio.

―¿Y qué hace tu padre?

―Lo mismo que el tuyo.

―Ya, pero...

―Y lo mismo que tu cuñado.

Me mantuve en silencio observándolo.

―No sé nada de ese mundo... yo...

―Sí, lo sé. Rosalía me lo contó todo. Tu madre era una mala persona, tú no tienes la culpa ―aseguró bastante convencido.

Me mordí la lengua para no gritarle a la cara.

―Rosalía sí que es una mala mujer, me pegó. No me gustó que la dejaras, dijiste que me protegerías ―enfaticé demostrando mi enfado hacia él.

―Sí, bueno, me cogió de improviso, pero desde entonces no la he dejado que se acerque a ti.

―¿Quiere verme?

―Está enfadada, os culpa a ti y a tu madre de su separación, pero yo sé la verdad. Tú no hiciste nada, en realidad la culpa fue de tus padres, las cosas no se hacen así, ser infiel está muy mal. ―El tono infantil que usó me resultó muy desagradable―. Yo nunca te seré infiel y espero de ti idéntico comportamiento, ¿lo entiendes?

―Prométeme que no la dejarás entrar ―exigí.

Lo que me faltaba era otra loca desquiciada más intentando dañarme.

―Quiere disculparse, pero no la dejaré si tú no quieres.

―No, no lo hagas, por favor ―le pedí.

Asintió y se levantó para recoger las tazas de consomé y la sopera y dejarlas en una pequeña mesa auxiliar donde reposaba una fuente rectangular de plata con asas, patas repujadas y una tapadera también de plata solo que labrada con dibujos barrocos. La dispuso en el centro de la mesa y la destapó con mucho misterio.

―Lacón con verduras, no me gustan los grelos de fuera de temporada. ¿Te gusta?

―Me encanta, gracias.

Sirvió los platos en silencio con ademanes controlados. No sabía si alegrarme o no de que fuera capaz de controlarse.

―Gracias ―murmuré cuando terminó de servirme y él volvió a acariciarme la espalda en respuesta.

Charlamos un rato más y noté que estaba poniéndose cada vez más nervioso e impaciente. Me dio miedo. Si estaba esperando a que terminase la cena para que nos acostáramos no pensaba ponérselo fácil. Iba a negarme y si se enfadaba me daba igual. Estaba dispuesta a mantener el tipo y no llevarle la contraria durante ese absurdo cortejo, pero no me iba a abrir de piernas para él. Me daba igual que me forzase o terminara haciéndome daño o incluso acabar muerta.

―¿Qué te ocurre? ―pregunté haciendo un verdadero esfuerzo por mantenerme tranquila.

―Nada ―aseguró haciendo un gesto con ambas manos― es solo una tontería, tengo una sorpresa para ti. Para después.

La forma en que me miro me hizo poner los vellos de punta de nuevo.

Se había tomado muchas molestias, esa cena iba a acabar mal lo quisiera o no y eso hizo que la adrenalina se cebara con mi pecho y mi corazón se acelerara. Las palabras de Sergio se me clavaron en el alma «mantente viva como sea y te encontraré, te lo prometo». No iba a ser capaz de salir indemne de aquello, si me dejaba nunca me lo podría perdonar y si no lo hacía me violaría y una vez empezara a hacerme daño sabía positivamente que no iba a poder contenerse. Aun así iba a defenderme con uñas y dientes, estaba en mi naturaleza y ni yo misma iba a poder cambiar eso.

―Tomemos el postre y ya verás.

El gesto que compuso me recordó a la sonrisa de Jack Nicholson en el resplandor.

Se levantó y volvió a recoger los platos con una pulcritud medida, retiró los cubiertos y los puso en paralelo en cada plato y los llevó con cuidado hasta la mesa auxiliar, luego volvió a por la fuente e hizo lo mismo.

―No has comido apenas. El postre te lo tienes que acabar o me lo tomaré a mal ―anunció en tono de advertencia.

No pude comer, estaba nerviosa, pero supuse que podría hacer un esfuerzo por tomarme el postre y no enfadarlo.

―Sé que te gusta el dulce, me lo has dicho, así que te he traído algo que me encanta y que creo que va a gustarte: quesada de requesón, como está mandado.

Sonreí muy a mi pesar, a mi madre le salía muy rica.

―Me encanta la quesada.

―Y te la vas a comer entera ―afirmó deteniéndose y esperando mi respuesta.

―Claro ―aseguré.

Me puso el plato delante con una cuña de tarta y volvió a pasar sus dedos por mi espalda solo que esta vez ya me lo esperaba y solo cerré los ojos. ¿Sería así a partir de ahora? ¿Iba a terminar por acostumbrarme?

La quesada parecía casera y estaba en su punto. Ricardo no dejaba de observarme mientras comía, como si quisiera comprobar que no iba a dejar una sola miga. Ni siquiera había probado la suya y estaba nervioso de nuevo; sus ojos me recorrían y su gesto me decía que estaba esperando algo. Casi me atraganto al pensar en que me estaba drogando de nuevo y dejé de comer.

―¿No la pruebas? ―inquirí conteniendo mi preocupación.

―Me gusta mirarte comer.

No creí sus palabras.

―No... no sé si podré terminármela, está muy rica, pero es mucho para mí.

―¡Estropearás la sorpresa! ―exclamó perdiendo los papeles, otra de las cosas a las que estaba empezando a acostumbrarme ―¡acábatela! ―me ordenó y vi como se pasaba las manos por la cara una y otra vez.

―Está bien, está bien ―dije clavando la cuchara de nuevo.

Al hacerlo me pareció que golpeaba algo duro, algo que estaba en el interior de la tarta. Hurgué con la cuchara hasta que encontré lo que parecía un anillo. Mierda. Ahí estaba la puñetera sorpresa. Había un anillo de compromiso en el interior de la tarta. Como en las películas.

Ricardo se retorcía las manos impaciente. Yo me había quedado sin habla, todo estaba llegando demasiado lejos, pero supuse que lo del anillo me daba cierto margen y más si eso era en lo que se había centrado esa noche.

―Trae ―dijo haciendo amago de levantarse.

―¡No! ―repliqué nerviosa― es mi sorpresa, quiero vivirla.

Asintió y volvió a sentarse más tranquilo, solo sonreía satisfecho y se inclinaba sobre la mesa para no perderse detalle.

Saqué el anillo de la tarta con cuidado y lo limpié con mi servilleta. Estaba completamente pringoso, aún así pude comprobar que era muy bonito. No es que entendiera mucho de esas cosas, era un solitario con montura redonda y un aro en forma de alianza, pensé que era clásico, pero con un toque moderno.

―¿Te gusta?

―Mucho ―murmuré.

―Póntelo.

Me lo puse rezando todo lo que sabía porque todo quedara ahí.

―En la derecha no, en la izquierda.

―Claro ―aseguré sin poder ocultar mi nerviosismo.

Si de algo no tenía idea era del protocolo relacionado con las pedidas de mano.

Al final se levantó y vino hacia mí despacio, me tomó la mano en la que ahora llevaba el anillo y se arrodillo tras besármela con devoción. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo por no apartarla.

―Iria Caaveiro García, me harías el hombre más feliz del mundo si me aceptaras como tu esposo y me dejaras que cuidará de ti hasta el final de nuestros días.

Tragué saliva afanosamente y me quedé muy quieta contemplando su sonrisa desquiciada, sus pequeños ojos marrones y sus mejillas levemente coloreadas.

―Ahora es cuando dices que sí ―murmuró con una sonrisa expectante.

Deus cada vez me recordaba más a Jack Nicholson.

―¿Sí...? ―murmuré insegura.

Se levantó todavía asiendo mi mano y tiró de mí hasta abrazarme.

―No sabes lo feliz que me haces ―afirmó y pude notar su aliento en mi oído haciendo que me estremeciera por lo desagradable que me estaba resultando su cercanía.

Se separó despacio y tras acunarme el rostro y contemplarme durante unos segundos posó sus labios sobre los míos en un extraño y casto beso.

No me moví, no respiré ni siquiera cerré los ojos.

―Te amo, ¿lo sabes?

Y todo lo que había temido hasta ese momento se materializó en forma de caricias, primero en mi espalda desnuda, luego bajo mi falda y cuando creí que si aguantaba pararía me agarró de los brazos e intentó conducirme hacia la cama. No lo dejé. Me detuve haciendo que chocáramos y obligándolo a detenerse también.

―¿Me estás rechazando? ¿Me aceptas como esposo, pero no quieres hacer el amor conmigo?

―No... yo... es que. Necesito más tiempo.

―Te he dado tiempo, Iria, estoy siendo muy paciente contigo, pero estoy empezando a...

―¡Tres días es lo que me has dado! ―exclamé intentando parecer ofendida―. Ni siquiera hemos bailado y ya quieres meterte entre mis piernas, ¿es que todo los hombros sois iguales? Pensaba que eras diferente. Confiaba en ti.

Su cara de desconcierto me dio esperanzas, pero un rictus de enfado empezó a formarse en su rostro.

―No me engañas ―masculló señalándome con el dedo― Rosalía me dijo que dirías todas esas cosas y no la creí― eres igual que tu madre, me seduces y ahora me rechazas y quieres alejarme, pero no voy a dejarte. No, no voy a hacerlo.

―No sé de qué me hablas, dijiste que me darías tiempo y yo...

Me interrumpió al abalanzarse sobre mí, consiguió empujarme hacia la cama hasta tumbarme y aprisionarme con su cuerpo, sentí sus manos calientes y huesudas por todas partes. Intentaba sujetarme las muñecas mientras yo no dejaba de patalear y pegarle. Me sujetó los brazos y me retorció las muñecas, se me saltaron las lágrimas y cuando creí que aflojaba su agarre y que podría soltarme me aprisionó las muñecas con una sola mano y con la otra me cruzó la cara en un doloroso bofetón. Grité de pura rabia y frustración.

―No debí tomarte en serio, ella me lo advirtió. No volverás a reírte de mí, te lo avisé, si no era por las buenas sería por las malas.

Volví a gritar y volvió a abofetearme, me arrancó la parte de arriba del vestido sin esfuerzo haciéndome daño en el cuello, sentí las costuras crujir y noté como el botón salía disparado. Seguí retorciéndome e impidiendo sus movimientos todo lo que pude, pero era más fuerte que yo y estaba poseído por la rabia de saberse rechazado.

Cuando estuve desnuda por arriba me levantó el vestido e intentó arrancarme las bragas de varios tirones hasta que lo consiguió dejándome la piel marcada y dolorida.

Mi llanto arreció cuando comprendí que no podría defenderme, me escocía la piel en los lugares en los que me había arrancado la ropa y sobre todo en las muñecas y en la mejilla que me había golpeado.

Entonces se encorvó sobre mí y soltando mis muñecas empezó a forcejear con sus pantalones mientras yo no pude hacer nada más que golpearle los costados casi sin fuerza ya que me tenía aprisionada bajo su cuerpo. Me lamió el cuello y grité y lloré con más ímpetu, cuando noté la piel de sus piernas desnudas entre mis muslos y su erección pugnando por entrar en mí supliqué y le chillé y volví a suplicar.

Se incorporó lo suficiente para mirarme y vi la mezcla de locura y lujuria en su mirada. Entonces me defendí con más violencia, fue extraño, en un instante había perdido las fuerzas y cuando pensé que aquello no tenía vuelta atrás lancé un grito desgarrado y lo golpeé con renovadas fuerzas hasta que me propinó un puñetazo en la sien que me dejó atontada, luego sentí otro golpe en el mismo lugar y uno más en la cara que hizo que notara el sabor metálico de la sangre en mi boca y dejé de resistirme. Estaba a su merced, me sentía como en una nube, como si aquel no fuera mi cuerpo. Sus labios empezaron a besarme los pechos y cuando noté como me recorría con su lengua grité y cerré los ojos con tal fuerza que las lagrimas me mojaron las sienes hasta el nacimiento del pelo. Justo cuando creí que nada ni nadie evitaría que me violase dejé de sentir su cuerpo sobre el mío y oí gritos, gruñidos y golpes.

Intenté incorporarme y no lo conseguí, estaba mareada, me dolía la cabeza por los golpes y unas repentinas nauseas hicieron que vomitara todo lo que había cenado. Había sacado la cabeza fuera de la cama y todo me daba vueltas. Perdí la noción del espacio hasta que unas manos me sujetaron y me revolví con fiereza, dando puñetazos al aire y al colchón. Las mismas manos que me sujetaban me cubrieron con la sabana y levantándome de la cama me depositaron en el sofá. Oí como si fuera en un sueño los gritos de Ricardo y varias personas más, intenté incorporarme sin mucho éxito y volví a verlo todo negro.

Ahora era Ricardo el que suplicaba y sollozaba mientras alguien lo golpeaba sin tregua «¡hijo de puta, cabrón voy a matarte!» no reconocí la voz, mis oídos estaban embotados igual que mis ojos que solo veían una nebulosa, pero fue mi cuerpo quien lo reconoció y deseé con mucha fuerza no estar equivocada «¡vas a morir, cerdo, solo por haberla tocado!» fue lo último que oí justo antes de perder el sentido.

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