23. IRIA
On the road again. Parecía el titulo de una peli de serie B americana. Así era mi vida. Menos mal que Sergio se lo había tomado con tranquilidad y llevábamos unos días de poca carretera, y ese día apenas haríamos doscientos kilómetros.
Me enfadé mucho cuando finalmente me confesó nuestro destino y resultó que íbamos a pasar la Costa del Sol de largo y me iba a quedar sin ver Marbella, Puerto Banús y todos los lugares de lujo de la costa de la jet set. Exactamente igual como cuando me había enfadado al sugerirle acercarnos a la Cala San Pedro, ya que estábamos cerca, a conocer a mi hermana la perroflauta, como él la había llamado, aunque yo estaba segura de que era una hippie inofensiva.
Había intentado convencerlo de que eran gente que vivían sin comunicación con el mundo exterior y que nadie nos buscaría allí, y ni siquiera teníamos que decirle quiénes éramos. Pero no se dignó a adornar su tajante «no» con ninguna explicación.
Detestaba como me manejaba escudándose en las bromitas y las pullas, la verdad. Porque no me había mentido, quería desayunar tranquilo y yo solo se lo hubiera impedido intentado llevarle la contraria. «Maldito enano mandón e irritante». Cuando creía que manejaba la situación era una falsa ilusión creada por él mismo, porque la realidad era que siempre me llevaba la delantera.
Llegamos a la línea de la Concepción un poco antes de la una de la tarde. Esta vez me llevó a un Holliday Inn que estaba genial. Sonrió ufano con la cara que puse al llegar a la habitación. El hotel de Nerja me había encantado y más después de las pensiones de mala muerte a las que me había llevado. Este sin embargo era enorme y muy nuevo, y me pareció más un cuatro estrellas que uno de tres y mira que yo entendía de hoteles. Situado más cerca de Algeciras que de la Línea, estaba en mitad de una zona industrial junto a la carretera. Era el típico hotel de convenciones o para la clase de gente que suele viajar por negocios.
Después de instalarnos Sergio decidió que fuéramos de tapas al centro de la Línea. Comimos un pecado delicioso en una tasca de lo que parecía un barrio de pescadores y en un momento dado me recordó mucho a mi tierra. Eso sí, con mucho más sol y los parroquianos muy habladores y chistosos. Al principio me tomaron por gibraltareña, pero una vez les aclaré que era gallega rieron con una mezcla de jolgorio y orgullo patrio haciendo mención a las diferencias ―en realidad me sentí como si mi cuerpo fuera una viñeta de «busca las diferencias»― y comparando el producto nacional frente al británico. Algunos viejos me soltaron toda suerte de piropos y hasta Sergio en un momento dado se tensó, pero enseguida se dio cuenta de que eran bromas inocentes y terminó sonriendo por sus ocurrencias.
El más gracioso había sido un hombre muy mayor que al ir al baño por tercera vez desde que estábamos allí se me acercó y, sin ninguna vergüenza, se plantó entre Sergio y yo dando pequeños pasitos y me soltó: «Shiquiiilla, ¿qué hace un mujerón como tú con un sieso como este?, vente conmigo y va a ve tu hoy lo que es de verdad un cielo estrellao.
«Estrellao va a terminá tú, Manué ―le contestó el que estaba detrás de la barra―, como la Patro se entere que andas molestándome a las clientas».
Y todos sin excepción, incluso Sergio, se rieron durante un rato.
Cuando terminamos de comer paseamos en silencio por el paseo marítimo de un lugar llamado Playa de Poniente y disfruté de la brisa y del olor a mar. Sergio no dejó de observar mi pelo alborotado por el viento, hasta que me lo recogí. No pude evitar fijarme en como apretó la mandíbula, como si no quisiera que lo hubiera hecho, pero ninguno de los dos dijo nada.
Sobre las cinco nos fuimos al hotel a no hacer nada. Again, como decía siempre Álex, o debería decir a regodearnos un poco más en el día de la marmota. Deus, como echaba de menos a mis dos loquitas.
Me había cansado de dibujar personas de memoria o muebles y el interior de las habitaciones. Me apetecía dibujar algo más real, que significara algo, pero no tenía muchas opciones y me daba vergüenza pedirle a Sergio que posara. Y aunque podría dibujarlo solo cerrando los ojos y repasando de cabeza sus prefectas facciones que tanto había podido admirar en los últimos días, no iba a darle la satisfacción de que me pillara haciéndolo. Ya tenía un ego del tamaño de una catedral, como para contribuir a engrandecérselo.
Era estupendo no poder hacer lo que una quiere. Así que hacía dos días que me había comprado un libro de bolsillo de Agatha Chrsitie en una gasolinera y ya había dado cuenta de la mitad. Un cadáver en la biblioteca, de la serie de Miss Marple. No era muy asidua a los libros de misterio, pero me estaba gustando y me hacía pasar el tiempo entretenida.
Más tarde de vuelta a la Línea nos acercamos a un pub irlandés a cenar. Ya casi ni me arreglaba para salir, sólo me picaba si Sergio sí lo hacía. Como esa noche, que se había esmerado con su atuendo. Se había colocado unos vaqueros grises gastados, un jersey finito azul oscuro con rayas de colores y su cazadora de cuero. Así que volví a meterme en el baño y me enfundé en unos vaqueros pitillo negros, una camiseta con escote y mi chaqueta vaquera preferida. Hasta me maquillé. La mirada que me lanzó bien valió el esfuerzo. Nos comimos unas hamburguesas con un par de cervezas y para mi sorpresa a las once, cuando estábamos a punto de irnos, un grupo hizo su entrada en el pequeño escenario que había al fondo y en el que, al menos yo, no había reparado.
―Sergio, por favor. Es un concierto. Solo quedémonos sentados en la mesa, nos tomamos otra cerveza, los escuchamos un rato y vemos el ambiente. Anda.
Transigió con un gesto, pero no me pareció muy convencido hasta que pidió al camarero otro par de cervezas y se fue al baño. A la vuelta una morenaza, vestida con un espectacular top rojo y unos estrechos vaqueros, rodeada de cuatro amigas se le presentó ―así por la cara― y le dio dos besos dejándole el pintalabios marcado. Luego se presentaron las demás y Sergio fue dando besos y regalando sonrisas a cada una de ellas. Luego me señaló y se encogió de hombros e imaginé que les había ofrecido una disculpa.
Eso me hizo sentir un poco mejor. Les había dicho que estaba conmigo así que, aunque se suponía que no debía importarme me importó, y me hinché ligeramente. Sin embargo me extrañó que las caras de las chicas no fueran de decepción o de odio hacia mí, si no más bien de «bueno, venga, vale, luego nos vemos». Y cuando volvió a la mesa tenía esa estúpida sonrisa de suficiencia de la que me había librado los días pasados y que al parecer había vuelto.
―Les he dicho que eras mi hermana, espero que no te importe.
Disimulé bastante bien el zasca que me llevé con sus palabras. Le di una servilleta y le señalé la cara y se limpió con una nueva sonrisa que me hizo poner los ojos en blanco y arrepentirme de haberle pedido que nos quedáramos.
«Capullo arrogante».
El pub se fue llenado, había bastante gente y los camareros apartaron algunas mesas y la gente empezó a bailar. Luego fueron avisando de que no habría más servicio en las mesas y que debíamos pedir en la barra.
―Me voy a bailar.
―Quieta, sola no.
―No pienso bailar contigo.
―No te estoy pidiendo que bailes conmigo. Pero a donde tú vayas, ya sabes... O mejor, ponte ahí ―dijo señalando al grupito de chicas de antes― así yo al menos puedo divertirme algo.
Gruñí y me fui hacia la pista con cara de pocos amigos con él pisándome los talones.
―Era broma, jirafa patosa, solo tengo ojos para ti ―afirmó con una de sus sonrisas torcidas.
―Imbécil ―murmuré empezando a bailar al ritmo de la música con la cerveza en la mano.
El grupo era roquero, tocaban versiones españolas de los setenta y ochenta, clásicos, pero con un toque más duro, Nino Bravo Ronaldos, Luz Casal, hasta la chica ye-ye. Eran muy buenos.
Levanté los brazos y me dejé llevar por la música. El cantante me guiñó un ojo y le sonreí y moví mi melena en respuesta. Me hizo sentir poderosa mientras Sergio parecía haberse tragado una caja de chinchetas.
«Que te den. Tú no eres el único que sabe flirtear».
De improviso me agarró de la cintura con su mano libre con la excusa de hablarme al oído. Tuve que agacharme un poco, porque a pesar de no llevar mucho tacón seguía siendo más alta.
―Un par o tres de canciones, nos terminamos la cerveza y nos vamos.
―¿Por qué, so cenizo? ―pregunté en su oído colocando mi mano libre en su hombro― ¿tienes algo que hacer mañana?
Deus, que bien olía. Y como me gustaba tocarlo. Y que me tocara. Ya estaba empezando a desvariar.
―Conducir.
―Cenizo ―repetí esta vez con una mueca burlona y mirándolo a los ojos.
Ya no me soltó. Y no es que yo protestara. Además del cantante había un par de tíos que no me quitaban ojo de encima y supuse que lo hizo para que no estuvieran tan pendientes de mí. Pero me hubiera gustado que de verdad me agarrara porque quisiera hacerlo.
Al final logré convencerlo de que nos tomáramos una ronda más de cervezas. Bueno, él volvió con una coca cola, pero al menos a mi me trajo la cerveza.
Estaba bastante achispada y tras un par de tragos a la tercera el equilibrio me empezó a fallar. El grupo tocó una canción lenta de Luz Casal y no lo dudé. Empujé a Sergio hacia una de las paredes, dejé la cerveza en la repisa y lo obligué a hacer lo mismo con su mega vaso de coca cola. Luego me colgué de su cuello y apoyé mi sien en la suya sin dejar de contonearme despacio.
Pasada la primera estrofa sentí como expulsaba el aire de golpe y me apretaba contra él.
Nai de Deus, aquello era estar en la gloria.
Cuando la canción terminó, y pese a que noté sus dudas, se separó de mí despacio. El grupo aprovechó para descansar y solo se oían las voces y demás ruido del pub. Oír el ambiente sin música y tener que separarme de Sergio fue como despertar de golpe de un buen sueño sin haber llegado al esperado final. Frustrante. Muy frustrante.
Cogí mi cerveza y le di un buen trago para disimular el breve desconcierto por lo que habíamos experimentado bailando y al mirarlo de reojo noté que hacía lo mismo. Nai de Deus, estaba muy acalorada y excitada. «Qué coño», me había puesto cachonda. Ya ni me acordaba de lo que era abrazar a un tío de ese modo. Al final tenía que darles la razón a Laura y a Lúa. No se puede vivir sin sexo. Necesitaba echar un polvo. Menuda mierda.
Cuando Sergio terminó su bebida, me arranco la botella de la mano, me cogió por la muñeca y me sacó a la calle sin mediar palabra.
Estaba claro que me llevaba hacia el coche. Estaríamos a medio camino cuando lo obligué a detenerse. Tuve que hacerlo con todas mis fuerzas porque parecía empeñado en meterme en ese coche aun a costa de arrancarme el brazo. Me solté y lo miré a los ojos. Supuse que las tres cervezas alemanas de medio litro no ayudaron mucho a sopesar los pros y los contras. Pero había tomado una decisión. Esta tensión tenía que acabar o íbamos a terminar muriendo por combustión espontánea. Yo por lo menos. Siempre había sido una persona clara, de las que cogen el toro por los cuernos. Dudé un momento, pero al final concluí que era lo mejor. Me iba a sincerar con Sergio.
―Está bien, necesito hablar contigo muy en serio. En plan las cartas sobre la mesa. Esto que nos pasa ―balbucí señalándonos alternativamente― lo del otro día en el área de servicio, ahora cuando hemos bailado, lo que siento cuando me tocas, lo que sientes cuando me miras, las pullitas y las bromitas. Está mal, Sergio. Mal. Y yo...
―Tienes razón. Toda la razón ―me interrumpió―. Te debo una disculpa. No debería comportarme así contigo, pero no sé qué me pasa. Haces que deje de pensar ―dijo.
Parecía igual de frustrado que yo, incluso enfadado. No esperaba esa clase de confesión a la primera de cambio. Concluí que él estaba tan deseoso como yo de soltar todo lo que nos reconcomía.
―¿Quieres las cartas sobre la mesa? ―repuso―. Muy bien. Me atraes, me atraes muchísimo y tengo que hacer verdaderos esfuerzos por no tumbarte en cualquier superficie plana y hacerte de todo. No lo hago porque al igual que tú sé que está mal. Pero cualquier día de estos... ―no terminó la frase, se limitó a pasarse los dedos por el pelo gruñendo y despeinándose aún más― cualquier día de estos hago una locura.
Volví a ponerme como la grana mientras él apretaba la mandíbula en ese gesto que cada vez se me hacía más cotidiano, pero esta vez apretaba también los puños hasta que noté como poco a poco se iba serenando.
―Te agradezco que seas así de sincero, de verdad.
Vaya, parecía haber dejado atrás el habla de gangosa Ya no estaba achispada, la impresión que me habían causado sus palabras me habían quitado la borrachera de un plumazo. «Bueno, puede que no del todo», pensé tras trastabillar ligeramente, pero estaba bastante más lúcida que hacía unos minutos. Lo que desde luego estaba era un poco bloqueada, sabía lo que tenía que decirle, pero de repente me sentí un poco cohibida y ya no me pareció tan buena idea.
―¿Y bien? ―me preguntó.
―¿Y bien qué...?
―Que si te pasa lo mismo, necesito saberlo.
Ahora sí que me había dejado pasmada.
―¿No se me nota lo suficiente? Polo amor de Deus ¿tú te has mirado bien? ¡Si atraes a todas las mujeres desde los quince a los cincuenta años!, puede que hasta los sesenta... ―murmuré haciendo una mueca de incredulidad.
Sonrió de forma fugaz antes de volver a componer un gesto inquisitorio.
―No me interesa lo que piensen de mí las demás mujeres, quiero saber lo que piensas tú.
Me tomé un momento. Ni yo misma estaba segura de lo que sentía. O puede que sí, quizás era más un problema de no querer aceptarlo.
―Está bien, lo admito ―aseguré poniéndome roja de nuevo― me gustas. Mucho. Eres un idiota redomado, odio tu prepotencia y tu vanidad, y cómo crees estar en posesión de la verdad absoluta. Pero también haces que deje de pensar. Así que cuando me miras, termino pasando por alto lo mal que me caes. Pero que te quede claro: no tengo pensado rendirme a tus encantos. ¿Contento? ―Menuda retahíla había soltado y con el dedo en ristre y todo. No me lo creía ni yo.
―No puedo quejarme. Aunque con lo de prepotente y vanidoso te has pasado. Pero eso de que no tienes pensado rendirte a mis encantos... es cuestión de tiempo y lo sabes.
Gruñí de pura frustración. Ahora ya no sabía si hablaba en serio o no. Pero él era así.
―¿Y quieres saber lo peor de todo? ―pregunté con los brazos en jarras con un leve tono acusatorio―. Estás ahí plantado tan tranquilo admitiendo que me deseas y que quieres llevarme a la cama y encima te atreves a decir que solo te importa lo que yo piense. ¿Ni siquiera te importa lo que piense Irene?
―¿Irene? ¿Qué...? ¿Por qué...?
Su gesto de desconcierto me dejó pensativa.
―Has dicho que no te importa lo que piensen las demás, pero ¿y eso donde deja a Irene? El otro día me quedó claro que tienes algo con ella.
―¿Con Irene? No tengo nada con Irene. Más allá de... ya me entiendes ―recalcó inclinando la cabeza para pasarse los dedos una y otra vez por la nuca.
Tardé un segundo en procesarlo. Él parecía avergonzado. Y ella se había comportado como una novia enferma de celos.
―¿Me estás diciendo que te ves con ella para... eso, y ya está?
―Sigue en el escalón de follamiga, si es a lo que te refieres ―afirmó parafraseándome― solo que ella no lo sabe.
―Pues sí que te lo montas bien. Menudo fresco estás hecho.
―No suelo hacer más que eso ―dijo de nuevo imitando mi forma de hablar― con las mujeres, lo de Irene puede que se me haya ido un poco de las manos, pero nada que no arregle una buena cena romántica y un: «lo siento preciosa, tú no eres el problema, soy yo que no te merezco, por eso no podemos seguir viéndonos», ya sabes.
―Sí, ya, lo imagino, todo un clásico. No sé cómo no me sorprende, y más viniendo de alguien como tú. En fin, tengo algo que proponerte y ahora que me has aclarado lo de Irene ya no me parece que esté tan fuera de lugar ―sugerí armándome de valor.
―Ahora me estás asustando, jirafa patosa. No voy a hacerte un masaje en los pies y si el sexo oral queda descartado... solo nos queda echar un polvo.
Gruñí y puse los ojos en blanco.
―Quiero que...
―Shh, no lo digas.
―¿Pero qué es lo que crees que te voy a decir?
―¿No vas a pedirme sexo desenfrenado para acabar con esto que nos está empezando a obsesionar?
―Desde luego mira que eres capullo.
―¿Entonces que ibas a pedirme? ―preguntó con una sonrisa y gesto ufano.
―Te iba a decir que no me importaba que te tiraras a una de las muchas tías que se te han insinuado ahí dentro.
Se le borró la sonrisa y ahora el que parecía completamente pasmado era él.
―Mientras no te las lleves al coche... En fin, no me importa si decides hacerlo en el baño, en un callejón... Estaré bien. El pub está lleno de gente. Me sentaré en la barra o me uniré a un grupo de chicas. Pasaré desapercibida un rato, hasta puede que me enrolle con alguien, yo también empiezo a estar un poco necesitada. Quizás así consigamos que las cosas entre nosotros vuelvan a la normalidad.
―Iria... ¿es una broma?
―Hablo en serio. Del todo.
―Contéstame a una cosa. No me malinterpretes, no pretendo pedirte permiso, tu solo sé sincera.
Aquí hizo una pausa como si estuviera midiendo lo que pensaba decirme.
―Suéltalo ―exigí inquieta, y no sé porque empecé a ponerme un poco nerviosa.
―Imagínate a la morena de rojo que se me ha presentado y me ha estado echando ojitos hasta que hemos salido a bailar, ¿la recuerdas?
―Sí ―dije con la boca pequeña y empezando a sentir un poquito de celos.
―Se llamaba Sonia, creo. ¿Te gusta para mí? Tenía buenas tetas, de hecho unas tetas estupendas, un culo que no estaba nada mal y era bastante guapa, como casi todas las andaluzas, que además suelen ser puro fuego.
Tragué saliva con dificultad, ya no me gustaba nada el cariz que estaba tomando la conversación.
―¿A que sí?, ¿qué me dices?, podría tirármela en el baño. Antes la besaría un buen rato, tenía pinta de ser una de esas tías que necesitan que las beses largo y profundo.
Sentí como me clavaba su mirada. Intenté disimular mi desazón y como estaba roja por completo supuse que lo había conseguido.
―Lo malo de los baños es que o bien te follas a tu acompañante por detrás o bien la empotras contra la pared. La opción de follármela por detrás no me llama mucho la atención porque es demasiado guapa y eso deja su boca y sus preciosas tetas lejos del alcance de mi boca y yo soy mucho de besos y tetas mientras follo ¿sabes? Y luego está la opción de empotrarla... suele ser bastante más incómodo y sobre todo cansado, además aún me duelen las costillas y más después de la inactividad de estos días, no lo veo, al menos hoy no, ya me entiendes.
Volví a tragar saliva afanosamente.
―¿Qué piensas ahora?
―¿Que qué pienso de qué? ―Había conseguido descolocarme del todo. Y los celos me consumían, sentía la adrenalina cebándose con mi pecho y no podía hacer nada.
―De lo que te he dicho, de la morenaza de rojo y de mí.
―Pues que eres un engreído, un petulante, un... un... «capullo» ―pero eso no lo dije― Y que si es lo que quieres, pues me parece bien. Es justo lo que te estaba pidiendo ―aseguré colocándome una máscara de indiferencia.
―Y ahora dime que imaginarme con ella como seguro que has hecho no te ha agitado nada aquí dentro ―y apoyó su dedo índice en mi esternón justo junto al nacimiento de mis pechos.
Intenté disimular pero entre sus palabras y el toque de su dedo en mi pecho mi cara debía de ser un poema. Mierda, tenía razón, estaba celosa, muy celosa, y no iba a conseguir esconderlo.
―¿Nada? ―insistió apretando su dedo― dime que te da igual y volvemos a entrar y te juro que le echo el polvo de su vida a esa morena.
No pensaba cejar hasta que claudicara y yo no quería claudicar. Pero tenía razón. No solo se me removía todo, tenía ganas de llorar. Si se iba con ella lloraría y no sería capaz de parar en toda la noche.
―¡Está bien! ¡Me rindo! ¡¿Es lo que querías oír?! Me rindo, carallo, me rindo. Haz conmigo lo que quieras porque ya no puedo más ―ni siquiera me di cuenta de que las lagrimas habían empezado a caer por mis mejillas― me moriré si te vas con ella ―confesé sintiéndome de lo más estúpida.
Si en ese momento me pedía que le suplicara de rodillas lo haría sin remedio. Deus, menuda devora hombres de pacotilla estaba hecha.
―Como yo me moriré si te enrollas con otro ―confesó muy bajito dejándome estupefacta.
Esperé y esperé a que me soltara una de sus pullas o desmintiera lo que acababa de soltarme, pero no lo hizo. Se limitó a contemplarme con una expresión inescrutable, aunque no supe de qué me extrañaba, había comenzado a llorar y no podía parar. Debía de parecerle una estúpida.
―Ven aquí ―dijo tirando de mi y abrazándome― lo siento, no llores, no llores, Iria, perdóname. Soy un capullo y un bruto.
Empezó a besar mis lágrimas y no debía de ser tarea fácil porque entre las malditas cervezas y el tiempo que llevaba guardándome todo aquello, mi cara parecía una riada.
Se separó despacio y me miró a los ojos y vi un resquicio de algo que me dio miedo analizar.
―Olvida lo que...
―Te he dicho que me rindo ¿sabes lo que significa eso? ―dije en un susurro.
Negó con la cabeza y yo entonces lo besé. Tenía la boca húmeda por mis lágrimas. Lo besé despacio y no me respondió. Empezó solo a acariciarme con lentitud. Con bastante templanza deslizó una mano en mi cintura, luego subió despacio por la espalda, el cuello y enredó sus dedos en mi pelo. Con la otra me acarició el exterior de un muslo. El beso se volvió más exigente y noté que en realidad se estaba conteniendo. Abrí mi boca invitándolo y soltó un gemido al meterme la lengua entera. Oh, carallo, que bien besaba. Lo hacía con fuerza, con desesperación, pero a la vez despacio, recreándose, haciendo que todas mis terminaciones nerviosas se volvieran locas. Lo que había imaginado al oírlo decir lo de «un beso largo y profundo» se quedaba muy corto. ¿Sería yo a sus ojos el tipo de mujer que necesitaba esos besos? «Ojalá que sí».
En ese momento metió su mano entre mis piernas, me acaricio el interior de los muslos sin dejar de besarme. Fue subiendo, subiendo y subiendo hasta que ya no hubo más donde subir. Gemí y me estremecí. Desabrochó el botón de mis vaqueros, metió la mano dentro y me apartó las braguitas con maestría. Estábamos apoyados en un coche y él me cubría con su cuerpo. Pero me daba igual, no sentía vergüenza, no sentía reparo, solo sus labios en los míos y sus dedos acariciándome de manera suave y extendiendo la humedad por mis pliegues. Si seguía así iba a correrme antes de un minuto y quise apartarle la mano.
―Shh, tranquila.
―Es que... ¿aquí?
Me acalló con su boca e introdujo con cuidado un dedo en mi vagina. Casi me muero, tuve uno o dos espasmos preludio de lo que estaba por venir. Noté como sonreía sobre mi boca. Luego introdujo otro dedo más y empezó a acariciarme el clítoris con el pulgar. Madre de mi vida, no había sentido nada igual en mi vida, el orgasmo me sobrevino de golpe, sin avisar y sin poder contenerme. Quise gritar. Cerré los ojos con fuerza y las piernas se me aflojaron. Sergio terminó tapándome la boca con su mano y noté como su mirada me taladraba a pesar de tener los ojos cerrados y bien cerrados. La cosa duró casi un minuto. Al final tuve que apartarle la mano con firmeza porque no podía aguantar la intensidad, era casi doloroso. La mejor experiencia de mi vida.
―Si no me paro continuas durante un rato ―dijo sonriendo.
―No... puedo... no puedo más.
Sacó sus dedos de mi con delicadeza y me acarició despacio haciendo que sintiera un replica menor del orgasmo haciéndome temblar de nuevo. Aquello había sido como un terremoto. Sí, esa era la definición: un terremoto con epicentro en los dedos de Sergio.
―¿Ves? ―inquirió demostrando que tenía razón.
Entonces me colocó las braguitas, me abrochó el pantalón y me besó la frente.
―Preciosa. Estabas preciosa cuando te has corrido.
El rubor se extendió tan deprisa que sentí que iba a darme un infarto cerebral.
Escondí la cara en su hombro avergonzada.
―No te avergüences, ven ―dijo obligándome a separarme― ¿puedes... moverte?
Asentí y fuimos hacia el coche de la mano. Me abrió la puerta como un caballero y cuando me senté se agachó para darme un beso casi tan intenso como el que nos habíamos dado hacía un momento.
Luego se metió en el coche, arrancó y salió disparado hacia la carretera.
―¿Qué... qué haces?
―Llevarte al hotel, no pienso follarte en el coche cuando tenemos una enorme cama esperándonos allí.
Me volví a poner roja como un tomate. «Carallo». No pensaba abrir más la boca en todo el camino.
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