El asesinato
Fernando y José miraban por la ventana. La lluvia levantaba burbujas sobre los charcos en una falsa ilusión de ebullición. Algún trueno esporádico los hacía levantar la mirada al cielo.
—¡Que día gris! —dijo Fernando
—¿Dia gris? ¡Un día de mierda! Dia gris es un eufemismo para no decir todas las letras de la palabra mierda.
Fernando meneo la cabeza. Sabía que no había que entrar en esas batallas dialécticas con José porque no llevaban a nada. Y mucho menos estando solos. Se lo veía de mal humor y ya habría tiempo de preguntarle el porqué cuando estuvieran los cuatro juntos.
Pepe y Daniel entraron juntos.
—¿Están de novios ustedes? —preguntó José de forma burlona.
—No, boludo, nos encontramos en la esquina —contestó Daniel.
—¡Sabes cuántos novios se "encuentran en la esquina"! —volvió a burlarse José.
—¿Qué te pasa hoy? —preguntó Fernando aprovechando que estaban con aforo completo— estás particularmente susceptible... y sí, es un eufemismo para no decir que tenés un humor de mierda.
Los recién llegados rieron pese a haberse perdido el doble sentido de la broma.
—¡Ah! Ni se acuerdan de que día es hoy...
Fernando fue el primero en caer.
—¡Cierto! Día del invitado ¿A quién le tocaba hoy?
—A mi huevón, a mi —dijo José moviendo las manos exageradamente.
—¿Y? ¿Dónde está? —preguntó Daniel.
—Si llegaste vos primero... —dijo Fernando frunciendo el ceño y dejando morir la frase.
—Exacto. Es que me dijo que llegaría tarde por no sé qué problema... pero tampoco pensé que se fueran a olvidar ustedes. Son 3 tarados. Y, además, ustedes dos llegaron super tarde.
Todos se rieron, excepto José.
—No te pongas así por una boludez. ¿Quién viene?
—Un amigo del club. Ingeniero agrónomo
—¡Huy! No nos hablará de plantitas... es un tema que me aburre. Me recuerda a mi mujer y mi vieja revolviendo el jardín y me duermo —dijo Pepe.
—No, me dijo que nos contará de un homicidio sin resolver.
—¡Epa! Eso me gusta. Tenemos que hacer de detectives —se alegró Daniel.
—No sé. Solo me dijo eso... ¡silencio! ahí viene.
Todos miraron hacia la puerta de entrada.
Un hombre que pasaba los 70 entraba al bar. Impecablemente vestido se apoyaba en el bastón para corregir el andar desigual.
—Hola —dijo escuetamente cuando llegó a la mesa.
José tomó la palabra.
—Muchachos, les presento a Raimundo...
El invitado lo cortó en seco.
—Sin apellidos, por favor. No es necesario. Raimundo está bien.
Las miradas de Pepe y Daniel se encontraron con un leve dejo de sorpresa.
—Siéntese, por favor —dijo Fernando mientras José retiraba un poco la silla libre.
—Podemos tutearnos. En estos tiempos el tratamiento de usted se hace pesado en este contexto. Además, tampoco soy tan mayor ¿no? ¡No me hagan más viejo de lo que soy! —agregó con una evidente fingida seriedad.
Fernando volvió a tomar la palabra.
—José ya le explicó ¿verdad?
—Si. Me he negado un par de veces a invitaciones previas. No sé si José se los había comentado. Pero mi salud está algo precaria ahora y al final he decidido aceptar esta amable invitación.
La mueca hosca de José se había transformado en una mirada serena mientras no se perdía ni una palabra de lo que Raimundo decía. Era manifiesta la admiración que sentía por el invitado, seguramente tejida a través de muchas horas de charlas en el club social al que pertenecían.
Raimundo carraspeó.
—Empiezo aclarando que es una historia triste que jamás conté. Pero, como dije, ahora que la salud flaquea y los fantasmas del pasado me observan desde los pies de mi cama... bueno, no quiero que todo lo que sé se pierda en el olvido. ¿Puedo? —terminó diciendo mientras señalaba el vaso con agua que estaba frente a Fernando.
—Si, claro, por favor. Ahora le pido más —dijo mientras le hacía señas al muchacho de la barra.
Raimundo bebió un sorbo de agua y volvió a carraspear.
—Todo sucedió en el pueblo. En mi pueblo, quiero decir. Soy del interior de la provincia de Buenos Aires, de un pequeño pueblo que está cerca de General Alvear.
Volvió a beber. Pepe y Daniel cruzaron nuevamente sus miradas. "Ni apellido ni nombre del pueblo" parecían querer decir los ojos de Pepe.
—Siempre fuimos tres. Desde que tengo memoria fuimos tres para todo. Nos criamos juntos. Inés, Fermín y yo. Todos de la misma edad, casi, Inés era un año menor que Fermín y yo.
Nuestros padres trabajaban en la misma fábrica y vivíamos a no más de cuatro casas de distancia. En la misma manzana, casi en los límites de pueblo. Éramos un trío típico de un pueblo típico. Teníamos nuestra casita del árbol en una parcela de tierra abandonada, en un monte que lindaba con nuestra manzana. Prácticamente pasábamos todos los fines de semana allí hasta que sucedió.
El relato fue interrumpido por el mozo que dejó una botella de agua mineral sobre la mesa. Fernando volvió a llenar el vaso de Raimundo.
—Gracias. En nuestro primer año de escuela secundaria una noticia alteró el funcionamiento del pueblo.
Raimundo bebió otro sorbo de agua.
—¿Dónde está el pueblo? —dijo Pepe en un intento por conseguir más información.
—Cerca de General Alvear. Pero el primer hecho no sucedió en mi pueblo. Casi a la misma distancia que nosotros, pero en dirección sur, en otro pueblo, aparecieron asesinados cuatro amigos, más o menos de nuestra edad. Dos apuñalados y los otros dos estrangulados.
Durante la pausa que hizo Raimundo, Fernando escrutó el rostro de José. Casi hubiera apostado que ya conocía la historia.
—Fue el peor verano de mi vida —continuó Raimundo—. Prácticamente no nos dejaban salir a ningún lado. Nuestros padres temían que hubiera un asesino suelto y dado que había muchos temporeros, los recaudos nunca parecían suficiente. Vivíamos con miedo. Y fue por esos días que hicimos la ceremonia de los cuchillos.
—¿La ceremonia de los cuchillos? —repitió Daniel.
—Si. Cada uno de nosotros consiguió un cuchillo y lo llevó a la casita del árbol. Los escondimos por separado, disimulados entre las tablas para que nadie los vea. Solo nosotros sabíamos dónde estaban. Nos sentimos seguros y preparados para darle su merecido si aparecía el asesino en serie.
«El hecho es que un día estábamos jugando en nuestra casa del árbol y me asomé porque escuché un ruido. Me pareció oír pisadas. Con gestos frenéticos hice callar a mis amigos. Ellos no habían oído nada. Les dije que iría a explorar. Me puse mi cuchillo en el cinturón y bajé despacio. Recuerdo que cada escalón parecía estar más lejos que el anterior.
«Caminé agazapado. No caminé hacia el ruido que había sentido. Lo hice en una dirección perpendicular. Alejándome de nuestro árbol, pero sin dejar de mirarlo. Esperaba descubrir in fraganti al asesino acercarse a mis amigos.
«Caminé de espaldas. De frente a nuestro árbol y de espaldas al barranco... que olvidé por completo. Trastabillé, resbalé, no lo recuerdo, pero rodé cuesta abajo, golpeé contra un árbol y me desvanecí.
«Cuando desperté estaba todo lleno de policías. De mi pueblo, de General Alvear, de sitios que solo conocía por el nombre.
«Según me contaron un hombre apareció y Fermín logró escapar para buscar ayuda. Pero al llegar con la policía se encontraron con Inés ya estrangulada, dijeron que con una pieza de ropa interior que nunca apareció. Fue una época de mi vida sinceramente horrible. Empezar la adolescencia roto, con mi mejor amigo destrozado por la culpa fue algo que me marcó para el resto de mi vida.
«El calvario empezó allí. Un mes después, los padres de Fermín fallecieron en un accidente de tráfico. Parecía que la mala suerte se abalanzaba sobre mi pueblo y que Fermín era el foco.
—¡No jodas! Che, que cagada —se le escapó a Daniel.
—Pobre pibe —completó Pepe.
—Fermín tenía parientes en Córdoba capital, pero no estaban en buena situación económica. Pactaron con mis padres que se quedara con nosotros. Así que se vino a vivir a mi casa. Se convirtió, casi formalmente, en el hermano que nunca tuve, pero estaba apagado, parecía otro. El psiquiatra de la policía dijo que debido al fallecimiento de los padres y el sentirse culpable por lo de Inés, por salir corriendo, por no protegerla, tardaría bastante tiempo en volver a la normalidad. Les prescribió unas pastillas y lo mandó a casa.
—La verdad que en esos casos es difícil opinar sobre qué hacer —reflexionó Fernando.
—Para mí siempre es mala idea dejar a los pibes en manos de psiquiatras —sentenció José.
—Vos decís eso porque sos un renegado —lo acusó Daniel.
—No le hagas caso a estos. Seguí, por favor —invitó Pepe dirigiéndose a Raimundo.
El invitado asintió con la cabeza y continuó.
—Habíamos crecido juntos y ahora estamos más juntos todavía. Ahora éramos familia. Teníamos tiempo para ayudarlo a volver a la normalidad. El clima familiar seguramente ayudaría.
«Y el tiempo pasó uniforme, sin más altibajos. Terminamos la secundaria y decidimos estudiar ingeniería agronómica. Nuestra zona requería ese tipo de profesionales por lo que parecía una decisión inteligente. Además, nos encantaba el tema. Los dos nos fuimos a vivir a la ciudad de Azul.
«Pero cuando terminamos nuestros estudios universitarios Fermín cambia de idea y decide irse del país. Nos cuenta que necesita cambiar de aires. Que mientras estuvimos en la facultad se dio cuenta de que el pueblo le agobiaba y que necesitaba nuevas experiencias, nuevo ambiente. Que se iría a España. Fue un choque para todos.
«Yo fui el primero en aceptarlo. Razoné que cada rincón, cada noticia que veía en la televisión le recordaría a sus padres o Inés. Mis padres tardaron un poco más en aceptar el cambio de idea, pero, finalmente, también lo comprendieron.
—A mí me parece muy normal —apoya Pepe—. Creo que yo hubiera intentado irme mucho antes.
—Coincido —reforzó Fernando—. Debe ser difícil permanecer en el ambiente que te recuerda tan malos momentos, día a día.
—Por eso lo apoyé plenamente en su decisión. Fermín fue avisando a nuestros conocidos que se iría a Europa. Decide hacerlo casi uno por uno. No quiere fiestas de despedida.
—De verdad nunca se resolvieron los asesinatos de los cuatro pibes ni el de Inés —disparó Fernando a bocajarro. José lo miró con reprobación en sus ojos. No le gustó la intromisión en la línea temporal del relato.
—Ahora volveré sobre ese tema. Pero sí, te adelanto que nunca se resolvieron —le respondió el invitado casi sin mirarlo.
—Perdóneme, no quise interrumpirlo —dijo Fernando abandonando el tuteo sin saber porqué.
—Tranquilo, no pasa nada —lo excusó Raimundo antes de continuar—. Fermín se iba y yo estaba triste. Ese sería el resumen o, mejor dicho, tenía sentimientos encontrados. Era mi hermano, nos unió la amistad y posteriormente una situación espantosa. Y ahora íbamos a separarnos. Seguiríamos en contacto por carta, pero no sería lo mismo. Estaba seguro.
«Fermín era muy organizado. Toda la puesta a punto de su partida corrió por su cuenta. Por último, yo me encargaría de dejarlo en la estación de tren que lo llevaría hasta la capital. Y él estaría unas horas en Buenos Aires antes de subirse al avión para volar a Europa.
«Ese último día almorzamos con mis padres. Cargamos las valijas en el coche. Y salimos temprano, Íbamos a dar una vuelta general para que se despida del pueblo, pero los dos sabíamos que era mentira. Hicimos el trayecto con el coche solo por disimular, ya que podríamos haberlo hecho caminando.
«Fuimos directamente hasta lo que quedaba de la casita del árbol. Subimos por los escalones de madera clavados en la superficie. Algunos ya estaban cubiertos parcialmente por la corteza. Recuerdo que todo estaba silencioso. Los pájaros se habían ausentado de la escena como si percibieran la tristeza del momento. Y nos sentamos dentro.
«Todo lo hicimos sin intercambiar ni una palabra. La casita aún conservaba su robustez, la estabilidad. Me pareció extremadamente pequeña. Me senté en mi rincón. Él en el suyo. Los dos miramos el lugar vacío de Inés. Yo sonreí y fui gateando hasta ocupar su lugar.
«Fermín empezó a llorar. No muy fuerte, con lágrimas y la respiración entrecortada. Le dije que parara, que ya había pasado el tiempo de llorar. Que teníamos que quedarnos con los mejores recuerdos.
«Me interrumpió para decirme que él no tenía mejores recuerdos. Sacó un sobre de su bolsillo y me lo extendió. Dijo que era su confesión. Que ya no podía seguir en el pueblo ni siquiera en el país. Que después de que se fuera, hiciera lo que quisiera con la carta.
«Casi entre risas le pregunté "La leo o me la contás". Me miró muy serio. Recuerdo cómo brillaban sus ojos.
«Me dijo directamente: yo maté a Inés.
Pepe se ahogó con el sorbo de café que intentaba en ese momento. Levantó los brazos mientras tosía. Daniel le daba ligeras palmaditas en la espalda. Fernando soltó su vaso y se irguió en la silla. José miraba por la ventana.
El sonido ambiente era totalmente inapropiado para lo que estaban oyendo. El ruido de vasos golpearse, el murmullo de la gente, risas esporádicas aquí y allá. Los mozos caminando apresurados entre las mesas proporcionaban un marco irreal para la charla.
Raimundo negó con la cabeza.
—A mí se me escapó una carcajada que quedó trunca al ver que no cambiaba la expresión de su rostro.
«Me dijo que mantenían relaciones desde casi un año atrás al incidente. Me dolió la palabra "incidente". Dijo "incidente" para el momento que me marcó para el resto de mi vida. Hoy parece una tontería, pero me dolió la palabra.
«Me dijo que no me lo habían contado porque sabían que yo estaba enamorado de ella y no querían hacerme daño.
«Me dijo que tampoco quería defraudarme por haber roto la promesa de que Inés era una hermana para nosotros y nada más y nada menos.
«En fin, me dijo algunas cosas más que no escuché. No podía escuchar.
«Pregunté cómo. Fue en un hilo de voz. Pero él entendió.
«Me contó que cuando salí a investigar por los ruidos comenzaron a besarse, que le propuso mantener relaciones, que no era la primera vez, pero que ella se negó. Que tenía su bombacha en sus manos y que no se la devolvería y que, primero entre risas y luego cada vez más en serio, intentó obligarla a mantener relaciones.
«Que ella se negaba porque yo podría volver en cualquier momento.
«Que no escuchó. Que forcejearon. Que ella le pegó. Que él le devolvió el golpe. Que en el forcejeo logró ponerle la bombacha en su cuello y que apretó hasta que dejó de moverse.
«Que no sabe qué pasó.
«El muy hijo de puta repitió que hasta ese día no sabía qué pasó.
Raimundo bebió un sorbo de agua. Bebió sin cruzar la mirada con nadie. Continuó.
—Yo sí sé lo que pasó. Por lo menos lo que me pasó a mí. Me enfurecí. Simple ¿verdad? —Nadie contestó. Ni siquiera asintiendo con la cabeza.
—Mi mano se topó con el cuchillo de Inés. Gritaba y lloraba al mismo tiempo que me abalanzaba sobre él. No se lo esperaba o no se defendió. Yo solo quería que cerrara la boca. Quería callarlo. No quería oír más. El cuchillo entró por debajo del mentón y salió por la parte de arriba de la cabeza.
«Dejó de moverse en el acto. Su cara casi no cambió. Sus ojos perdieron su brillo poco a poco. O por lo menos eso fue lo que me pareció.
Un suspiro inundó los pulmones del invitado. La mesa estaba contenida en una burbuja de silencio que nadie más que sus cinco integrantes parecían percibir.
—Me quedé un rato mirándolo hasta que dejé de llorar.
«Me sentí defraudado. Por todo. Porque me mintieron. Porque me mintió toda la vida. Porque era de verdad un cobarde que huía. Por todo.
«No sé cuánto tiempo que estuve en la casita. Fue hasta que tuve claro lo que había que hacer.
«Volví en coche hasta la casa de mis padres. Seguía llorando y nadie se me acercó. Era obvio que mi hermano se había ido y yo tenía que desahogarme.
«Fui hasta el galpón y cargué el baúl con un pico y una pala, kerosene y una bolsa de cal. Nadie me vio.
«Volví a la casita. Ya había entrado la noche.
«Caminé unos 50 metros en el bosque y cavé su tumba. Bastante profundo. Ya no lloraba.
Lo metí y llené la fosa de cal. Volví a tapar todo y lo disimulé lo mejor que pude.
«Regresé a la casita y la llené de kerosene. Le prendí fuego. Quemé la casita junto con el árbol.
«Me quedé allí mirando como el fuego consumía toda mi historia, el crimen de Fermín y el mío propio. Al rato se encendió uno de los árboles cercanos. Y luego otro más.
«Me quedé hasta que vinieron los bomberos y me arrastraron del lugar para apagar el fuego. Luche para que no lo apagaran. No tuve que fingir. Lo hacía en serio, quería que se quemara por completo. Todo el monte.
«Vino la policía y me llevó al calabozo. Todo el pueblo se compadeció de mí. Yo solo dije que Fermín e Inés lo hubieran querido así.
«Tardé un par de días en salir de la comisaría, acordé con el juez y el intendente, cara a cara, el importe de la multa a pagar y el compromiso de no volver a hacer nada parecido.
«Por toda nuestra historia era muy conocido en el pueblo, ahora un profesional y todos sabían que no era un pirómano. Todos sabían lo que había quemado. Y todos conocían mi tristeza. O eso creían, claro.
Raimundo sacó un par de sobres de su abrigo. Uno amarillento y el otro de un blanco inmaculado.
—Esta es la carta primitiva que escribió Fermín. Y esta es la mía. Cuando me vaya pueden hacer lo que quieran con ellas —dijo mientras le entregaba las cartas a José.
José las miró casi con reverencia.
Raimundo se levantó con dificultad.
—Gracias por haberme escuchado. Para mí fue muy importante poder contarlo. Me siento mucho mejor. Quizás debería haberlo hecho hace mucho tiempo.
Caminó, despacio, hacia la salida. Se le escuchaba murmurar.
—Sí, debería haberlo hecho antes.
Pepe rompió el silencio que los envolvía.
—¿No vas a abrirlas?
—¿Yo? ¡No! ¿Alguno quiere abrirlas? —preguntó José.
—Yo abriría la de Fermín —dijo Fernando.
—Tomá —dijo José mientras le ofrecía el sobre amarillento.
—No. No. Está bien. Mejor no.
Todos pidieron otra ronda de café mientras las cartas oficiaban de centro de mesa silencioso portador de horribles secretos.
—¿Nadie las va a leer? —preguntó José cuando terminó su café.
Todos negaron.
—Pues entonces la policía tampoco —completó mientras agarraba los dos sobres.
—¡Pero claro boludo! —dijo Fernando.
—¿Quién habló de policía? —interrogó al aire Daniel
—¿Policía? —dijo Pepé mientras se llevaba un dedo a la cien.
José comenzó a romper en pequeños trozos cada una de las cartas. Acomodó los pedacitos en el cenicero.
—Habría que prenderlos fuego —dijo cuando acabó.
—Es mucho papel... vamos a hacer un incendio, boludo —le recriminó Fernando.
—Bueno, yo me voy a casa. Que cada uno se lleve un puñado y lo queme en su casa—dijo mientras recogía un poco.
Daniel y Pepe le siguieron.
Solo quedaba la parte de Fernando. Apenas unos trozos de papel en el cenicero. Toda una historia.
Buscó al mozo con la mirada.
—¡Carlitos! Traeme otro café. ¡No! ¡Esperá! Ya tome mucho... esta noche seguro que no duermo. Cobrate, por favor —y agregó mirando al cenicero—, Che ¿No tenés un encendedor para prestarme?
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