Capítulo 8

El día terminaba con mis ánimos por los suelos, como nunca antes: los cimientos se habían derrumbado. La noche solo prolongaba mi agonía. Este pésimo día era ideal para coger algo puntiagudo y filoso. Pero ni para eso tenía ánimos ni temple. Ya había llorado demasiado y no quería convertir mi habitación en un nuevo río Amazonas. 

Mi habitación estaba acorde a mis ánimos de velorio: la oscuridad gobernaba todo. Mi rostro ya no podía ponerse más desolado. Parecía que la última pizca de ternura se iba a cuenta gotas. Dentro de poco, ya no sabría qué es el amor o la bondad. Justo ahora necesitaba a mi perro, pero ya no estaba: se había ido sin mí. 

Pasaban las horas y mi mente desmoronaba una y otra vez mis ánimos, cuando yo intentaba reconstruirlos, pero mis esfuerzos eran vanos. La pérdida de mi perro había sido tan devastadora como una bomba atómica de más de diez megatones. Pero no solo era mi mascota, sino las cuestiones de índole familiar. Todos los problemas se estrecharon la mano para ponerme histérica. Ya no me importaba si enloquecía. 

Eran las once de la noche y mis ojos me instaban a entregarme a un sueño que yo no quería. La noche se estaba alargando demasiado. Parecía que el día tenía cuarenta y ocho horas en vez veinticuatro horas. Todo me parecía repugnante y soporífero. Todo lo bello de mi habitación me producía hastío y sopor. 

«¿Qué iba a conseguir durmiendo? Podría estar despierta hasta el alba y todo bien». 

De pronto, cuando la somnolencia alistaba su artillería para someterme al ensueño, un nombre indeterminado comenzaba a revolotear mi cabeza con tenacidad. Era un trabalenguas que me iba a tomar bastante tiempo descifrar. Tal vez sería la alternativa a un somnífero: bastante efectivo. 

Recordar ese nombre solo lograba que me alistara para dormir. El momento era idóneo para una persona con insomnio. Y pensar que hace unos momentos era un muerto viviente. El nombre se paseaba por mis pensamientos y aún no se dignaba a revelarse. 

Me acosté en mi cama rendida ante el sueño voraz que me engullía. A los pocos segundos, abrí la boca y con los ojos cerrados, construí una palabra que por su fonología pensé que no tenía sentido alguno. Estaba balbuceando el nombre de una persona. 

«Tristán, ¿Tristán?... ¿Quién es Tristán?» 

De pronto, me encontraba caminando por una superficie algo accidentada y peligrosa. La neblina acompañaba mi desplazamiento por un lugar fúnebre y desolador. Las casas aledañas estaban deshabitadas. La oscuridad sembraba miedo en mí. Si una piedra se topaba conmigo me hubiera hecho un gran favor. Triste y fría: era un hielo andante. 

El temor me empujó a caminar más rápido. Rogaba que el pánico se ausentara y me dejara un poco de aliento para llegar al final de la calle. Pero con el corazón golpeando fuerte llegué a la desembocadura de la calle y vi el puente de mi anterior sueño. Tal vez si lo cruzaba despertaría, pero qué iba a hacer después. 

Me quedé ensimismada viendo lo majestuoso de aquel puente estrecho y cubierto de neblina espesa. Mi concentración se rompió al sentir un murmullo cerca de mí. Crucé los brazos y comencé a tiritar de forma friolenta. La brisa se convertía en un frío gélido: ya no hacía falta mi abanico.

—¡Ay, Dios, mío! —Me volteé con una adrenalina jamás vista. 

Quedé a solo unos segundos de llorar a raudales por el susto, hasta que escuché una voz apacible. 

—Tranquila, tranquila, no te preocupes. No te haré daño. 

Mi respiración se fue aplacando con sus palabras. Qué más me podía pasar si mi vida era un viacrucis. 

—¿Qué tienes? ¿Por qué estás triste? 

Levanté la cabeza para ver su rostro cubierto por la oscuridad. 

—Es que... Todo me ha salido mal. Mi padre nos abandonó a mí y a mi madre. Perdí a mi mejor amiga y mi mascota falleció... Y siento que nadie me quiere. 

Él cerró los ojos, como sintiendo compasión por mí. 

—Siento mucho por todo lo que has pasado, Karina. Pero no digas que nadie te quiere. Yo estoy aquí para consolarte. 

—Gracias... Espera, ¿cómo sabes mi nombre? 

—Soy Tristán... ¿Ya te olvidaste de mí? 

Lo observé con detenimiento. Me tomé un par de segundos y casi me quedo embelesada. 

—Ay, no me acuerdo... 

—Pero si tú me creaste, Karina. Tú me creaste. 

«¡Sabe mi nombre, pero no lo recuerdo!» 

—¿En serio yo te creé? 

—Sí, Karina... —dijo él y quedó con la mirada perdida. 

—Lo siento... Me odio ahora mismo por no recordarte. 

De pronto, él me miró con seriedad y yo arqueé las cejas.

«¿Qué le pasa a este chico? Me está asustado», me dije con incertidumbre.

—Karina... Te voy a matar. 

—¿¡Qué!?

—De alegría... O de abrazos.

—¡Tristán! ¡Yo te mataré ahora... Pero de abrazos!

Me abalancé hacia él y lo abracé fuerte como una niña solloza y desamparada. El abrazo fue recíproco; su rostro me daba toda la tranquilidad que yo podía pedir.

—Tranquila... Ya no tienes nada que temer; yo estoy aquí para protegerte.

—No quiero que te vayas...

—No lo haré, Karina.

Abrí los ojos en la realidad y, de inmediato, busqué un lapicero en medio del revoltijo de hojas y cuadernos que descansaban en mi escritorio. Abrí una gaveta y tomé un lápiz para trasladar el nombre Tristán a una hoja. Ya no confiaba en mi memoria. Ahora faltaba una hoja o un cuaderno para dibujar su rostro o el paisaje que había soñado.

Tratar de buscar una hoja limpia en mi cuarto era casi misión imposible. Sin darme cuenta a mis manos llegó una hoja grande; dicha hoja tenía un dibujo, por lo que no me servía. Pero la naturaleza extraña del dibujo me abstrajo e indagué.

«¿Cuándo hice este dibujo?», me dije con sorpresa súbita. Solo yo podía entender un dibujo desprolijo hecho por una niña de diez años. Esa niña era yo.

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