Capítulo 25

Eran aproximadamente las doce y veinticinco, y yo me encontraba de regreso a casa. Las clases en la universidad habían sido muy soporíferas, cuando antes me gustaba mucho. No pude controlar mis bostezos. Ya parecía una escuela metida en una universidad. Después de lo vivido ayer, la realidad me parecía una bagatela. Mi vida se estaba convirtiendo en ficción. Juré nunca más recordar ese momento. Llorar se había vuelto una rutina en mi vida. 

Y así, mi vida era una cavilación tras otra. Sin darme cuenta había llegado a un parque recreativo. El lugar estaba más desierto que mi habitación. Aquí la única compañía que podía hallar era la soledad y el tétrico silencio. Los juegos recreativos yacían tristes sin la sonrisa de los niños. Las banquetas sufrían los rigores de tiempo. Desde mi ubicación, se veían muy avejentados y polvorientos. A lo lejos, un pequeño puente me recordó a Tristán: casi todo me recordaba a él.

Me acerqué a la banca más cercana, aparté las hojas y me senté. El viento impertinente oscilaba mi cabello, que terminaban cubriendo mi mejilla. Traté de encontrar algo de sosiego en esa atmósfera silenciosa y fúnebre. Durante varios minutos, el movimiento de las hojas, fue todo lo que pude apercibir.

Al poco tiempo, sentí deseos de irme. Los recuerdos me estaban incomodando: eran los invitados de honor en el parque.

Cuando estaba por levantarme, un hombre, de avanzada edad, se vislumbró a lo lejos como una sombra anómala. Su paso era lento y su figura me perturbaba.

El hombre se acercó hasta mi lugar. Luego, se sentó en la banca: había demasiado espacio como para que una persona obesa pusiera sus posaderas ahí. Yo me sentí un poco inquieta. Su aspecto rechoncho y rudimentario le daba un halo de misterio. Encorvado en el asiento, miraba el piso con parsimonia. No pasa nada. El silencio fue todo lo que pasó en ese momento. 

Al poco rato, el anciano se acordó que podía hablar. Movió la cabeza hacia arriba y dijo sin mirarme: 

—Extrañas a alguien, ¿verdad?

Abrí mis ojos con una estupefacción inédita. Aquellas palabras me habían tomado de sorpresa, y el semblante era pura intriga. Me tomé varios segundos antes de dar una respuesta.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Por tu semblante, muchacha.

Sus palabras eran tajantes e intimidantes a la vez. No había forma de mentir. Todo me daba igual.

—Sí, era alguien especial —dije con pena y desconcierto.

El anciano carraspeó y no dejó de mirar el suelo. 

—Ya no sufras más... Él vive, él vive. 

Lo miré con sorpresa mayúscula.

«¿Cómo sabe eso? ¿Acaso este señor es un oráculo?».

Casi no podía ver su cabeza. Era como si estuviera pegada a su cuello. Un abrigo prominente cubría casi todo su cuerpo. Y su cabeza apenas se movía. Más allá de todo eso, sus palabras irradiaban cierta verdad y sabiduría.

—¿En mi corazón? —dije dando a entender eso. 

—No... Él vive muy cerca de ti. Él nunca se fue... 

«Este hombre habla con mucha seguridad, ¿pero sabrá algo de mí? ¿Alguien le contó?». 

—No sé qué decir... —dije y gesticulé en señal de incertidumbre.

Mis palabras se habían ahorcado. Sus revelaciones habían provocado escasez en mi vocabulario. Solo unas frases provenientes de esa boca vetusta habían creado un disturbio atroz en mi interior. 

El hombre empezó a moverse de repente. Se acomodó su abrigo y dijo: 

—No lo olvides... No lo olvides.

—¿Disculpe pero...? —inquirí y me interrumpí yo sola.

El hombre se levantó sin decir nada más y, en poco tiempo, desapareció del lugar. No pude ni siquiera preguntarle su nombre.

«¿Qué acaba de suceder? Esto jamás me había pasado», me dije mientras seguía sentada en mi banca. 

Mi cabeza era una maraña de interrogantes. Sentí deseos de exteriorizar muchas emociones al mismo tiempo. Tal vez el parque resucitaría con mi lloriqueo.

Me levanté y me fui a casa a tratar de controlar la intriga y mis impulsos.

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