Capítulo 18

Desperté sin haber podido decirle algo más. Ni siquiera pude abrazarlo para atenuar su ansiedad. Ahora tenía que lidiar otro día con la infernal realidad. Miré la hora y ya no había ninguna posibilidad de llegar siquiera a la puerta de la universidad. Ya acumulaba un buen puñado de faltas por culpa de un chico. Ningún asunto tenía cabida ahora que Tristán era el dueño de mis pensamientos. Cada minuto con él remediaba cualquier molestia. 

Me levanté sin saber qué hacer. La hora me había ganado otra vez. Mi madre se encontraba ausente y la casa era la manufactura del aburrimiento. No había ni televisión por cable ni Internet. Solo yo podría sobrevivir ante la carencia de esos servicios. Fui a la cocina y  tomé un vaso de agua, ignorando otros alimentos. Regresé a la cama y cerré los ojos. La almohada me llamaba. 

A los pocos segundos, me encontraba vagando por una acera agrietada. Era cuestión de tiempo para que volviera a reencontrarme con Tristán. Aunque caminar por este lugar se estaba volviendo algo peligroso. La inmensa oscuridad y hostilidad que irradiaba el lugar era para pensarlo dos veces antes de venir a visitarlo; yo no tenía nada que pensarlo. 

Llegué al puente y crucé los brazos, esperando que Tristán viniera. Los minutos se hacían eternos y no traía un reloj conmigo. De repente, oí unos pasos detrás de mí. Estaba confiada en ver a Tristán, pero la figura pesada de mi padre a solo un metro de mí, me cambiaba totalmente el semblante. Mi padre, el artífice de todos mis males, se hallaba enfrente mío con el rostro desdeñoso y apático. 

Su mirada mostraba arrepentimiento o mejor dicho su máscara mostraba ese sentimiento. Movió esa boca infestada de promesas y aderezado con excremento. Sí,  porque todo lo que salía de sus fauces era estiércol puro. No valía ni un centavo mal acuñado. 

—Hija, perdóname... 

Mi indulgencia se hallaba cerrada bajo un candado enorme y corroído. No encontraba la llave para ese candado. 

—Hija, perdón... Yo no tuve la culpa. 

«Claro, él nunca tuvo la culpa de nada. Pero era bueno para buscar chivos expiatorios para endilgar sus responsabilidades». 

Eran simples palabras que no cambiaban nada. Mi padre hablaba en exceso y hacía muy poco. Me mostré reacia a sus palabras repletas de avaricia, egoísmo y oprobio. 

—Hija, Karina... He cambiado. 

No podía ver nada bueno en esas súplicas. Al contrario, sus plegarias se convertían en insultos, afrentas y calumnias hacia mí. 

—¡Maldita! ¡Error de mi juventud! ¡Te dije que me perdones! 

—¡No! ¡Nunca! 

Se lo negué categóricamente. Solo eran palabras, pero no pensé que se convertirían en armas de la muerte. Mi padre dio un paso e hizo un sonido gutural e inmediatamente su cabeza se movió y cayó como piedra al suelo. 

—¡Aghgggggh! —grité y me caí al pavimento. 

Su cabeza rodó en dirección hacia mi pierna. Yo me levanté de inmediato y abandoné el cadáver de mi progenitor. 

Llevada por el temor corrí sin mirar atrás: casi no veía por donde iba. Si no me caía iba a impactar contra una pared. Mis ojos no lograban distinguir una calle de una persona. De pronto perdí el equilibrio y me abalancé a la humanidad de una persona. Afortunadamente, era el chico de este sueño que parecía no tener un final feliz. Sus brazos amortiguaron mi caída. Era humano otra vez. 

—Karina, te extrañé... 

—¿Sí? Pasaron solo unas horas... 

—Para mí fueron milenios. 

—Oye... 

—Me alegra ver esa carita ruborizada... 

—No me cambies de tema. 

Sonrió y dijo: 

—Dime, dime. 

—¿Por qué ayer te...? 

Carraspeó interrumpiendo mi pregunta. 

—No me creerías si te dijera que yo tampoco entiendo porque me transformo en un monstruo cada vez que te vas. No puedo explicarlo. 

—Que extraño... —dije y me quedé dubitativa. 

—También hay algo... 

—¿Qué? Dime y pronto. 

—Alguien quiere verme muerto. 

—¿¡Qué!? 

—Es un ser extraño que siempre aparece cuando te vas. Nunca lo vi de cerca porque me mantengo oculto. 

—No... 

—Pronto aparecerá... Tienes que irte. Yo estaré bien. 

—No. 

—¿Por qué? 

—No voy a dejar al hombre que amo. 

—Pero no quiero que te pase... 

—Ya lo dije. 

Asintió y bajó la cabeza. 

Lo tomé de la mano y ambos corrimos hacia una vivienda inhabitada y de un piso. La casa carecía de toda comodidad: no iba a caerse, pero tampoco me daba mucha confianza. Era como si un temporal hubiera hecho estragos en la fachada repleta de fisuras. Nos sentamos en el piso y el silencio fue todo lo que hubo. Sentía algo de miedo, pero Tristán mostraba fortaleza y eso era suficiente para mí. 

Esperamos un buen tiempo hasta que Tristán dejó de verme y se puso tenso. Me apretó las manos. 

—¡Ya está aquí! —dijo y se levantó. 

—¿Dónde? 

Por una ranura de la puerta, vimos la figura de una persona bastante alta. Vestía un terno negro azabache. Su anatomía era rara. El torso era muy prominente. En contraste, sus piernas se empequeñecían. No hacía más que zangolotear sus manos de un lado a otro. Yacía tan inerte que parecía un maniquí. 

De pronto, movió su cabeza. Un escalofrío me llegó de sorpresa al darme cuenta que su cabeza era solo un cráneo agrietado. En su mano izquierda traía un revólver con ganas de hacerla trabajar. 

Casi doy un grito, pero Tristán me contuvo. Escapar era toda una odisea. 

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