El taxi y la rosa
Mirada cansada de ojos marrones, manos a las que se les empiezan a notar las arrugas, espalda encorvada por el peso de los sesenta años sin una buena postura pero resistiendo la necesidad de un bastón en un futuro próximo. Cabello abundante, aunque las canas se esparcían juguetonas y había ya agujeros que no se podían disimular. La barba también se salpicaba de blanco, se lo notó cuando dejó de recortársela y a su vez dejó de importarle. Vestía de traje cuando trabajaba y solo usaba chándal mientras cuidaba su jardín. Así era Alfonso Cazares: el único taxista del pueblo.
Se había mudado hacía unos meses. Meses justos que dieron tiempo suficiente a los rosales que sembró para crecer. Rosas rojas en su mayoría, aunque alguna pálida asomaba de vez en cuando. Cada mañana recortaba las más hermosas y las colocaba en el asiento del copiloto de su fiel compañero. Había conducido ese taxi por más de media vida, pero esa costumbre ornamental la adquirió una vez llegado al pueblo.
Éste era pequeño. En una hora se podía recorrer entero caminando a paso ligero, pero la posibilidad de pedir un taxi ilusionaba a los lugareños haciéndoles sentir que estaban a un paso más de vivir en una gran ciudad; por lo menos esa idea apareció en la campaña de relectura del alcalde. El ritual era sencillo. Todos conocían a Alfonso y Alfonso los conocía a todos. Todos sabían dónde querían ir y el taxista sabía dónde quedaba todo. El taxi no saldría del pueblo y nadie necesitaba que lo hiciera. El vehículo mantenía 12 horas de recorrido constante, de 8am a 8pm –si se requerían servicios antes o pasada la hora se debía llamar a casa de Alfonso y éste nunca se negaba-, con agitar las manos ya asegurabas la amplia sonrisa del conductor, su amabilidad, llegar sano y salvo a tu destino y recibir una rosa de regalo, siempre que fuera roja. Las escasas blancas eran para alguien especial.
Era una tarde de finales de septiembre cuando las nubes crearon una sombrilla gris que evitaba la llegada de la luz del sol al pequeño pueblo. El viento fuerte sacudía las ramas y arrancaba con fiereza las hojas de los árboles, que luchaban por mantenerse firmes y no ceder a caprichos tropicales aún se quedasen desnudos. Las aves se resguardaron nadie sabía dónde. El eco de la caída de cualquier objeto retumbaba en la distancia. La lluvia, suave pero constante, empapaba el asfalto, los jardines y el parabrisas del taxi.
Pocos valientes se reían de la inclemencia del clima y seguían con sus labores. Alfonso era uno de esos. Como copiloto: la rosa que le quedaba. Sin darle descanso a los limpiaparabrisas, recorría el pueblo como de costumbre. Aún más atento, si es posible, en busca de damiselas y caballeros en apuros. Alguien podía haberse quedado atrapado en su trabajo y necesitaba llegar a casa, pensó esa mañana cuando el taxi se negaba a arrancar. Su viejo compañero parecía un señor mayor operado de las rodillas, que inundaba con protestas y quejidos los días de tormenta sin pretender hacer algo fuera de quedarse en cama, bajo la manta, hasta que el sol impusiera respeto ante esos nubarrones que se exprimían sin consideración alguna a sus dolores.
Efectivamente, una chica necesitó sus servicios. Vanesa, nieta –o bisnieta- de la vieja Lavinia, se abrazaba a sí misma, resguardada bajo el poco techo de la salida de su trabajo. Seguramente tenía frío. El short no llegaba a cubrirle la mitad del muslo y el chal con el que contaba en la cartera le llegaba poco más encima del codo. Al ver el taxi, salió de su insignificante refugio y sacudió las manos esperanzada. No llevaba sombrilla. Justo cuando Alfonso parqueó a su lado, un adorno en la pared o ventana o balcón de un segundo piso se estrelló contra el suelo a pocos metros de Vanesa, lo que le provoco un respingo y, acto seguido, bendecir su suerte.
-Muchísimas gracias por recogerme, Alfonso –agradece ella, culpable por mojar la tapicería del asiento trasero del taxi.
-No hay de qué, es mi trabajo. ¿Vas a casa de tu abuela?
-Sí, por favor –el taxi soltó un quejido antes de ponerse en marcha nuevamente, a paso relativamente lento-. Tampoco tienes que recorrer constantemente las calles en un día como éste. No creo que en un pueblo tan pequeño se gane lo suficiente como taxista para tener ánimos de trabajar los días de tormenta.
-El dinero no es problema. Con lo que gano me alcanza para vivir y no necesito más. Me gusta lo que hago. Llevo manejando oficialmente este taxi desde el 82, aprendí en el 76 y la primera vez que me monté en él aún llevaba pañales. Y trabajar en un pueblo pequeño es mucho más fácil que en la ciudad.
-No pretendía ofenderle.
-No lo has hecho. Disculpa si soné grosero. Es que, efectivamente, hoy no ha sido un buen día para recoger pasaje así que no he hablado casi. Solo con este cacharro y con los rosales. La tormenta también los tiene mustios. Ésta es la única rosa que pude recoger hoy.
-¿De dónde viene la costumbre de regalar rosas con la carrera? Si no le molesta que pregunte. ¿De allá por el 82?
-No. De la muerte de mi mujer.
-Lo siento, soy una bocazas –se disculpó Vanesa, avergonzada-. No quería parecer indiscreta, solo se me hacía muy curioso. Siento mucho lo de tu mujer.
-No pasa nada. Me gusta recordarla pero no hay muchas personas con las que pueda hablar de ella. Y mira que es raro porque nació en este pueblo.
-¿Ah sí?
-Sí. Pasó aquí su niñez. Sus padres se mudaron a la ciudad y fue cuando la conocí. Aunque esa mudanza ha sido el mayor golpe de suerte de mi vida pues me dio a mi mujer y por consiguiente a mi hija, ella me hablaba muy bien de este lugar. Lo extrañaba. Quería volver aquí cuando nos jubilásemos y pasar el resto de sus días cuidando de un jardín, y de mí. Nunca pudo tener rosales en los apartamentos y siempre imaginábamos que yo cedería ante los achaques de la edad primero que ella. Pero el cáncer no está para cumplir caprichos de viejos, y se la llevó antes siquiera de poder venir. Así que aquí estoy. Cuidando de los rosales y de mí. Esperando que, una vez llegue mi hora y la vuelva a ver, diga que lo hice bien, o que lo hice fatal pero que igual está orgullosa de mí por intentarlo –Alfonso sonríe ante la imagen. Siempre se le escapa una sonrisa cuando recuerda a su difunta. Los días de lluvia nunca le hicieron mucha gracia. Decía que eran días tristes y por eso las nubes lloraban. Era en esos días cuando preparaba galletas.
-Es muy romántico. Ojalá llegue quien haga esas cosas por mí.
-Gracias. Ya verás que llegará. Tú háblale de tus sueños, y si no está dispuesto a acompañarte en ellos no es la persona indicada.
Vanesa lo toma como consejo de abuelo y se propone anotarlo cuando llegue a casa. A ella los días de lluvia también le parecen tristes, pero en vez de hornear galletas, anota pensamientos.
-¿Y, su hija vive con usted? –pregunta la joven.
-¡Oh, no! Ella tiene sueños diferentes y no quería tronchar su futuro cambiando su vida en la ciudad por venir a un pueblo pequeño. Son solo los caprichos de la madre que ya no tiene y de un padre que ya ha vivido lo que tenía que vivir. Yo me valgo por mí mismo bien, fíjate que aún manejo como si estuviera en mis 20s. Y ella lo pasó muy mal con la enfermedad. Me ayudó muchísimo. Estuvo para su madre todo el tiempo. No le podía insistir. Me llama cada dos días, más o menos. Ya hemos llegado. Su parada, señorita.
Vanesa paga la carrera, recibe gustosa la rosa que le tiende Alfonso -la rosa correspondiente a cada pasajero, la única en el asiento del copiloto- y observa al taxi marchar antes de entrar a darse una ducha y que la vieja Lavinia -su abuela o bisabuela- le prepare un poco de té.
Unos rayos de sol se abren paso entre las nubes y Alfonso deja atrás el mal tiempo junto a Vanesa. La carretera sigue empapada cuando se topa más adelante con una niña jugando con una pelota roja. La pelota se escurre de las manos de su dueña, huye del jardín y rebota en la calle. La pequeña sale en su busca sin percatarse de la proximidad del único taxi del pueblo. Los frenos del viejo amigo de Alfonso no responden, las ruedas continúan patinando sobre el pavimento mojado, el taxista da un volantazo, la niña agarra su pelota y levanta la cabeza justo a tiempo para observar el giro del coche y cómo éste se estampa contra un poste.
Ante el estruendo los vecinos más próximos se asoman. Van saliendo como hormigas o los ratones atendiendo al llamado del flautista de Hamelin. Se escuchan murmullos de asombro, gritos de pánico, llamadas de auxilio, intentos de ayuda, ruegos al Señor. La niña sigue abrazada a la pelota roja sin quitar la vista de la herida sangrante en la cabeza del taxista mientras su madre al abraza a ella y le cubre la cara de besos al tiempo que repite:
-Él la salvó, él salvó a mi hijita.
Llega la ambulancia y los paramédicos intentan hacer su trabajo pese al nido de dolientes curiosos. A los oídos de Vanesa llega la noticia y ella corre al lugar aferrada a la rosa que ya había colocado en un florero. Se para junto a dos mujeres que sostienen un rosario a cuatro manos y rezan en bucle el Padre Nuestro. Todos siguen expectantes hasta que el doctor anuncia la muerte de Alfonso Cazares: el único taxista del pueblo.
En un pueblo pequeño no se viven accidentes a diario, pero cuando se viven, la onda expansiva puede durar semanas en los corazones de todos. El silencio sepulcral ante la noticia se rompe ante los pasos de Vanesa, quien camina hacia el cuerpo de Alfonso y le coloca en el pecho la rosa roja -la que él le regaló tan poco tiempo atrás-. Como si de algo hablado se tratase, todos los vecinos presentes regresan a sus jardines y van colocando junto al cuerpo del taxista las flores que encuentran. Algunos las dejan en el interior de su taxi.
La niña deja caer la pelota roja, se desprende de los brazos de su madre y corre a la casa donde ha visto un botón de rosa blanca -la casa del señor del taxi, del señor que regalaba rosas, del señor que yace en el suelo cubierto de flores-. La arranca con rapidez y sin piedad, pinchándose en el proceso con una espina –quizás pago merecido por la afrenta de tocar lo que no le pertenece- y corre sobre sus pasos al lugar donde de a poco se ha reunido casi todo el pueblo para presentar sus respetos.
La niña se abre paso entre el gentío y cuando llega al cuerpo del taxista, besa el botón de rosa blanca y se lo coloca en el pecho, junto a la rosa roja de Vanesa, abierta en todo su esplendor.
Poco a poco, la gente se va dispersando y los paramédicos retiran el cuerpo. La niña deja la pelota roja en la calle, junto a una de las ruedas delanteras del taxi, y se refugia en casa con su madre. No olvidará la primera vez que vió un cadáver. La lluvia regresa con la misma intensidad que antes, compadeciéndose de los lamentos humanos.
Es un día triste. Un día donde Vanesa anotará pensamientos y donde la mujer de Alfonso Casares haría galletas.
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