EXTRA DE AIDEN
Antes de leer: este extra no es obligatorio. Es decir, no es indispensable para entender la historia. Si te quedaste satisfechx con el final que le di en el epílogo, no es 100% necesario que lo leas. Esto es más que nada un extra para la gente que se quedó con ganas de más contenido de la historia :)
(Y también porque yo me quedé con ganas de escribir más, no me escondo)
Ahora sí, a leer puerks
Aiden
Con los codos apoyados en las rodillas, todavía sentado en el borde de la fría acera, mis ojos no se despegaban del final de la calle.
En algún momento un taxi giraría por ese camino y dentro estaría ella, ¿verdad?
Pero llevaba aquí sentado lo que parecía una eternidad, mirando la carretera, y no aparecía nadie. Ni un coche, ni nadie andando, ni... ni nada. Intentaba mantener la esperanza, pero una parte de mí ya era consciente de que no iba a volver.
—Señor Walker...
Levanté la mirada hacia el portero de mi edificio, que había estado ofreciéndome una chaqueta y un café durante casi todo el rato. Parecía algo preocupado.
—¿Sí? —pregunté, seguro de que no querría saber lo que tenía que decirme.
—¿Está seguro de que no quiere esperar dentro? Está empezando a hacer algo de frío.
—No, gracias. —Sacudí la cabeza—. Estoy bien. Solo... esperaré un poco más.
Miré al frente cuando me dejó solo de nuevo. La caravana estaba aparcada al otro lado de la calle. Había comprado comida, sábanas e incluso me había pasado dos horas eligiendo decoración, cosa que detestaba profundamente, solo porque sabía que era lo que ella siempre había insinuado que faltaba en mi piso. Lo había comprado para que Amara se sintiera bien, a gusto, en casa, pero...
Pero... no iba a volver, ¿verdad?
Agaché un poco la cabeza al darme cuenta. Fue casi como una patada en el estómago, una verdad escupida a la cara. No iba a volver. Amara no quería irse conmigo. Tenía su vida aquí, tenía sus ilusiones y sus metas. Y yo no formaba parte de ninguna de ellas.
Respiré hondo y levanté la cabeza. No sé por qué me costó tanto entenderlo. En el fondo, ella misma me lo había dicho. No estaba preparada para una relación. No podía forzarla a irse conmigo. No podía obligarla a hacer algo que no quisiera hacer. Me puse de pie lentamente, preguntándome si yo estaba preparado para estar con ella. Quizá, en el fondo, tampoco.
El portero no dijo nada cuando me vio subiendo las escaleras hasta mi piso. Ya estaba prácticamente vacío, solo quedaban los pocos muebles de los que quería deshacerme. Recorrí mi alrededor con la mirada. Había pasado un tiempo en esa casa, pero no había llegado a encariñarme de ella. De alguna forma, abandonarla hacía que me sintiera bien. Que me sintiera vivo.
Saqué el móvil de bolsillo por algún motivo que ni yo mismo entendí. Creo que una parte de mí esperaba ver un mensaje o una llamada, pero la otra tenía claro que no la habría. Por eso no me sorprendí en absoluto cuando vi que los únicos mensajes que tenía eran de mi hermana, mi hermano o mis padres. E incluso alguno de Rob, mi entrenador, a quien se le había pasado un poco el rencor de haberlos dejado tirados y me deseaba suerte en mi nueva aventura indisciplinada.
Amara no me había dicho nada, claro.
Un músculo se tensó en mi mandíbula cuando dejé el móvil lentamente sobre la encimera. No sé cuánto tiempo pasé así, pero de pronto alguien se había acercado a mí.
—Señor Walker —me sonrió el portero con educación—, he pensado que, quizá, si tiene prisa por irse... podría dejarme el recado a mí y le avisaría en caso de que la chica que siempre viene a verlo pase por aquí y...
—No hace falta.
No quería estar pendiente todo el día de si ella había pasado o no. No quería pasarme la vida pensando en si se habría acercado a despedirse o no. No quería torturarme a mí mismo de esa forma.
—Debería irme —concluí, apartándome del móvil—. Quiero empezar a conducir antes de que se haga de noche.
El portero asintió, mirándome. Parecía apenado.
—Lo siento mucho, señor Walker.
—No pasa nada —murmuré.
Me hizo sentir mejor de todas formas. Un poco menos solo.
—Ella ha tomado una decisión y hay que respetarla —concluí, no supe muy bien si para él o para mí—. No... no podemos forzar a las personas a estar con nosotros, ¿no?
—No. —Otra vez la sonrisa piadosa—. ¿Puedo decirle algo?
Asentí con la cabeza, aunque era un poco difícil centrarme. Me sentía como si, en cualquier momento, fuera a venirme abajo. Necesitaba distraerme. Su historia parecía una buena opción.
—Sí, claro —murmuré, mirándolo—. ¿El qué?
—Bueno... yo conocí a alguien siendo muy joven —empezó—. Creo que teníamos dieciséis y diecisiete años. Estuvimos juntos durante unos meses y, aunque yo sentía que era la persona con la que quería estar el resto de mi vida, él terminó yéndose a la universidad, yo me quedé en el instituto... En fin, nos separamos por circunstancias del destino. Durante mucho tiempo pensé que ya no formaría parte de mi vida nunca más. Y fue cierto. Apenas supe nada de él en siete años.
Asentí lentamente con la cabeza, tratándole de encontrar sentido a su historia en medio de todo mi caos mental.
—¿Y qué pasó? —pregunté—. ¿Volvió a verlo?
—Ya lo creo. —Sonrió, divertido, y me enseñó el anillo de su dedo anular—. Ahora es mi marido.
Me quedé mirándolo, pasmado, a lo que él me dio una palmadita de ánimo en el brazo.
—A veces, nos enamoramos de personas con las que no podemos estar. Es... desgraciadamente normal. Pero el hecho de que ahora no sea el momento no quiere decir que nunca vaya a serlo.
Tras decir eso, me dio un apretón amistoso en el brazo y se encaminó hacia la puerta para darme un poco de intimidad. Yo me había quedado mirando su espalda, medio en blanco, antes de seguirlo.
—Espere —carraspeé—. Podría... ¿podría hacerme un favor?
El portero se dio la vuelta y asintió, observándome con curiosidad, a lo que yo fui a toda velocidad a por un trozo de papel y un bolígrafo. Bajo su mirada confusa, apreté los labios y escribí lo primero que se me ocurrió. Lo más cierto que pude reunir. Cuando terminé, dejé el bolígrafo a un lado, doblé la nota y se la di.
—Si algún día viene... ¿puede dárselo de mi parte?
Él, sorprendido, miró la nota y asintió con la cabeza. Tras eso, se la guardó en el bolsillo del pecho de la camisa.
—Tiene mi palabra —me aseguró.
Asentí con la cabeza. Me sentía como si acabara de despedirme, de alguna forma, de Amara. Y ella ni siquiera estaba aquí.
—Señor Walker —me llamó él al pasar por su lado, sorprendido—. ¡Se deja el móvil!
Me di la vuelta para mirar mi móvil, abandonado sobre la encimera, y un pequeño sentimiento de impotencia se instaló en mi pecho. No. No lo quería. Ya me compraría otro o lo que fuera. De repente, sentía que no podía llevarlo conmigo.
—Si te gusta, puedes quedártelo —me encogí de hombros—. Hasta siempre.
Y, tras eso, salí por última vez de mi antigua casa.
***
Me hubiera gustado poder decir que no pensé en ella ni una sola vez durante esos primeros meses, pero mentiría.
Una parte de mí odiaba pensar en Amara. Odiaba pensar que, después de todo, quizá nunca había llegado a sentir nada real y por eso no se había molestado en venir. Y le guardaba rencor, sí. Sabía que era injusto, pero no podía evitarlo. Solo le había pedido una despedida. Solo eso. ¿Es que no me lo merecía? ¿Aunque fuera solo un mensaje o una llamada?
Intentaba apartarla de mis pensamientos y, honestamente, parecía que se hacía más difícil cada día. Cada vez que veía una moto, una pareja, una pelirroja a lo lejos, cualquier cosa relacionada con escritura... no podía evitarlo. Volvía a mi cabeza y no podía hacer otra cosa que aceptar que seguiría ahí durante más tiempo del que me gustaría.
Todo eso cambió un año después de irme de la ciudad.
Había vuelto alguna que otra vez para ver a mi familia, para visitar el gimnasio o incluso ir una vez a la cafetería de Johnny, pero en ninguna de esas ocasiones la había visto. Incluso al hablar con mi tía Katherine, su psiquiatra, me di cuenta de que no la había mencionado ni una sola vez. De que no me había acordado de ella.
Los pensamientos intrusivos seguían viniendo a mí, pero cada vez con menos frecuencia. Lisa seguía preguntándome si quería hablar con ella, pero siempre le decía que no. No podía volver al punto de inicio. No podía volver a empezar de cero. Necesitaba superarla de una vez.
Conseguí hacer algunos amigos durante ese año que, al cabo de unos meses, decidieron acompañarme en mi viaje por el país. Mi solitaria caravana se convirtió rápidamente en un sitio con música cada noche, amigos con los que poco a poco me fui uniendo más y más y, en algún punto que no sabría determinar, se convirtió en mi hogar.
No sé en qué momento exacto me di cuenta de que estaba siendo mucho más feliz ahí, sin responsabilidades, sin horarios y sin dietas... que lo que lo había sido durante toda mi carrera como boxeador.
Ellos me preguntaban sobre lo de boxear, claro. En cuanto sabes que alguien destaca por su profesión, te interesas por el tema. Sin embargo, yo solía evitar hablar de ello. No me gustaba demasiado. Me sentía como si estuviera ensuciando los buenos recuerdos que tenía sobre todo ello por culpa de los malos que había ido formando después.
Solo hablé abiertamente de ello con una persona, una de las dos chicas del grupo. Vera.
No me había fijado mucho en ella cuando había llegado. Era bastante más baja que yo, tenía la piel más oscura, el pelo castaño y los ojos del mismo color. Tenía las caderas anchas, cosa de la que solía bromear; era ecuatoriana, cosa que nos recordaba continuamente; y tenía los labios gruesos, cosa de la que solía presumir. Y sabía cómo sacarle partido a todo el conjunto. Los demás se quedaban mirándola medio embobados cuando se paseaba con sus tops ajustados y sus pantalones cortos por delante de ellos.
Y, sin embargo, desde el principio su atención había estado clavada sobre mí.
—¿Qué te pasó en el ojo? —me preguntó un día en que los dos nos quedamos solos junto a la caravana.
Estábamos en un campamento con otros viajeros, así que los demás se habían dispersado rápidamente. Podía ver a dos de mis amigos al otro lado de una tienda de campaña, riendo y charlando en grupo. Las noches en lugares así siempre eran entretenidas. Y siempre terminaban con alguien totalmente borracho que teníamos que cargar hasta la caravana para que no se cayera de bruces al suelo.
Miré a Vera. Parecía que estaba esperando una respuesta sobre lo del ojo. Había acercado su sillita junto a la mía y, desde nuestra posición, veíamos perfectamente a los demás pudiendo quedarnos al margen de lo que hacían.
—Una pelea —dije, simplemente.
—¿Boxeando?
Por algún motivo, fue la primera persona que sentí que me lo preguntaba porque realmente le interesaba, no solo por el morbo barato. Así que asentí con la cabeza, mirándola.
—Siempre creí que esos combates eran una actuación. —Puso una mueca.
—Bueno —sonreí—, depende de la disciplina. El boxeo profesional no es ninguna actuación, eso te lo aseguro.
—Ya veo. ¿Te duele mucho?
—No —mentí—. Solo molesta un poco.
No podía ver del todo bien, eso era cierto. Algunas veces, me mareaba y tenía que detenerme. Y se me había quedado el ojo un poco más rojizo de lo normal. Era obvio que cualquiera lo veía nada más mirarme a la cara, pero había aprendido enseguida que la gente no se atrevía a mirarlo fijamente. Les daba más vergüenza a ellos que a mí.
Mi familia —especialmente mi hermana y mi madre— habían insistido mucho en que siguiera yendo al oculista para intentar curarme en la medida de lo posible, pero las había dejado de escuchar mucho tiempo atrás. No valía la pena gastarse el dinero en algo que nunca iba a recuperar del todo.
—¿Por eso dejaste el boxeo? —preguntó Vera, curiosa—. ¿Por... la herida?
—No exactamente —repiqueteé los dedos en los reposabrazos de la silla plegable—. Fue... un cúmulo de cosas. Un día me levanté y me di cuenta de que estaba gastando toda mi vida y mi salud en algo que solo hacía para que la gente se sintiera orgullosa de mí, pero que no hacía que yo me sintiera orgulloso de mí mismo. Y decidí dejarlo.
Vera permaneció en silencio unos instantes, sorprendida por la respuesta.
—Espero que ahora sí te sientas orgulloso de ti mismo —dijo, al final.
—Supongo que lo estoy... es decir, muy guapo ya no soy, pero tengo otras virtudes.
La pequeña sonrisa que había esbozado se borró por la sorpresa cuando noté que Vera me apoyaba una mano en el hombro y se inclinaba para sentarse en mi regazo. Estiró las piernas a un lado tranquilamente mientras me pasaba un brazo por encima de los hombros.
—Yo creo que sí eres bastante guapo —me dijo en voz baja.
Abrí la boca, sorprendido, pero volví a cerrarla enseguida. No sabía qué decirle.
—Vera... —empecé, desviando la mirada.
—¿Qué? ¿Quieres que me aparte?
No respondí porque, honestamente, ni yo mismo estaba muy seguro de la respuesta.
Vera se tomó el silencio como una invitación y se acomodó encima de mis piernas, sonriendo y entrelazando los dedos en mi nuca.
—¿Sabes que los demás han hecho apuestas sobre lo que pasará cuando intente besarte? —me dijo, divertida—. La mitad dicen que me rechazarás.
—¿Y la otra mitad?
—Que me llevarás a la parte trasera de la caravana. —Levantó y bajó las cejas—. ¿Y bien? ¿Qué opción elegirías tú?
Esbocé una sonrisa divertida y eché una corta mirada a la caravana. Vera, mientras tanto, se removió encima de mí. Tuve que carraspear para centrarme cuando me pasó los dedos por el pecho, mirándome desde muy cerca.
Y, en ese momento, la imagen de Amara me vino a la cabeza.
Ella nunca haría algo así. Algo como sentarse encima de mí y mirarme de esa forma. De hecho, tendría que haber sido yo quien la persiguiera hasta que me sonriera de lado y me hiciera un gesto para que me acercara. Y había algo en su forma de ser, en su forma de hacerse de rogar, que me volvía loco y me dejaba siempre con ganas de más.
Y Vera... bueno, ella era más bien lo contrario. Ella no me haría esperar para nada, eso lo sabía, pero había algo excitante en su forma de mirarme. Y, después de todo, no había estado con nadie en casi un año y medio.
Un pequeño sentimiento de culpa me invadió el pecho al acordarme del pelo rojo de Amara, en sus pecas adorables, en sus ojos castaños entrecerrados con malicia, en sus dedos recorriéndome los brazos para detenerse en mi mandíbula y sujetármela antes de darme un beso que me dejara sin aliento...
Nunca volvería a sentirme así con nadie, ¿verdad?
Cerré los ojos, apartándola de mi mente. ¿A quién quería engañar? Claro que nunca volvería a sentirme con nadie de esa forma, pero eso no quería decir que tuviera que pasarme el resto de mi vida lamentándome. Y tampoco quería decir que ella no hubiera pasado página. Quizá lo había hecho y yo... yo también tenía derecho a hacerlo.
Abrí los ojos. Vera había inclinado su cabeza hacia mí y su sonrisita de lado fue lo último que necesité para terminar de tomar una decisión.
—Inténtalo y descúbrelo tú misma —murmuré.
Ella sonrió —esta vez una sonrisa completa— antes de pasarme una mano por la parte posterior de la cabeza, hundir los dedos en mi pelo, y besarme en la boca.
Y así empezó mi relación con Vera.
La verdad es que al principio no fue fácil. Ni siquiera quise formalizarla. Pero poco a poco consiguió sacar una parte de mí que creí durante mucho tiempo que no volvería a sentir y, al final, fui yo mismo quien le propuso conocer a mis padres un año más tarde. Ella aceptó encantada. Fue la primera vez que me referí a ella como mi novia. Nunca la había visto tan ilusionada.
Mis padres, desgraciadamente, no estuvieron tan contentos. Nadie de mi familia, en realidad. Obviamente no le dijeron nada malo delante de Vera, jamás harían algo así, pero lo veía en sus ojos. Vera era encantadora, pero no era la persona que querían que fuera de mi mano.
De todos modos, mi relación con ella llegó a los cuatro años. De hecho, juntos llegamos a la conclusión de que teníamos que convertir aquello que nos gustaba —los viajes— en nuestra forma de vida. Nos gastamos los ahorros en una cámara de fotos, creamos una página web y empezamos a subir publicaciones, consejos, guías y rutas para todo el mundo. En cuestión de meses, empezamos a tener a gente siguiéndonos. Al año siguiente, ya podíamos vivir de ello. Muy modestamente, eso sí, pero podíamos vivir de lo que nos gustaba.
Mientras tanto, mis hermanos siguieron su camino. Lisa con Russell y su nuevo trabajo, Gus en la universidad, metiéndose en líos continuamente pero, por lo menos, sacando buenas notas... los iba a ver tantas veces como podía, pero eran menos de las que me hubiera gustado.
Fue por eso que, a los cinco años de vivir separado de mi familia, decidí que era hora de volver a casa.
Mi relación con Vera se había enfriado mucho en ese último año. Al menos, amorosamente hablando. Cuando estaba con ella me daba la sensación de que ninguno de los dos tenía ya la necesidad de acercarse al otro. Que nos besábamos y nos tocábamos por obligación. Y al final llegué a la conclusión de que no podíamos seguir engañándonos el uno al otro.
—Entonces, ¿te vas? —preguntó, apartando la mirada.
Estaba sentado en la mesa de la caravana, con los dedos entrelazados delante de mí. Vera no dejaba de dar vueltas, tensa.
—Lo siento —le dije de todo corazón—, pero no puedo seguir con esto.
—¿Con el negocio o conmigo, Aiden?
—Con ambos.
Hubo un momento de silencio cuando me dio la espalda. Sabía que estaba dolida, pero no sorprendida.
—Muy bien. —Se limitó a decir—. Quizá ya no deberíamos estar juntos. Está claro que ya no nos queremos.
—No he dicho que no te quiera, Vera.
—Pero ya no me quieres como antes, ¿no?
—Pues no. —Odiaba ser así de directo, pero de no haberlo sido no me habría escuchado—. Igual que tú tampoco me quieres como antes. Ya es hora de asumirlo.
Cuando vi que sus hombros empezaban a sacudirse, me puse de pie y crucé la caravana para abrazarla con fuerza. Que ya no quisiera estar con ella no quería decir que hubiera dejado de importarme. Vera apoyó la frente en mi pecho y dejó que la abrazara, pero no me lo devolvió. Al cabo de unos segundos, se separó de mí y sorbió la nariz.
—¿Y qué harás? —preguntó, fingiendo que estaba perfectamente bien y nada de esto la estaba afectando.
—No lo sé —murmuré—. Pero puedo seguir ayudándote con la web tantas veces como quieras, solo tendrás que llamarme. Eso lo sabes.
Ella asintió sin mirarme.
Fue la última vez que la vi en persona.
Cuando volví a casa y mi madre vio que llegaba con las maletas, empezó a llorar de alegría y tanto Lisa como mi padre le exigieron que dejara de montar una escenita. Gus, en cambio, solo me dijo que se alegraba por mí y me dio una palmadita en la espalda.
La sorpresa me la llevé cuando, al día siguiente, el padre de Amara y su esposa, Grace, vinieron a invitarme a una comida de bienvenida.
Una parte de mí, una muy estúpida, hizo que les dijera que sí.
Al final, organizaron una barbacoa en el patio trasero de su casa y, aunque una parte de mí se preguntó si Amara estaría presente, en el fondo ya sabía que la respuesta era negativa. Era cosa de mis padres y los suyos, nada más.
De todos modos, me sorprendió mucho la actitud de su padre. Me trataba casi como si fuera su hijo, diciéndome que había estado muy orgulloso de ver cómo crecía y cómo iba avanzando poco a poco, que él habría hecho lo mismo que yo, que si alguna vez tenía problemas con el ojo lo avisara, que si alguna vez necesitaba algo contara con él... no supe muy bien a qué venía ese cambio de actitud, pero lo agradecí.
—¿Has hablado con Marita? —preguntó de repente.
Juro que toda mi familia —y la de Amara— se giró hacia mí a la vez de forma muy espeluznante, esperando la respuesta con impaciencia.
—No —carraspeé, de repente un poco nervioso—. La verdad es que no.
—Ha escrito unos cuantos libros —me dijo su padre, todo orgullo—. Si quieres, tengo una copia por aquí, te la puedo dejar y...
—No hace falta, ya me los he leído.
En realidad, solo me había leído uno.
Tardes de otoño. Solo con el título, ya había sabido de qué iba. Nos habíamos conocido en otoño. Todo había pasado en esa época. Y, en cuanto llegó el invierno, fue como si todo se fuera a la mierda.
Puto invierno.
Me lo había leído en cuanto había salido, claro. Y una parte de mí quiso pensar que las cosas que escribía, lo de que al final había ido a buscar al chico, era verdad... pero la otra era incapaz de hacerlo. En mi cabeza, me había creado tantas barreras para protegerme de mis sentimientos por ella que ya no era capaz de pensar en nuestra relación —o lo que hubiera sido eso— sin sentirme un poco decaído.
En cuanto terminó la barbacoa y nos encaminamos de vuelta a casa, Lisa se sujetó a mi brazo con el suyo y me sonrió.
—¿Qué quieres? —pregunté adivinando sus intenciones.
—Sé en lo que has pensado cuando te ha hablado del libro de Mara.
Solté un resoplido y me giré hacia delante.
—No he pensado en nada.
—Si quieres hablar con ella, estoy segura de que ella querrá...
—Lis, no quiero molestar.
—¡No la vas a molestar! ¡Ella quiere...!
—Lisa —esa vez, mi sonrisa se había borrado—, por favor, para.
Ella suspiró y asintió con la cabeza.
Seguimos andando durante unos segundos, recorriendo la acera que separaba la casa de mis padres con la del padre de Amara. No pude evitar echarle una ojeada a la ventana de su habitación.
Siendo más pequeños, ya lo había hecho mil y una veces. No al principio, claro. Al principio, había sido solo la amiguita de la pesada de mi hermana pequeña. Fue cuando empezó a crecer. Cuando su pelo antes rojizo y extraño había empezado a convertirse en un imán para mis ojos, haciendo que no pudiera despegar la mirada de ella. Cuando su actitud taciturna y ligeramente desagradable había dejado de parecerme rara y había empezado a parecerme sumamente atractiva. Cuando sus visitas a casa con Lisa habían pasado de serme indiferentes a consistir en aguantarme las ganas de cruzar el pasillo y llamar a la puerta de su habitación.
Pero, claro nunca había llegado a pasar nada. Más que nada porque, en cuanto ella cumplió los catorce, le perdí la pista. Fue cuando se marchó a vivir con su madre.
Ahí ya había pensado que la había perdido para siempre y, sin embargo, unos años más tarde...
Aparté la mirada de su habitación y volví a clavarla al frente. No dejé de andar hasta llegar a casa de mis padres, donde Lisa se detuvo en medio de mi camino.
—¿Qué....?
—Solo una cosa más —me señaló—. Porque tienes que saberla.
—¿El qué?
Lisa dio un paso hacia mí y me clavó un dedo en el pecho, muy digna.
—Mara fue a buscarte —aclaró lentamente—. Y sentía algo por ti. Aunque no te lo creas, lo que escribió en ese libro es real.
Y, tras eso, me dejó solo.
Pese a que estuve varios días pensando en ello, no me atreví a intentar contactarla. No después de cinco años. Además, acababa de llegar otra vez a la ciudad. Ni siquiera sabía dónde viviría, qué haría o en qué trabajaría durante los próximos años. Así que me centré en uno de esos puntos. El tercero, específicamente.
Al cabo de una semana, volví al gimnasio donde solía entrenar.
Cinco años más tarde, nada había cambiado demasiado. La gente seguía pareciendo la misma, el olor, el color desgastado de las paredes, los puestos de ejercicio, el viejo ring, la cafetería —con el mismo camarero francés, por cierto—, los vestuarios, los sacos de arena... todo seguía exactamente igual.
Me metí las manos en los bolsillos y saludé con la cabeza a algunas personas que me reconocieron, viejos amigos de boxeo. Mientras, crucé el gimnasio y conseguí llegar al ring. Había un boxeador en él. Un boxeador... sin entrenador.
—¿Dónde está Rob? —pregunté, confuso.
Holt, que estaba practicando con las manoplas sobre el ring, se dio la vuelta enseguida. Mark era quien se las sujetaba. Samuel estaba abajo, mirándolos. Mi antiguo equipo.
—¡Aiden! —sonrió Samuel ampliamente, acercándose y dándome un abrazo—. Pero ¿qué haces tú aquí? ¿No estabas recorriendo el mundo en un globo o algo así?
—Algo así —bromeé, divertido—. Pero me cansé y volví.
—Qué alegría verte —Mark pareció sinceramente contento cuando se apoyó con los codos en las cuerdas del ring, sudando como un pollo—. Da gracias a que Rob no está aquí, verte sin masa muscular le habría provocado un infarto.
Era cierto. Durante esos años, apenas había entrenado. Seguía estando delgado, pero ya no estaba musculoso. Y, sinceramente, ya no me molestaba en absoluto.
—¿Y dónde está el rey del gimnasio? —pregunté—. Me extraña mucho que os haya dejado solos con el entrenamiento.
—No nos ha dejado solos —aclaró Samuel—. Se jubiló hace unos meses.
La frase quedó suspendida en el aire unos segundos en los que yo solo pude mirarlo fijamente, pasmado.
—¿Se... jubiló?
—Dijo que ya no podía aguantar el ritmo de tanto ejercicio a su edad. —Mark esbozó una sonrisa algo triste—. Tuvimos que insistirle mucho cuando se lesionó la pierna, pero al final accedió. Ahora está en la zona de administración del gimnasio, pero ya no entrena.
Me giré hacia Holt, que enrojeció un poco y se aseguró de que su postura era la correcta.
La verdad es que lo era, pero eso no iba a decírselo. Era casi divertido ver los pequeños respingos que daba intentando mejorarla.
—¿Y quién te entrena ahora? —pregunté.
—Yo —dijo Mark por él—. Y Samuel.
—¡Pero si vosotros no tenéis ni idea de boxeo!
—¡Sabemos mucho del tema! —enrojeció Samuel.
—Para empezar, tienes los guantes mal puestos —señalé a Mark, que también enrojeció—. Para continuar, no se los estabas poniendo en los sitios adecuados. Estabas haciendo que golpeara zonas que un boxeador jamás dejaría desprotegidas. Se trata de hacerle golpear zonas poco accesibles que puedan pillar al otro y te concedan el tiempo perfecto para que puedas atacar.
Los tres se quedaron mirándome fijamente con la boca entreabierta, especialmente Holt.
—¿Estás presentando una solicitud de trabajo de alguna forma extraña? —preguntó Mark, entrecerrando los ojos.
—Bueno, yo no tengo trabajo y está claro que necesitáis a alguien que entienda del tema.
—No tan rápido —me detuvo Samuel—. ¿Y cómo sabemos que sabes de lo que hablas? Has sido buen boxeador, pero eso no te convierte en buen entrenador.
—Dame diez minutos y haré que tu boxeador —señalé a Holt con la cabeza, que dio un respingo— mejore su postura y dé los golpes el doble de fuertes.
—Sí, claro. —Samuel soltó un pequeño resoplido de incredulidad.
Spoiler: trabajo conseguido.
La verdad es que Holtito resultó ser una agradable sorpresa. No hablaba mucho durante el entrenamiento, era un poco torpe y a veces me miraba como si le diera miedo que fuera a golpearle, pero... hacía todo lo que le decía, aprendía muy rápido y tenía una fuerza brutal.
Una parte de mí pensó que a Lisa no le haría ninguna gracia que estuviera entrenando a su exnovio, pero cuando la vi en una cena en casa de mis padres —unas semanas más tarde— se limitó a sonreírme ampliamente.
—¿Lo entrenas tú? —preguntó, ilusionada.
—¿No te importa?
—Ha estado bastante preocupada desde que Rob se jubiló —me explicó Russell, que estaba sentado a su lado y acababa de robar un canapé—. Holt parecía un poco perdido.
—Pensé que se cambiaría de gimnasio, se iría lejos y los cuatro ya no podríamos vernos —añadió Lisa.
La observé un momento, confuso.
—¿Cuatro? ¿Qué cuatro?
Por la miradita de pánico que intercambiaron, enseguida supe quién era la cuarta persona.
Carraspeé, algo incómodo, y me acomodé en la silla pese a que no lo necesitaba. Pensar en Amara ya no dolía, ya no era tan intrusivo y ya no afectaba tanto, pero... sí, tenía mucha curiosidad. No solo por verla, sino por saber cómo estaba, qué había sido de su vida...
—¿Todavía vive en la ciudad? —pregunté, fingiendo indiferencia.
Ellos ni siquiera necesitaron que les dijera de quién estaba hablando, lo sabían perfectamente.
—Hoy hemos comido en su casa —me informó Russell.
—¿Y vive... con alguien más?
Los tres sabíamos perfectamente lo que estaba preguntando con eso. Si tenía pareja.
Me sorprendió a mí mismo la necesidad que tuve de que la respuesta fuera negativa.
—Vive sola —me dijo Lisa, que parecía entusiasmada con la idea de que preguntara tanto por Amara—. Bueno, adoptó un gato. Pero no hay nadie más en su vida. Na-die. Está totalmente libre y...
—Lo pillo, Lisa.
Hice una pausa, jugueteando con el tenedor, antes de fruncirle el ceño a mi hermana.
—¿Ahora tiene un gato? —repetí, confuso.
—¿No has leído...?
—Sí, he leído su libro. No ponía nada de gatos.
—¡Pero hace poco sacó una nueva versión con epílogo y lo puso! ¡Junto con otras cosas muy importantes!
—No necesito leer ningún epílogo.
Por suerte, el resto de la familia volvió antes de que Lisa pudiera ponerse a insistir.
Y así pasaron las semanas y los meses. Seguí entrenando a Holt y, poco a poco, empecé a estar más cómodo en esa ciudad, como si hubiera vuelto a casa. Fue un proceso muy lento y muy complicado, pero por fin me sentí como si perteneciera a algo. Como si hubiera tomado el camino correcto.
Fue precisamente uno de los días que salía del gimnasio cuando choqué sin querer con una chica que iba en dirección contraria a la mía, hablando muy furiosa por un teléfono que salió volando hacia delante.
—¡Mierda! —chilló, lanzándose al suelo para rescatarlo.
Solo por el tono de voz, la reconocí. April. Mi exmujer.
Me quedé mirándola, pasmado, cuando atrapó el móvil como una verdadera ninja y se puso de pie otra vez. Todo eso con unos tacones de aguja y una falda de tubo puestos.
—Menos mal —suspiró, acariciando el móvil como si fuera su tesoro más preciado, y luego se giró hacia mí—. ¿Se puede saber qué coño te pasa? ¿Es que no miras por dónde pasas? ¡Estaba en medio de una conversación muy...!
A medida que sus ojos se iban abriendo más y más, su voz se fue apagando hasta desaparecer. April se quedó mirándome fijamente, perpleja, durante lo que pareció una eternidad.
—¡Aiden! —exclamó entonces, pasmada—. ¡No me lo puedo creer! ¿Qué haces aquí? ¿No estabas en una caravana por no sé dónde?
—Decidí dejarlo hace unos meses. —Me encogí de hombros—. He vuelto a vivir aquí.
—¿Con tus padres?
—Provisionalmente, sí.
—Joder. —Me miró de arriba abajo y se acercó—. Estás más bueno ahora.
—Eh...
—Sí, sí. Más delgadito y bronceado, con menos ojeras por el estrés, ese piercing nuevo en el cartílago de la oreja... ¿Te has dejado barba? Oh, y es barba de esa de pocos días. La mejor. La más sexy. Madre mía, estás buenísimo.
—Eh... ejem... supongo que tú también...
—Ah, sí, perdón. —Se señaló a sí misma con una gran sonrisa—. Estás delante de la jefa de redacción del mejor periódico de la ciudad.
Abrí mucho los ojos, sorprendido, y ella soltó una risita entusiasmada. No había oído esa risita en mucho tiempo, desde que nos habíamos casado esa estúpida noche en Las Vegas. Lo que más me había gustado siempre de ella había sido que fuera tan risueña y alegre. Era como un rayo de sol. No sé en qué momento se torcieron tanto las cosas.
—Enhorabuena, April —le dije, sorprendido, aceptando su abrazo.
—Gracias. —Se separó de mí y me dio un achuchón en las mejillas—. Fue bastante complicado. Hay mucho cabrón de por medio.
—No hay un solo cabrón en el mundo que pueda contigo.
—En eso tienes razón. —Me dedicó otra sonrisa radiante, señalando el gimnasio del que acababa de salir—. ¿Y tú qué? ¿Ahora eres entrenador?
—Exacto.
—Bueno, estaba claro que terminarías así. —Puso los ojos en blanco—. No sé cómo puede gustarte tanto pasarte horas en una sala cerrada con cuarenta tipos sudorosos.
—Con esa descripción incluso yo lo malpienso.
—Ya me entiendes —soltó otra risita antes de carraspear—. Me compré los libros de tu exnovia, por cierto.
Otra con Amara... ¿es que estaban todos empeñados en sacármela en cada conversación que tuviera?
—¿En serio? —intenté fingir despreocupación.
—Escribe muy bien —me concedió—. A mí no suele gustarme el rollito amoroso, pero lo llevó tan bien que terminé leyéndome todos sus libros. Y admito que tenía curiosidad por ver cómo había sido vuestra relación.
Esbocé media sonrisa.
—¿Y qué tal?
—Muy bien —admitió, rebuscando en su enorme bolso rojo—. Mira, aquí está. Me lo estoy releyendo. Es la última versión, la del epílogo.
Acepté la copia que me había dejado. Estaba llena de etiquetas para marcar sus momentos favoritos, que al parecer habían sido el noventa por ciento de ellos.
—Has vuelto por eso, ¿no? —añadió.
La pregunta me pilló desprevenido. Levanté la cabeza y, por un momento, me olvidé del libro. April tenía su cara de noticias puesta, como si estuviera a punto de descubrir algo muy grande con lo que hacer el reportaje de su vida.
—¿Qué? —pregunté.
—Que has vuelto por eso, supongo. Por el epílogo.
—No me he leído el epílogo.
Ella parpadeó, pasmada.
—¡¿Y a qué estás esperando?!
—No lo sé, April... no sé si quiero leerlo.
No sabía si quería volver al inicio de mi relación con Amara otra vez. No era doloroso, pero definitivamente sí era difícil. No quería darme a mí mismo esa carga.
—Hazme caso —insistió, rechazando el libro cuando hice un ademán de devolvérselo—, tienes que leerlo.
—Pero... ¿no lo quieres? Es tu copia. Puedo comprarme otra.
—No, mejor quédatela y así nos vemos otro día. —Otra vez, la sonrisa de periodista en busca de chismes—. Y de paso me cuentas cómo se resuelve la historia. Podría hacer un artículo genial sobre historias de amor con la vuestra, sería...
April bajó la cabeza y se quedó mirando su móvil, que volvía a sonar. Para mi sorpresa, lo respondió con una palabrota y empezó a gritar a quien fuera que había al otro lado de la línea. Parpadeé, pasmado, cuando sacó un bolígrafo del bolso con la mano libre y me escribió su número en el dorso de la mano. Todo eso sin dejar de gritarle al del móvil.
Y, sin decir nada más, se dio la vuelta y me dejó ahí plantado con el libro.
Vale, lo admito.
¡Tenía curiosidad por leerlo!
Aún así, lo pospuse dos días, intentando convencerme a mí mismo de que me daba igual lo que pusiera ahí, que era solo el libro de una persona que no formaba parte de mi vida. Que no tenía nada nuevo que ver, por mucho que hubiera escrito un epílogo.
Al tercer día, ya no pude más y abrí el libro.
Fue en mi habitación, en casa de mis padres. Me dejé caer sobre el colchón algo hundido por el paso de los años y eché una ojeada a la antigua ventana de Amara antes de girarme hacia su famoso epílogo. April lo tenía lleno de etiquetitas de color rosa.
Las primeras líneas... me resultaron indiferentes.
Cuando iba por la mitad... no pude evitar sacudir la cabeza al ver que contaba qué había sido de todos nosotros.
Fue cuando vi mi nombre que se me detuvo el corazón por un momento.
Una parte de mí esperaba que, al mencionarme, lo hiciera con algún tipo de rencor. Ni siquiera sé muy bien el por qué. Bueno, quizá porque en mi cabeza había asumido que a ella siempre le había dado igual lo nuestro, que nunca le había importado del todo si yo estaba bien o no. Al menos, desde que me había ido de la ciudad.
Por eso, a cada línea que leía, mi ceño iba frunciéndose más y más. No podía despegar los ojos de las páginas. No podía dejar de leer. Y lo que leía no era rencor, ni odio, ni desdén... eran ganas de volver a verme.
Aquí estaré esperándote.
Mis ojos se clavaron en esa frase durante lo que pareció una eternidad. La última frase. La que había usado con ella. La que ella recordaba. Y la que estaba usando para decirme que fuera a buscarla.
Bajé el libro lentamente hasta apoyarlo en mi pecho y mi mirada se clavó en la estantería de trofeos del fondo de mi habitación, aunque sin llegar a ver nada. Mi mente en ese instante era un hervidero de ideas confusas, y todas enfocadas en una misma frase, en una misma persona.
Cerré los ojos con fuerza y, al abrirlos, descubrí que se me había dibujado media sonrisita en los labios.
Quizá habría reflexionado más tiempo sobre ello, pero en ese momento escuché que mi madre subía las escaleras y recorría el pasillo. Cuando abrió la puerta de mi habitación, yo ya me había puesto de pie y había dejado el libro sobre la cómoda.
—Aiden, cariño, los vecinos nos han vuelto a invitar a...
—Mamá, tengo que salir un momento.
Ella parpadeó, sorprendida, y sus ojos se clavaron en el libro que acababa de dejar. Pude ver el momento exacto en que se daba cuenta de lo que estaba insinuando.
—¿Vas a...?
—Ya te contaré. —Le sonreí malévolamente.
Ella intentó atraparme cuando pasé por su lado, pero fui mucho más rápido y me escabullí para esquivarla.
—¡Vuelve aquí! —exigió, indignada—. ¡No me dejes con el chisme a medias!
Salí de casa en tiempo récord y me subí al coche que me había comprado con los ahorros que había acumulado durante esos años. Vi a mamá mirarme indignada desde la ventana, pero me limité a decirle adiós agitando la mano. Ella negó con la cabeza.
Saqué el móvil del bolsillo. Mi hermana no solía responder a la primera, así que fue una grata sorpresa cuando lo hizo.
—¡Justo iba a llamarte! —me dijo con la boca llena—. Acabo de hornear galletitas de chocolate. Vente a casa y nos las comemos.
—Eh, Lis... tengo que decirte algo.
—¡Saben bien, lo juro! —me aseguró—. He mejorado mucho. Y la receta es de la abuela de Russell, que era cocinera o no sé qué. ¡Así que no son venenosas ni nada!
—Lisa, me fío de la integridad de tus galletitas, no es eso.
—¿Y qué es? ¿No puedes venir?
—Ahora mismo, no. —Hice una pausa, carraspeando—. Tengo que visitar a alguien a alguien que no he visto en cinco años.
Silencio.
Escuché un ruido sordo al otro lado de la línea, como si se le hubiera caído dramáticamente la galletita que tenía en la mano.
Por suerte, la conocía de sobra y aparté la oreja del móvil antes de que se pusiera a chillar.
—¡¿VAS A IR A VER A MARA?!
—Sí, ese era el plan.
—¡¿QUÉ?!
—¡Lisa, deja de chillarme!
—¡ES QUE ESTO ES INCREÍBLE, Y ME LO DICES COMO SI NADA! —Respiró hondo, pero no sirvió de nada—. ¡Dios, no me creo que esto esté pasando! ¡Es genial, fantástico, maravill...!
—¡Lis! —la corté, divertido—. Necesito su dirección, por eso te llamo.
—¡OH, CLARO, PERDÓN! ¡Ahora te la mando en un mensaje! ¡Dios mío, Aiden, por fin os vais a reconciliar!
—¡Yo no he dicho que nos vayamos a reconciliar!
—¿Llevas condones encima? —Me ignoró completamente—. Eso siempre hace falta.
—Tú limítate a mandarme la dirección.
—Vale. ¡Pero quiero ser la primera en enterarme de todo!
Tras unos segundos más de conversación en los que me hizo prometerle que lo sería, colgué y esperé impacientemente a su mensaje, repiqueteando un dedo contra el volante. En cuanto mi móvil vibró y vi su dirección, lo lancé al asiento del copiloto y di un acelerón.
Amara se había instalado en el centro de la ciudad, en una zona tranquila con puestos familiares —librerías, panaderías, fruterías y similares— y unos cuantos parques. Me gustó nada más verlo. No había mucho tránsito y parecía que todos los que paseaban por la zona eran turistas despistados o familias que vivían por ahí. El barrio ideal. Yo no habría podido elegir mejor para ella.
Aparqué el coche lo más cerca que pude de la dirección que me había pasado Lisa, pero aún así tuve que recorrer un buen tramo andando. El tramo más largo de mi vida. No dejaba de flexionar los dedos y de pasarme una mano por el pelo, como si de alguna forma eso fuera a calmarme. No sirvió de nada. Cuando me planté delante del edificio, seguía teniendo un nudo de nervios en el estómago.
Era un edificio antiguo y reformado, pero aún tenía la fachada típica de un barrio de los sesenta. Tenía solo cinco plantas y, por lo que me había dicho Lisa, Amara vivía en la última. La segunda puerta a la derecha. Tragué saliva con fuerza y me quedé mirando el telefonillo. ¿Debería llamar y...?
Me aparté, sorprendido, cuando una mujer y sus hijos salieron del edificio para ir al parque que había justo al otro lado de la calle. Los niños salieron corriendo entre carcajadas, pero la mujer me miró distraídamente.
—Ah, perdona —murmuró, sujetando la puerta para que no se cerrara—. Casi te la cierro.
Dudé un momento antes de asentir con toda la convicción del mundo.
—Gracias —le sonreí educadamente y me metí en el edificio.
Perfecto para ladrones, madre mía.
El vestíbulo, una zona de losa de piedra con plantas a cada lado —muy bien cuidadas—, luces colgantes bastante bonitas y una zona reservada para los buzones, me resultó bastante acogedor. Podía ver por qué Amara había decidido venir a este sitio.
Subí las escaleras —porque ascensor nunca, vida sana— y me crucé con dos vecinos más que me saludaron como si me conocieran de toda la vida. Al llegar al último piso, mis nervios habían aumentado el triple. Recorrí el pasillo de suelo de madera oscura y paredes color crema y me detuve delante de la última puerta a la derecha. Tenía un pequeño felpudo delante con una pata de gato y una máquina de escribir al lado. No pude evitar morderme el labio, divertido.
Y, cuando por fin reuní el valor de llamar al timbre, la puerta se abrió antes de que pudiera tocarlo.
Me quedé clavado en mi sitio, sorprendido, cuando una chica salió de espaldas a mí, haciéndole gestos a un gatito de color gris que había en el interior de su casa.
—Vamos, tienes que quedarte —le estaba diciendo—. Ahora vuelvo, ¿vale? Solo será un momento.
Oh, mierda. Su voz. Contuve la respiración sin darme cuenta, y no supe muy bien si era por eso o por la visión de su melena pelirroja suelta por encima de sus hombros.
—¡Quieto! —exigió, señalando al gato—. Ya te lo he dicho, ahora vuelv...
Intentó darse la vuelta tan rápido que no me vio a tiempo y, antes de que ninguno pudiera reaccionar, chocó de frente con mi cuerpo.
La sensación de su mano apoyada en mi pecho, el aroma familiar de su pelo y el hecho de sentir su cuerpo pegado al mío hizo que todo mi sistema nervioso reaccionara a ella, mandándome una descarga eléctrica por todo el cuerpo que se resumió en mi mano sujetándole la cintura para equilibrarla.
Amara subió lentamente la cabeza con los ojos castaños desorbitados, como si no pudiera creérselo. Recorrió mi cuello, mi mandíbula y mi nariz hasta llegar a mis ojos. Tenía la boca entreabierta. La visión de sus pecas me provocó una pequeña sonrisa.
—Hola —me escuché decir a mí mismo.
Ella parpadeó dos veces, como si intentara creerse lo que estaba viendo, pero no se separó de mí. Y yo no me separé de ella. Solo nos quedamos mirando el uno al otro con el gato observándonos con curiosidad desde el interior de la casa.
Y por fin, tras lo que pareció una eternidad, noté que ella se relajaba un poco y una de las comisuras de sus labios se curvaba hacia arriba.
—Hola, capullo.
Esa última palabrita me provocó una risa un poco nerviosa que no pude evitar. Mi mano subió hasta su hombro sin darme cuenta, pero ella no me apartó.
—Han pasado cinco años, ¿sabes? Has tenido tiempo de sobra para pensar en otros insultos.
—Me gustan los clásicos. —Se encogió de hombros.
De nuevo, hubo un momento de silencio. Solo por su forma de mirarme, supe que tenía algo en mente y no sabía cómo decírmelo.
Y es que ella no había cambiado en absoluto. Seguía llevando jerséis verdes, poco maquillaje y seguía teniendo esa expresión de estar molesta todo el tiempo. No sé qué había en ella que me gustara tanto, pero no podía dejar de mirarla. Estando juntos, de esa forma, me sentía como si el tiempo no hubiera pasado. Como si volviéramos a ser los que habíamos sido cinco años atrás, solo que con las ideas más claras, conociéndonos a nosotros mismos.
—¿Leíste mi libro? —preguntó finalmente.
—Claro que no, creída. Tengo mejores cosas que hacer.
Ella me sonrió al instante. Teniendo en cuenta lo difícil que era conseguir que Amara sonriera de esa forma, me sentí como si hubiera ganado algún tipo de recompensa vital.
—Claro que lo leí —corregí—. Hace una hora.
—Y... ¿y qué tal?
—Interesante.
Dejé que sufriera un poco durante unos segundos en los que me miró fijamente, deseando que continuara.
—¿Leíste el epílogo? —insistió, mirándome con impaciencia.
—Sí —sonreí.
—¿Y? ¿Te... te gustó?
—¿Por qué te crees que estoy aquí?
De nuevo me dedicó esa sonrisa, aunque esta vez recorriéndome la cara con los ojos. Estaba seguro de que se sentía exactamente como yo, como si nada hubiera cambiado. Al menos, en el exterior.
—¿Estás ocupada? —pregunté, viendo que seguía sujetando la puerta.
—No. —Se pasó un mechón de pelo tras la oreja y, al instante, deseé haberlo hecho yo—. En realidad... iba a comprarle comida a mi gato. Nada muy interesante.
—Ya veo. —Sonreí, inclinándome hacia ella—. ¿Puedo acompañarte o es algo que solo disfrutas en soledad?
—Supongo que puedo aceptar tu compañía. Aunque seas un capullo.
—¿A que no te acompaño por antipática?
Ella soltó una risita y se separó de mí para girarse y cerrar la puerta. Aproveché el momento en que me dio la espalda para respirar hondo, intentando calmarme. El corazón me latía a toda velocidad.
Cuando volvió a mirarme, parecía entusiasmada. Con ese tipo de entusiasmo que sé que jamás habría podido ver en ella cinco años atrás. Y creo que fue en ese momento cuando me di cuenta de lo mucho que habíamos avanzado los dos, de lo mucho que habíamos cambiado. Y de lo bien que nos había ido estar separados por tanto tiempo, aunque al principio hubiera dolido.
—¿Vamos? —me preguntó, señalando las escaleras con la cabeza.
Asentí con aprobación cuando vi que no señalaba el ascensor.
—Sí, vamos.
Amara me dedicó una sonrisita algo tímida y encabezó la marcha hacia las...
—Oye, capullo.
Doy un respingo, provocando una risita a mis espaldas, y aparto la mirada del portátil para clavarla en ella, que se acerca desde la cocina.
—Estoy ocupado —protesto.
—Ya lo sé, escritor de best-sellers, cálmate un poco.
Miro la frase que he dejado a medias y no puedo evitar media sonrisa cuando Amara se planta a mi lado y cierra lentamente la tapa, mirándome. En la otra mano lleva un periódico. Tiene una sonrisita divertida en los labios.
—¿Qué es eso? —pregunto, curioso.
—Un artículo de April, nuestra reportera favorita. —Una sonrisita curva sus labios cuando lo levanta para poder leer uno de los artículos que salen en la portada—. El amor sano y la importancia de aprender a querernos antes de intentar querer a alguien más, basado en la historia de dos íntimos amigos.
—¿Dos íntimos amigos? —repito, incrédulo—. ¡Si no la hemos visto en meses, desde que vino a acribillarnos a preguntas!
—Oh, déjala. Tiene que incluírse de alguna forma. Y la verdad es que el artículo no está nada mal.
—¿Ya te lo has leído?
—Pues claro. —Me dedica una sonrisa radiante—. ¿Acaso lo dudabas?
Hace una pausa cuando deja el periódico sobre la mesita de café, al igual que el portátil que hasta hace un momento estaba sobre mis rodillas. Enarco una ceja, mirándola.
—Estaba escribiendo, por si no te habías dado cuenta.
—El médico te dijo que no usaras el portátil más de una hora seguida, por si no te habías acordado.
Nunca le perdonaré que me convenciera para volver al oculista. Básicamente, tengo que acudir una vez a la semana para que me pongan unas gotitas molestas en los ojos y me hagan alguna que otra prueba. El problema es que me tengo que quedar ahí dos horas por esa tontería.
¿Veo mejor desde que me convenció para volver? Pues sí.
¿Voy a admtirlo y darle la razón? Pues no.
—¿Ahora qué eres? —pregunto, molesto—. ¿Mi madre?
—No, soy tu novia, así que hazme un poco de caso.
Sonrío de lado cuando me sujeta la mandíbula con la mano libre y me levanta la cara para revisármela con la mirada.
—¿Qué tal el ojo feo?
Es la única persona que conozco que podría referirse a mi glaucoma como ojo feo y me seguiría haciendo gracia.
—Bien, ya te lo dije, los médicos son muy exagerados.
—Los médicos te dicen lo que es mejor para ti, testarudo, deja de escribir un ratito.
Asiento con la cabeza y ella sonríe con cierto triunfo, a lo que no me resisto más y le rodeo las caderas con un brazo para sentármela encima. El gato está dormido en el sofá, roncando felizmente e ignorándonos.
—¿Qué escribías? —me pregunta, apoyando un brazo por detrás de mi cuello.
—Lo que me dijiste que te pidió la editorial. Mi versión de tu querido epílogo. Y me estaba quedando muy bien.
—Oye, no te emociones. La única escritora de esta casa sigo siendo yo. —Cuando se inclina hacia mí, sé que va a intentar irritarme—. ¿Por dónde ibas? ¿Por la parte en la que me suplicabas que volviera contigo?
—¿Suplicaba? —repito, pasmado—. ¡Te recuerdo que fuiste tú la que me ofreció subir a tu casa en la segunda cita! Yo ni siquiera me acercaba mucho.
—¡Pues precisamente por eso! Me estaba volviendo loca, solo quería que te lanzaras sobre mí de una vez.
—Interesante confesión.
—Además —me clava un dedo en el pecho, divertida—, puede que yo te invtara a subir, pero tú fuiste quien me morreó contra la puerta.
—Madre mía... ¿y tú escribes novela romántica? Dale un poco de magia a la situación.
—Pues me miraste fijamente cuando estuvimos los dos delante de mi puerta, te ofrecí entrar y tú me agarraste de la nuca de repente para besarme. —Hace una pausa y, perfecto para mi orgullo, veo que se ha ruborizado un poco—. Y no fue un besito muy tierno, Aiden.
—Es que eran cinco años de ganas acumuladas, la ternura se me escapó hace tiempo.
Amara suelta una de esas risitas que ella clasifica como estúpidas y que hacen que luego ponga una mueca, como si se arrepintiera de sonar tan ridícula. Yo no estoy de acuerdo. A mí me encantan.
—Estaba por lo que pasó hace un año, cuando me planté justo ahí y nos vimos por primera vez. —Digo finalmente, señalando la puerta principal con la cabeza—. Cuando fuimos a comprar comida de gato.
—Muy romántico.
—Podría añadir la reacción de nuestras familias cuando les dijimos que volvemos a estar juntos.
—Oh, hazlo. —Ella pone los ojos en blanco—. Mi padre se alegró más ese día que cuando le dije que publicaria un libro. Casi le lancé el tenedor a la cabeza.
Me echo a reír al recordarlo. Grace había actuado de juez de paz y había dicho que se alegraban mucho por nosotros, pero —ahí le echó una miradita de reprimenda a mi suegro— que nos dejarían toda la intimidad que quisiéramos.
La madre de Mara fue bastante más neutral. Nos dijo que se alegraba, pero poco más. Quizá fue porque la pillamos en medio de una sesión de pilates intensa en la que seguía con el ceño fruncido a la chica que daba saltos en la pantalla de su televisión. Alan, a su lado, estaba igual.
—Mi madre no pareció muy sorprendida —comento, rascándome la nuca—. Creo que ya lo sospechaba.
—Y Lisa también. Llevaba meses preguntándole por ti. Era imposible que se sorprendiera.
—Así que meses, ¿eh?
—Al menos ahora te llevas bien con mi padre. —Desvía el tema enseguida—. ¿Cuándo habéis vuelto a quedar?
Resulta que su padre me apuntó sin preguntar a su equipo de bolos. Según él, quería estrechar lazos. Al principio la idea me pareció un poco inquietante, pero ahora me gusta ir con él todos los viernes por la tarde a la bolera y pasar un buen rato. Mientras, Amara se queda en casa o va a casa de mis padres a hacer lo que más les gusta a ella, a mi padre, a mi madre y a mi hermano pequeño: chismear.
—El viernes tenemos ese torneo —murmuro, apretando los dedos en sus caderas para acomodármela encima—. ¿No te hace ilusión verme aparecer con un trofeito en forma de bola de bolos?
—Oh, me emociona mucho. Mi campeón del barrio favorito. —Y se echa a reír.
Se inclina hacia mí antes de darme tiempo a reaccionar y, casi tan rápido como me ha besado suavemente en los labios, se aparta. Siempre hace eso, la asquerosa. Y le funciona muy bien, porque me deja con ganas de más.
—Llevas dos horas sentado aquí —dice, negando con la cabeza—. ¿Dónde ha quedado el boxeador profesional que se ponía nervioso si no hacía ejercicio cada cinco minutos?
—Oye, ya no soy boxeador, cuando no estoy en el gimnasio puedo ser tan vago como quiera.
—Se lo contaré a Holtito para que sepa que su entrenador es un vago.
—Y yo le contaré a tu editor que estoy escribiendo el extra en tu lugar.
—¡Oye, luego lo revisaré para darle mi toque mágico!
—Seguro que tu toque mágico es añadirle cuarenta muertes por página.
Ella sonríe y, cuando hago un ademán de besarla, se echa hacia atrás. Entrecierro los ojos. Ya empezamos.
—Oh, ¿quieres besarme? —pregunta con aire inocente.
—Ya sabes que sí.
—Pues gánatelo. —Me da una palmadita en el pecho y se incorpora de un salto, dedicándome una sonrisa radiante.
Como de costumbre, ni siquiera se ha molestado en ponerse pantalones, se pasea por el piso con una camisetita de tirantes y unas bragas que dejan poco a la imaginación. Trago saliva con fuerza al seguirla con la mirada.
Cuando se detiene en el inicio del pasillo y se quita la camiseta para lanzármela a la cabeza —quedando así solo con esas bragas diminutas—, no puedo evitar empezar a reírme.
—Te odio —le aseguro.
—Lo dudo mucho, capullo.
Me quito la camiseta de la cara para poder ver su cuerpo desnudo, pero ella ya ha desaparecido por el pasillo, claramente indicando que la siga a la ducha.
Me permito a mí mismo unos segundos antes de seguirla. Bajo la mirada a su camiseta, ahora arrugada entre mis dedos, y luego la paseo por mi alrededor. En el pequeño piso que hemos convertido en nuestro hogar, hay retazos de nuestras vidas en cada rincón. Desde la decoración que ella me pidió, hasta mis trofeos de boxeo. Desde sus máquinas de escritura, hasta mis fotos de viajes. Desde mis cosas de Harry Potter, hasta su colección infinita de libros. Desde fotos con la familia, hasta fotos que nos hemos hecho en el trancurso de este último año.
Incluso hay un marco con una foto que nos hicieron de pequeños, cuando ella estaba en casa con Lisa. Fue justo después del día que mi padre me gritó y ella salió a defenderme. Mi madre capturó el momento exacto en que yo sonreía de lado, mirando al frente, y ella me echaba una ojeadita tímida, abrazándose las rodillas contra el pecho.
Sí, creo que esa es mi favorita.
Amara no quiso guardarla, pero le insistí tanto que no le quedó más remedio que aceptarlo. Y creo que en el fondo le ha terminado gustando más de lo que ella querría admitir.
Me quiero quedar aquí un rato, observando a mi alrededor, pero apenas han pasado diez segundos cuando ella vuelve a asomar la cabeza, intrigada.
—¿Te vienes o qué? ¡Estoy esperando aquí, desnuda y sola! ¿Qué clase de novio eres tú?
—Que ya voy, pesada.
—¿Y por qué demonios tardas tanto?
—Para hacerte sufrir un poco.
—¿Eh?
—¿No me has dicho que me lo ganara? Pues estoy en ello.
Amara lucha contra ello, pero al final las comisuras de sus labios se curvan hacia arriba cuando me hace un gestito entusiasta para que me acerque.
—Oh, deja de ser tan capullo y ven conmigo.
Sonrío, divertido, y me pongo de pie de un salto para seguirla.
Mi antipática favorita.
FIN
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