Capítulo 3




3 - LA MAESTRA DEL CAFÉ


(Be my baby - The Ronettes)



Aiden: Así que vas a seguir ignorándome, ¿eh?

Como había hecho tras todos sus mensajes anteriores, fingí que no lo había leído y volví a esconder el móvil en el bolsillo.

Sí, era una idiota.

Sí, lo sabía.

No, no iba a cambiar.

¿Por qué? ¡Pues no lo sé!

Lisa, a mi lado, sonrió ampliamente y me dio un pequeño codazo mientras ambas seguíamos corriendo alrededor del parque que había junto a su campus.

—Bueno —sonrió como un angelito—. ¿No me vas a contar cómo fue?

—¿El qué?

—Tu maravilloso día de trabajo en la cafetería —ironizó, poniendo los ojos en blanco—. ¿Qué va a ser? ¡Tu cita con Aiden!

—No fue una cita.

—¿Y qué fue? ¿Un intercambio de ideas?

—Una... reunión de amigos.

Puse mala cara cuando empezó a reírse a carcajadas.

De hecho, empezó a reírse con tantas ganas que tuvo que detenerse y apoyarse en las rodillas. Dejé de correr y volví junto a ella, irritada.

—¿Vas a dejar de reírte? —mascullé.

—¡Es que me has contado un chiste buenísimo!

—Lisa, ahora mismo nuestra amistad pende de un hilo.

—¡Una reunión de amigos! —negó con la cabeza, divertida, ignorándome—. Vaya, Mara. Y yo que creía que estaba ciega...

—Oh, déjame en paz —puse los ojos en blanco—. ¿No ves que...?

—Hola.

Dejé de hablar en seco y me giré hacia el chico que se había acercado a nosotras. ¿Qué demonios...?

Ni siquiera me había molestado en mirarlo bien antes de empezar a poner mala cara, pero Lisa era más rápida que yo y se apresuró a acercarse a él con una gran sonrisa.

—¡Hola!

Aparté la mirada, cruzándome de brazos, pero volví a centrarme cuando vi que el chico en cuestión me estaba ofreciendo algo. Algo mío. ¡Mierda, mis auriculares!

—Se te ha caído hace un momento —me dijo con una sonrisa de disculpa.

Parpadeé, sorprendida, y los recogí de su mano, metiéndomelos en el bolsillo. Menos mal que no los había perdido. Eso sí que era crucial en mi vida.

—Gracias —murmuré.

—No hay de qué.

Y... silencio incómodo.

—Bueno —añadió, mirándome—. Ya... nos veremos.

Pareció que él iba a darse la vuelta y seguir corriendo —también llevaba atuendo de deporte—, pero Lisa lo detuvo al instante.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con una sonrisita maliciosa.

Pero... ¿qué...?

—Russell —se presentó él.

Miré a Lisa, confusa, cuando ella le ofreció una mano, encantada. ¿Qué estaba haciendo?

—Yo soy Lisa —se presentó—. Y esta de aquí es mi graaan amiga Mara.

Todavía estaba medio confusa por la situación cuando me obligué a forzar buena cara al tal Russell, que me dedicó una sonrisa encantadora.

Es decir... no es que fuera feo. De hecho, era bastante guapo, supongo. Pero yo no estaba pensando en eso. Solo pensaba en qué demonios hacía Lisa con él.

—Un placer —me dijo Russell.

Y me ofreció una mano para que la estrechara. Me quedé mirándola un momento antes de tragar saliva y dar un paso atrás.

—Igualmente —le dije con una sonrisa incómoda.

Él pareció un poco extrañado, igual que Lisa, que me dedicó una miradita significativa que no le devolví.

—¿Vienes mucho a correr por aquí, Russell? —le preguntó con simpatía.

—Eh... sí —él por fin dejó de mirarme para centrarse en ella—. Bastante. No vivo muy lejos.

—¡Vives en el campus! —dedujo Lisa con una sonrisa—. Yo también.

—¿La residencia que hay aquí al lado? —sugirió él—. Sí, conozco a unas cuantas personas que viven ahí. Dicen que las habitaciones no son muy buenas.

—Uf, no lo son. Te lo aseguro. Voy a terminar con un dolor de espalda perenne.

Pero ¿por qué estaba en medio de una conversación sobre camas, residencias y dolor de espalda?

Russell se giró hacia mí.

—¿Tú también vives en la residencia, Mara?

¿Era la única que no veía muy normal eso de decirle a un desconocido dónde vivía?

—En realidad, no —aclaré—. No soy estudiante.

—Es escritora —añadió Lisa.

Russell levantó las cejas, claramente sorprendido.

—¿En serio? —preguntó, sonriendo—. Whoa. Nunca había conocido a una escritora.

—Bueno, técnicamente no soy...

—¿Cuántos libros has escrito?

Noté que la vergüenza empezaba a extenderse por mi cuerpo.

—Ejem... puede que no haya escrito ninguno —murmuré—. Todavía.

—Bueno, nunca es tarde para hacerlo —concluyó.

Y... me dio la sensación de que se me quedaba mirando más que a Lisa, que parecía encantada con la situación.

Al final, como nadie dijo nada en unos segundos MUY incómodos, ella se apresuró a intervenir.

—¿Quieres correr un rato con nosotras, Russell?

Para mi gran alivio, él negó con la cabeza con una sonrisa educada.

—Yo ya me iba. Tengo clase en una hora —se encogió de hombros—. Pero si siempre venís por aquí, supongo que nos volveremos a ver.

Y, de nuevo, me miró a mí al decir eso último.

Hice un verdadero esfuerzo por no dar un paso atrás o apartar la mirada, intentando aparentar normalidad.

—Claro —murmuré.

—¡También podrías darle tu número a Mara! —canturreó Lisa.

Abrí los ojos como platos hacia ella.

—No creo que haga falta —dijo Russell apresuradamente al verme la cara de espanto.

—¡Oh, no hagas caso a Mara! Es que es muy tímida.

¿Tímida? ¿En serio?

—Bueno, pues nada —murmuró Lisa cuando él siguió negándose, con un mohín—. Ya nos veremos, Russell.

Él se marchó sonriéndome por última vez y yo sentí que mis hombros se relajaban a medida que él se iba alejando. Cuando por fin estuvo lejos, solté todo el aire de mis pulmones y empecé a andar hacia la salida del parque con Lisa a mi lado juzgándome con la mirada.

—Pero ¿qué te pasa? Estaba clarísimamente intentando ligar contigo.

—Mhm —murmuré.

—¿Por qué estabas tan tensa?

Dudé un momento, apretando los labios.

—No me gusta que me obliguen a interactuar con desconocidos —concluí.

—Ay, Mara... al menos, podrías haberle estrechado la mano. Por educación.

—Ya.

Lisa se plantó delante de mí y puso los puños en las caderas, poniéndome mala cara. Yo, por mi parte, suspiré porque ya sabía lo que se venía.

Una bronca muy al estilo Lisa.

—Tú tienes algo que no me quieres contar —concluyó, señalándome con un dedo acusador.

—Sí. Que no me gustan los desconocidos, Sherlock.

—No, no es eso.

—¿Y qué es?

—No lo sé, pero lo descubriré —entrecerró los ojos—. Espero que a mi hermano le estrecharas la mano, al menos.

Estuve a punto de sonreír, pero la sonrisa desapareció casi al instante en que me di cuenta de algo.

Mierda, Aiden. ¿Cuántas veces lo había rozado anoche sin que...?

Noté que se me tensaban los hombros al darme cuenta de que él nunca me había tocado a mí directamente. Solo yo a él. Y de forma muy breve. Pero eso no iba a ser así para siempre. Llegaría un momento en que querría...

¿Y sí...?

—Maaaaraaaaaa —protestó Lisa, chasqueando los dedos delante de mi cara—. ¿Sigues viva?

—Tengo que irme —le dije apresuradamente.

Por suerte, Lisa estaba acostumbrada a mis repentinas ganas de irme de las situaciones que no me gustaban, porque no protestó. Solo me acompañó hasta llegar a su residencia, donde yo me separé para seguir corriendo hasta mi edificio con la cabeza dándome vueltas.

Cuando estaba subiendo las escaleras, no pude evitar detenerme y apoyarme en la barandilla, intentando controlar mi respiración. Al final, como me había mareado, me senté en uno de los escalones y mantuve la espalda pegada en la pared, respirando acompasadamente y parpadeando varias veces, alejando los puntitos negros que estaban empezando a aparecer en mi campo visual.

Al recuperarme un poco, busqué en mi bolsillo y saqué el móvil, marcando rápidamente el número de Grace, la novia de mi padre y la única persona con la que podía hablar de ciertos temas.

O quizá era solo porque necesitaba oírla. Aunque fuera solo para hablar de tonterías. Ella me calmaba. Muchísimo.

—¡Mara! —me saludó felizmente ella al otro lado de la línea—. ¿Cómo estás? Tu padre ya me estaba empezando a marear con que deberías llamar más.

—Estoy bien —dije con voz más segura de lo que sentía—. Siento no haber llamado en dos semanas.

—No pasa nada, ya sé que estás ocupada —me aseguró—. ¿Qué tal va el libro?

—Sigo bloqueada.

—Vaya. ¿Has intentado empezar otro?

—No. Quiero terminar ese.

—Oh, bueno...

—Oye, Grace... yo... ¿puedo preguntarte algo?

Por el silencio que hubo al otro lado de la línea, supe que no esperaba eso.

—Claro —dijo, algo confusa, y escuché sus pasos indicando que se había alejado de mi padre para tener más intimidad, cosa que agradecí—. ¿Va todo bien?

—Sí —dije enseguida, para no preocuparla—. Pero... eh... ¿todavía tienes el número de esa psicóloga de la que me hablaste?

Esa vez, el silencio al otro lado de la línea se mantuvo por unos segundos más que antes.

—¿Qué ha pasado, Mara? —preguntó al final, y su voz sonaba tensa.

—Nada —le aseguré.

—No, yo no soy tu padre. No me digas nada para terminar con la conversación. ¿Qué ha pasado?

Me pasé una mano por la cara, frustrada, antes de suspirar.

—No ha pasado eso exactamente —dije, al final—. Solo me he agobiado un poco.

—Mara...

—¿Me puedes pasar el número?

—Pues claro que sí. Y más te vale ir a hablar con ella.

—Solo lo haré si esto va a peor.

—No —me dijo, enfadada—. Vas a ir. Hoy mismo.

—Pero...

—No era una sugerencia.

Sonreí un poco, sacudiendo la cabeza.

—Papá es más fácil de convencer —protesté.

—Pero te recuerdo que me has llamado a mí.

—Sí —murmuré—. Y, como siempre, tienes razón.

***

La consulta de la doctora Jenkins era sorprendentemente acogedora. Una de las paredes —la que tenía dos ventanas grandes—, estaba pintada de un tono verde bastante suave, mientras que las otras eran blancas y tenían fotos de diplomas y algunas otras cosas a las que no presté demasiada atención. Estaba demasiado nerviosa.

Me centré más en el sillón marrón en el que ella se dejó caer con gracilidad al mismo tiempo que me hacía un gesto con la mano hacia el diván que tenía delante. Supuse que ese era mi lugar.

Por lo demás, solo había una papelera al fondo junto a un escritorio bastante profesional. Ah, y una mesa de café entre nuestros dos asientos. Encima, había un paquete de pañuelos estratégicamente colocados.

—Bueno, Amara —me sonrió ella—, ¿es tu primera vez una consulta?

Me senté torpemente en el diván. Olía bien. Era... relajante. ¿Tendría alguna droga flotando aquí para que sus pacientes se relajaran?

—No —murmuré, incómoda—. Estuve yendo a un psicólogo durante dos años.

—Oh, ¿y cómo te fue?

—Bien... supongo. No estuve yendo mucho tiempo.

Ella parecía bastante profesional con esas gafas rojas y grandes y el pelo oscuro perfectamente atado, pero también parecía un poco más cercana por su atuendo ligeramente hippie. El balance perfecto.

Me hizo algunas preguntas estúpidas que anotó rápidamente en su libreta mientras yo notaba que me iba relajando poco a poco.

Y, cuando notó que estaba relajada, fue directa al punto.

—Y bien, Amara... —me miró, ladeando la cabeza—. ¿Por qué has decidido que es un buen momento para reanudar tu terapia?

—Mara —corregí, jugueteando con mis dedos.

—Mara —corrigió con una sonrisa adecuada—. ¿Por qué ahora y no antes?

—Bueno... empecé a ir a ver al otro psicólogo porque... mhm... tuve unos cuantos ataques de pánico —murmuré, repiqueteando los dedos en las rodillas—. Al final conseguí dejar de tenerlos. Más o menos.

Ella se quedó mirándome un momento antes sonreír y asentir una vez.

—¿Has vuelto a sufrir un ataque de pánico?

—No exactamente. Es solo... la sensación que tenía justo antes de uno, ¿sabe? Ese mareo, ese cosquilleo en los dedos, esa sensación de que voy a desmayarme... He sentido todo eso esta mañana. De forma muy suave, pero lo he sentido.

—¿Y crees que hay algún desencadenante para eso?

Dudé antes de asentir.

—¿Dirías que es el mismo desencadenante que el que tenías hace dos años? —preguntó suavemente.

Esa vez no dudé antes de asentir.

—Entonces, supongo que están relacionados con el mismo evento —me miró con atención.

Volví a asentir, tensa.

—Bien, Mara —murmuró, mirándome—. ¿Podrías describirme qué te sucedía cuando tenías un ataque de pánico hace unos años?

Y así empezó nuestra larga hora de terapia.

***

La doctora Jenkins y yo habíamos acordado que lo mejor era que fuera a verla dos veces por semana, aunque me había dejado más que claro que podía llamarla a cualquier hora, cualquier día, si algún día tenía una emergencia.

También había decidido no recetarme nada, a diferencia de mi antiguo psicólogo, que me recetaba mil cosas con tal de no tenerme mucho tiempo alrededor. Y hacía que me sintiera muerta por dentro.

La verdad es que me alegraba de tener una psicóloga como la doctora Jenkins. Me daba la sensación de que realmente quería ayudarme, no solo empastillarme para que me callara.

Además, tampoco había tenido un ataque de pánico propiamente dicho, así que me había recomendado empezar a hacer ejercicio para calmar mis nervios.

Así que... ahí estaba yo, corriendo con Lisa otra vez, que me contaba lo asquerosa que era su profesora de Estrategias de adaptación curricular y lo mucho que la odiaba. Yo escuché todo diciéndole cuánta razón tenía, claro. Aunque seguía sin tener muy claro de qué demonios iba la asignatura. ¿Por qué les ponían esos nombres tan largos?

—Tienes que salir a correr más a menudo conmigo —me dijo ella mientras rodeábamos el mismo parque que el otro día—. Mírate. Solo llevamos cinco minutos y ya parece que vas a vomitar.

—Es que voy a vomitar —protesté.

—¡No es verdad! —me dijo alegremente—. ¿A que viene este repentino interés en hacer ejercicio, por cierto?

Bueno, Lisa no sabía nada de que estaba viendo a una psicóloga. O que había visto a otro en el pasado. O de los ataques de pánico.

A veces me daba la sensación de que debería decírselo, pero no me atrevía.

—Por nada —murmuré—. Quiero ponerme en forma.

—¿No será que Aiden te ha hecho interesarte por el ejercicio? —canturreó.

—No —mascullé.

Ah, y el capullo pervertido seguía mandándome mensajes, sí.

Y seguía conteniéndome a la hora de responderle... no sé muy bien por qué.

Mira que eres complicada.

—Mejor —me dijo con una sonrisita—. Porque no podrías seguirle el ritmo. Sale a correr cada día.

Intenté que el hecho de que la conversación empezara a dirigirse a su hermano no me afectara, pero no lo conseguí.

—¿Cada día? —pregunté sin poder contenerme.

—Sí. Treinta minutos. Y luego tiene que entrenar cinco horas diarias en el gimnasio, aunque muchas veces hace más. Bueno, creo que los domingos no hace nada. Es su día libre.

—Me he cansado solo imaginándolo —le aseguré.

—Supongo que es el precio a pagar por ser boxeador —sonrió—. Por cierto, ¿habéis tenido alguna otra cita?

—¿Por qué lo llamas cita?

—Porque él me dijo que era una cita.

Me detuve de golpe, provocándole una sonrisita.

—¿Has hablado con él sobre mí? —pregunté, acusándola con la mirada.

—¡Claro que sí!

—¡Lisa!

—¡Es que quería saber cosas y tú no me cuentas nada!

—¿Y él sí?

—Pues normalmente no es muy comunicativo conmigo, pero parece que te has convertido en su tema de conversación favorito, porque ahora no hay quien lo calle.

Me removí, incómoda y nerviosa en mi lugar. Lisa estaba obviamente conteniéndose para no ponerse a chillar de alegría al ver mis reacciones.

Mierda, ¿por qué no podía contenerme un poco mejor?

—Pero... —la miré, irritada—, ¿por qué lo escuchas a él y no a mí?

—¡Porque me da más detalles que tú!

—¿Y qué... ejem... qué detalles te dio, exactamente?

Me dedicó una sonrisita radiante, orgullosa del rumbo que estaba tomando la conversación.

—No sé —me dijo felizmente—, ¿debería decírtelo? Sería una traición a...

—Lisa, ni se te ocurra dejarme así. ¡Es romper el pacto no escrito de nuestra amistad!

—¡Así que ahora resulta que sí tenemos un pacto!

—¡Que siiií! ¡Cuéntamelo!

Ella pareció encantada cuando se inclinó hacia mí como si fuera a contarme el secreto que cambiaría mi vida entera.

—Me dijo algo, pero no lo entendí muy bien —aclaró.

—¿El qué?

—Que le encantaba tu lengua... viperina, o algo así.

Ella puso una mueca casi al mismo instante en que yo enrojecía.

—No sé qué significa eso —aclaró—. Pero tampoco quiso explicármelo.

Empecé a andar otra vez y ella se apresuró a seguirme, curiosa. Deseé poder decir que no sonreí ni un poquito, pero no pude evitarlo.

—¿Habéis vuelto a quedar? —preguntó ella.

—No, claro que no.

—¿Por qué no?

—Porque... eh... puede que haya estado ignorando sus mensajes.

Y era cierto. No había respondido ninguno.

Eso sí, los había leído más de veinte veces.

—¡Mara! —Lisa me frunció el ceño.

—¡No quiero salir con nadie!

—¡Eso no justifica que seas una maleducada!

—A veces, suenas como mi madre.

—Y tú a veces suenas como mi hija maleducada.

Puse los ojos en blanco.

—No quiero salir con nadie.

—¿Estás segura de eso?

—Sí. No me gusta nadie.

—¿Ni siquiera Aiden? ¿Aunque sea un poquitín?

—Lisa, déjalo.

—¡Es que me hacía ilusión!

—Lisa...

—¡Pero taaaanta ilusión!

—¡Lisa!

—¡PERO TAAAAAAAAAAAAAAANTA ILUSIÓN!

—¡LISA!

Ella se puso a reír y, para mi alivio, cambió de tema y no volvimos a hablar de su maldito y guapísimo hermano.

Aunque está claro que al llegar a casa lo primero que hice fue... bueno... mirar si me había mandado algún otro mensaje.

Era débil, lo sé.

Todas lo seríamos, no te preocupes.

Y, efectivamente, había uno nuevo.

Aiden: Al menos, podrías quitarte las barritas azules y fingir que no me lees para que no me sienta tan ignorado.

Negué con la cabeza, divertida, y fui a darme una ducha.

En cuanto salí, envuelta en una toalla, volví a mirar el móvil sin poder resistirme.

Aiden: Acaban de noquear a un pobre sparring y he pensado en ti y tu mala leche.

Esbocé una sonrisita en contra de mi voluntad y fui a hacerme algo de comer, ignorando a Zaida, que hablaba por teléfono con alguien.

Nada más terminar, volví a mi habitación y miré mi móvil de nuevo. Sentí que mi pulso daba un pequeño respingo al leer el nuevo mensaje.

Aiden: Esto de la ley del silencio tiene su puntito, no te engañaré, pero prefiero que me tortures un poco más con algún insulto. Lo echo de menos.

Sonreí y estuve a punto de responder, pero contuve y, en lugar de eso, fui a escribir un rato.

O más bien a intentarlo, porque no conseguí escribir ni una maldita frase. Y mucho menos si pensaba en algo que no fuera el libro. Y parecía que últimamente la única función de mi pobre cerebro era pensar en el capullo pervertido.

Al rendirme, volví a mirar mi móvil.

Aiden: Espero que no estés usando tu lengua viperina contra nadie más, porque me lo tomaré como algo personal.

Si  supiera que solo me salía cuando estaba a su alrededor...

Dejé de sonreír al darme cuenta de que lo hacía, regañándome a mí misma en silencio, y me obligué a dejar el móvil sin responder. Era lo mejor para los dos. Estaba segura. Al final, me lo agradecería.

Pero, cuando volví a intentar escribir, supe que no iba a poder centrarme. Y volvía a tener hora con la doctora Jenkins.

Justo antes de entrar en su consulta, miré mi móvil y sonreí al ver el mensaje nuevo.

Aiden: Voy a seguir mandándote mensajes hasta que me digas que me calle. Lo sabes, ¿no?

Mara: Y yo seguiré leyéndolos todos. Lo sabes, ¿no?

Metí el móvil en mi mochila y entré en la consulta con un extraño cosquilleo de emoción en el estómago.

La doctora Jenkins fue tan agradable como el otro día, solo que en esa ocasión me dio la sensación de que estaba pensando en algo que no me quería decir. Al cabo de unos veinte minutos, no pude evitar preguntar al respecto.

—¿Algo que comentar? —pregunté directamente.

Ella sonrió un poco.

—Eres muy directa, ¿eh? —comentó.

—Mi padre suele decir que no tengo filtro —murmuré—. Mucha gente lo odia.

—Pues yo no lo odio, Mara. Me ayuda mucho a entenderte —me aseguró antes de enarcar una ceja. Su mirada brilló con curiosidad—. ¿Quién es Aiden? No lo habías mencionado hasta ahora.

Oh, no. ¿Lo había mencionado? Me removí en mi asiento, incómoda.

—Es... un amigo. No muy amigo.

—¿Un novio? —sugirió.

—¡No!

—¿Un... interés romántico?

—Mhm... eso puede ser.

No dijo nada, pero su cara lo dijo todo.

—A ver... —empecé torpemente—, es guapo, pero...

—¿Pero? —me instó a seguir al ver que me quedaba callada.

—Pero... creo que no podría llegar a nada serio conmigo.

—¿Por ti o por él?

—Por mí.

Ella ladeó la cabeza, observándome con atención.

—¿Por qué no? A mí me pareces una chica decidida y sincera, Mara. Son dos grandes cualidades que cualquiera podría apreciar.

—Mhm...

—Y eres pelirroja —añadió, divertida—. Parece que todo el mundo tiene debilidad por los pelirrojos, ¿no?

—Lo que me preocupa no es mi físico.

Había estado muchos años encantada con mi cuerpo. Cuando era pequeña se metían conmigo porque estaba más gorda que las demás niñas, pero cuando crecí y mi cuerpo empezó a crecer conmigo, todo eso se distribuyó dejándome un cuerpo curvy que gustaba mucho a los chicos. Y que a mí me encantaba.

Pero hacía unos años que había adelgazado. Ahora tenía un cuerpo bastante más normativo, pero seguía teniendo más curvas que la mayoría de las chicas que conocía. Aunque ya no le daba mucha importancia. Ni siquiera me arreglaba muy a menudo.

Si mi yo de quince años me viera... seguramente le daría un ataque.

—¿Y por qué es? —preguntó la doctora Jenkins, devolviéndome a la realidad.

—Ya sabe por qué es.

—Pero me gustaría que lo verbalizaras, Mara.

Suspiré y me pasé las manos por la cara.

—¿Qué va a pasar cuando se acerque a mí y yo me ponga a la defensiva por los nervios? ¿O por el miedo? ¿Y si me toca y...? Me da miedo reaccionar mal.

—¿Con un ataque de pánico? —adivinó.

—Sí —admití.

Ella se quedó mirándome unos segundos, pensativa.

—No podemos dejar que el miedo dirija nuestras vidas, Mara.

—Sí, eso ya lo sé, pero... es que no puedo estar a solas con él. Me siento como si... no sé. No me había sentido así por muchos años. Es como si tuviera un imán que me hace querer acercarme a él.

—Eso tiene un nombre —sonrió—. Atracción.

—Yo no puedo sentir atracción por nadie —le aseguré en voz baja.

—Claro que puedes, Mara. Haber tenido una mala experiencia no acaba con tu capacidad de querer a alguien. Y mucho menos de quererte a ti misma.

Puse una mueca.

—Lo que pasó entre nosotros fue... no es...

—Vamos a empezar aclarando lo que pasó entre vosotros —me dijo, esta vez más firmemente—. No querer llamarlo por su nombre no hará que sea mejor o desaparezca, Mara.

Sí, en eso tenía razón. Tragué saliva.

—Lo sé.

—Fue un abuso sexual.

Apreté los labios.

—Lo sé.

De alguna forma, llamarlo así hacía que sonara más real. Y que no pudiera esconderme tras el muro de cristal que era fingir que no había sido para tanto... solo para que no afectara como me había afectado cuando me había sucedido.

Sospechaba que eso era, precisamente, lo que había hecho que arrastrara lo que había pasado durante todos estos años: no querer enfrentarme a ello.

—De todas formas, Mara —siguió ella—, no puedes dejar que algo así marque tu vida. Sé que ahora es difícil, pero algún día encontraremos la forma de superarlo. Entre las dos. Y el primer paso es asumir que tú no tuviste la culpa de lo que sucedió.

No dije nada, mirándome las manos.

—Además, tu problema principal estos años ha sido la hafefobia, ¿no? El miedo a ser tocada.

—Mhm... —murmuré, sin mirarla.

—¿No has intentado mantener contacto físico con otra persona desde entonces? ¿Aunque fuera con un familiar o un amigo?

—Soy capaz de hacerlo un poco con Lisa, o con Grace, la novia de mi padre... el problema es... es cuando se trata de hombres.

Ella asintió, como si se esperara esa respuesta.

—Creo que el segundo paso será aprender unas cuantas técnicas sencillas de relajación. E intentar que establezcas contacto físico con un chico de confianza, aunque sea muy breve.

—No creo que pueda —le aseguré.

—Yo creo que te subestimas a ti misma, Mara. Tómate tu tiempo.

De nuevo, lo dudaba, así que no dije nada.

En cuanto terminé la consulta, volví a casa con los auriculares puestos. Miré el móvil y sonreí un poco al leer el mensaje nuevo.

Aiden: Bueno, al menos ahora me respondes. Las esperanzas vuelven a mí.

Mara: A lo mejor debería dejar de hacerlo otra vez.

Aiden: Yo creo que ya me has torturado bastante, ¿no?

Mara: Nunca es suficiente.

Aiden: Creo que voy a empezar a dedicarte canciones tristes sobre chicos que intentan impresionar a chicas que los ignoran por mensajes para que me entiendas.

Mara: Yo te voy a dedicar la próxima canción que suene en mis auriculares.

Aiden: Estoy cruzando los dedos para que sea romántica y no de odio profundo y visceral contra los boxeadores pervertidos.

Sonreí y esperé a que terminara la canción actual. Tenía mucha curiosidad por saber cuál sería la próxima.

Y empezó a sonar.

Oh, no.

¿Tenía que ser esa? ¿En serio?

Aiden: ¿Y bien?

Me mordí el labio inferior, conteniendo una sonrisa divertida.

Mara: No te hagas ilusiones, solo es una canción.

Aiden: Ya me estoy emocionando y no sé cuál es.

Mara: Be my baby, The Ronettes.

Hubo unos instantes en los que no recibí ningún mensaje y mis nervios empezaron a aumentar, igual que la canción, que no dejaba de sonar por los auriculares animadamente.

So come one and please... be my, be my baby.

My one and only baby...

Vale, eso sería lo único cursi que le diría a alguien en toda mi vida. Y ni siquiera lo estaba diciendo yo directamente.

Entonces, ¿por qué estaba tan nerviosa?

Casi me había dado ya un infarto cuando por fin respondió.

Aiden: Así que quieres que sea tu baby, ¿eh?

Mara: ¡Es solo una canción!

Aiden: A mí me encantaría ser tu one and only baby.

Sonreí como una estúpida y levanté la cabeza al notar que ya llegaba a casa, pero dejé de hacerlo al instante al ver el coche que había aparcado delante de mi portal.

Y, más específicamente, el chico que estaba apoyado en él, ahora escondiendo su móvil.

—Vaya, vaya —Aiden entrecerró los ojos—. Mira a quién tenemos aquí. A doña ley del silencio.

Oh, no. ¡Encima, me había pillado sonriendo como una idiota!

—Hola —dije torpemente.

Su expresión se suavizó.

—Hola.

Hubo un momento de silencio y, como de costumbre cuando me quedaba en silencio con él, noté que una oleada de nervios me recorría el cuerpo entero.

—¿No tienes entrenamiento? —necesitaba hablar de algo, de lo que fuera.

—Ya ha terminado. ¿No tienes trabajo?

—Los sábados y domingos, no.

Y... silencio otra vez.

Nuestros silencios eran más significativos que nuestras conversaciones.

—¿Qué haces aquí? —pregunté finalmente.

—Bueno, no me has mandado a la mierda por mensajes, así que he decidido arriesgarme a venir aquí y que lo hagas en persona.

Se puso de pie y tuve que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo, tragando saliva.

—Y aquí estoy —añadió con una pequeña sonrisa, inclinándose hacia mí—. Preparado para el rechazo.

Bueno, no tenía que prepararse mucho, porque el noventa y nueve por ciento de mi cuerpo —conciencia incluída— me estaba gritando que ni se me ocurriera rechazarlo.

—No voy a rechazarte —dije lentamente—, porque no hay nada que rechazar.

—Fingiré que lo que has dicho después de ese "porque" no ha existido y seré muy feliz.

Sonreí un poco, pero arrepentí de hacerlo cuando él lo tomó como una invitación para inclinarse un poco más hacia mí. Nuestros pechos casi se tocaban. Y lo único que me calmaba era que él tenía las manos metidas en los bolsillos y tenía seguro que no iba a tocarme, pero estaba tan emocionada, asustada y nerviosa como si fuera a hacerlo.

—Bueno —enarcó una ceja—, ¿puedo subir o tengo que seguir congelándome el culo aquí abajo?

—No voy a dejarte subir —dije, a la defensiva.

—¿Por qué no?

—Porque me gusta imaginarte congelándote el culo aquí abajo.

Él empezó a reírse y yo intenté —muy fallidamente— que eso no me afectara.

—¿Es la mejor excusa que se te ha ocurrido? —preguntó, divertido.

—Pues sí —mascullé—. Normalmente soy más ingeniosa, pero me distraes demasiado.

—No sabes lo que me alegra oír eso, Amara.

—Pues no te alegres tanto.

—¿No puedes mandarme directamente a la mierda?

Esa era mi pregunta: ¿por qué no quería hacerlo?

—¿Y dónde estaría la diversión si hiciera eso? —bromeé.

Él sonrió de forma mucho más distinta cuando se inclinó sobre mí.

—Estoy seguro de que esto sería mucho más divertido si me dejaras subir.

Parpadeé, todavía alterada, cuando pasó por mi lado sin previo aviso y fue directo a su coche.

Espera, ¿se iba?

¡Si lo has echado!

¡Pero... no quería que se fuera de verdad!

Y luego me llaman a mí rarita.

Me giré y di un respingo cuando vi que ya había abierto la puerta del piloto y se sentaba tranquilamente en su asiento, pero no pudo cerrarla porque yo la sujeté en el último momento.

Me miró con una sonrisita, como si fuera exactamente lo que esperaba.

—¿Algo que añadir? —preguntó.

—Podrías decir adiós, al menos.

—¿Vas a darme un beso de despedida?

—¡No!

—Pues no me interesa decirte adiós.

Y cerró la puerta con una sonrisita. Torcí el gesto cuando bajó la ventanilla para mirarme mientras colocaba una mano sobre el volante perezosamente.

—Buenas noches, antipática.

Y, justo cuando vi que iba a acelerar, no pude evitarlo.

—¡Espera!

Él se detuvo al instante, como si lo hubiera estado esperando otra vez, y se giró hacia mí.

—¿Sí, Amara?

—Eh... mhm... yo...

Mierda, ya se había detenido, pero... ¿ahora qué?

Bueno, él tampoco ayudaba mucho, porque se limitó a mirarme, recostado en su asiento con una sonrisita de satisfacción.

—Puede que... mhm... el lunes no tenga nada que hacer después del trabajo —dije finalmente.

No me podía creer que acabara de decir eso. ¿Estaba insinuando que quería verlo? ¿Desde cuándo quería ver a alguien?

Justo cuando pensé que iba a proponerme algo, se limitó a sonreírme maliciosamente.

—Ah, muy bien.

Vale, no iba a ponérmelo fácil, el capullo.

—Pues eso —mascullé.

—Gracias por informarme, Amara.

Capullo.

—De nada.

Capullo pervertido.

—Nos vemos, entonces.

—¿El lunes?

—El lunes —confirmó, sonriéndome—. ¿A qué hora terminas de trabajar?

—A las seis.

—Mira qué casualidad. ¡Yo termino de entrenar a las cinco! El universo nos está diciendo algo.

—No, tú terminas a las seis y media —le recordé—. Tu entrenador lo dejó bastante claro.

—Bueno, si me voy corriendo, puedo terminar a la hora que quiera.

Empecé a reírme y él se quedó mirándome con media sonrisita.

—Vendré a buscarte ahí —dijo finalmente, justo antes de empezar a subir la ventanilla—. Y me ha encantado la canción, por cierto. Creo que voy a escucharla en bucle hasta que me la sepa de memoria.

***

Cuando me dijo que iba a esperarme en mi trabajo... no esperaba que se refiriera a estar literalmente en el local.

Es decir... ¡se había sentado con Lisa en la mesa que ella solía ocupar!

¿En qué momento le había dicho yo "entra y siéntate"?

Cuando lo vi aparecer por la entrada, casi me dio un infarto. De hecho, tuve la maravillosa idea de soltar la bandeja —menos mal, vacía— que tenía en las manos y recogerla a toda velocidad, enfadada conmigo misma mientras él me sonreía e iba directo a sentarse con su hermana.

Ahora los miraba con rencor desde la barra, acompañada de Johnny que se había asomado solo para cotillear.

A esos dos ya les había llevado sus cafés, así que podía olvidarme un rato de ellos. Bueno, realmente no podía. Cada vez que me despistaba un poco, me encontraba a mí misma echando ojeadas a su mesa.

Y lo peor es que, cada vez que miraba, Aiden giraba la cabeza hacia mí automáticamente, como si pudiera notarlo, y me dedicaba media sonrisita.

—Lo odio —mascullé cuando él se echó a reír y vi un grupo de chicas echándole miraditas desde otra mesa.

Johnny empezó a reírse.

—Ya te gustaría.

—Mhm... —mascullé—. Seguro que se me caen más bandejas por su culpa.

—No te lo recomiendo si no quieres que nuestra jefa se cabree.

—Sé que tú se lo contarías.

—Claro que no, pero... yo no estaría tan seguro de los otros camareros.

Los miré de reojo. Hoy había entrado uno nuevo. Se llamaba Alan, tenía cuarenta años, acababa de divorciarse, acababan de despedirlo de su anterior trabajo y se paseaba con cara de amargura por la cafetería, espantando a los clientes.

Realmente había sentido un poco de lástima por él hasta el momento en que había intentado presentarme y, al decirle mi nombre, se había limitado a poner los ojos en blanco y preguntar por qué la persona que iba a enseñarle cómo funcionaba esto tenía doce años.

¡Tenía veinte años, maldita sea!

—Alan —suspiré por enésima vez cuando vi que preparaba el café erróneo—. Tienes que usar la otra máquina.

—Pero me gusta más esta —protestó con su voz arrastrada y falta de vitalidad.

—Ya, pero es que no puedes hacer el café que te han pedido con esa.

—¿Y eso por qué? ¿Porque lo dices tú?

Hice un ademán de tirarle la libreta a la cara, o al menos lo intenté, porque Johnny me sujetó el brazo al instante y sonrió a Alan.

—La jefa quiere que lo hagamos así —le explicó.

—Ah.

Y se puso a hacerlo bien.

¿Por qué demonios solo le hacía caso a Johnny?

¡Había estado haciéndome lo mismo todo el día! ¡Iba a matar a alguien!

Cuando tuve que ir a la mesa que había al lado de Lisa y Aiden, estaba de mal humor. De muy mal humor. Y peor me puse cuando Lisa me hizo un gesto para que me detuviera a su lado.

—No me habías dicho que hoy teníais una cita —canturreó muy felizmente.

Dediqué una mirada afilada a Aiden, que sonrió.

—Y no la tenemos —murmuré.

—¿Siempre es así de ciega con la realidad? —le preguntó él a Lisa, curioso.

—Yo no soy...

—Un poco —me provocó Lisa, divertida.

Esta vez, la mirada afilada fue para los dos.

—¿Os traigo la cuenta para que podáis marcharos ya? —sugerí, poniendo las manos en las caderas.

Aiden me sonrió maliciosamente.

—No te vas a llevar muchas propinas con esa actitud, Amara.

—Cállate —mascullé, y recogí su taza vacía con un poco más de fuerza de la necesaria—. Ni siquiera eres tan gracioso, no sé por qué sonríes tanto.

Y, claro, él sonrió aún más.

Ugh.

En el fondo te gusta, yo lo sé.

¡Y tú también cállate!

Dejé la taza en la cocina con la suficiente fuerza como para que tanto Johnny como Alan me miraran con sorpresa.

—¡¿Qué?! —espeté.

Ambos dieron un respingo y se centraron en sus cosas rápidamente.

Casi me entraron ganas de empezar a golpear paredes cuando vi que la puerta se abría y entraban dos tipos... que fueron directos a una de mis mesas.

—¿Por qué no le enseñas a Alan cómo encargarse de un cliente? —me sugirió Johnny.

Dediqué una mirada de advertencia a Alan, que cerró la boca enseguida. La había abierto solo para protestar, estaba segura.

—Observa —agarré mi libreta, enarcando una ceja— y aprende de tu maestra.

Johnny me vitoreó por el camino mientras Alan suspiraba y miraba la hora.

Me acerqué a la mesa nueva. Eran un tipo de unos veintipocos años y otro que parecía un poco mayor que él. El primero parecía que se estaba durmiendo sobre un puño y el segundo leía la carta como si fuera a descubrir el mayor secreto de su vida en ella.

Oh, ¿por qué los raritos siempre eran para mí?

—Bienvenidos —les dije, abriendo la libreta—, ¿ya saben lo que van a pedir o necesitan más tiempo?

El chico medio muerto levantó la cabeza de golpe y esperó a que su amigo dijera algo, pero al ver que no lo hacía le quitó la carta y me la devolvió, suspirando.

—¿Qué nos recomiendas?

Oh, conocía ese tono de voz. Y esas ojeras. Y esa pinta de no haberse cambiado de ropa en muchas horas. Alguien se lo había pasado bien anoche.

—Casi todo el mundo que viene a comer se pide una hamburguesa —me encogí de hombros.

Ay, ahora quería una hamburguesa de Johnny. Tenía hambre.

—Pues... eso mismo para los dos. Y agua, por favor. Mucha agua. Te lo suplico.

Tuve que intentar ocultar una sonrisa divertida sin mucho éxito cuando recogí la otra carta y volví a la barra, donde enarqué una ceja a Alan.

—¿Lo ves? No hace falta que todos los clientes sepan lo de tu divorcio, Alan. No se lo cuentes.

—Yo creo que sí les interesa.

—Oye, encanto —me interrumpió Johnny, mirando por encima de mi hombro—, creo que a tu novio no le ha hecho mucha gracia el nuevo cliente.

Eché una ojeada a Aiden, que miraba con los ojos entrecerrados a mis nuevos clientes. Y creo que fue porque ellos dos hablaban en voz baja y no dejaban de señalarme. ¿Qué demonios les pasaba?

—Pues que se joda —concluí, sacando el agua de la nevera.

—Esa es la actitud —Johnny asintió, orgulloso.

Alan solo suspiró.

—Mi mujer solía tener esa actitud. Hasta que me conoció y su vitalidad desapareció.

Negué con la cabeza y volví a la mesa nueva, dejando el agua en medio y sintiéndome un poco incómoda cuando noté que los dos se quedaban en un silencio demasiado obvio como para que fuera casual.

Justo cuando me daba la vuelta para irme, el de la resaca se aclaró la garganta ruidosamente.

—¡Espera!

Miré inconscientemente a Aiden antes de darme la vuelta. Él no parecía muy conforme con la situación.

De hecho, tenía el ceño fruncido y estaba completamente girado hacia nosotros.

Nada de sonrisitas.

Bueno, bueno, bueno... ¿acaso el creído se estaba poniendo celoso?

Me di la vuelta, divertida, y sentí que una sonrisita perversa luchaba por no escapar de mis labios.

—¿Sí? —pregunté.

En realidad, seguro que solo quería algo más, como todos los otros clientes. Aiden era un paranoi...

—¿Cómo te llamas?

Me quedé mirándolo, en blanco.

¿Qué decías de Aiden?

Silencio.

Vi que su amigo enrojecía violentamente y me removí, incómoda, mirándolo a él.

—Amara.

—Ooooh, ese es un nombre muy bonito.

Juro que podía sentir la mirada afilada de Aiden clavada en la nuca cuando decidí ser mala... y dedicarle una sonrisita al chico.

Que se jodiera Aiden, ¡siempre era yo la nerviosa, ya era hora de que fuera al revés!

—Gracias —dije—, ¿algo más?

—En realidad, sí, Amara, verás...

—Eh... prefiero Mara. Solo un pesado me llama Amara.

Mierda. Lo había dicho sin pensar. ¡Y se suponía que iba a hacer como si Aiden no existiera!

Vale, eso era complicado. No podía obviar su existencia. Era imposible. Y más sintiendo su mirada en la nuca.

—Mara —corrigió al instante—, verás, nos preguntábamos si tienes pareja.

Mi primer impulso fue decir que no, pero...

¿Qué demonios? Aiden nunca iba a saberlo.

—No está muy claro —le dije con toda mi sinceridad.

Es decir, claro que no éramos pareja. Y dudaba que llegáramos a serlo alguna vez. Pero... está claro que algo había.

—Bueno... —él me sonrió, inclinándose sobre la mesa—, si no la tienes... podrías darle tu número a mi amigo, ¿no crees? Es una buena persona. Y un excelente conductor. Nunca tendrás sitios a los que no ir.

Su pobre amigo casi se había fundido de lo rojo que estaba.

La verdad es que algunas veces pasaba eso de que alguien me entrara de esa forma trabajando, aunque normalmente lo hacía directamente la persona que quería mi número, no su amigo.

La cosa es... que con ninguno de ellos sentía lo que sentía sabiendo que Aiden estaba a unos metros detrás de mí.

Además, claro que no iba a darle mi número a un desconocido. ¿Y si era un loco o algo así?

Bueno, yo era un poco loca, pero vamos... que no.

—Bueno —insistió al ver que no respondía, sonriéndome de forma encantadora—, ¿nos das tu número, Mara?

Dios, estaba tan pendiente de Aiden que me dio igual que ese chico, que era guapísimo, me sonriera.

En serio, me dio igual.

Solo quería mirar por encima del hombro y verle la cara a ese capullo pervertido.

—Sinceramente —murmuré, divertida—, no creo que pueda.

—¿Por qué no? ¿No te gusta Dimitri?

—Parece muy simpático, pero creo que a mi amigo, el del fondo, el que os está matando a los dos con la mirada ahora mismo... no le gustará mucho que le dé mi número.

Ambos se quedaron mirando la mesa de Aiden al instante, y la sonrisa del que había estado hablando se sustituyó dramáticamente por una mueca de espanto.

—Ah —murmuró, como volviendo a la realidad—, bueno, en ese caso, ejem... ¿por qué no le invitas a un café de nuestra parte? El café de la amistad. Y recuérdale que las amistades son pacíficas, ¿eh?

Sonreí, divertida.

—Claro. Un placer, chicos.

Volví a la barra con una pequeña sonrisa orgullosa que hizo que Johnny sacudiera la cabeza, divertido.

Desearía poder decir que vi la cara que tenía Aiden después de eso, pero la verdad es que tuve que meterme en la cocina porque llegó el tipo que nos traía los refrescos y no me quedó más remedio que ir a pagarle y colocar las cosas en el almacén. Para cuando terminé, ya había terminado mi turno.

Me despedí de Johnny con una sonrisa, aunque él estaba tan ocupado con la parrilla que ni se dio cuenta.

Cuando salí del local también tenía una sonrisa, pero se borró cuando vi que Aiden me esperaba de brazos cruzados junto a su coche.

Bueno, hora de ver cuánta gracia le había hecho la broma, je, je...

Me detuve delante de él y sonreí como un angelito, cosa poco común en mí que hizo que él enarcara una ceja.

—Hola de nuevo —murmuré, algo nerviosa.

—Sí, hola —enarcó más la ceja.

—Ejem... ¿nos vamos?

—En realidad, no puedo.

Lo miré, sorprendida. ¿En serio se había enfadado tanto como para...?

Dejé de pensar eso en cuanto vi que la pantalla de su móvil se iluminaba y aparecía el nombre de su entrenador. Por su cara, deduje que no era la primera vez que llamaba.

—¿Se ha enfadado mucho contigo? —pregunté con una mueca.

—No lo sé, todavía no he respondido.

Hizo una pausa, entrecerrando los ojos.

—He aprendido eso de ti. Lo de la ley del silencio.

No sé cómo, pero conseguí no ruborizarme. ¿Qué demonios me pasaba últimamente con ruborizarme todo el tiempo?

—Ah —me limité a decir, porque me salió nada más ingenioso.

—¿Quieres que te lleve a casa?

—¿No tienes que ir a...?

—Puede esperar diez minutos más, ya está furioso.

Así que terminé en su coche otra vez, en silencio —también otra vez— mientras agradecía internamente la calefacción que había puesto nada más entrar.

Y yo no pude aguantarlo más tiempo.

—¿Estás enfadado conmigo por lo de esos dos clientes?

Él levantó las cejas, sorprendido, y me echó una ojeada.

—Pues no.

—¿Y por qué estás tan callado?

—Estaba pensando.

—Ya.

Sonrió al escuchar esa palabra, pero no hizo ningún comentario al respecto.

—Tampoco tengo motivos para enfadarme —dijo, sin embargo.

—Ahí dentro no parecías muy contento.

—Y no lo estaba —me puso mala cara—. ¿Por qué a dos desconocidos les sonríes todo el rato y a mí, que he aguantado tu ley del silencio durante una semana entera, solo me pones mala cara?

—Oooooh, no me digas que estás celoso.

—¡No es celoso, es justo! Yo me he ganado esas sonrisas, ellos no.

Sonreí, divertida, en contra de mi voluntad.

Esa era a diferencia; con los demás forzaba las sonrisas, y con él intentaba contenerlas.

—No soy demasiado risueña —le aseguré.

—Eso ya lo veremos.

Cuando detuvo el coche delante de mi edificio, admito que tenía ganas de quedarme un rato más con él, pero me limité a quitarme el cinturón y mirarlo de reojo.

—Bueno, gracias por...

—¿Tienes algo que hacer mañana después del trabajo?

Lo miré con cierta suspicacia.

—Seguramente —mentí.

Claro que no tenía nada que hacer. Mi vida social daba asco.

—Ya —sonrió.

—¿Por qué?

—Curiosidad.

—No, dímelo.

—Si taaaan ocupada estás, a lo mejor no vale la pena decírtelo.

Le puse mala cara.

—Vale, estoy libre, ¿qué quieres?

—Ajá, música para mis oídos.

—¡Aiden!

—¿Quieres venir a verme a un combate?

No sé por qué, pero no me esperaba eso.

Me quedé en blanco un momento, mirándolo, y él pareció contener una sonrisa divertida.

—Tranquila, tú no tienes que golpear a nadie —me aseguró—. De eso me encargo yo.

—Yo... pero... eh... ¿Lisa irá?

—Sí. Me ha dicho que invitaría a alguien más, pero no sé quién es.

Oh, mierda, era Holt. Iba a presentárselo a Aiden.

Y, conociendo a Holt... iba a ser muuuy interesante.

Eso no podía perdérmelo.

—No es muy emocionante —añadió—. Rob quiere que acumule unas cuantas victorias antes de empezar la liga. Por el tema de los patrocinadores y todo eso.

Sinceramente, no tenía ni idea de qué me hablaba, así que solo asentí con la cabeza.

—Vale —dije finalmente.

Su expresión fue de sorpresa absoluta.

—¿Vale? ¿Y ya está? ¿Sin condiciones ni quejas?

—Si quieres, empiezo a quejarme.

—Mejor no —sonrió—. Ahora, debería irme antes de que quiera quedarme toda la noche.

Esa última frase hizo que tardara unos segundos de más en reaccionar y abrir la puerta del coche.

—Hasta mañana, Amara.

—Hasta mañana —dije con un hilo de voz.

Y, tras una última sonrisa de su parte, salí del coche.

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