Tercer Contacto

La enfermería del ingenio tenía todos los olores propios de un lugar de esas características: desinfectante y antiséptico. Inclusive tenía el doble de instrumental y medicamentos que la precaria estación sanitaria de Rincón Quemado. Pero la personalidad del enfermero Vélez, se dejaba notar por cada rincón; las flores, los aceites perfumados, los retratos de los sobrinos y sobrinas, y algunos obsequios de los trabajadores. Todo invitaba a la relajación. Más que una enfermería parecía la antesala de un spa.

La oficial mayor Sofía Bonelli se encontraba sentada en la inmaculada camilla, y un ligero sentimiento de culpa la embargaba porque su uniforme inmundo de barro estaba manchando toda esa pulcritud. El enfermero Vélez regresó de la habitación contigua, vestía de blanco impoluto de pies a cabeza. Tenía un paso elegante y suave, debía tener alrededor de sesenta años pero la vitalidad de un hombre veinte años menor. Con una sonrisa honesta le extendió una toalla y dejó sobre una mesa un mameluco de trabajo limpio, color azul.

—Oficial. Puede pasar al baño y asearse —Invitó con una voz suave y educada en extremo.

—Gracias, enfermero. Pero no es necesario. Tengo mucho trabajo que hacer —respondió la policía, que ya estaba recuperándose del shock.

—Para nada, Oficial. Son órdenes del jefe Esquina —contestó el enfermero, con la certeza de alguien que acata órdenes a rajatabla—. Luego él la espera en la cafetería de la empresa para que revisen los datos del accidente de hace unas horas —Y antes que Sofía pudiera responder algo coherente, Vélez salió de la enfermería dando por finalizada la conversación.

La oficial Bonelli suspiró con cansancio. Todavía le dolían las piernas, los brazos y los dedos de las manos. Un baño caliente y un cambio de ropa le parecieron irresistibles. Así que lo hizo, y durante todo el tiempo, mientras el agua caliente arrancaba las capas de barro seco, pensó en lo ocurrido. Pero a cada minuto se le hacía más difícil recordar, era como si los recuerdos fueran difuminándose en la nada misma. Nunca había sufrido de pérdida de memoria como aquella, era extraño.

Al cabo de quince reparadores minutos de aseo y ya con ropa limpia, se encontraba casi como nueva. Salió de la enfermería y emprendió el camino hacia la cafetería de la empresa. Tenía que hablar urgentemente con el tal Esquina, pero ya no recordaba exactamente de qué.


Enrique Estévez observó con ojo de cazador entrenado —o así lo creía él— a las dos mujeres sentadas a la mesa. No podían ser más distintas y al mismo tiempo igual de atractivas. O tal vez, el atractivo radicaba en que ninguna de las dos caía por sus encantos. La ingeniera rondaba los treinta, delgada pero con formas, cabello castaño claro que llevaba atado como si le molestara; había algo masculino en sus maneras pero no demasiado. La tez blanca enrojecida por el sol hacía resaltar unos ojos almendrados que eran su mejor rasgo, en conjunto con una nariz puntiaguda y delicada salpicada de pecas. Si se combinaba todo eso con su escaso metro cincuenta de estatura, daba la impresión de una muñeca de porcelana con muy mal carácter.

La policía por otra parte, promediaba la veintena, era más alta y curvilínea que la ingeniera; su cabello era negro como ala de cuervo, bien recogido y con una prolijidad que hasta insinuaba coquetería. También tenía unos ojos notables de color verde que resaltaban por contraste con su piel casi aceitunada; irradiaba una fuerza contenida propia de las mujeres jóvenes y de acción.

Estévez se relamió mentalmente al contemplarlas con detenimiento, mientras movía con suavidad la cucharilla en su pocillo de café. Notó que una mirada se clavaba en la parte izquierda de su cara. Giró la cabeza y se encontró con la mirada reprobadora de Cacho Esquina, era como si le estuviera leyendo la mente.

«Este cochino viejo, tiene un pelo más que el diablo», pensó Estévez.

Dejó de mover la cucharilla y bebió el café de un solo sorbo. La charla era bastante aburrida para los estándares de diversión y trabajo del jefe de la brigada.

—Repasemos, señor Esquina —dijo la oficial Bonelli, mientras llevaba anotaciones en un cuaderno que le habían prestado en la empresa—. Aproximadamente entre las 2:30 y 2:50 de la mañana, el guardia de la garita es avisado por otro camionero, que uno de los camiones había volcado en un cruce de caminos.

—Es solo una estimación la hora, no sabemos con precisión. Pero con los datos disponibles, es correcto —respondió Cacho, muy asertivo.

—El guardia dio aviso a la Brigada de Emergencias, y luego a usted —prosiguió la policía.

—Efectivamente —contestó Cachó.

—Yo llamé a la policía y a los bomberos de Rincón Quemado —acotó Estévez con su voz meliflua tratando de ser profesional—. Creo que hablé con usted, agente —prosiguió, no pudiendo contener lo que él creía su encanto natural.

—Soy oficial mayor, no agente —corrigió la policía, visiblemente molesta por haber sido degradada por el hombre más hermosamente desagradable que había conocido en su vida—. Prosigamos. Una vez realizadas las comunicaciones de rigor, la brigada de emergencias procedió al lugar del siniestro, luego llegó mantenimiento, y finalmente el señor Esquina ¿Correcto? —Preguntó Sofía, y los otros tres acompañantes asintieron casi al unísono con la cabeza—. No comprendo que hacía mantenimiento en el lugar —acotó la policía con suspicacia. Juan Esquina sonrió complacido, esa policía quería un misterio.

—Es fácil. Desde que tuvimos algunos accidentes los meses anteriores, en circunstancias lamentablemente similares, modifiqué los procedimientos de emergencias. Ahora tiene que ir alguien de Mantenimiento para hacer una verificación in situ y descartar cualquier manipulación o sabotaje —explicó Esquina. La policía quedó sorprendida al escuchar la palabra mágica.

—¿Cree que hay una posibilidad de sabotaje? —preguntó casi entusiasmada y conteniendo de forma muy profesional la adrenalina que la invadía.

—No hay evidencia de sabotaje alguno —respondió cortante la ingeniera, que hasta el momento casi no había hablado—. En ninguno de los tres accidentes —Laura García masticaba las palabras. Estaba cansada, fastidiada con Esquina, le repelía Estévez, y la policía novata que quería ser incisiva era la gota que le rebalsaba el vaso.

—¿Está segura, ingeniera? —repreguntó la policía.

—Si no estuviera segura, quemo mi diploma y me vuelvo a mi casa —replicó con brusquedad y bastante de soberbia la mayor de las mujeres. A Sofía le cayó mal la actitud de la otra, pero su entrenamiento y don de gentes le hizo reflexionar: esa muestra de fastidio es porque la mujer estaba segura de lo que decía, independientemente de sus malos modos. Mientras tanto, Esquina tenía una media sonrisa divertida en su boca nada llamativa, de esa cara por demás corriente.

—¿Le divierte algo, señor Esquina? —preguntó con hostilidad la policía. El hombre no borró su media sonrisa, simplemente la miró con esos extraños pequeños ojos que parecían traspasarla, era una sensación muy incómoda para Sofía.

—No hay necesidad de esto, oficial Bonelli —contestó Esquina, muy tranquilo—. Todo lo que acabamos de relatar, está en el informe que se remitirá al seguro de la empresa, y por supuesto a las autoridades competentes.

—¿Y para qué quería reunirse conmigo, entonces? —preguntó fastidiada la policía. Estévez y Laura de repente recuperaron la atención en la conversación. Esquina tomó un sorbo de su café, estaba casi frío pero él tomaba así, con una parsimonia digna de un monje tibetano.

—Según lo que balbuceó anoche, cuando la encontré en el camino, dijo que un camión de grandes dimensiones pasó por su lado y casi la derriba —argumentó Cacho Esquina, mirándola de esa forma tan extraña que tenía. Hasta Laura sintió escalofríos.

—No. Yo me hice a un costado cuando lo vi venir, vi sus faros acercarse a toda velocidad. Me salpicó con barro, casi completamente —respondió la policía, casi compelida a hacerlo.

—Pero..., no hay registro de camiones que hubieran salido de la empresa desde el momento del accidente, y hasta el amanecer —agregó Laura, notando hacia donde iban las preguntas del jefe de seguridad. Sofía también se percató de lo mismo al escuchar las palabras de la ingeniera.

—¿Qué pasó después, oficial Bonelli? —Insistió Cacho, sin dejar de mirarla y sonreír sin gracia alguna.

—Creo..., que... —balbuceó Sofía, pero no encontraba la forma de acceder a esos recuerdos; estaban ahí pero no podía articularlos de forma coherente—, de alguna forma usted me encontró. Debo haberme golpeado la cabeza, porque no recuerdo absolutamente nada.

—Probablemente así fue —dijo Cacho, y luego mirando a Estévez—. Quiero que recorras el camino, seguramente vas a encontrar la bicicleta en que se movilizaba la oficial Bonelli, me imagino que tiene que devolverla —acotó Esquina.

Estévez al ver que la orden insinuaba inmediatez, se levantó, saludó a las damas presentes con su habitual melosidad y salió raudo de la cafetería.

—¿Cómo sabe que tengo que devolverla? —preguntó sorprendida la policía, ese hombrecito era muy perspicaz.

—Fácil. Una oficial de policía difícilmente se aventure en bicicleta, de noche, por un camino que no conoce. Usted no es del pueblo. Sus modales son de ciudad. Sus borceguíes son de los más caros del mercado, el arma que utiliza es la mejor y más exclusiva que permite la Fuerza; y su perfume es tan importado, que dudo que le alcance medio año de salarios de policía para comprarlo —respondió Esquina, sin levantar la vista de su vacío pocillo de café. Las dos mujeres quedaron mudas. Laura, disimuladamente, se olió la ropa y el pelo. Si bien fue un movimiento reflejo de coquetería femenina, le trajo a la memoria el vago olor a sangre del accidente. Había algo sobre lo que no se hablaba, y no podía recordar qué era.

—¿Y qué hay del cuerpo del chofer del camión? —preguntó un poco confundida Laura. Esquina levantó la mirada, con alarma en los ojos. La oficial Bonelli recién en ese momento se percató que nadie había hablado del muerto en la sala. Extraño, de verdad, ella era una policía entrenada. Lo había olvidado por completo.

—¿Qué pasó con el cuerpo? —preguntó la policía, de repente se dio cuenta que solamente sabía que el chofer había muerto en el accidente.

—Se rompió la cara y la cabeza contra el volante y el parabrisas. Lo usual en estos accidentes —respondió tajante Esquina, y atravesó con la mirada a Laura. Esta vez, Sofía sintió los escalofríos. Algo andaba mal.

—Quisiera ver el cuerpo del occiso —dijo la policía, y no era una sugerencia, Cacho Esquina lo sabía. Por un momento, Sofía creyó ver que el jefe de seguridad masticaba palabras por lo bajo. Haciendo un poco de lectura, el lenguaje corporal de Esquina indicaba: furia, o fastidio, no. Sofía releyó las señales y determinó que era desesperación o miedo.


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