Segundo Contacto
La oficial mayor Sofía Bonelli estaba de mal humor. El oficial principal a cargo del destacamento estaba de nuevo borracho y con un par de mujeres locales en una de las celdas desocupadas. El jolgorio de música y risas llegaba hasta la avenida principal de Rincón Quemado, que era de tierra. Para colmo de males, los restantes seis agentes se habían unido a la fiesta, cinco hombres y una mujer.
—Me cago en mi suerte —masculló Sofía, mientras caminaba hacia la puerta, con los brazos cruzados a la espalda.
El pueblo de Rincón Quemado era un caserío de cuarenta manzanas perdido en un valle subtropical del norte argentino, su única razón de existencia era el Ingenio Azucarero San Patricio, que estaba a unos diez kilómetros de distancia. Casi el noventa por ciento de la actividad económica del pueblo dependía del ingenio, y el otro diez por ciento eran empleados del Estado. Como la oficial mayor Sofía Bonelli, primera en su clase en la academia de oficiales, también la rebelde de una familia acomodada de la capital, una idealista ridícula y con demasiadas películas de Mel Gibson en su haber. Una vez más, maldijo al cine de Hollywood por meterle esas ideas en la cabeza, aunque sabía que eran meras excusas para los verdaderos motivos. En ese momento podría haber estado en París, o Roma, o cualquier otro lado, menos en el cochino Rincón Quemado. De nuevo se maldijo por haber denunciado al comisario inspector Lamas, cuando lo descubrió recibiendo un cuantioso soborno para mirar hacia otro lado con un narcotraficante.
—¡Pero no! ¡Ella tenía que hablar! —Se recriminó en voz alta—. ¡La puta heroína de televisión! ¡En qué cabeza cabe! —Pateó el piso de sucios mosaicos con los borceguíes, que por cierto le hacían doler y ya habían arruinado sus otrora hermosos pies—. Y ahora me tengo que morir de calor en este lugar en el divino culo del mundo.
El remolino de polvo que se levantó al patear el piso, se unió caóticamente con el resto de la avenida, que aún estaba húmeda por la lluvia de todo el día anterior. El pueblo estaba silente, como todas las noches, solo se escuchaban los ocasionales ladridos de perros, el chirriar de los grillos y por supuesto, el jolgorio de su superior y subordinados. Desde la puerta del destacamento policial, levantó los ojos al cielo implorando un cambio. Nada. Suspiró con abatimiento y regresó adentro. De repente, algo retumbó en la pequeña sala de recepción, un sonido extraño que repiqueteaba insistente, Sofía casi corrió hacia el teléfono de la comisaría.
—Policía de Rincón Quemado —respondió al levantar el pulido tubo negro, una antigüedad arcaica que llamaban teléfono en esos lugares.
—Buenas noches, habla Enrique Estévez, de la Brigada de Emergencias del Ingenio San Patricio —contestó una voz masculina y meliflua desde el otro lado—. ¿Con quién tengo el gusto de hablar? —preguntó el hombre y a Sofía le pareció que la voz era aún más melosa que al principio.
—Oficial mayor Bonelli —replicó, cortante, ya sabía quién era el sujeto—, ¿en qué podemos asistirlo?
—Acabamos de tener un accidente con un camión en los caminos orientales del cañaveral, precisaríamos su asistencia y la de los bomberos voluntarios para auxiliar al conductor —dijo Estévez, ya de una forma más profesional, porque también sabía quién estaba del otro lado. La policía amarga que nunca le aceptaba las invitaciones.
—Ya comunico a mi superior y... —comenzó a decir Sofía, pero escuchó a sus colegas cantar a los gritos; se lo pensó mejor y contestó—, ya voy en camino —luego cortó la comunicación de manera nada ceremoniosa.
Buscó las llaves del único patrullero del destacamento por toda la oficina de su jefe y no la encontró. Dedujo que el maldito borracho la tendría encima. Pensó en ir a pedirla, pero imaginar entrar en esas celdas, donde el vicio daba rienda suelta a sus más bajos placeres, le revolvió el estómago. Se ajustó el cinturón con su pistola automática reglamentaria, tomó una de las bicicletas de los otros policías —que eran habitantes del pueblo—, y partió pedaleando con dificultad entre el barro de la avenida principal. Eran las tres de la madrugada, y los perros habían dejado de ladrar.
Peláez se acercó con una sonrisa forzada y la pava eléctrica echando volutas de vapor por el pico. Laura levantó ligeramente el vaso térmico con café en polvo, que el agua convirtió rápidamente en el brebaje oscuro y aromático que todos amaban en las madrugadas, aunque hiciera un calor de los mil infiernos. Cacho sonrió a Peláez y le sacó la pava de las manos antes que tratara de servirle, prefería hacerlo él mismo. Estaban los tres en la garita del guardia esperando a que llegase la policía. El pequeño ventilador de techo no alcanzaba a sacar los vapores húmedos, y el café caliente no sumaba mucho al efecto refrescante pero, ayudaba a calmar un poco los nervios. Laura observó la frialdad de Cacho Esquina, parecía tan calmo en esa situación horrible. Lo miró más detenidamente, tenía varias cicatrices en los dedos de las manos, y para desagrado de Laura, evidentemente se comía las uñas. La boca generosa y algo carnosa sonreía sin mostrar los dientes, pero no era una sonrisa divertida, sino una social o de compromiso. Y los pequeños ojos, algo rasgados a decir verdad, parecían vacíos..., no, turbados era la palabra. Cuando Cacho la miraba, Laura sentía que la atravesaba. Fijaba esos ojos nada especiales en ella y no desviaba la vista por ningún motivo. Era ciertamente inquietante la forma de mirar de ese hombre, aunque la ingeniera no podía discernir el motivo. Tomó un sorbo del café, luego de agregar azúcar San Patricio. Estaba horrible e hizo un gesto de desagrado.
—¿Fuerte, ingeniera? —preguntó, solícito, Peláez.
—Demasiado caliente para mi gusto, gracias —Reaccionó rápido Laura, para no desestimar la gentileza de ese hombre amable y servicial. Después de todo, no podía pretender demasiado en esas circunstancias. Cacho sonrió al ver su reacción, esta vez parecía sinceramente divertido. Después bajó la mirada y se concentró en su propio vaso térmico. Peláez salió de la garita para fumar y los dejó solos.
—Buenos reflejos —dijo Cacho, dando un corto sorbo al vaso sin inmutarse, excepto una breve mueca indescifrable.
—No soy así habitualmente —Se excusó Laura, la verdad estaba incómoda por las reacciones incontroladas que le venían sucediendo, era extraño—. Creo que la situación me ha superado.
—A cualquiera le pasaría lo mismo. No se culpe —La tranquilizó Cacho.
—Puede ser. Sin embargo, lo noto a usted muy tranquilo —Indicó Laura. Cacho Esquina, fiel a su personalidad, solo se encogió de hombros con su media sonrisa. Tomó otro sorbo del enigmático café.
—Gajes del oficio..., supongo —aclaró casi por compromiso. Pero a Laura no le terminaba de convencer lo que estaba diciendo su interlocutor.
—¿Gajes del oficio o..., ya había visto algo así antes? —indagó. Era un poco un tiro a ciegas y otro poco, intuición femenina. Cacho la siguió mirando como si la atravesase, con su media sonrisa, que no era sorna ni desprecio, era nada.
—Digamos que..., no es mi primer baile con la muerte —Se excusó Cacho, y apuró el vaso con café hasta terminarlo. Luego se levantó con una agilidad inusitada para su cuerpo ligeramente robusto—. Voy a fumar afuera, si no le molesta —agregó con la misma cortesía apática que había mostrado en todo momento desde que encontraron el cuerpo. Laura terminó su vaso como pudo.
—Lo acompaño —respondió casi por reflejo, no entendía bien por qué. Notó que a Cacho le incomodaba de alguna forma, pero no dijo ni una palabra al respecto.
Peláez terminó de fumar y ya regresaba a la garita de guardia cuando vio salir a sus dos visitantes en dirección opuesta, los saludó con una ligera inclinación de cabeza y prosiguió su camino. Cacho se dirigió al lugar designado para fumar, que era un banco largo para tres o cuatro personas bajo un farol; en cada extremo de la banca habían atado botellas plásticas con agua hasta la mitad, las dos estaban repletas de colillas de cigarrillos. Esquina se sentó casi en el centro, y Laura a medio metro de él. Cacho sacó dos cigarrillos del bolsillo de su camisa, le ofreció uno a su compañera, que aceptó con cierta reticencia porque estaba todo arrugado. Ambos los encendieron y dieron un par de bocanadas antes de decir palabra.
—¿Y cómo sigue esto? —preguntó Laura, después de exhalar una voluta de humo con cierta culpable satisfacción. Hacía seis meses que no probaba uno y estaba mal que hubiera reincidido, pero se mintió que las circunstancias lo justificaban.
—Esperamos —respondió Cacho, alzándose de hombros—, veremos qué puede decirnos la policía cuando llegue. Y después, poco más podemos hacer —Acto seguido sacó su teléfono del bolsillo del pantalón y envió un corto mensaje entre la telaraña que era la pantalla.
—¿No es momento de cambiar de aparato? —preguntó Laura al ver el dispositivo de Esquina. El hombre sonrió divertido.
—¿Para qué? Todavía funciona —respondió, y a Laura se le pasó por la cabeza que ese hombre era muy cabeza dura o muy avaro, o una combinación de las dos cosas.
—Si usted lo dice —agregó Laura, encogiéndose de hombros. Por momentos, le caía realmente mal.
Había algo que se prendía y se apagaba en Cacho, que a Laura le molestaba sobremanera. Algunos instantes después, el aparato destruido de Esquina comenzó a vibrar como si fuera a romperse. El hombre se levantó y caminó cinco pasos alejándose. Comenzó a hablar en voz baja y la ingeniera, muy a su pesar, prestó toda la atención que pudo. Le causaba curiosidad.
—Sí..., tres..., el último peor..., casi obvio..., ajá..., me duele todo..., sí..., no..., tal vez..., te espero entonces —Fue toda la conversación de Cacho, y cortó. Dio media vuelta y regresó a la banca a fumar.
Al ver que Laura trataba de disimular que había estado escuchando, sonrió con esa media mueca que era nada.
—Un amigo —aclaró.
La ingeniera estaba por preguntar algo más cuando el silencio de la noche se rompió, violentamente, dos veces. Estampidos muy fuertes. Cuando menos se dio cuenta, Cacho ya la había derribado, también colocó la banca como barricada improvisada en la dirección de donde provenían los sonidos: el camino de acceso al cañaveral.
—¡Disparos! ¡Disparos! —gritó Peláez desde el piso, en la puerta de la garita.
—¡Ya sé, hombre!, ¡quédese acostado hasta que yo le diga! —ordenó Cacho, y luego dirigió una mirada a Laura que decía «usted también». La ingeniera asintió tácitamente, sin salir del asombro por la rapidez conque había actuado aquel hombre. Sin lugar a dudas, había mucho más de lo que a simple vista se apreciaba sobre el señor Esquina.
La oscuridad envolvió a Sofía apenas se alejó diez metros del último farol del pueblo. Solo la acompañaba el traqueteo repetitivo de la bicicleta. El camino estaba difícil, un par de veces estuvo a punto de resbalar en el barro y caer al piso. La claridad de las estrellas no alcanzaba para alumbrar lo suficiente, así que sacó su teléfono y lo fijó como pudo en el manubrio del rodado, luego lo encendió en modo linterna para iluminar el camino.
Por primera vez, se percató lo inquietante que era el silencio del monte que rodeaba el pueblo. Los árboles, con sus ramas amorfas se entrelazaban sobre su cabeza, dando a varios sectores del camino un aspecto de caverna. De día, la policía había circulado varias veces por ese lugar, y le había parecido precioso el efecto del sol atravesando esos túneles verdes, pero de noche la cosa cambiaba radicalmente. Había demasiado silencio, el calor era agobiante, estaba bañada en transpiración por el esfuerzo físico, y el ingenio todavía estaba a unos cinco kilómetros. Se preguntó con una buena dosis de ironía, si llegaría con vida al lugar del accidente.
Para acompañar el rítmico pedalear comenzó a canturrear una canción de moda bastante movida, y eso la ayudó a disipar un poco la soledad que sentía de forma casi omnipresente. Avanzó otro tedioso kilómetro, cuando por fin, divisó señales de vida. Cuatro potentes faros venían en dirección contraria a toda velocidad, evidentemente un camión. Se apartó un poco al costado del camino para darle paso. El pesado vehículo pasó sin detenerse y la salpicó con barro hasta la cabeza. Sofía lanzó un improperio totalmente justificado, recuperó su teléfono del manubrio, soltó la bicicleta y comenzó a limpiarse lo mejor que pudo mientras se alumbraba.
—¿La puedo ayudar en algo, oficial? —dijo una encantadora voz de hombre en la oscuridad, y parecía venir desde arriba de ella. Sofía dio un salto hacia atrás y por reflejo llevó la mano derecha a la culata de su arma—. Por favor, disculpe. No quise asustarla —agregó la voz. La policía, de a poco pudo distinguir a un hombre a caballo, recortado contra la poca visibilidad de la noche. Aparentemente llevaba un sombrero de ala ancha, a todas luces era un gaucho o baqueano de los muchos que habían en la zona.
—Identifíquese —ordenó, con todo su entrenamiento policial y sin retirar la mano derecha de su arma reglamentaria. Con la izquierda encandiló al hombre con su teléfono móvil. Éste se tapó la cara rápidamente, como defendiéndose, pero enseguida la bajó cuando sus ojos se acostumbraron al brillo.
—¡No dispare!, ¡no dispare, señorita! —Gritó el hombre, y su aflicción parecía sincera— Me llamo Evaristo Libado. Solo estoy tratando de llegar al pueblo después de trabajar —agregó el gaucho, pero a Sofía algo no terminaba de cerrarle.
—¿Volviendo de trabajar?, ¿a estas horas? —preguntó la policía, mientras iba aferrando un dedo a la vez la empuñadura de su arma. El hombrecito rió suavemente, tenía un rostro extraño, una cara angosta con un delicado bigote negro, a juego con las tupidas cejas, y unos ojos verde amarillos. Una mirada cautivante, que contrastaba con una piel tersa y bronceada por mil soles. En general, era un rostro muy hermoso, extrañamente bello y de edad indeterminada. Podía tener entre veinte y sesenta años sin ningún problema. Aunque la ropa que usaba era de colores demasiado brillantes, algo no encajaba.
—Perdone, oficial —continuó Evaristo, emitiendo una risita divertida y luego eructando sonoramente, el aire se saturó por el olor a alcohol—. Me distraje..., un poco..., después del trabajo —agregó, y se balanceó sin mucha gracia sobre el caballo. Sofía entendió que estaba bastante borracho, una costumbre habitual entre todos los pueblerinos de Rincón Quemado. Más que una costumbre era una forma de vida, una manera de lidiar con el tedio y la frustración de vivir en ese lugar de mierda.
—Circule —ordenó la policía, aflojando la mano de su arma—. ¡Circule, vamos! —El hombrecito sonrió amable, se tocó con la mano el ala del sombrero para saludarla y espoleó su montura.
El gaucho borracho se alejó lentamente en su caballo, en dirección a Rincón Quemado. Sofía lo siguió con la mirada y la luz de la linterna durante unos cuántos minutos. Cuando estuvo segura que el hombre estaba a prudente distancia, levantó su bicicleta prestada, acomodó de nuevo su teléfono en el manubrio y se aprestó a seguir camino.
Seguía pedaleando entre el barro y pensando en su reciente encuentro. Algo seguía sin cerrarle del tal Evaristo. Pero por más que insistía, no podía deducirlo. En ese dilema se encontraba cuando notó que pedalear le costaba mucho más. Pensó que el barro debía estar más blando en esa zona, aunque parecía casi igual que todo el trayecto que ya había realizado. Bajó la mirada y observó que la rueda delantera de la bicicleta, se hundía mucho más en el barro, como si tuviera demasiado peso encima. Sofía sintió un escalofrío de atávica comprensión, siguió bajando la mirada hasta detrás de los pedales para ver la rueda trasera. Dos pies, descalzos y pálidos, viajaban con ella en la parte trasera de la bicicleta.
—¡Ay, la puta madre! —gritó Sofía, y se arrojó de la bicicleta. Antes de golpear el piso, ya había girado, desenfundado y con los ojos cerrados por el miedo y la aprehensión, disparó dos veces contra lo que fuera que estaba ahí.
Peláez intentaba frenéticamente contactarse con la policía local, sin ningún éxito. El pobre hombre transpiraba a raudales en el piso de la garita de guardia, con el tubo de teléfono pegado a la oreja. Cada tanto asomaba la cabeza por la puerta para observar el camino y a sus dos visitantes; que seguían agazapados detrás de la banca para fumadores.
—¡No puedo comunicarme, don Esquina! —gritó el guardia, como si hiciera falta en el silencio que los envolvía.
—Tranquilo, Peláez. No siga intentando. Es muy probable que la policía ya se encuentre en camino —respondió Cacho, y con un gesto de dolor se tomó el pecho. Laura advirtió éste movimiento extraño y se acercó un poco a Esquina, siempre a cubierto de la banca.
—¿Está herido? —preguntó la mujer.
—No. Es solo un dolor muscular —replicó Cacho, sin darle importancia, aunque su cara decía otra cosa.
—Déjeme ver, no sea necio —insistió Laura, e hizo un intento de acercar sus manos donde Cacho se tocaba. El hombre le retiró las manos con un gesto poco menos que brutal y su cara se transformó en una máscara de dolor y furia.
—¡Qué estoy bien!, ¡no me toque, carajo! —respondió con dureza. Y al ver que la mujer se preparaba para contestar con el mismo nivel de agresividad, se incorporó rápidamente de la improvisada cobertura— ¡Quédese aquí!, ¡voy a investigar los disparos!
—¿Qué?, ¡usted está loco! —Contestó Laura, entre ofendida y confundida por la reacción—. ¡Vaya!, ¡vaya y hágase matar!, ¡malparido! —le gritó mientras lo veía alejarse a paso presuroso. Pronto, la luz del farol de la garita, dejó de alumbrar a Cacho Esquina, y la oscuridad lo devoró por completo.
—¡Hombres! —refunfuñó Laura.
Cacho avanzó con extremo cuidado por la oscuridad, pisaba despacio tanteando el terreno, y se detuvo cuando llegó cerca de los cien metros recorridos. Espero hasta que sus ojos se adaptaran a la baja luminosidad. Sabía que todavía estaba deslumbrado por la iluminación de la garita, pero que el efecto pasaría pronto. De a poco, comenzó a distinguir la forma de los árboles que estaban al costado de la ruta de tierra. La tenue luz de las estrellas apenas alcanzaba para más. Así que cuando pudo distinguir la oquedad que era el camino, supo que estaba listo. De igual forma tendría que avanzar con cuidado, pero ya no estaba deslumbrado, y sus otros sentidos se habían aguzado. Hasta el olfato, tan arruinado por el consumo de cigarrillos, manifestaba un glorioso resurgir.
El avance a partir de ese momento fue mucho más rápido y silencioso también. Cacho podía sentir su corazón palpitar con un ritmo continuo y eficiente. Su respiración desentonaba con el entorno silente y la reguló para que fuera más suave. Sus oídos captaban a lo lejos los insultos de la mujer ingeniera y la urgencia del guardia de la garita. Arruinaban el momento, debía alejarse aún más.
Algo que pocas personas saben es que el tiempo pasa distinto cuando la oscuridad lo envuelve todo, a veces, parece que las cosas no fluyeran. Cacho Esquina continuó sin descanso, con paso firme, sin pausa. Contaba mentalmente los pasos para tener una referencia de distancia, cuando llegó a los cuatro mil notó que ya no distinguía la silueta de los árboles, era todo negrura absoluta. Sabía que su tranco habitual era de aproximadamente ochenta centímetros por paso, lo que hacía poco más de tres kilómetros de distancia desde la garita.
Contempló la negrura que era el túnel de árboles del camino al que todos solían referirse como la Boca Verde. Cacho reflexionó que durante las noches eso tenía mucho de boca y poco de verde. Le dolía el costado más que de costumbre, casi como aquella vez con Armando en la quebrada, pero distinto. Su sentido del oído, aguzado, percibió ruido de pisadas y una respiración agitada. Provenían de la lóbrega oquedad de la Boca y se dirigían a toda velocidad hacia donde él estaba. Se apartó un poco del centro del camino, se quedó completamente quieto en posición de cuclillas, tenso y listo para la acción si hacía falta. El costado izquierdo de su torso palpitaba y dolía bastante, el miedo le atenazó la boca del estómago, lo que ayudó a silenciar aún más su respiración. Mentalmente rezó a sus dioses paganos de muchos nombres y esperó.
Las fuerzas le estaban fallando, las piernas trastabillaban en la oscuridad, no lograba controlar el temblor de sus manos, pero aún conservaba la pistola firmemente agarrada. Estimó que sus dedos estarían agarrotados de tanta presión, porque luchaba por soltarlos y no podía. Había perdido su teléfono al arrojarse de la bicicleta, y el doble fogonazo de la pistola la había cegado por muchos segundos.
Sofía había disparado por reflejo, por lo cual no llegó a ver absolutamente nada en ese breve instante que la noche se iluminó con las detonaciones del arma. Recordó que aun cuando estaba ciega en el piso, aturdida por el súbito ruido de los disparos, notó a su alrededor movimiento y escuchó el tintinear de pesadas cadenas; un bufido peligroso, como de animal que la acechaba. No perdió tiempo, arrojó golpes al aire y corrió hacia donde creía que seguía el camino.
Por suerte, no había perdido del todo la orientación, porque podría haber chocado de frente contra uno de los tantos árboles que flanqueaban el camino. Corrió por el suelo enlodado y dos veces aterrizó sin mucha gracia sobre su hombro derecho, porque sus manos se negaban a soltar la pistola. Sus ojos se fueron recuperando de a poco, pero la oscuridad era tan absoluta que no sabía si llegaría a alguna parte. Además sentía mucho frío, y el sudor que le empapaba la camisa del uniforme, no ayudaba en lo absoluto. Estaba cansada, pero no podía detenerse, aquello que la había perseguido era demasiado incomprensible para su mente, y la aterraba.
De repente notó una claridad más adelante, no es que hubiera luz precisamente, sino que la oscuridad parecía retroceder y dejar claro oscuros entre su eternidad. A lo lejos divisó los árboles al costado del camino, suspiró con alivio y bastante de desesperación. Ya no estaría en ese averno por el que había transitado, lejos de aquella..., cosa.
—Ya llego..., ya llego..., un poco más —murmuró, para darse un poco de ánimo.
—Ya llegamos. Sí —dijo una voz helada de mujer sobre su cabeza.
Sofía gritó de espanto. Por instinto levantó sus brazos con la pistola todavía aferrada, y apuntó peligrosamente hacia arriba de su cabeza. Al mismo tiempo, creyó ver con su visión periférica, una figura negra que se levantaba a toda velocidad del costado del camino y se abalanzaba hacia ella. Quiso cambiar el objetivo hacia esa nueva amenaza, pero no le dio tiempo, un golpe seco en sus muñecas le hizo soltar la pistola. Un par de manos fuertes la tomaron de la camisa y la arrojaron al piso con violencia, pero unos metros más adelante. Giró como pudo en el piso y se incorporó a una velocidad increíble, preparada para defenderse de su nuevo atacante, la adrenalina le inundaba el organismo. Pero lo que vio, no tenía explicación.
—¡Te vigos cosilim! —gritó la figura que la había atacado, a viva voz. Parecía que tenía un brazo extendido hacia la oquedad, era un hombre. Le respondió un rugido de dolor y odio entre la oscuridad—. ¡Te vigos cosilim! —exclamó de nuevo la voz masculina, ésta vez con más desesperación. Luego algo invisible pareció golpear al extraño que gritaba esas palabras. La figura cayó de rodillas al barro, pero sin dejar de apuntar con su brazo—. ¡Te vigos cosilim! —ordenó nuevamente, con la voz destruida por el dolor y el esfuerzo. Desde la oscuridad llegó un lamento largo que se perdió muy lentamente. El hombre suspiró con cansancio, se incorporó con lentitud y se acercó a Sofía.
—Tranquila, oficial. Mi nombre es Juan Esquina, Cacho. Y he venido para ayudarla —dijo la silueta negra—. Pero ahora, debemos regresar al ingenio, y por favor no me haga preguntas que no puedo responder.
Aunque no podía ver su rostro, Sofía no percibió malicia en esa voz. Por otra parte parecía haberla ayudado, no sabía cómo, pero tenía esa impresión. Lo siguió en silencio, recorriendo un camino que ahora parecía, sorprendentemente, menos oscuro.
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